Tuesday, September 7, 2010

01 El atrevimiento






EL ATREVIMIENTO

PRIMERA NOVELA
DE LA
TETRALOGIA

TIEMPO PARA HÉROES


Por Manuel Salvador Gautier


Ganadora del Premio de Novela Manuel de Jesús Galván
de la Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Culto
1993

Primera Edición: junio de 1993
Impresión: Editora Taller
Santo Domingo
República Dominicana
1993

Mi agradecimiento a:

Virgilio Díaz Grullón
José Alcántara
Juan José Ayuso
Armando Almánzar
Orlando Haza
Leo Madera
José Enrique Delmonte
Jacqueline Mejía

"Para todos los convencidos, llegó el tiempo
de compartir la pasión con el motivo,
la acción con el propósito".
El Autor

— 1 —

Guarionex tenía un morado en forma de media luna debajo de un ojo. Fue lo primero que notó su mamá cuando el muchacho entró en la sala todo desfachatado, con la camisa rota, tirando el bulto sobre el sofá.
—¿Y qué te pasó en ese ojo, mi hijo; con quién fue que peleaste? Tu padre se va a poner furioso —observó Flérida.
Guarionex no demostró inquietud.
—Fue un pleito en la escuela —se detuvo un instante, miró a su mamá sin decir más nada y siguió.
Flérida frunció el ceño, luego sonrió. Guarionex había pasado por los sólitos pleitos de muchachos, y éste de ahora parecía otro más.
Una vez en su habitación, Guarionex se miró el morado en el espejo. Lo tocó con la mano, le dolía. Se dio un duchazo y volvió con los otros a esperar a su papá, para comer todos juntos.
—¿Qué le vas a decir a tu papá, Guarionex? —preguntó Flérida.
—Voy a decirle lo que pasó, Mamá. Usted no se preocupe, que esto es entre Papá y yo.
Flérida no insistió más. En la casa se había asumido, desde hacía tiempo, que las cosas de hombres se hacían entre hombres, y en este enfrentamiento con Guarionex ella veía con desazón que ya su hijo no la consideraba su confidente, como había sido hasta hacía muy poco, cuando Guarionex iba donde ella con su cabezota rizada y su cara igualita a la de su papá, a buscar apoyo para hacer alguna cosa o explicación para entender otra.
—¿Qué le vas a decir a Papá, Guaguá? —demandó Anaibelca recogiendo la pregunta de la madre.
Guarionex la alzó en vilo.
—¿Quieres saber, eh?
Flérida sonrió. Guarionex jugaba con sus hermanos como si tuvieran la misma edad, pero a ella la rechazaba. ¿Por qué era así entre madre e hijo?

Jobito llegó a la hora de siempre. Flérida fue a recibirlo a la puerta.
—Jobito, creo que sería bueno que hablaras un momento con Guarionex.
Jobito entendió enseguida que había crisis en la casa.
—¿Qué pasa, mi amor?
—Vino con un ojo amoratado de la escuela. Peleando otra vez.
—Está bien, déjame ir al baño, luego dile que venga a la biblioteca.
—Rompió otra camisa —añadió Flérida, implicando perdón por el tono.
—Está bien.

Guarionex entró en la biblioteca de su papá y se quedó de pie frente a él, enardecido. Jobito lo escrutó con curiosidad. Enseguida le notó el morado en el ojo.
—Siéntate ahí. (Indicó la butaca donde él se ponía a leer). ¿No te dieron más golpes por ningún otro lado?
—No, señor, ese fue el único.
—¿Y cómo le fue al que te dio el golpe?
—Le di varios trompones en la barriga y casi le rompo un brazo. Además tiene un labio partido.
—¿Qué dicen los curas?
Guarionex miró hacia adelante. Su papá no entendía bien que los profesores de Letrán eran "hermanos".
—No lo saben todavía.
—¿Qué fue lo que pasó?
—Ibamos saliendo de la escuela, y Horacito, el que peleó conmigo, me gritó: "¡Los indios eran unos pendejos, y Guarionex fue el mayor de todos!" Yo le caí arriba.
—¿Por qué Horacito hizo eso? —Jobito rabiaba por dentro; le resquemaba que se burlaran de sus hijos por culpa suya.
—Horacito se burla de todo el mundo porque es hijo del coronel Jiménez y dice que está apoyado. Que si le hacen algo su papá agarra preso a todo el mundo.
—¿Y por qué le cogió contigo?
Por primera vez en el interrogatorio, Guarionex se detuvo un momento antes de responder.
—Horacito dice que soy enemigo del Gobierno.
—¿Qué qué? —preguntó Jobito, mezclando asombro, alarma e incredulidad.
—Sí, señor.
—Repíteme lo que acabas de decir.
—Horacito Jiménez, el hijo del coronel Jiménez, dice que soy enemigo del Gobierno.
Se estaban entendiendo bien.
Jobito miró a Guarionex. Su hijo estaba cerca de los diecisiete años y ya era un hombre, con sus propios juicios y sus propias apreciaciones de lo que pasaba en el país, aunque en su casa no se hablara ni jota de eso.
—Guarionex, creo que tú y yo tenemos que sentarnos a discutir este asunto, pero éste no es el momento, porque tienes que volver a la escuela y, además, aún no hemos comido.
—Papá, no se preocupe tanto. Horacito no es más que un bocón, y alguien ya le tenía que partir la boca.
—¿Y qué va a decir su papá cuando lo vea con la boca rota?
—Lo mismo que usted me está diciendo a mi. Regañarlo.
—Ummm. Por lo que dices, ese muchacho debe estar armando un lío grandísimo.
Jobito se quedó mirando a Guarionex por un rato, pensando en todas las complicaciones que podía traer el asunto. Las explicaciones a Flérida y los contactos con amigos influyentes como Publio Santamaría, su pariente militar, y don Carlos Ramos, su Jefe en la Comisión de Fomento. En estas zanganadas había que actuar con rapidez para evitar que las cosas llegaran demasiado lejos; había que protegerse. Si Cándido Jiménez tomaba a pecho la golpiza dada a su hijo, podía provocar una serie de situaciones muy desagradables para él y su familia. El hombre era un sicario de Trujillo. Se le asociaba a la matanza de haitianos en la Frontera, cuando no era más que un sargento, y se decía que estaba ahora metido en misiones especiales, como el horrible asesinato de dos obreros en el Ingenio Porvenir, por dudar de Trujillo cuando éste anunció la repartición de un millón de hectáreas entre los colonos de los ingenios estatales.
Al ver a su padre tan preocupado, Guarionex se preocupó. Su papá no estaba pensando en regañarlo, como él había supuesto.
—No soy enemigo del Gobierno —dijo con voz ronca, como para aclarar bien las cosas.
—Mi hijo, oye bien lo que te voy a decir. Ser enemigo de este Gobierno no es un delito. Trujillo es un criminal que ha matado a muchísima gente y que sólo piensa en sí mismo. (De repente, Jobito se dio cuenta que no debía introducir al hijo al tema de la Dictadura en ese estado emocional; se corrigió): Bueno, hay que impedir que el carajito ese con quien peleaste arme un lío del diablo que ponga en peligro a tu mamá y al resto de la familia. Creo que lo primero que hay que hacer es ir a hablar este asunto con los curas.
Guarionex lo miró sin compartir la estrategia.
—Yo creo que es mejor que usted sepa otra cosa.
—¿Qué cosa?
—Horacito dice que soy enemigo del Gobierno porque soy amigo de Chichí Contreras.
—¿Y quién es Chichí Contreras?
—El es sobrino de don Polo Contreras.
Jobito conocía a Contreras; era de los jóvenes universitarios que habían tenido que salir del país junto con el vicerrector Bonilla en 1946; se encandiló.
—¡Coño, esto se complica cada vez más! ¿Qué más tienes escondido por ahí que no me has dicho?
—Más nada, señor.
Jobito miró su reloj.
—Vete a tu cuarto hasta la hora de la comida.

Jobito buscó a su mujer.
—Flérida, Guarionex está metido en un lío con el hijo de Cándido Jiménez. ¡Compadre, tenía que pelear con el hijo de un Coronel!
—Eso no quiere decir que Cándido Jiménez vaya a armar un lío por un pleito entre muchachos —sentenció Flérida.
—Aquí los militares son los que mandan, Flérida, y por encima de ellos, los Trujillo. Así que vamos a dejarnos de pendejadas y razonemos bien este asunto.
—¿Por qué no comes y, después que comas, entonces decides lo que haya que hacer? El estómago vacío no ayuda a pensar bien.
—Se me quitó el hambre.
—¿Por esa tontería?
—No es una tontería, es una vaina.
—Jobito, cuando te pones a hablar así delante de mí es porque estás preocupado.
Jobito rezongó malhumorado t se fue a su cuarto, pensando en la cachaza de su hijo Guarionex y en el despiste de su mujer Flérida.

La comida fue un desastre. Jobito y Guarionex casi no hablaron, y nadie le hacía caso a los retozos de Duartico y Anaibelca.
Flérida volvió al tema después, a solas con Jobito.
—Mi amor, no es bueno seguir dándole tantas vueltas a este asunto.
—¡No embromes, Flérida!
—Hablo en serio. Dime lo que pasa y a lo mejor te ayudo.
—Creo que lo mejor es ir donde los curas y averiguar de verdad qué está pasando.
—¡Pues hazlo!

— 2 —

Jobito era hijo de un campesino que trabajaba en un aserradero manejado por un turco, cerca de Hatillo. El dueño del aserradero era don Eladio Tejera, y Mignolio, su papá, le pidió que bautizara a Jobito. Mignolio murió en un accidente en el aserradero, parece que por descuido del turco. Había dejado una viuda y ocho hijos. Nélida, la viuda, no pudo mantenerlos juntos. En la repartidera de los muchachos, mandaron a Jobito, de siete años, donde su padrino Eladio Tejera, a La Vega. La mujer de éste, doña Victoria Deschamps, o mamá Vicó como le decían, crió a Jobito medio hijo, medio criado. Allí Jobito asistió a una parodia de piedad que hizo que rechazara la religión desde chiquito.
Junto con Jobito, los Tejera estaban criando una sobrina de mamá Vicó, hija ilegítima de un hermano, quien se la dio a criar porque su mujer no se la aceptó. Se llamaba Clemencia, pero mamá Vicó le puso Teresita porque no le gustaba ese nombre. Su apellido era Lumet como el de su mamá, pues su papá nunca la reconoció legalmente. Se decía que su mamá era haitiana, y se presumió que Teresita iba a salir negra; pero la muchacha salió blanca lavada con ojos color melcocha. Teresita era ya una muchachona cuando Jobito, de siete años, fue a vivir con los Tejera. A esta muchacha le daban unos trances, gritando que veía la imagen de una mujer hablándole, a la que todos identificaron con la Virgen de las Mercedes. Teresita se convirtió en el centro de un rito religioso al que toda la familia Tejera se dedicó en cuerpo y alma. Mamá Vicó puso un altar de la Virgen en su casa, y la manía llegó a tanto que hasta el padre Rogelio Ciprián, el párroco amigo de la casa, vino a dar misas en la capillita el día de la Virgen. Todos entendían que Teresita era una iluminada, un instrumento a través del cual la Virgen hablaba, y la veneraban igual que a ésta. Los campesinos venían a la capillita para conseguir con Teresita que la Virgen los favoreciera en lo que ellos querían hacer. No había especulación. Teresita no cobraba por su intervención, ni mamá Vicó lo hubiera permitido. Todo se hacía dentro de un marco de veneración, abiertamente; pero no escapaba a los que lo querían ver que la situación convenía extraordinariamente a don Eladio, que, por reflujo, se había convertido en el comerciante de mayor prestigio y mayores ventas en el pueblo. El padre Rogelio convenció a mamá Vicó que Teresita debía hacerse monja, y así se concertó. Sólo que Teresita no estaba en eso. Cuando se dio cuenta que sus visiones la llevaban por ese camino, comenzó a perder los efluvios, a no comer, a resistir, para espanto de mamá Vicó y desilusión del pueblo. Entonces se averiguó que había un terrateniente que, simulando gran fervor a la Virgen, había enamorado a Teresita y la tenía bajo su control. El ambiente que se creó en la casa de los Tejera era tal, que un Padre Nuestro caía mal. Todo venía acompañado de furias y epítetos, acusaciones y maldiciones.
Jobito no se quería acordar de la escena que presenció, en la que mamá Vicó acusó a Teresita de hija de Satanás, bruja, mal agradecida y cincuenta mil cosas más, mientras el terrateniente Paco Encarnación, con una cachaza increíble de cacique, dueño y señor, se la llevaba a grupa, montada en un caballo negro pateador, repudiada por su familia de crianza. Papá Eladio, que nunca había creído mucho en el asunto, decidió pagarle a su mujer un viaje de peregrinación a Lourdes, en retribución a la Virgen. (También para quitársela de arriba por un tiempo). Sin proponérselo, el dueño de la casa comenzó una campaña contra la Iglesia, la religiosidad y los curas, que junto con la histeria anterior, predispusieron a Jobito. Teresita, después de casada, recuperó sus poderes y formó una congregación en el paraje donde decidió ir a vivir con Paco, en Yabacoa, entrando por Piedra Blanca, hacia el Alto de los Mogotes. Se arregló con mamá Vicó, e, inclusive, llevó a Jobito a pasar un verano en su casa de la montaña. Jobito la miraba con desconfianza, pero lo trataron con tanto cariño, que Paco se convirtió en su héroe, el mejor trabero, mejor ganadero y mejor amigo del mundo, un verdadero cacique de tierras y hombres. Así Jobito suspendió su juicio de Teresita, pero quedó para siempre prejuiciado contra los curas.
En la casa de La Vega, el viejo comerciante notó a Jobito cuando sus hijos andaban educándose por Europa. Necesitaba ayuda en el negocio, y pensó que le serviría tener un mocetón de la casa atendiéndolo. Así se organizó la verdadera preparación de Jobito. Las circunstancias empujaron a Jobito a ser administrador a la fuerza, pero Jobito desde jovencito se empeñó en otra cosa: en ser escritor. Trabajó para el viejo Eladio por largo tiempo, pero cuando Andrés Julio, el hijo mayor, volvió de Francia, se armaron cantidades de tensiones por celos y chismes que al fin hicieron que el viejo Eladio cortara por lo sano y despachara a Jobito a la Capital.
Allí Jobito abrió brecha al periodismo protegido desde lejos por su mentor, que quedó siempre con la intención de que algún día Jobito volviera a La Vega, a administrar alguno de sus negocios. Jobito conoció a Flérida, una mujer hermosísima, educada con gran esmero, recién llegada de los Estados Unidos. Se la presentaron cuando Jobito fue a entrevistar a su papá, don Francisco Ovalle Figueroa, sobre acontecimientos en la Frontera con Haití en los que éste había participado como miembro de la Comisión de Frontera. Flérida quedó impresionada. El hombre se le metió entre ceja y ceja, y al final de tres años de lucha contra el parecer de sus padres, casó con José Eladio Pérez, alias Jobito.
Un tiempo después del matrimonio se llevaron preso a Jobito, acusado de conspirar contra el Gobierno. Algunos sospecharon que lo utilizaron para presionar a Ortiz Mena, un enemigo de Trujillo con quien Jobito trabajaba en ocasiones. Después de estar desaparecido por unos días, y gracias a las gestiones de los familiares de Flérida, Jobito apareció en la Fortaleza. Flérida estaba encinta, y el hijo nació estando su papá en la cárcel. Desde allí, Jobito mandó a decir que le pusieran Guarionex.
Después que Jobito salió de la cárcel, su vida y la de su familia siguió la rutina de los asalariados. Trujillo "compró" a Jobito nombrándolo Jefe de la Sección Administrativa de la Oficina de Correos, un puesto inocuo. No dejó que lo emplearan en La Nación, ni luego en El Caribe, a menos que escribiera un artículo ensalzándolo, cosa que Jobito nunca hizo ni importó a nadie. En una ocasión, en un número dominical, se publicó un artículo de Jobito sobre la línea fronteriza, honrando a su suegro don Francisco que acababa de morir. A la semana siguiente nombraron a Jobito en Montecristi como interventor de Aduana "para que viera de cerca la Frontera". Allá nació Duarte Francisco, y allá ennegreció el alma de Jobito. Allá comenzó su aislamiento frente a una sociedad que lo rechazó por razones políticas. Sólo los acogió "mistress" Ginger Ream, una norteamericana católica, esposa de un técnico de la Grenada Company, que conocieron en la iglesia. Para ella, fue un descubrimiento encontrar allí a alguien como Flérida, que hablaba inglés a la perfección y que había ido a lugares como las Cataratas del Niágara y el Cañón de Colorado.
Jobito se movió para salir de la situación en que estaba. El tío de su mujer, Micho Peralta, era diputado; el capitán Publio Santamaría, casado con una prima hermana de Flérida, era de los ayudantes militares del Presidente; Ortiz Mena había claudicado al régimen y era Secretario de Estado de Relaciones Exteriores. A ellos se dirigió y entre ellos concertaron el plan para sacarlo de ahí. Cuando los Pérez volvieron a Ciudad Trujillo, Guarionex tenía cinco años, Duarte ocho meses, y Flérida estaba encinta de Anaibelca. Era el año violento de 1947... para otros dominicanos.
En 1958, Jobito estaba integrado al régimen. Sus superiores le reconocían una buena capacidad administrativa, el hombre en que se apoyaban para manejar la institución. La familia se mudó a una casa, herencia de Flérida, en la calle Doctor Delgado. Los hijos se inscribieron en las mejores escuelas de la ciudad, donde recibían una buena educación y se codeaban con lo mejor de la sociedad. Flérida era la que más insistía en eso, pues ella era Ovalle Peralta, biznieta de un Vicepresidente de la República y educada en Bryn Myer. En realidad, ella había soñado con que sus hijos irían a los Estados Unidos a estudiar, con la conveniencia de que unos tíos de ella vivían allá y podían cuidarlos; pero no se pudo, y tuvo que conformarse con esas escuelas privadas de gran prestigio social. Jobito se educó en escuelas públicas, con maestros que seguían las enseñanzas hostosianas, y hubiera preferido que por lo menos los varones se educaran también en escuelas públicas. Cedió en esto a los deseos de su mujer... Ninguno de los dos pensó que el hijo iba a tener problemas en la escuela elegida.

El edificio de San Juan de Letrán en Gazcue era moderno. Tenía un vestíbulo grande, de donde se pasaba a una galería con techo alto y columnas esbeltas de hormigón armado. En el fondo estaba la Dirección.
El hermano Director los recibió, se dirigió a Jobito extendiéndole la mano.
—Don Jobito Pérez, ¿en qué podemos servirle? —sonrió amablemente.
Jobito introdujo el problema.
—Padre, a mí me desagrada venir a estos asuntos, pero Guarionex llegó a casa a mediodía con la ropa rota y golpeado.
—Bueno, don Jobito, nosotros no siempre tenemos control de los muchachos todo el tiempo, pero estoy seguro de que el pleito de Guarionex no fue aquí. Los hermanos me lo hubieran reportado.
—Fue y no fue. Guarionex, explícale al padre donde fue.
—Fue en el solar de enfrente, señor —dijo el muchacho, y calló; no estaba de acuerdo con esta visita a la escuela.
—Sigue explicando —requirió el hermano Director.
—Iba caminando para mi casa, cuando Horacito Jiménez me llamó y gritó una cosa que a mí no me gustó, y nos enredamos.
—¿Horacio Jiménez?
—Sí, señor.
El hermano Director tocó un timbre en el escritorio, y vino el secretario.
—Dino, haga el favor, consígame a Horacio Jiménez.
—Esta es una gran molestia —arguyó Jobito.
—No se preocupe, don Jobito. Estos muchachos se ponen a pelear a cada rato. Vamos a averiguar bien cuál es la razón de todo. Me imagino que eso es lo que usted desea, saber lo que pasó para castigar al culpable que provocó el pleito.
—Sí.
El hermano Director giró en su asiento, sacando una ficha de un archivo detrás de su sillón; la repasó.
—Guarionex es un buen estudiante. Tiene buenas notas hasta en matemáticas. Aquí, en general, los muchachos son muy flojos en matemáticas. Estamos haciendo un gran esfuerzo para mejorar eso. Este año hemos buscado un profesor en Cuba, muy bien recomendado, que ha dado muy buenos resultados, el hermano Tobías.
El secretario volvió.
—Horacito no ha venido esta tarde, hermano Director —dijo, y se retiró.
Jobito lanzó una última tirada, a ver si el asunto se esclarecía.
—¿Por qué no se llama a casa de Jiménez a ver qué tiene, que no vino a clase? Me gustaría llegar al fondo de esto. Estos pleitos de muchachos me desagradan tanto como a usted, padre; pero Guarionex es mi hijo y, si es culpable de excesos, tengo que corregirlo.
—Muy bien —aceptó el hermano Director; tocó el timbre y apareció el secretario—. Dino, llame a casa del coronel Cándido Jiménez y póngame a hablar con Horacito.
Nadie habló en lo que el secretario hacía la diligencia.
El hombre volvió enseguida.
—En casa del Coronel dicen que Horacito no está, que está aquí.
—¡Bueno, aquí no está! —sentenció el hermano Director.
—Bien, creo que estamos perdiendo el tiempo —aceptó Jobito—. Excúseme, padre. Ya que el otro no aparece, hay que creer en Guarionex. Se lo dejo, haga lo que ustedes consideren conveniente en estos casos. Gracias por todo.
—No hay de qué, no hay de qué, don Jobito. Nos agrada mucho verlo por aquí, aunque sea por estas trifulcas. Desearíamos que usted volviera en un momento más tranquilo, para discutir algunas labores importantes que pensamos realizar, la ampliación del colegio en el patio y otros planes muy importantes.
Tan pronto salieron los Pérez, el hermano Director sacó del archivo la ficha de Horacito Jiménez. La estudió, tenía unas anotaciones que conocía. Los profesores alegaban que el muchacho no estudiaba, que se pasaba las clases con un "paquito" en la mano y que respondía con una grosería incalificable cuando le llamaban la atención; recomendaban que se hablara con sus padres. El hermano Director suspiró. Siempre había estos tipos problemáticos, de malos hábitos, que le acosaban a los muchachos sobresalientes. Rezaría un poco por los dos. En cuanto a la reunión con los padres del muchacho Jiménez, sabía por experiencia que era inútil, pero hablaría de nuevo con don Cándido, ¡y que Dios los iluminara!

— 3 —

Jobito llegó tarde a la Comisión de Fomento. Don Carlos Ramos lo estaba esperando.
—Quisiera consultarle algo muy personal, don Carlos —dijo Jobito, mientras se sentaba. (Su jefe era un funcionario hábil y sin precipitaciones; Jobito lo respetaba enormemente y confiaba en su discreción, lo cual era mucho que decir).
—Jobito, usted me ha sido de gran ayuda aquí en la Comisión. Si puedo servirle ahora en algo, lo haré con muchísimo gusto.
—Es un asunto delicado —previno Jobito. (El otro hizo un gesto, invitándolo a que hablara)—. Se trata de mi hijo Guarionex, el mayor. Acaba de tener un pleito con el hijo del coronel Cándido Jiménez, y me preocupa lo que puede pasar cuando éste se entere.
Don Carlos echó la cabeza hacia adelante y medio se giró en el sillón de ejecutivo. Tenía unas manos enormes que colocó sobre el escritorio, juntando las yemas de los dedos. Al mismo tiempo, movió la boca, poniendo la lengua entre los dientes y presionándola ligeramente. Sopesaba si lo que decía Jobito era una trampa.
—Cándido Jiménez no está en la ciudad —dijo al fin—. Esta mañana, en la Presidencia, lo vi salir enviado por el Generalísimo Trujillo rumbo a San Pedro de Macorís; pero vuelve mañana para acompañar al Jefe al Cibao, en el fin de semana.
La noticia era un alivio para Jobito.
—¿Qué me recomienda usted, don Carlos, qué debo hacer?
—¿Qué fue lo que pasó?
—Los dos muchachos están juntos en Letrán y, a la salida, Horacito, el hijo del coronel Jiménez, le gritó al mío una grosería, y el mío le respondió con un trompón. Son cosas de muchachos, don Carlos; pero que uno no sabe. El hijo del coronel Jiménez salió con la boca rota.
—Ya veo.
—¿Qué dice?
—No es fácil. Todo depende de lo que piense Cándido Jiménez de su hijo.
—¿Cómo se averigua eso?
—No sé, Jobito, la verdad es que, en este asunto, casi no lo puedo ayudar. No tengo conexiones con Cándido Jiménez, aunque lo conozco.
—¿Usted sabe quién es Publio Santamaría?
—Lo he visto en la Presidencia.; pero le digo, Jobito, mi fuerte no son los militares. De cualquier manera, voy a ver qué puedo hacer por usted.
Las esperanzas de Jobito de que el astuto funcionario lo orientara disminuyeron, pero su desazón no fue tan grande. No era que él estuviera inflando el asunto más de la cuenta; don Carlos tácitamente había reconocido que podía ser espinoso.
—¿Qué edad tiene su hijo? —preguntó don Carlos.
—Dieciséis, para diecisiete.
—¿Ya está en la normal?
—Sí, en el segundo año.
—Entonces, Jobito, usted tiene que hacer como hice yo. Mande su muchacho para afuera a terminar la normal. Si puede, hágalo. Es un sacrificio, pero vale la pena. Por muchos motivos.

— 4 —

El Torneo de Baloncesto Interescolar Juvenil era uno de los eventos deportivos en que los muchachos de Letrán habían siempre sobresalido. Sus rivales tradicionales eran los muchachos del Colegio San José, católicos como ellos, pero también jugaban con otras escuelas públicas y privadas. En el actual torneo, Letrán iba a la cabeza, seguido muy de cerca por una selección de la Escuela Normal Generalísimo Trujillo. Esa noche se jugaba un partido entre los dos equipos que podía significar un empate en el primer lugar, si ganaba la Normal. Los estrados de la cancha al aire libre de Letrán estaban llenos de gente que había venido atraída por la rivalidad entre los equipos y la lucha por el primer puesto. Incluía a las dos madrinas: Julia Lluberes, de Letrán, y Nayibe Eleazar, de la Normal, dos lindas adolescentes, hermanas de jugadores de los equipos. Los espectadores, sentados por bandos, de un lado los letranistas y del otro los normalistas, hacían grupos, hablaban, discutían, comían helados o llamaban al paletero, dentro de una animación que auguraba un juego reñido y disfrutado.
Los jugadores practicaban tirando la pelota al cesto. El hermano Tobías era el entrenador de los letranistas y Panchitín Diplén el de los normalistas. Los dos entrenadores se acercaron al árbitro, hablaron algo, luego se fueron a sus bancos. El juego estaba ya al empezar.
Yassa Eleazar, el mejor jugador de la Normal, se acercó a Chichí Contreras y rió.
—¡Esta noche no nos ganan ni que pongan velas; te apuesto dos cervezas!
—¡Acepto! —respondió Chichí en el mismo tono—. ¡Oye, Guarionex! Yassa dice que viene duro esta noche, pero creo que al final va a haber baratillo de barsanos.
El árbitro habló al público por arriba del bullicio.
—Como es de todos sabido, este torneo está dedicado al distinguido jovencito —y mencionó al hijo menor de Trujillo, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva—: ...y de su digna consorte. (No se entendía bien)—. Gracias a la sabia política deportiva del Generalísimo Trujillo, la juventud dominicana se desarrolla sana y saludable. (Finalizó). ¡A jugar se ha dicho!
Sus últimas palabras recibieron un estruendo gratificador de los estrados.
Comenzó el partido. Los capitanes de los equipos se juntaron en el centro, el árbitro tiró la bola hacia arriba, y los muchachos se movieron por la cancha como pinchados por todo el cuerpo. La gritería era ensordecedora, aún así, se oía el pito del árbitro, que estaba por todas partes. Entre los jugadores se entabló una lucha de hombre a hombre, con bloqueos tenaces, zafadas espectaculares y encestamientos rápidos y certeros que sorprendían a los espectadores. El público estaba delirante. Guarionex y Chichí hicieron varias veces sus pases peliculeros, mientras Yassa lucía más ágil que nunca. Al terminar el primer tiempo, se habían cometido pocas faltas personales, y el árbitro no había sacado a nadie del juego, lo cual era un récord. El pizarrón marcaba una diferencia de dos puntos a favor de Letrán. El pleito por el primer lugar estaba en pie.
En el intermedio, Yassa fue a hablar un momento con su hermano Murani, al lado de Nayibe. Mientras tanto, Julia Lluberes y un grupo de fanáticos letranistas se apelotonaron alrededor del quinteto favorito.
En ese momento entró Horacito Jiménez flanqueado por dos hombres desconocidos, mayores que él, los tres borrachos, cada uno con revólveres en la cintura. La concurrencia se heló. En Letrán todo el mundo sabía que Guarionex y Horacito habían peleado ese mediodía, y que luego Horacito había desaparecido. Ahora volvía para provocarlo. El hermano Tobías se atolondró al ver los revólveres y el paso marcial de los amigos de Horacito y no actuó de acuerdo con sus responsabilidades. Panchitín Diplén y el árbitro no entendían bien qué pasaba, aunque comprendieron que la presencia de esa gente armada en ese sitio era una provocación. Los más precavidos huyeron, disimuladamente.
Horacito había oído la bulla desde fuera y se percató del silencio que produjo su aparición. Se envalentonó y en vez de utilizar la táctica que tenía pensada de sacar a Guarionex aparte junto con sus cofrades y desbaratarle dos o tres huesos, decidió simular quedarse a ver el juego y acechar o crear una oportunidad para armar una batahola. Anticipaba un placer vertebral en eso, y la borrachera se le esfumó. No así a sus compañeros, que medio bamboleaban a su lado, mirando atontados a diestra y a siniestra.
—Vamos a sentarnos aquí —dijo Horacito, señalando unos asientos vacíos al lado de los Eleazar, calculando que instalarse en el lado contrario era una ofensa más a los letranistas.
Después de los golpes que intercambió con Guarionex al mediodía, Horacito fue a su casa, disgustado, y mintió al salir, diciendo que volvía a la escuela. En vez, se fue para donde su primo Juanzú Geráldez, Teniente Piloto de la Aviación, que tenía el día libre y que celebraba todas sus vagabunderías, contando con que a la larga, Cándido Jiménez le agradecería que cuidara al hijo. Habían estado parrandeando por los alrededores de La Voz Dominicana, en casa de una muchacha maipiolera, amante del primo. En medio de la bebentina, Horacito se acordó de Guarionex y del juego. Lo habló con el primo y otro oficial que estaba con él, y decidieron ir para allá, "a demostrarle al hijo de la gran puta ese que a un hijo de Cándido Jiménez no se le ponía la mano".
—¿Donde está el hombre que vinimos a buscar? —preguntó el primo.
—Ahorita —respondió Horacito, reteniéndole el ímpetu.
El espectáculo de los tres entrometidos provocó a varios de los normalistas.
Yassa se quedó mirando con desaprobación a Horacito, resumiendo el sentimiento hostil de los demás.
—¿Es éste? —preguntó el primo notándolo y dándole un empujón por el pecho, provocando que Murani, sin gran esfuerzo, le brincara arriba y le pegara un trompón en la quijada.
Ahí comenzó el desorden.
Los compañeros de Yassa que estaban más cerca se precipitaron sobre Horacito y los oficiales, para inmovilizarlos. Los muchachos de Letrán, con Guarionex a la cabeza, fueron en grupo a respaldar a sus compañeros. El árbitro, el hermano Tobías y Panchitín Diplén corrieron juntos con ellos intentando poner orden. Los demás se movían por grupos, unos a ayudar en el pleito, otros huyendo hacia la calle y otros más apartándose para dominarlo todo a una distancia prudente.
En eso sonaron dos tiros y se oyó un gemido que estremeció e inmovilizó a todo el mundo. El oficial amigo de Juanzú aprovechó la petrificación general, haló a sus compañeros y los dirigió al carro que habían dejado estacionado en la calle. Nadie los detuvo. En el suelo yacía sangrando Nayibe Eleazar alcanzada por uno de los tiros hechos al aire por el teniente Geráldez para amedrentar a la gente. En los primeros segundos, todos la miraban perplejos.
El hermano Tobías fue el primero en salir del estupor.
—¡Hay que llevarla enseguida al hospital!
—¿Quién tiene un vehículo? —preguntó Panchitín Diplén.
Nadie tenía. Tal vez había uno o dos que sí, pero preferían evitarse líos después.
Murani recogió a su hermana del suelo.
—Yassa, ¡ve, juye, búscate un carro público! Tú —dijo a uno, —avísale a Papá.
Sólo el hermano Tobías, Guarionex y Chichí acompañaron a los Eleazar al Hospital Padre Billini. El juego se había suspendido automáticamente con el accidente. A los pocos minutos, sólo quedaba, como testimonio de todo, la mancha de sangre en el concreto de los estrados. Todos conocían la condena. Los Eleazar estaban perdidos. Cándido Jiménez se encargaría de eso.

El médico de turno se hizo cargo de Nayibe. La vio en emergencia y enseguida pidió a los que la llevaron que donaran sangre para una transfusión. Había que operarla de urgencia para determinar la verdadera magnitud de la lesión, evitar una hemorragia interna y detener el desangramiento externo. Determinaron rápidamente que Chichí y el hermano Tobías tenían el mismo tipo de sangre. Acomodaron a Nayibe para la operación, mientras los otros esperaron en el pasillo, sentados en los bancos. Guarionex había llevado un bulto que Yassa dejó olvidado en la precipitación y se lo entregó. Yassa lo recibió compungido, los ojos aguados. Murani a su lado miraba al aire como idiotizado.
Al poco rato entró una mujer madura, precipitadamente.
—¿Dónde está, dónde está?
Era Irmilde, la mamá de Nayibe, estremecida por la incertidumbre de la situación.
Murani y Yassa corrieron donde ella, formando un grupo patético. Pronto se les añadieron don Nadim, el papá, la vieja Samira, la abuela, y unos cuantos vecinos que habían acompañado a la pareja al saber la tragedia.
La operación terminó a las tres de la mañana. Los médicos salieron de la sala del quirófano, llamaron a los padres de Nayibe y les comunicaron que la operación había sido un éxito. En adelante, sólo faltaba esperar la reacción de la paciente. Dieron un plazo de doce horas postoperatorias, para entonces declararla fuera de peligro inminente. Mientras tanto, en esas doce horas, cualquier cosa podía ocurrir.

— 5 —

Guarionex llegó a su casa a medianoche, acompañado por el hermano Tobías, que explicó lo ocurrido a los atónitos padres. En cuanto éste se fue, Jobito y Flérida sometieron al hijo a un interrogatorio implacable, para poner en perspectiva el peligro de la nueva situación.
—Yo no hice nada, señor —se defendía Guarionex, acosado por las preguntas—; sólo estaba ahí.
—Hijo mío, ¿cómo se te ocurrió ir al hospital?
—Yo no sé, Papá —dijo Guarionex, evitando confrontarlo.
—Lo que pasa es que Guarionex es demasiado bueno —dijo Flérida, pensando que el hijo no admitiría un acto de humanidad.
—Sí, pero en el mundo los buenos se joden —sentenció Jobito—. Hay que ser duro en la vida, Guarionex, bien duro. Pensar antes de hacer; hacer sólo cuando conviene.
Flérida lo contempló; Jobito se contradecía. Él no era así, todo lo contrario, y Guarionex era igualito. De tal palo tal astilla.
—Creo que debemos hablar con Publio. Él es el único que nos puede ayudar en esto —dijo.
—¡No lo vamos a llamar a las doce de la noche! ¿Qué va a pensar? —protestó Jobito.
—¡Qué piense lo que piense! ¿Quién lo mandó a casarse con Tontón?
—Lo llamaremos mañana temprano.
—Quizás sea tarde —ahora la preocupada era Flérida.
—Papá, Mamá, no he hecho nada. Horacito es quien está metido en un lío grande, en que casi matan a una muchacha. Cálmense por favor.

Jobito se levantó a las cinco y media de siempre, pero no se fue a la biblioteca. Había pasado una mala noche. Buscó a Flérida en la cocina, donde la oyó preparando el café.
—¿Todavía piensas que debemos llamar a Publio?
—Creo que sí, Jobito.
—¿Y no nos oirán por teléfono lo que decimos?
—Hay que correr el riesgo.
—¿Crees que Publio nos ayudará?
—Tontón lo obligará.
—¿Por qué, por qué Tontón va a poner a su marido a hacer cosas que a ellos ni les van ni les vienen?
—Porque Tontón es mi prima y me quiere. Además hay otra cosa que sabes muy bien. Publio Santamaría y Cándido Jiménez no son del mismo bando militar.
Jobito pidió comunicación con Santiago, llamada personal al coronel Publio Santamaría, donde lo localizaran.
Al poco rato llamó Publio.
—¿Qué pasa, Jobito; vienen para acá Flérida y tú? Tontón hace tiempo que espera una visita de ustedes.
—No es eso, Publio, es otra cosa.
Publio se aclaró la garganta.
—Dime —requirió, sin ninguna entonación, como quien espera que le pidan un favor.
Jobito explicó en pocas palabras lo que había sucedido y las inquietudes que él y Flérida tenían con respecto a Guarionex, evitando mencionar más de una vez a Cándido Jiménez.
El otro entendió.
—Mándamelo aquí enseguida. Si no lo puedes traer, haz que Flérida lo traiga. Hoy mismo.
—Gracias, Publio.
A las seis y media de la mañana pasó un carro de la Línea Duarte por la calle Doctor Delgado, a recoger a Flérida y a Guarionex. Tres horas después estaban en Santiago.

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