Thursday, September 23, 2010

07 El lugar es la conciencia de lo escrito (narrativa venezolana)



EL LUGAR ES LA CONCIENCIA DE LO ESCRITO

O


CÓMO ENTENDER A VENEZUELA Y ENTRETENERSE EN EL PROCESO

LA NARRATIVA VENEZOLANA



ÍNDICE


i. PRELIMINAR
1. LA NARRATIVA VENEZOLANA
2. LA INFLUENCIA DE LOS MOVIMIENTOS, DE LAS GENERACIONES Y DE LOS GRUPOS LITERARIOS EN LA NARRATIVA VENEZOLANA
3. LOS PARADIGMAS

Feria del libro
Marzo 2002

por Manuel Salvador Gautier


i. PRELIMINAR
En primer lugar, deseo agradecer a la Embajada Venezolana en la República Dominicana y, en especial a su Agregado para Asuntos Internacionales, don Carlos Colmenares, por haberme facilitado varios tomos de su magnifica biblioteca, para yo investigar y analizar el tema que nos ocupa.
En segundo lugar, quiero dejar constancia que, para la realización de este trabajo, tengo una enorme deuda con la obra Noventa años de literatura venezolana, de José Ramón Medina. Aunque presento reflexiones que provienen de mi propia experiencia literaria y organizo la información de acuerdo a un orden que establecí, el núcleo esencial de este trabajo se basa en citas que hago de la obra de Medina. Sin la continua consulta a esta obra, me hubiera sido muy difícil trazar la panorámica de la narrativa venezolana.

1. LA NARRATIVA VENEZOLANA
La narración, o recuento de uno o de varios hechos, se divide en dos géneros: la novela y el cuento, y se escribe en prosa. En Venezuela se desarrollaron ambos géneros con gran fuerza y riqueza literaria. Este trabajo se concentrará en la apreciación de las obras producidas por este país en el género novela.
Todos los ensayistas que escriben sobre el origen de la novela están de acuerdo en que La Odisea de Homero (s. IX A.c.) fue la primera obra que se manejó con criterios de narración larga y compleja. Algunos la llaman la primera novela, aunque no está escrita en prosa, sino en versos. La intención de esa obra es destacar la heroicidad del hombre griego, su amor por la patria y la intervención de los dioses a su favor; el tema trata sobre el empecinamiento del hombre griego en volver a la patria y sobre la fidelidad de la mujer griega. Este engrandecimiento y esta proyección heroica de un ciudadano por el amor que tiene a su país, y de una ciudadana por su fidelidad a su hogar y a su hombre, debían estimular a los demás ciudadanos a estar orgullosos de su tierra nativa, a sentirse cada vez más griegos y, por lo tanto, cada vez más dispuestos a defender su territorio de las amenazas de invasión a la que estaban sometidos.
Así mismo, todos los ensayistas que escriben sobre el origen de la novela moderna están de acuerdo en que El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605), de Miguel de Cervantes (1547-1616), es la obra que establece los parámetros con los cuales se manejará el género a partir del siglo XVII. La intención de esta obra es criticar la sociedad española de la época, destacando sus excentricidades, su descomposición y su improcedencia; su tema es la contraposición entre lo ideal y lo material.
Entre el amor por la patria, de La odisea, y la crítica a la patria amada y la exposición de los ideales para engrandecerla, de El Quijote, se encuentra la narrativa producida en suelo venezolano durante los siglos XIX y XX. Esta narrativa es universal y, al mismo tiempo, auténticamente americana. Su intención será crear la ficción de Venezuela en la imaginación del mundo.
El tema escogido a principios del siglo XIX es el de la concepción de un continente unido con propuestas políticas como la de Simón Bolívar, de una confederación latinoamericana; muy pronto este proyecto no tendrá aplicación y el tema cambiará al reconocimiento del territorio, tal como es. A principios del siglo XX el tema fundamental contempla la feracidad de la tierra venezolana y la intemperancia de su habitantes, que deberán enfrentar las exigencias transformadoras y continuas de la Civilización Occidental, la cual impone la manera en que la humanidad debe vivir y mantenerse en el mundo; sus personajes serán los hombres y las mujeres de las vastedades de esa tierra, avasallados por los hombres y las mujeres urbanos, educados para aplicar esos requerimientos. El autor de mayor importancia en esta visión venezolana del mundo es Rómulo Gallegos, que, con su obra, se coloca entre los grandes escritores universales.
Con la creación y la consolidación de una literatura definitivamente venezolana, surgida del enfrentamiento del hombre americano con la naturaleza salvaje, casi imposible de dominar, seguirá, hasta finales del siglo, una producción literaria con otras intenciones, temas, personajes, tendencias literarias y técnicas. La de mayor trascendencia será la producción literaria en la que se presenta a los habitantes de las ciudades metropolitanas, densamente pobladas, que deben enfrentar el aislamiento que surge en sus barrios, donde nadie se conoce ni le importa a los demás, contrario a lo que sucedía en los poblados tradicionales, de vecinos que se trataban entre ellos y compartían su cotidianidad. Su máximo exponente será Salvador Garmendia, cuya obra tiene, también, un reconocimiento universal.

2. LA INFLUENCIA DE LOS MOVIMIENTOS, DE LAS GENERACIONES Y DE LOS GRUPOS LITERARIOS EN LA NARRATIVA VENEZOLANA
Es muy usual, cuando se estudia la literatura de un país, reconocer los momentos que culminaron con un grupo de obras cuyos autores han proclamado un nuevo credo, identificándose siempre con una vanguardia que resulta ser universal o trascendente en el ámbito literario que conforman los países de la Civilización Occidental.
En los finales del siglo XIX en Venezuela, se reconoce el surgimiento del movimiento positivista de 1895, en el género ensayo, que influirá en el acontecer literario del siglo XX. Con sus exigencias en la investigación de la realidad sociológica, el positivismo echará a un lado, definitivamente, los encantamientos románticos, provenientes de unos sentimientos influenciados por los ocultamientos de la doble moralidad victoriana, y las fantasías modernistas, inspiradas en exotismos y transculturaciones. El positivismo será un movimiento que mirará hacia adentro del alma venezolana y obligará a los autores nativos a concentrarse en las particularidades de su propia tierra y de su propia gente.
En ese período finisecular, surgen autores cuyas obras serán señaladas como el principio de la gran aventura literaria venezolana. Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927) y Rufino Blanco Fombona (1874-1944), entre otros, escriben bajo el sello del modernismo más exigente o influenciados aún por el romanticismo ya decadente, las dos tendencias literarias más importantes de la segunda mitad del dieciocho. Para 1901, Díaz Rodríguez publica su novela Ídolos rotos, obra de carácter autobiográfico; para 1902, Sangre patricia, en la que hace un estudio psicopatológico del personaje principal; y para 1922, culminará con Peregrina o El pozo encantado, con características de narración criolla. A su vez, Blanco Fombona, para 1903 (en francés) y 1904 (en español), publicará Los cuentos americanos; y para 1907 y 1915, respectivamente, las novelas El hombre de hierro y El hombre de oro, que son duras sátiras de las costumbres de su país. Luego seguirá con una obra narrativa copiosa.
Díaz Rodríguez y Blanco Fombona serán los demostradores y los vigilantes de una producción narrativa que no deberá desviarse en sus propósitos de mantener en vilo la venezolanidad.
Blanco Fombona, con su poesía, tendrá, también, mucho que ver con lo que se llamó la generación del 18 en la literatura venezolana, un movimiento poético que será la base de toda la literatura posterior venezolana.
Los intelectuales que la componen tratan de “renovar las formas de expresión plástica, que alcanza igualmente el plano de la literatura venezolana y otras formas artísticas… En el ámbito de la prosa literaria (cuento y novela) aparecen como abanderados de este brote juvenil, los escritores de la revista La Alborada, con Rómulo Gallegos a la cabeza, de 1909 en adelante, fecha en que circula el primer número de la publicación” (14). Más tarde, a partir de 1912, iniciará sus labores el Círculo de Bellas Artes, que aglutinará las inquietudes de los artistas plásticos. Hacia allí fluyen también los escritores. Estos acontecimientos fomentan la formación de la generación del 18 y “marcan las inquietudes precursoras de los cambios de la década de 1920-1930” (15).
La generación del 18 tiene un grupo nutrido de parangones. Uno de éstos, Enrique Planchart, en 1919, “marca el punto de partida del grupo” con la publicación de su obra Primeros poemas (16). En esta obra se introduce la tendencia simbolista iniciada en Francia por Verlaine (1844-1896) y Mallarmé (1842-1898), en el siglo anterior. La fuerza que adquiere esta tendencia en la poesía venezolana, aunque tardía, pasa a la narrativa. La novela de Rómulo Gallegos, Doña Bárbara, será juzgada por sus significados y símbolos. ¿Representa Doña Bárbara, con su ferocidad e inclemencia, a la tierra salvaje venezolana de principios de siglo XX? ¿Significa la desaparición de esta mujer, al finalizar la obra, que estas características tremendas serán dominadas y sustituidas? ¿Se ha convertido este personaje, a nivel universal, en el símbolo de la mujer indomable, aferrada a la tierra, bárbara de nombre y de temperamento, así como el Quijote simboliza al hombre idealista que lucha contra fuerzas insuperables y Jean Valjean de Los Miserables el hombre honesto que surge de las clases menos favorecidas para propiciar la creación de un país democrático?
La generación del 18 rompe con toda la trayectoria intelectual anterior, reaccionando contra el modernismo en lo literario y el positivismo en lo filosófico; se distancia del régimen despótico de Juan Vicente Gómez, que duró de 1908 a 1935; adopta como doctrina el idealismo, influida por el pensamiento del francés Henri Bergson, que, entre otras cosas, se libera de la idea del espacio y de la noción científica del tiempo; es influenciada por el impresionismo en las artes plásticas; se forma con la apreciación de obras que van, desde los autores románticos “hasta los poetas de la Generación mutilada, pasando por los poetas malditos, por los simbolistas, por el noventa y ocho español, los modernistas y las tendencias de posguerra, tanto de España como de Hispanoamérica” (18). En definitiva, la generación del 18 crea, en Venezuela, una nueva actitud hacia lo literario, una actitud con la que tratará de introducirse dentro de las corrientes literarias universales, consciente de su propio valor y de sus posibilidades. A partir de entonces, la literatura venezolana dejará de ser un ente local, aislado, para entrar definitivamente en la lucha por su reconocimiento mundial.
Asegura el ensayista José Ramón Medina que, a partir de la generación del 18, “y con intervalos que pueden medirse un poco arbitrariamente, de diez en diez años, se consolida el brillante porvenir de la novela y el cuento venezolanos, con una variada gama de obras, tendencias y autores que confieren a nuestro país su más sólido prestigio literario. Teresa de la Parra, en quien la prosa adquiere matices de intimidad coloquial, limpia y tierna mano femenina que se suelta a contar cosas teñidas por delicioso encanto criollo, sin limitar por eso las razones de un lenguaje universal; Antonio Arráiz, que irrumpe con violento estilo cargado de zumos terrenales, pletórico de audacia, dramático en el rasgo humano y torrencial como fuerza tropical que busca cauce, están , cada uno en su sitio, entre quienes inician, en cierta forma, estos nuevos períodos” (20). Arráiz publica sus poemarios Aspero en 1924 y Parsimonia en 1932, y sus novelas Puros hombres en 1938 y Dámaso Velázquez en 1943.
Así como la generación del 18 estableció quiénes eran sus integrantes sin entrar en grandes conflictos, la generación del 28 mantendrá la tediosa situación que ocurre entre los grupos literarios intransigentes, que consideran sus posiciones las únicas alternativas viables para la producción literaria y no aceptan las variaciones y las interpretaciones intelectuales de sus congéneres. De aquí que, al final, y a pesar de toda una pléyade de escritores que los críticos incluyen en esta generación, el único sobreviviente de ésta, reconocido por todos, sea Miguel Otero Silva. Consecuente con su posición polémica, Otero Silva asegura, en una entrevista que concede a Efraín Subero en 1966, que: “Si usted se ha referido a los del 28 como generación poética, debo aclararle que esta “generación”, si se excluye a Antonio Arráiz, que fue nuestro capitán y maestro, no produjo más que cuatro escritores especializados en el género poesía: Luis Castro, Joaquín Gabaldón Márquez, Pablo Rojas Guardia y yo” (19). Esta generación es la que trabaja el vanguardismo en el ámbito literario venezolano.
En 1929 Rómulo Gallegos publica Doña Bárbara y, a partir de entonces, es reconocido como el máximo representante de la narrativa venezolana. El mismo José Ramón Medina nos manifiesta, estático, que: “Gallegos condensa brillantemente los valores vernáculos —hermosa herencia del nativismo en su mejor expresión— y los alcances que marcan las apetencias de un arte literario más ambicioso y universal” (22).
En 1939 se publica la revista Viernes, el órgano oficial de un grupo de tendencias literarias no homogéneas donde predomina el surrealismo.
En un ensayo escrito en 1944, Arturo Uslar Pietri llegará a afirmar, que: “La novela hispanoamericana es hoy la más importante en la lengua española; y, dentro de ella, ninguna aventaja a la novela venezolana”, porque Venezuela tiene “en la novela y en la literatura de ficción en general, el más grande florecimiento de su literatura” (21).
Hacia 1948, aparece Contrapunto, una revista literaria que servirá de vehículo a otro grupo de poetas y prosistas, cuentistas y ensayistas. Los críticos discuten si Contrapunto recogió las manifestaciones de una nueva generación, pero no se ponen de acuerdo. Andrés Mariño Palacio, poeta que muere sin culminar su obra, sintetiza los postulados del grupo de esta manera:
“En medio del general pesimismo de la juventud intelectual de Venezuela —pesimismo que por otra parte tiene sus bases, sus razones eminentemente constructivas— Contrapunto se alza como una voz de confianza pura, de ideal auténtico, de conciencia en marcha.
“El ideal de Contrapunto, aparte de otras metas de arte y cultura, es un ideal de nacionalidad: crear nuevas costumbres de pensamiento, desarraigar los vicios localistas en cuanto toca a las formas de opinar y enfocar el universo material o irreal; en fin: aspira a encontrar para esa juventud que merece el legítimo título de ‘prometeica’ un camino de serenidad que haga valederos los esfuerzos y sostenidas las voluntades. Una juventud busca siempre sus modos y maneras de expresión; bien o mal, Contrapunto ha llenado, está llenado, llenará en el futuro aún más esa función para todos nosotros.
“En este aspecto, Contrapunto desarrolla una labor de cultura, marcha hacia un ideal, trata de encontrar las bases para una conciencia de lo nacional” (24).
Mientras los jóvenes poetas de los años 40 buscan una renovación desempolvando un ideal nacional que tratan de pulir y remozar para no caer en lo patriotero, los narradores, por su parte, entran en crisis.
En el mismo año de 1944 en que Uslar Pietri considera la novelística venezolana como la mejor de Hispanoamérica, el crítico José Luis Sánchez Trincado hace un análisis “preciso y ponderado de las características” de la novela en Venezuela, comentando “las novelas de autores venezolanos publicadas en 1943, las cuales eran: Sobre la misma tierra de Gallegos, Nochebuena negra de Juan Pablo Sojo, Balumba de Arturo Briceño, Dámaso Velázquez de Antonio Arráiz, y Mene (segunda edición), de Ramón Díaz Sánchez…
“Sánchez Trincado señalaba cinco rasgos o constantes comunes a esas novelas, que respondían a características similares de producciones anteriores del mismo género. Lo que servía prácticamente para indicar una continuidad basada en una tradición, pero también un cierto estancamiento en la concepción y tendencia de la novela venezolana” (25).
Más específicamente, Sánchez Trincado llegó a proponer que la novela venezolana estaba bien escrita, aunque, a veces, demasiado bien, y señaló que se presentaba una definitiva tendencia hacia la novela lírica. Otras características determinadas por éste fueron: la tendencia hacia la novela histórica; el predominio de la novela del paisaje rural sobre el paisaje urbano; y la poca innovación en la manera de hacer la novela, que, poniendo el caso de Gallegos, construía su obra como lo hacía el español José María de Pereda (1833-1906) en el siglo XIX. Por último, Sánchez Trincado apunta hacia un aspecto no discutible de la novela americana de mitad de siglo XX. Establece que “…como rasgo fundamental de la novela venezolana y de toda la novelística continental…” se evidencia en ésta la “propensión hacia la novela-documento”. Para el ensayista, la novela americana tenía que “dejar constancia, levantar acta de esta matutinidad, de este ir recuperándose, autoforjándose, redimiéndose de pasadas tutelas hacia adentro”.



Basados en criterios muy rígidos, algunos críticos proponen que, durante el período 1943-1968, la novela es el género que menos aportes hizo a la literatura venezolana. José Ramón Medina lo pone así, en una publicación escrita a finales de los 60: “Un dato curioso sí es necesario destacar para los últimos tiempos: mientras crece el índice de la producción cuentística, baja sensiblemente el número de las novelas, de las buenas novelas. En un lapso aproximado de 25 años son escasos los volúmenes de verdadera calidad que pueden ser recordados. Apenas Julián Padrón, muerto en plena capacidad creadora (Primavera nocturna de 1950 y Este mundo desolado de 1954, N. del A.), Miguel Otero Silva, que ha vuelto al ejercicio de su vocación con tres novelas de gran aliento, Casas muertas (1955), Oficina No. 1 (1961) y La muerte de Honorio (1963); Gloria Stolk, fina mano de mujer que retoma la tradición de Teresa de la Parra, y que con su obra Amargo el fondo (1957) conquista el premio Arístides Rojas; Pedro Berroeta, con la novela La leyenda del Conde Luna (1956); Arturo Croce, con Los diablos danzantes (1959); Guillermo Meneses, con El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952) y La misa de Arlequín (1962); Ramón Díaz Sánchez, con dos novelas, Cumboto y Casandra (1957); y Lucila Palacios, con Tiempo de siega (1960). Alejandro Lasser y Ángel Mancera Galleti han dado señales de estar en propicia y vigilante actividad creadora: ambos han publicado sendas novelas de estimable características: La muchacha de los cerros (1958) y El rancho 114 (1962)” (26). El ensayista también propone incluir en esta lista de autores con obras distinguidas a Mireya Guevara, con La cuerda floja (1954), a Antonio Stempel París, con Los habituados (1961), a Rafael Di Prisco, con El camino de la escalera (1962), a Oswaldo Trejo, con También los hombres son ciudades (1962), y al “más joven de todos”, a Salvador Garmendia, con Los pequeños seres (1959).
La gran reivindicación llega en 1968. Adriano González León participa en el premio internacional Biblioteca Breve de Editorial Seix Barral con su novela País portátil, y lo gana. Sobre este acontecimiento, el crítico José Ramón Medina señala:
“La importancia de esta distinción —el premio Seix Barral para novela está considerado actualmente como el de mayor jerarquía en el mundo de habla hispana— y la solvencia y autoridad del jurado (entre ellos está Mario Vargas Llosa y Carlos Barral, N. del A.), colocan al escritor venezolano en el primer plano de la narrativa hispanoamericana y española de nuestros días. Pero el triunfo indiscutible de Adriano González León es, además, un triunfo de la joven narrativa venezolana… Es el desmentido más rotundo a la incapacidad de nuestros novelistas y cuentistas, a su abulia o impotencia, y una afirmación del rango internacional alcanzado por el género en Venezuela, entre las últimas promociones. Nuestra menguada figuración más allá de las fronteras patrias tendría que buscarse en otras causas. Posiblemente en la falta de una política editorial que difunda ciencia y conciencia la producción literaria del país, y a esa constante y suicida indiferencia con que nosotros mismos nos hemos acostumbrado a ver y a considerar la obra y la labor de nuestros escritores…” (27).
El crítico introduce un elemento que, hasta ahora, no se había tocado en este trabajo, por no tener que ver con las características y la calidad de la narrativa venezolana, esto es, el problema de la publicación y difusión de la obra inédita y del autor novel, y la inexistencia de un gran público lector con la capacidad para apreciar la obra de su conciudadano. Es un problema que encontramos en casi todos los países latinoamericanos, excepto, quizás, en los más extendidos, tales como México, Argentina y Chile.
Después de Contrapunto, en 1948, vendrán otras publicaciones literarias a divulgar el pensamiento de las nuevas generaciones de escritores, siempre dispuestas a sustituir la anterior con novedades que resultan universales, ya que las influencias culturales son las mismas en todas partes, provenientes de los centros de mayor producción y fuerza literaria, usualmente de los países dominantes.
La publicación Sardio sale en 1956; su manifiesto se inicia con la siguiente frase: “Nadie que no sea militante permanente de la libertad puede sentir la portentosa aventura creadora del espíritu” (28). En su Comité de Redacción están, entre otros, Adriano González León y Salvador Garmendia (29), que, con el tiempo, se convertirán en la vanguardia de la nueva novelística venezolana. Estamos en los umbrales del enfrentamiento contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, que desembocará, dos años después, con su derrocamiento y la imposición de la democracia en suelo venezolano, bajo las orientaciones de Rómulo Betancourt. Se trata de un grupo de izquierda que tratará de difundir sus ideas a través de este medio.
Establecida la democracia, aparecerá, en 1963, el grupo que produce la publicación El techo de la ballena/Rayado sobre el techo, que en su segundo número presenta su posición atrabiliaria. La propuesta se titula Para la restitución del magma, se inicia sin mayúscula y sigue sin signos ortográficos (un poco a lo James Joyce). Dice:
“es necesario restituir el magma la materia en ebullición la lujuria de la lava colocar una tela al pie de un volcán restituir el mundo la lujuria de la lava demostrar que la materia es más lúcida que el color…” (30).
Es evidente aquí un llamado desesperado al fuego de la creación, a la restitución del origen, a la sacudida para eliminar la putrefacción que el tiempo maldito impone.
“… El Techo de la Ballena propuso una revisión drástica de los valores culturales vigentes y una transmutación de la literatura y el arte que se ejercían en el país, todo ello al servicio de un proyecto militante, contemporáneo, de apoyo a la insurgencia revolucionaria. Es fácil detectar en este tipo de movimiento, como en la acción armada de los grupos urbanos procedentes mayoritariamente de los centros universitarios, una rebelión de la clase media educada, de una baja burguesía cuyas dificultades sociales y políticas la condujeron a un intento subversivo visiblemente minoritario, desconectado de los sectores proletarios y campesinos, así como del grueso de su misma clase social…” (31).
En la década de los 80, hay un repunte de la novela histórica, ahora rehabilitada por los críticos. El escritor Alexis Márquez Rodríguez, al hacer un análisis de la novela La isla de Robinson (1981) de Arturo Uslar Pietri, manifiesta que ésta es “muestra cabal de la nueva novela histórica hispanoamericana, y siendo al mismo tiempo exponente de un estilo barroco muy bien definido, aunque sosegado y desprovisto de estridencias, no abrigamos la menor duda acerca de su alto valor dentro de la narrativa del Continente, y en general de la novelística actual de la lengua castellana”. Denzil Romero, con La tragedia del Generalísimo (1983); Miguel Otero Silva, con La piedra que era Cristo (1984); Francisco Herrera Luque, con La historia fabulada (1987) y otras autores como Caupolicán Ovalles, Domingo Alberto Rangel, Ramón González Paredes y Rafael Zárraga, trabajarán esta vertiente literaria con mayor o menor acierto.
El tema histórico también se trata relacionado con los acontecimientos políticos y con la guerrilla de los años 60. Lo manejan Argenis Rodríguez, José Miguel Roig y Clara Posani.
Por último, en esta década se tratan temas muy de Venezuela, como el que escoge Milagros Mata Gil para su novela Memoria de una antigua primavera, en la que narra los pormenores de la búsqueda del petróleo en territorio venezolano, rastreando “los vestigios y las huellas de un pasado que no existe y que quizás nunca existió” (33).

3. LOS PARADIGMAS
3.1. SIMÓN RODRÍGUEZ Y EL SENTIDO DE LA AMERICANIDAD
No puede haber venezolanidad sin que exista un sentido de americanidad. A principios del siglo XIX, todos los latinoamericanos fuimos españoles. El Imperio dio status de provincia a sus colonias americanas y la ciudadanía a sus habitantes, y, aunque sentimos la discriminación que había entre los ciudadanos nacidos en la península europea y los nacidos en las tierras americanas —continente e islas—, nos imaginamos como un gran territorio único, una vastedad ocupada por ciudadanos de un solo país, un sentido de americanidad que propició la propuesta de confederación de Simón Bolívar. Eventualmente, esta unicidad se fragmentó, tanto en su realidad geográfica como en su apropiación intelectual, y es la tragedia latinoamericana.
Simón Rodríquez (1771-1854) se formó con este sentido de americanidad, que divulgó en una vida dedicada a la educación. Fue fiel seguidor “a la inicial proposición democrática del iluminismo, en la vertiente republicana que desde 1776 se había instaurado en los Estados Unidos y que él conoció personalmente, habría de ser fiel a la proposición unitaria y continentalista que pareció tan normal a quienes habían nacido como españoles—americanos y habrían de convertirse en americanos, simplemente, antes de comenzar el aprendizaje de mexicanos, venezolanos, argentinos y colombianos” (34). Sus esfuerzos recayeron en un discípulo excepcional, el libertador Simón Bolívar.
Crítico de la situación imperante en las repúblicas recién formadas, Rodríguez destacó una realidad que aun perdura. Señaló: “Millones de hombres se pierden en la abyección, por no conocer los medios de elevarse, o por no poder adquirirlos, o porque la pereza mental los abate, o porque no se les permite aspirar a más de lo que son… Se cubren los campos de gente ociosa, porque la cultura no los ocupa…” (35).
Simón Rodríguez es el positivista más destacado en la Venezuela de principios del siglo XIX. Con su verbo cuidadoso, denunciará las intenciones de la clase “influyente” por mantener en la ignorancia a las mayorías para manipularlas en su propio beneficio, exigirá la educación con el fin de formar ciudadanos con responsabilidad para asumir el desarrollo del país y no para crear funcionarios en canongías dependientes. Con estos criterios, obligará a los venezolanos a crear las bases de una cultura para los venezolanos.
Los intelectuales del movimiento positivista de finales del siglo XIX, tienen una inmensa deuda contraída con él. La realidad venezolana que él identificó por simple observación será la que éstos querrán modificar con señalamientos y propuestas, basados, ahora, en estudios sociológicos conscientes, que justificarán las soluciones a proponer. A su vez, este movimiento hará que los narradores sientan la obligación de interpretar la realidad analizada, animados por intenciones nacionalistas e inspirados con temas trascendentes, que rompan con la superficialidad de un tradicionalismo nostálgico o de un costumbrismo complaciente. Surgirá el criollismo, y con éste, la identificación de la Venezuela auténtica a través de las imágenes fabuladoras de sus narradores.

3.2. ANDRÉS BELLO Y LA DEFENSA DE LA EXPRESIÓN HISPANOAMERICANA
Es difícil pertenecer y no ser, o no pertenecer y ser. Esta fue la coyuntura en la que se hallaron las naciones latinoamericanas tan pronto se independizaron de la tutela española. Pertenecían a una gran extensión territorial habitada por hombres y mujeres que utilizaban la lengua castellana para entenderse pero que no eran ya españoles; y no se pusieron de acuerdo para pertenecer a una gran confederación de naciones que habría sido catalizadora en la homogeneización de sus metas; prefirieron aislarse unos de otros y ser dominicanos, venezolanos o chilenos. Andrés Bello (1781-1865) fue uno de los primeros intelectuales americanos en darse cuenta de lo que podía significar para la lengua hablada por todos, esta división en distintas naciones: al castellano en América podía ocurrirle igual que al latín en Europa, desintegrase y derivar en decenas de dialectos que destruirían uno de los pocos logros alcanzado por el dominio español, el que miles de individuos pudieran entenderse en una sola lengua, aunque estuvieran separados por cientos de kilómetros.
Andrés Bello era un patriota venezolano, compañero de Simón Bolívar en la lucha por la independencia de Venezuela. Acompañó al Libertador a Londres en 1910 con el fin de recabar la ayuda de los ingleses para impedir desembarcos de los franceses. Al crearse la nueva nación en 1811, permaneció allí como diplomático y allí quedó en el exilio cuando los españoles reconquistaron el territorio perdido.
Bello era polígrafo y filólogo, amaba la cultura hispana y consideraba el castellano una de las lenguas más hermosas creada por los hombres. Su lucha contra España fue para deshacerse del absolutismo que impedía el desarrollo hispanoamericano y para imponer el orden democrático que lo aseguraba; no para destruir lo único bueno que dejaba. Igual que Simón Rodríguez, dedicó el resto de su vida en difundir sus ideas.
Un par de años después, en 1829, partió hacia Chile, donde permaneció hasta su muerte.
Mientras estuvo en Inglaterra, Bello fundó dos revistas literarias, La Biblioteca Americana (1924) y El Repertorio Americano (1825-1827). Durante este período publicó dos de sus poemas más importantes, Alocución a la poesía y Silva a la agricultura de la zona tórrida. En el primero hace un llamado a la musa de la poesía para que deje las cortes de Europa y se instale en América, en un reclamo a los intelectuales hispanoamericanos para que se colocaran a la altura de sus colegas europeos. Las musas lo oyeron y América tuvo a Rubén Darío. En el segundo poema Bello recoge los encantos de la naturaleza y las costumbres que recuerda de su país. Aquí va un fragmento:
Tendida para ti la fresca parcha
En enramadas de verdor lozano
Cuelga de sus sarmientos trepadores
Nectáreos globos y franjadas flores.
En Chile, Bello publicó Principios de Derecho de Gentes y Ortología y métrica de la lengua castellana (1835). “No obstante, nos explica Jean Franco, la obra que probablemente le ha dado más fama dentro del mundo del habla española es su Gramática de la lengua española dedicada al uso de los americanos (1847), libro pionero cuyo fin no era diferenciar el español de América del de la península, sino establecer las reglas que tenían en común” (39) y fortalecer el vínculo del idioma entre los distintos pueblos hispanoamericanos. Varias décadas después, Pedro Henríquez Ureña y Amado Alonso consideraron “que esta obra no sólo es la mejor gramática de la lengua castellana sino uno de las mejores de los tiempos modernos en cualquier idioma” (40). Otros la consideraron una obra “de sencillez revolucionaria impregnada de la intuición genial de Andrés Bello” (41). La Real Academia Española de la Lengua lo nombró miembro honorario en 1851.
La aplicación de la gramática de Andrés Bello a la literatura dio a los intelectuales hispanoamericanos la satisfacción de tener un instrumento de su lengua creado por ellos mismos. Andrés Bello, a pesar de su trabajo en Chile y de habérsele conferido la nacionalidad chilena, nunca dejó de ser venezolano, y así se le reconoce, a él y a su obra. Es una herencia que gravita enormemente sobre la producción literaria venezolana.

3.3. RÓMULO GALLEGOS Y LA FICCIÓN DE LA REALIDAD
En la historia de la cultura de un país, se va acumulando, a través de propuestas tentativas, la fuerza de una intención y la trascendencia de un tema, hasta que aparece el genio que dará forma y figura a su exteriorización más impactante. En Venezuela, Rómulo Gallegos (1884-1969) publica a Doña Bárbara en 1929 y dramatiza de manera genial la intención, divulgada pintorescamente en los textos criollistas, de resaltar el enorme reto que tenía el país, enfrentado a una naturaleza salvaje y debilitado por una colectividad que había sucumbido a su feracidad. Era el momento en que la dictadura de Vicente Gómez lograba una extraordinaria prosperidad producida por la explotación a gran escala del petróleo y en que se abrían nuevas posibilidades de producción en todos los renglones: agrarios, comerciales e industriales. El tema escogido es la lucha de los más perspicaces en imponer el nuevo modelo de desarrollo.
El ensayista Jean Franco propone que el tema de la regeneración nacional es decisivo en la vida y en la obra de Gallegos, a quien atribuye la convicción de que, para lograr esa meta, debía producirse una transformación espiritual en el pueblo venezolano. De acuerdo a este ensayista, para justificar la necesidad de dicha transformación, Gallegos presenta historias “de energías desperdiciadas, de grandes posibilidades que están condenadas a disiparse en un país que aún no ha aprendido a servirse de los recursos naturales porque los individuos no han aprendido a supeditar sus ambiciones y las exigencias de su ego a una meta impersonal”. Se trata de una convicción o cosmovisión muy arraigada entre los intelectuales latinoamericanos de las primeras décadas del siglo XX, frente a la naturaleza hostil de sus países y al poco desarrollo social y económico alcanzado por éstos (44).
El impacto de Doña Bárbara trascendió las expectativas del autor y se convirtió en un clásico latinoamericano. La película mexicana, protagonizada por la espléndida María Félix, terminó de hacer del personaje principal femenino un mito reconocido universalmente. Doña Bárbara es la mujer bravía, sin pudor y sin temores, dispuesta a enfrentar, a su modo, a los hombres y a la naturaleza.
Con esta obra la novelística venezolana ascendió al más alto escalafón de la narrativa latinoamericana, y allí ha quedado, puesto que Gallegos venía acompañado de un grupo nutrido de narradores con un excelente manejo literario.

3.4. TERESA DE LA PARRA, O LA MUJER A PRIORI
En el inicio del siglo XXI una de las discusiones en los círculos literarios es si existe la literatura femenina, diferenciada de la masculina en intenciones, temas, personajes, tendencias y técnicas, lo cual tiene un peso significativo en el mundo actual, donde la competencia entre hombres y mujeres es intensa. La discusión alcanza niveles más sofisticados cuando se propone que sólo existe una literatura, el producto de la labor intelectual de la raza humana, consecuencia de la cultura que ésta ha desarrollado, lo cual es una posición digna, que, sin embargo, no aclara la realidad fisiológica, antropológica y sociológica de la diferencia de sexos y sus consecuencias.
En la Civilización Occidental reconocemos que existe el patriarcado, o sea, el dominio del hombre sobre la mujer. En el siglo XIX se iniciaron las concesiones del hombre a la mujer, y hay que recalcar que fueron “concesiones”, puesto que el hombre siguió primando en todos los campos. El cambio definitivo vino después de la guerra de 1916, librada en Europa, cuando, en la mayor parte del mundo, la mujer comenzó a luchar por sus derechos cívicos para igualarse en competencia, empuje y producción con el hombre.
Teresa de la Parra (1891-1936) es, no hay dudas, una de las feministas que se formaron en esa postguerra europea. Su genio consiste en haber publicado una obra impecable literariamente, que sólo pudo ser criticada por su intención, con un tema casi romántico, producto de las frustraciones de una sociedad que asigna a las mujeres roles que éstas no pueden rechazar. Su novela Ifigenia, con el subtítulo Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba, fue considerada por los críticos “como un texto ilegítimo y de influencia perversa sobre las mujeres lectoras” (45). En ese momento, era inaceptable la historia de una mujer venezolana, de clase alta, enamorada de un hombre y dispuesta a conquistarlo por todos los medios posibles. María Eugenia, la protagonista, fracasa en su empeño porque no se percató que su situación económica no la favorecía. La decisión que toma la protagonista de abandonar al hombre que ama por el que le ofrece una vida regalada se presenta como un sacrificio similar al que hizo Ifigenia de su vida, en el drama griego de Eurípides. Con este sacrificio se pretende demostrar la opresión a la que estaba sometida la mujer venezolana, subyugada por el autoritarismo de los hombres; y parece ser una concesión de la autora a la sociedad machista que pretende criticar y modificar. Pero si analizamos la situación detalladamente, nos damos cuenta de que no existe tal concesión. En su lucha por desagraviar a la mujer, De la Parra es totalmente desenfadada, rechazando el modelo de la mujer romántica del siglo XIX, totalmente femenina y dependiente del hombre, que auspiciaba la sociedad venezolana de entonces. El final que escoge la autora para su obra es, en realidad, una propuesta de la masculinización de lo femenino. María Eugenia toma su decisión sin ningún recato, como lo haría un hombre, poniendo sus intereses pecuniarios por encima de los sentimentales.
La obra de Teresa de la Parra dará impulso a las autoras venezolanas a publicar sus escritos. En los años treinta, aparecerán publicaciones escritas por mujeres que cuestionan “las representaciones del poder y los signos estáticos de las tradiciones patriarcales” (47).
En la postmodernidad deconstructivista de las últimas décadas, la mujer venezolana se ha puesto a la cabeza de todas las vanguardias narrativas, con temas antes nunca escogidos, como el de “la muerte, el vacío y la nada” (48) que aparece en la obra de Victoria de Stefano, La noche llama a la noche (1991), o el de la demitificación de la figura machista de Cristóbal Colón, de Alicia Freilich, en Colombina descubierta (1991).

3.5. SALVADOR GARMENDIA Y EL POTENCIAL DEL “AHORA Y AQUÍ”
De la amplia visión de una unidad americana de Simón Rodríguez y de sus esfuerzos por establecer los parámetros culturales para lograrlo a través de los criterios positivistas, entre los cuales está el requerimiento de la educación del pueblo, los intelectuales venezolanos pasan a la visión más local del desarrollo de su país por medio de la explotación de sus riquezas naturales a favor del pueblo, que promulgan hombres como Rómulo Gallegos. Las frustraciones que esto conlleva, por la poca transparencia con que se maneja el reparto de esta riqueza, privilegiando a unos cuantos y perjudicando a la mayoría, concluye con la visión absolutamente trivial de una Venezuela urbana, de Salvador Garmendia (1924), reflejada en una pequeña burguesía (49) que sólo aspira a resolver las situaciones comunes del diario vivir y que no encuentra satisfacción al hacerlo, un sentimiento que lo aliena de la realidad. Es el caso del protagonista de Los pequeños seres, la primera novela de Garmendia publicada en 1959, la cual trata sobre un burócrata que, al lograr finalmente ascender al puesto que deseaba, por la muerte de su superior, se da cuenta que el próximo logro en su carrera será morir para dar paso a quien está por debajo de él. Otros protagonistas aspirarán a fantasías que son más del diario acontecer, con las cuales tratan de aliviar la miseria de volver a su casa siempre a lo mismo: como la que propone uno de los personajes en Los pies de barro, que, simplemente, deseará tomarse un vaso de cerveza acompañado de una “hembrita” y oyendo a Toña la Negra cantar un “bolerito”.
Pedro Díaz Seijas lo pone así: “… Salvador Garmendia es el novelista venezolano que… ha comprendido mejor y con mayor precisión, la crisis, en sentido transformacional, por la que ha atravesado desde ya algunos decenios la sociedad de la que emergen los seres que habitan sus novelas. Garmendia ha sido testigo del paso de la vieja ciudad a la moderna urbe. Él mismo ha sentido cambios fundamentales en su propia vida, al pasar de una ciudad provinciana… como ha sido Barquisimeto, a una ciudad… estremecida por la política, por lo económico, a veces por lo intrascendente, como es Caracas. Esa experiencia es la que vuelca el narrador…” en un único tema, elaborado sucesivamente en todas sus novelas.
“Efectivamente, Garmendia se revela por su insistencia en presentarnos una sociedad, compleja sí, pero en la que la incomunicación, convierte la expresión de los personajes, sus relaciones, sus sentimientos, en algo tan natural, tan común hasta remitirnos a un plano de soledad y hastío…” (50).
El manejo del lenguaje que hace Garmendia es otro logro literario, considerado, sin embargo, por Díaz Seijas “más informativo que significativo… extraído de la vertiente de lo común, de lo cotidiano; a veces duro y rebosante de espontaneidad…” (51).
Para muestra, un ejemplo:
“—A mi mujer no le gustan estas películas de vaqueros; dice que todo es tiros y sangre y matazón y que no se ve ni un besito, pero yo la llevo obligada porque a mí me gusta esa vaina, ¿y a ti?” (52).
Con un lenguaje desabrido y coloquial, también se exponen agudamente las relaciones machistas entre marido y mujer, y las actuantes entre sociedad y cultura.
En definitiva, la genialidad de Salvador Garmendia está en que, al presentar llanamente, con lenguaje ordinario, y sin dramatismos ni estridencias, lo que es la realidad existencial del venezolano urbano dependiente, nos hace consciente de lo inútil de esta existencia y de lo insostenible de su permanencia. Sin embargo, la propuesta de un cambio, en esta Venezuela del desamparo, queda en suspenso, supeditada a la conciencia del lector. La intención del autor, obviamente, rebasa la simple presentación de los hechos baladíes y de los personajes alienados para trascender hacia sus significados axiológicos.
En el período de 1959 a 1974 en que Garmendia publica sus novelas, con el tema único que trata sobre las vidas frustradas y sórdidas de la pequeña burguesía, aparecen otros intelectuales que también interpretan “la nueva Venezuela urbana”, con intenciones distintas, aunque con una misma disposición, la de evidenciar una situación de deterioro en la sociedad venezolana. Es el caso de Miguel Otero Silva, que describe el “cambio de una sociedad provinciana y rural en la Venezuela de la industria y de los campos petrolíferos” y destaca “la opresión política” a la cual está sometida la ciudadanía, tema éste último que también aparece en los cuentos de Guillermo Meneses y en el País portátil de Adriano González León, quien introduce también el tema de la guerrilla urbana (54).
La narrativa venezolana, a partir de Garmendia, ya no tendrá propuestas idealistas. No habrán más Simón Rodríguez ni Rómulo Gallegos, con sus proyectos abarcadores de un continente o de un país. Igual que Garmendia, los nuevos autores expondrán su realidad… una realidad parcial y circunstancial… sin vaticinios.

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