Saturday, September 11, 2010

07 Cuentos espiritistas: EL VELO


EL VELO

Por Manuel Salvador Gautier

A mi compañera de viaje

En estos días, una de mis más grandes alegrías es tener a Concepción conmigo, aquí, en la Capital. Siempre hemos sido tan unidas, desde pequeñitas. A Virgilio, su marido, lo nombraron en el Banco Central para manejar el proyecto del desarrollo turístico en Puerto Plata, y se mudaron para acá. Cuando Concepción y yo nos juntamos somos un par de locas, sin condiciones ni responsabilidades. A veces, sólo de vernos reímos. Es una felicidad tener una amiga con quien se puede compartir todo. Concepción sigue igual, incluida su inclinación por lo sobrenatural, yo diría que ahora peor que nunca. Si antes fue una afición, ahora es una obsesión. No hay vidente o bruja que aparezca por ahí que no quiera visitar para que le vea el futuro. Me imagino que se lo debe saber de memoria. Lo peor es que ya tiene fama. Antes ella averiguaba quién estaba en eso; ahora la llaman para decírselo. Es tanto así que sólo con un mes aquí le informaron que en el barrio de La Surza había una bruja llamada Soledad que era lo más grande que se había dado en el país como vidente y adivinadora, y de eso no había dudas: Lo primero que la mujer hacía era un ejercicio de levitación mental que asombraba al menos crédulo. Era demasiada tentación.
Concepción se confió conmigo.
—Virgilio me prohibió estar en eso, Mélida, pero yo no me aguanto. Si no fuera por el sitio, hace rato que hubiera ido —me apretó por el brazo con sus morisquetas de muchachita grande—. Mélida, sé buena. Ven conmigo. Si tú me acompañas, Virgilio no me dice nada.
Tanto dio que al fin acepté ir, aunque para mí el asunto es tan embarazoso como para ella. Si Tito, mi marido, lo sabía, me mataba; pero sentí curiosidad; nunca había estado con una vidente que tuviera esas condiciones tan extraordinarias. Al mismo tiempo, decidí constatar las cosas y proteger a Concepción. Tú sabes.
Fuimos una tarde como a las cuatro.
La Surza es un barrio que queda por una barranca frente a donde está la Fábrica de Cemento y, realmente, da pena. Hay una cañada que va a desembocar al río Isabela por donde pasan a ras de tierra todas las aguas negras del norte de la ciudad y los residuos de no sé cuántas industrias… y entonces ves a los muchachitos metidos en esas aguas, y cuando te acercas las criaturas están llenas de ñáñaras, aparte de estar barrigones. ¡Qué te digo!. Bueno, hay que verlo para creerlo. Comoquiera, no fue a eso que fuimos, pero, después que uno lo ve, ¡hija...!
La muchacha que llamó a Concepción nos esperaba arriba en un colmadito donde los camioneros que van a la Fábrica se la pasan echando piropos a las mujeres y combinando citas con las prostitutas que tienen casas por ahí cerca. Te digo, ¡Concepción me mete en unos líos! Por supuesto que tan pronto entramos ahí todos los hombres se quedaron esperando a ver qué haríamos Concepción y yo. No dudo que hay señoras como nosotras que van por esos lugares a buscar aventuras, porque, te digo, esos hombres se quedaron tranquilos, como dispuestos a ver a cuál de ellos nosotras escogíamos.
La muchacha que nos atendió era joven, agraciada, diría yo. Se nos acercó.
—¿Usted es doña Concepción? —me preguntó
Le dije que no, me identifiqué como la señora de Pacheco (el apellido de Tito) y le aclaré que era sólo una acompañante y que no estaba allí para que me hicieran un “trabajo” (quería que eso quedara claro desde el principio).
Concepción se presentó entonces y empezamos nuestro descenso al infierno.
La muchacha nos dirigió por un sendero en pendiente por donde resbalaban los que lo conocían, imagínate nosotras. Para ir al otro lado de la cañada había que cruzar una especie de puente medio destartalado y sin balaustrada. A mitad estaba un hombre, un borracho, con un jumo padre, que hacía gestos como si estuviera dispuesto a tirarse, hasta que vino un muchachito, lo agarró por la mano y se lo llevó. Bueno, ¡para qué cansarte con eso! El caso es que llegamos a una casita con paredes de bloques y techo de zinc en la parte más inclinada del barranco; daba la impresión que de momento caería allá abajo vuelta un montón de escombros y basura.
Le di un codazo a Concepción.
—Ahí no me meto yo —dije entre dientes.
Concepción no me hizo caso. El equilibrio precario de la casita ni lo notó. Ya estaba sometida a su propia fantasía, en esa dimensión mágica distorsionada que la subyugaba.
Julita, la muchacha, entró. Concepción entró también, y yo la seguí.
Llegamos a una habitación donde hacía tanto calor que se me paró la respiración. En la oscuridad se percibían sólo las hendijas muy luminosas de las ventanas y una especie de esplendor de la luz que se colaba por una hendidura horizontal donde el techo se juntaba con las paredes.
Poco a poco fui viendo mejor. Estábamos en un saloncito adornado con guirnaldas de papel amarillo, rojo y azul. En un lado había un altar lleno de santos donde dominaban una imagen de San Miguel y otra de la Virgen de la Altagracia casi del mismo tamaño, pero más a un lado. Había velas y velones sobre una mesa y tres sillas de madera y guano esperando ocupantes. El piso era de cemento, como muy pisado.
El saloncito daba la sensación de estar vacío, a punto de ser invadido por un tumulto.
Julita hizo un gesto con la mano para que esperáramos y desapareció tras un hueco tapado con una tela negra o morada, no sé bien.
Por el mismo hueco apareció la vidente Soledad, una negra de piel tersa con una vela prendida en la mano. Tenía un pañuelo amarrado a la cabeza y un vestido de algodón gris con cuellito zurcido blanco, aros pequeños de oro en las orejas y anillos de fantasía en los dedos, aunque había uno con una piedra roja que parecía un rubí de verdad. Llevaba guirnaldas de papeles de colores que le daban vueltas sobre el pecho y se lo abultaban, y tras la oreja izquierda balanceaba un lápiz amarillo común y corriente. No nos vio o se hizo que no nos vio. Caminó directamente al altar con pasos lentos, prendió otras velas, se quitó las guirnaldas del cuello y las colocó alrededor de los santos, giró hacia nosotras, alzó las manos e invocó a quien fuera (Concepción asegura que fue a su ánima gemela). Con voz dulce y arrulladora cantó una salve dedicada al mar, acompañada a veces con ruidos labiales que inmediatamente evocaron en nosotras las olas de la Poza del Castillo. Tenían ese mismo ritmo y ese mismo sonido. Te digo que yo, en ese momento, me sentí emocionada. La vidente alzó la mano, se sacó el lápiz de detrás de la oreja (me di cuenta entonces que no era un lápiz sino como un bastoncito), señaló hacia el techo, y de entre el esplendor de la luz que provenía de afuera apareció un objeto flotando en el aire, no muy grande, como un cepillo, que fue a parar a sus manos y que ella, después de rezar entre dientes una oración, colocó en la mesa del altar. Era la prueba, y fue lo que me sacó del ensimismamiento que quería embargarme. No lo creía; me estaban engatusando. En mi papel original de protectora de Concepción, abrí bien los ojos, dispuesta a sopesar bien todo y encontrarle la lógica a lo ilógico. Lo primero que hice fue buscar el hilo con el que habían bajado la especie de cepillo del techo; pero no lo detecté.
La vidente nos hizo señales de que nos acercáramos, y lo hicimos. Tomó a Concepción por una mano y a mí por otra, cerró los ojos y entró como en éxtasis. Guardó silencio por un tiempo, luego habló.
—Siento un gran poder que viene de ti —dijo dirigiéndose a Concepción.
Nos sentamos en las sillas vacías, y de ahí en adelante la experiencia fue increíble. Esa mujer le dijo a Concepción cosas que ella misma ni se acordaba, de cuando era chiquita que vivía con su abuela, Mamá Encarnación, allá en Puerto Plata, en una época en que su familia pasaba por una crujía enorme. Por supuesto, Concepción se puso que no cabía de asombro. Todo resultaba como le habían predicho; tenía por delante a la vidente más grande de todos los tiempos.
La ceremonia terminó; pero antes, la vidente le hizo a Concepción presagios de felicidad y le anunció grandes éxitos para Virgilio en su nuevo trabajo. También le reveló la llegada imprevista al país de Virgilito, el hijo mayor de ella, que estudiaba en los Estados Unidos.
Algunas de esas predicciones eran previsibles, otras no.
Tenía entendido que muchas de estas videntes estudiaban a sus sujetos antes de que se les presentaran, y, para mí, lo de Virgilio y Virgilito eran previsibles. Bueno. La cuestión es que Concepción salió de allí como escandilada. Cuando volvimos por los lados del colmadito a buscar nuestro carro, abrió su cartera y le pasó a Julita un fajo de papeletas en reconocimiento a la gran experiencia por la que acababa de pasar. La muchacha hizo el amago de no recibir el dinero y luego, en un gesto muy suyo, se lo metió entre el refajo.
Concepción no sabía cómo agradecerme. En el viaje a mi casa, hablaba sólo de lo que la vidente le había dicho, de su pasado, de todo lo bueno que le auguraba en su futuro.
—¿Por qué piensas que sea bueno que Virgilito venga sin terminar sus estudios? —le pregunté.
—Pero él no va a dejar sus estudios. Viene a hablar con su papá de un negocio que quiere montar cuando termine, y hay una oportunidad que se ha presentado.
—Entonces, no es un viaje imprevisto como dijo Soledad.
Concepción me aclaró que sí, que lo era, porque hasta ese momento Virgilito no había anunciado que lo haría, sólo que sería conveniente hacerlo.
Dejé la cosa ahí. Con Concepción no se podía y menos en el estado de euforia en que se encontraba.

Pasaron unos días; me sentía intranquila. Una y otra vez me volvía a la mente el cántico del mar y la imitación de las olas que hizo Soledad. Me parecía haberlos oído antes, quizás en otra vida. Hasta ahí llegaba yo.
Al fin lo hablé con Tito. Siempre termino hablando todo con Tito, tú sabes, es mi marido, y yo lo adoro.
Tito me oyó, al principio disgustado, luego comprensivo.
—¿Quieres que te averigüe?
Sí, eso era lo que quería. Le di un besote en la coronilla.
Un tiempo después, Tito me informó.
Habíamos hecho el amor y él, medio adormecido, tenía la cabeza recostada sobre mi pecho. Lo oía respirar acompasadamente y sentía su deseo surgir de nuevo. Me pasó la mano por el muslo.
—Minita —dijo.
Es su manera de requerirme.
Lo apreté más a mí. Me acarició dulcemente; gemí. Entonces, no sé por cuál asociación de ideas, se le ocurrió decírmelo. Comenzó poniendo sus labios en mis oídos, soplándome, y entonces, me cantó el cántico del mar e hizo el ruido con la boca.
—Esa cancioncita te la cantaban en casa de Mamá Encarnación —dijo.
¡Por supuesto! Ahí era que la había oído antes; por eso se me quedó en la cabeza, por eso me trajo recuerdos de Puerto Plata. Empujé a Tito a un lado y le pedí que me diera todos los detalles.
Él rió. Lo había hecho todo expresamente, como parte de su estrategia para hacer explosiva nuestra intimidad. Me prometió decírmelo todo, pero primero...

Soledad era hija de la vieja Porfiria, la lavandera en casa de Mamá Encarnación. Tanto Concepción como yo la debimos conocer siendo pequeñitas, lo que pasa es que el tiempo no perdona y Soledad, mucho mayor que nosotras, no era ni sombra de la muchachita que nosotras vimos en aquella época. No que ahora luciera mal, sólo diferente (me imagino que nosotras lucíamos tan diferentes como ella). Soledad no era vidente, pero conocía al dedillo toda la vida de Concepción mientras vivió con su abuela Encarnación y averiguó después los detalles más públicos, según Concepción creció, casó y vivió con Virgilio. Sobre todo, sabía de las manías de Concepción. La casita en La Surza pertenecía a otra persona, amiga de ella, que tenía un altar milagroso y hacía brujerías. Julita tenía un enredo con un amigo del jardinero de Concepción y era vecina de Soledad. Por ahí comenzó la cosa. Fueron ellos que inventaron la patraña. Todo era una combinación para sacarle dinero a la crédula Concepción.
¿Cómo hacérselo saber? No me iba a creer si se lo decía así, de sopetón; ya yo la conocía. Hice un plan. Le diría a Concepción que Soledad me había impresionado tanto que quería volver y entonces, actuaría.
Concepción mordió el anzuelo enseguida, entre otras cosas, porque estaba loca por ir otra vez para consultar sobre el viaje de Virgilito. Parece que la cosa no estaba resultando tan sencilla como la habían planeado.
Julita nos fue a encontrar al colmado, resbalamos por el camino, cruzamos el puente, llegamos a la casita, y apareció Soledad cantando otro cántico que, esta vez, no tuvo significación para mí. Llevaba un vestido rojo con lunares blancos, apretado al cuerpo a lo española y, debo decir, lucía hermosísima. Debía ser un vestido de esos que hacían para las comparsas de carnaval, del que luego se deshacían regalándolo a cualquiera. La reconocí, es decir, me pareció descubrir en ella rasgos que recordaban a la vieja Porfiria.
Sacó el bastoncito de atrás de la oreja, bajó del techo la especie de cepillo, nos acercamos, y Concepción le puso su problema. Fue una sesión larga, de muchas explicaciones, hasta que al fin mi amiga del alma se sintió satisfecha; entonces me tocó a mí.
—Quisiera tratar con usted un problema —dije a Soledad.
Me miró sorprendida. Evidentemente, no esperaba esta solicitud. Yo había sido categórica antes de que no haría consulta alguna y ella, evidentemente, no se había preparado..
—Dígame —respondió como en duda.
Seguí de acuerdo a mi plan, con un disparate sobre Tito que ya antes había comentado con Concepción.
Soledad me miró, me tomó de la mano, auscultó las rayas de la palma, dijo una serie de cosas, por cierto, muy interesantes, pero que no tenían nada que ver con Tito.
Le dije entonces que no me sentía satisfecha, que a mí ella no me había dicho intimidades como las que le dijo a Concepción sobre su vida en Puerto Plata.
Trató de explicar.
—Lo que pasa es que hay gente más sensitiva que otras. Con doña Concepción tengo como una afinidad y puedo decirle cosas, pero con usted hay como un velo.
Yo me reí.
Concepción me dio un pellizco.
—¿Quién eres tú? —me preguntó Soledad al fin, sospechando algo.
—Yo soy Mélida. Concepción y yo seguimos muy amigas.
Soledad palideció. Entonces rematé.
—¿Cómo está Porfiria? ¿Está viva?


Marzo de 1991

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