Wednesday, September 8, 2010

05 Toda la vida


TODA LA VIDA
Ganadora del Premio de Novela Manuel de Jesús Galván
de la Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Culto
1995

NOVELA

Por Manuel Salvador Gautier

Primera edición:
Diciembre de 1995
Impresión:
Editora Corripio, C. x A.
Impreso en la República Dominicana
ISBN: 976 – 8109 – 02 - 5

Gracias
Juan José Ayuso, Orlando Haza y Leo Madera
por las revisiones que hicieron del texto

Gracias
Daisy Díaz de Ramírez
por su asesoramiento en los aspectos
financieros de los últimos capítulos


ÍNDICE

1. Capítulo I : Graduación (1930-1947)
2. Capítulo II : Adriana (1952-1955)
3. Capítulo III : Después de Trujillo (1961-1963)
4. Capítulo IV : La Guerra de Abril (1965)
5. Capítulo V : Nidia (1973)
6. Capítulo VI : Descubrimiento (1979-1980)
7. Capítulo VII : El Exito (1982-1985)
8. Capítulo VIII : El Triunfo (1992)

Capítulo 1: Graduación (1930-1947)

1

Era cómodo. Vivir protegido. Como una perla en su concha. Formándose poco a poco. Un granito irritante pero imposible de eliminar, creciendo, cultivándose, hasta ser la joya de valor admirada por todos. Así fue como Chuchú imaginó el proceso de su vida desde su nacimiento hasta su éxito o, mejor dicho, así fue como se lo hizo ver su abuela Mañaña, y él adoptó la imagen. Le gustaba ese final feliz, ese final de apoteosis, ese final que tenía que ser.
—Tú serás —decía Mañaña, con su sonrisa de arrugas pequeñitas que le agrietaban la piel empolvada, y él se imaginaba ser un médico famoso, un ingeniero brillante, un abogado importante.
—Tú serás un ingeniero como tu abuelo —decía ella, mientras le apretaba la barriga y le hacía cosquillas.
El reía y gritaba:
—¡No, Mañaña, no, que me hago pipí!
Chuchú sólo tenía cinco años y era su primer recuerdo la mano de Mañaña que le apretaba la barriga y le hacía cosquillas, y sus labios ajados que le decían: "¡Tú serás!"
Mañaña vino de San Pedro de Macorís a pasar un tiempo con los Serra tan pronto su hija Idalia supo que estaba embarazada, pocos meses después de su matrimonio con el doctor Nicolás Serra, un médico joven, de buena familia, recién llegado al país después de estudiar en la Sorbona, de París. Papá Nicolás hacía lo que mamá Idalia decía, así que no hubo problemas con este requerimiento. Mañaña consentía a mamá Idalia igual. Para ese entonces vivía sola en la casa de San Pedro que le dejó el abuelo Rijo, muerto de una pleuresía doble que le dio mientras bregaba con unas instalaciones en el muelle de esa localidad. La visita de Mañaña debió ser pasajera, pero mamá Idalia siempre encontraba razones para que se quedara. En eso ayudó el respeto que papá Nicolás le tomó. Mañaña no molestaba y era la que se ocupaba de llevar los asuntos de la casa, dirigiendo a los sirvientes en sus quehaceres y mandando a comprar lo que faltaba para las comidas. Mamá Idalia estaba contenta y papá Nicolás feliz.
Mañaña fue la primera mujer en la vida de Chuchú, la primera que lo acurrucó, lo mimó, lo atendió. Mañaña lo dormía, le daba la comida y lo bañaba todos los días.
Chuchú recordaba el episodio del baño. Mañaña lo metía en la bañera junto con Colasito, su hermano mayor, y Niño, su hermano menor, y lo sumía en un agua teñida por hojas medicinales que, según ella aseguraba, eran buenas para todo; para unas manchas que a ellos les salían en el cuerpo, para tener buena vista y no usar espejuelos, para crecer grandes y gordos como papá Nicolás y para cuchucientas mil cosas más. Eran mejores que esos jabones que vendían por ahí que irritaban la piel. Lo único que las hojas no quitaban era el sucio, y así, mientras Colasito y Niño jugaban a los barquitos entre las hojas que flotaban como acorazados o se hundían como submarinos, Mañaña sacaba a Chuchú chorreando agua amarillenta y lo llevaba al lavamanos, lo paraba sobre el aparato, lo enjabonaba de los pies a la cabeza, y lo restregaba, lo restregaba, como si el sucio pegado al cuerpo no le fuera a salir más nunca. Ella gozaba con eso y él también. Reían, aunque a veces la espuma del jabón se le metía a él en un ojo; entonces ella se preocupaba, acercaba su cara a la de él y le soplaba al ojo para quitársela. Luego seguía restregando, restregando. La mano de Mañana era firme cuando le frotaba la cabeza, las espaldas, las piernas.
Cuando la pasaba por sus genitales, le decía siempre:
—¡Eso no se toca! —y él no entendía por qué.
—¡No se toca! —repetían a coro Colasito y Niño desde la bañera, y reían, sabiendo que a ellos les llegaría su turno de lo mismo.
Mañaña terminaba de enjabonarlo, abría la pluma del lavamanos, recogía agua clara en un higüerito y se la echaba sobre el cuerpo hasta dejarlo limpio "como una flor". Entonces lo envolvía en una toalla que a él le parecía enorme y lo ponía en el piso, a esperar que ella hiciera igual con sus hermanos.
No se toca. Admonición o mojigatería, lo que fuera, Chuchú nunca relacionó a Mañaña con el sexo. Ella siempre fue algo como supremo en su vida, algo con lo que podía contar para cualquier cosa y para todo. Para sus necesidades, para sus inquietudes. Para todo.
En una ocasión Chuchú fue donde ella muy preocupado.
—¿Qué es el cáncer, Mañaña? —le preguntó; había sabido de una persona cercana a la familia que sufría de eso.
—Es una enfermedad muy dolorosa, mi perla —respondió ella
—¿Y cómo uno se da cuenta cuando la tiene? —era lo que le preocupaba realmente a Chuchú.
—Bueno, a algunos les sale una pelotica.
Mañaña dijo algo más, pero Chuchú se aferró a la pelotica, sabiendo que tenía una.
—¿Una pelotica como ésta? —preguntó, y le enseñó la que tenía debajo de una de las tetillas.
—No, mi cielo —dijo Mañaña—, esa es una verruguita. No tienes que preocuparte, que ni los Serra ni los Rijo heredan el cáncer.
Fue un alivio. Después de eso Chuchú se olvidó del cáncer y ni ponía atención cuando alguien lo mencionaba.
Así era todo con ella.
Chuchú la adoraba. Cuando volvía de la escuela la buscaba corriendo para abrazarla y ella lo apretaba contra su corazón, con cariño. Era así. Por eso fue tan doloroso cuando murió y no la tuvo más. Todavía la necesitaba, todavía anhelaba de ella la acogida amorosa, el cuidado atento y la expectativa inmensa de su: "¡Tú serás!"
Mañaña se puso mala en la cocina, mientras hacía un dulce de cajuil. La llevaron corriendo a la clínica de papá Nicolás, apenas a dos cuadras de donde vivían. Todos la acompañaron, pero allá nadie les hizo caso a los muchachitos, hasta que mamá Idalia los vio amontonados en una esquina del saloncito de espera, delante de la sala donde tenían a Mañaña, y le pidió a papá Nicolás que los llevara de vuelta a la casa, murmurándole algo que ellos no entendieron.
En la casa, papá Nicolás los encaró a todos.
—Debo volver donde Idalia a la clínica, pero antes queríamos que ustedes supieran que Mañaña está muy enferma.
—¿Mañaña no vuelve a casa, Papá? —preguntó Ana Emilia, la mayor de todos con casi quince años.
Por la cara que puso papá Nicolás, todos supieron que así iba a ser; él quería mucho a Mañaña.
—No lo sabemos —dijo, por no preocuparlos, y bajó los ojos.
—¿Qué tiene? —preguntó Colasito.
—Le dio un ataque al corazón.
—Pero Mañaña tiene grande el corazón, así que resistirá —aseguró esperanzador Chuchú, consciente de que decía un disparate; ya tenía once años cumplidos y sabía que el tamaño del corazón no tenía que ver con el deseo de vivir.
—¡Ojalá, Chuchú! —dijo papá Nicolás, y le puso la mano en el hombro.
Con eso Chuchú supo que su papá estaba pasándola mal igual que ellos, anhelando que Mañaña no se muriera porque ella era para él lo mismo que para ellos: la que resolvía todo en la casa, la que apaciguaba todo con su bondad y su ternura…
Los Sierra vivían en el ensanche Lugo, en una de esas casonas altas con semisótano de hormigón armado y escalinata exterior, barroca, hacia la calle. Después que papá Nicolás se fue a la clínica, los cinco hermanos se quedaron sentados en los escalones, mirando el vacío que éste dejó sobre la acera, esperando que volviera. Allí se les unió Gerardito, el amigo inseparable de Chuchú, y Blanca, una amiga, gorda, de Ana Emilia que estudiaba con ella; también vinieron Amiro, Marina, Moravia, Milva y Mirta, los hijos de su tío Alejo que vivían al lado (las hembras todas se llamaban Emilia, por mamá Milita, la mamá de papá Nicolás y de tío Alejo). Todos permanecieron ahí haciendo vigía, hablando cosas extrañas de muertos que salían a desquitársela de sus perseguidores en vida, de uno que le ofreció a un enemigo halarle los pies de noche y lo hizo, de otro que se montaba en el cuerpo del vivo y lo obligaba a hacer cosas que éste nunca hubiera hecho. Cuando llegó la hora de la cena, ninguno quiso comer, siguieron en los escalones como atolondrados. Entonces Ana Emilia protestó, dijo que ella era una señorita ya, que no veía por qué la trataban como a un muchacho, y anunció que iba a la clínica a averiguar lo que pasaba. Volvió casi enseguida, lloraba.
—Mañaña quiere ver a Chuchú —dijo, sin más explicaciones.
Los otros tragaron en seco. El mismo Chuchú no supo qué hacer. Ana Emilia lo empujó hacia la calle sin forzar y luego corrió a la habitación que compartía con Mañaña y Camelia, a llorar su pena o su despecho.
—Ve, que después te sale —aconsejó Niño, abriendo los ojos como dos "bellugas".
Chuchú fue, llegó al saloncito de espera y encontró a papá Nicolás y a mamá Idalia sentados uno al lado del otro, abrazados, con las cabezas tocándose y las caras compungidas. Chuchú no recordaba haber visto a su papá y a su mamá así y se conmovió.
Su mamá fue la que se separó primero del abrazo de su papá.
—¡Chuchú! ¡Mamá quiere verte! —exclamó, y se levantó del asiento, acercándose a él como para acogerlo, pero no lo hizo, no le ponía nunca la mano encima, sólo cuando él se lo merecía, entonces ella le daba una "pela" con un ramo de las almiras del jardín que él mismo tenía que ir a cortar y que le dejaba ramalazos dolorosos en las nalgas.
Su papá vino también donde él se encontraba.
—Doña Marta está muy débil, Chuchú, así que no la hagas hablar mucho —dijo.
Su papá le puso la mano en el hombro, lo guió a la puerta de la sala donde tenían a Mañaña y tocó levemente en la madera. La hoja se entreabrió y una enfermera sacó la cabeza por el hueco.
—Aquí está el niño —señaló su papá.
La enfermera dejó pasar a Chuchú.
En la habitación había tres camas grandes rodeadas de aparatos metálicos. Mañaña estaba en una, la cabeza le salía de entre unas sábanas muy blancas. Chuchú se le acercó con mucho cuidado, pero ella no se movió. Chuchú miró a la enfermera aterrorizado. ¿Sería que ya Mañaña estaba muerta?
—Doña —llamó la enfermera en voz baja—, aquí está el muchachito —y agarró a Chuchú por la cabeza, empujándola hasta casi hacer chocar su nariz con la de Mañaña.
—¡Chuchú —dijo Mañaña en un susurro—, no me quería morir sin antes decirte una cosa!
Chuchú comenzó a llorar, pero Mañaña no se daba cuenta. Chuchú se quedó ahí entonces, esperando que ella le dijera lo que fuera que le iba a decir, pero Mañaña seguía tiesa como una muerta.
—¡Mañaña! —llamó, y le puso una mano en la mejilla; estaba tibia y la piel era suave a pesar de las arruguitas que la cruzaban.
—¡Déjala! —ordenó la enfermera.
Chuchú levantó la mano como si estuviera tocando candela.
—Ven, creo que se durmió.
Chuchú se apartó de la cama. Entonces sintió la voz de Mañaña.
—Chuchú, óyeme.
Chuchú regresó y le tocó el hombro; esperó, pero pasó un momento antes de que ella volviera a hablar.
—Dímele a todos tus hermanitos que los quiero mucho —murmuró al fin Mañaña—, que he sido muy feliz con todos y que si voy al cielo los estaré siempre cuidando desde allá, ¿me oíste, Chuchú?
Chuchú asintió con la cabeza, pero ella no lo veía. Entonces se decidió y habló bajito:
—Sí, Mañaña, te oí —Chuchú sintió que Mañaña suspiró; se inquietó, algo no encajaba, no era para eso que Mañaña lo había mandado a buscar, Mañaña estaba muy débil y no le salía lo que quería decir, eso era lo que pasaba; pero Chuchú sabía, Mañaña quería asegurarse de que él fuera ingeniero como su abuelo Rijo y Chuchú tenía que confirmárselo—. Te oí —repitió—, yo también quiero decirte algo —sintió los ojos intensos de ella en su cara—. Yo te prometo que voy a ser ingeniero, igual que abuelo.
Mañaña como que sonrió; era para eso que ella lo llamó. En la familia se decía que Colasito iba a ser médico como su papá y que Niño iba a ser abogado como tío Alejo, y ahora Chuchú se acababa de comprometer a ser ingeniero como su abuelo Rijo, aunque nunca lo había pensado en serio. Todavía no tenía idea de lo que era una profesión ni de si quería hacer una. Para él era un juego posar de médico o de ingeniero con sus hermanos, como cuando buscaban el estetoscopio de su papá y uno de ellos se desnudaba el pecho y el otro le daba golpecitos y lo auscultaba y pronosticaba una enfermedad terrible -poliomielitis o pulmonía- o como cuando se iban al fondo del patio, abrían una cuneta y hacían puentes y carreteras para que pasaran los carros. Era un juego; pero si en ese momento supremo en que Mañaña yacía moribunda Chuchú no le prometía lo que ella quería, él iba a perder para siempre la oportunidad de crecer y cultivarse y ser la perla admirada por todos. Mañaña lo ayudaría desde el cielo, como lo había garantizado. Por eso Chuchú lo dijo, y en ese instante sintió satisfacción por haber tomado esa decisión.
—Voy a ser ingeniero igual que abuelo —repitió, para confirmarlo a sí mismo.

2

Después que Mañaña murió la casa se ensombreció, enmudeció; Chuchú y sus hermanos se petrificaron. Ya ninguno hacía llamadas desde el baño porque nadie respondería; ni ninguno corría a la cocina a averiguar qué delicia del paladar estaban preparando porque nadie se ocupaba de eso; ni ninguno se precipitaba a ningún sitio... porque molestaba. Mamá Idalia había quedado sumamente acongojada con la muerte de Mañaña y papá Nicolás ordenó que había que estarse quieto. Al final cada uno buscó un rincón del patio o se escondió en el semisótano "de mamá Milita", que ella acondicionó, una vez, para instalar una fábrica de hacer mantequilla (aún permanecía allí la máquina herrumbrosa). El asunto era pasarla tranquilo en lo que la situación se nivelaba. Chuchú y sus hermanos se dedicaron a estudiar, a leer. Ana Emilia consiguió unas novelas románticas, que daba a Camelia cuando las terminaba, y Chuchú encontró una de Alejandro Dumas, "La Reina Margarita", que relataba la historia de los amores de una princesa de Francia que disecó la cabeza de su amante para llevarla debajo de la falda y así tenerlo siempre a su lado. Chuchú lo juzgó un cuento tenebroso sobre alguien que deseó algo con vehemencia y le pasó por encima a todas las convenciones para conseguirlo.
Esta lectura lo llevó a una relación seria con su tío Alejo, el abogado.
Tío Alejo había estudiado en la Sorbona, igual que papá Nicolás, y era experto en Derecho Internacional. Todo el mundo decía que era un "fenómeno" en ese asunto y lo celebraba, reconociendo que por eso su bufete de abogados tenía buenos clientes criollos y extranjeros que le pagaban bien; y todo el mundo decía que su cátedra en la Universidad de Santo Domingo era la mejor y la aplaudía, aceptando que por ese motivo todos los estudiantes de Derecho querían inscribirse en ésta. Tenía, además, una biblioteca enorme que todo el mundo decía que era la más voluminosa del país y lo procuraba para que le prestara libros, pero él no transigía en eso; si aceptaba que alguien leyera uno de sus libros era en su biblioteca y sólo para tomar notas. Hasta entonces, las contadas veces que Chuchú entró allí ocurrieron en ausencia de su tío, en pendencias de juego con su hermano Colasito y su primo Amiro, un par de años mayores que él. Chuchú se tropezaba entonces con un recinto forrado de vitrinas con tomos y más tomos de libros de distintos colores y tamaños, y colecciones y más colecciones de boletines todos iguales en su exterior. Chuchú se sentía sobrecogido ante tanta opulencia cultural y se sentía culpable también, porque en vez de querer uno de los libros, como se suponía que debían hacer las personas que entraran allí, lo sobrevolaba todo a ver qué encontraba fuera de lugar que le sirviera para su retozo, o miraba por la ventana con persianas que daba al patio y buscaba la mata de jobo donde se encaramaba y acechaba lo que pasaba en su casa.
En uno de esos días de intenso recogimiento después de la muerte de Mañaña, Amiro vio que Chuchú leía la novela de Dumas y le dijo que su papá tenía la colección completa de ese autor, desde los volúmenes más populares como "Los Tres Mosqueteros" hasta los más raros, como unos dramas de teatro que nadie sabía que había escrito, y Amiro le dijo algo que sorprendió a Chuchú, que Dumas nació en la isla de Santo Domingo y que era un mulato dominicano o haitiano, él no sabía bien, pero no francés.
—Lo que pasa, que tú entiendes cómo es, decir que uno es de aquí cuando está en París es como decir que uno viene del culo del mundo —aclaró Amiro, aparentemente parafraseando palabras o sentimientos de tío Alejo.
Chuchú preguntó al primo si podía conseguir prestados los dramas, algo que un instante antes ni se imaginaba que le iba a interesar, y Amiro lo llevó donde tío Alejo, que estaba, precisamente, en la biblioteca, sentado en un sillón comodísimo y leía de espaldas a la ventana con las persianas abiertas, por donde se veía la mata de jobo. Tío Alejo oyó lo que Amiro dijo y miró a Chuchú parado frente a él, un poco asustado y dispuesto a irse de una vez con tal de no pasar una vergüenza, sintiendo que los volúmenes de libros y boletines le apuntaban a la cara como cañones.
—¿Alejandro Dumas, eh? ¿Los dramas, tú dices? ¿Del padre o del hijo? —preguntó tío Alejo.
Amiro le dio un codazo a Chuchú para que respondiera, pero él no sabía qué decir. No importó, su tío estaba interesado en ayudarlo.
—Deja ver —dijo éste, se paró de su asiento, caminó hacia una de las vitrinas y la abrió—. ¿Qué edad tienes, Chuchú? ¿Doce, no? ¡Ummmm! —agarró un libro—. Aquí está. "La Dama de las Camelias", léelo y después lo comentaremos.
Chuchú alargó el brazo para tomar el libro, boquiabierto. Todo eso de que su tío era un resabioso con su biblioteca era mentira. Suspiró. Quedó complacido por un lado, por lo que le tocaba, pero sintió "calambrina" también, porque tendría que leer el libro y después comentarlo con su tío.
Cuando se lo dijo, su papá rió.
—¿"La Dama de las Camelias", eh? Parece que Alejo te quiere meter para lo hondo, pero está bien.
Su papá no tenía idea de lo que Chuchú ya leía.
La obtención del libro de la biblioteca de tío Alejo resultó un triunfo para Chuchú entre sus hermanos mayores. Ana Emilia dijo que lo quería leer después y Colasito que iba a hablar con tío Alejo a ver si tenía algún libro sobre medicina, de los que su papá no le dejaba leer por tener fotos o dibujos de gente desnuda que enseñaban sus enfermedades. Camelia estaba impresionada también, sobre todo porque el libro tenía su nombre, pero no estaba segura qué cosa quería de la biblioteca. El único que se puso de soberbio fue Niño, pues él entendía que esa biblioteca iba a ser para su uso cuando fuera abogado y esos libros había que cuidárselos, y resultó que, en vez de tío Alejo, quien se puso de quisquilloso fue Niño. Los celos son así.
Chuchú leyó el libro y lo encontró una tontería. De una mujer mundana y su amante, a quien ella deja porque el papá de éste se lo pide. ¡Bueno! Todo el mundo sabía que los hombres tenían queridas y que no había que hacer tanta alharaca porque las tuvieran. Lo único que le preocupó fue que el amante de la mujer no hacía nada. No era doctor ni ingeniero ni abogado ni nada. Lo mantenía el papá o la mujer, ¡y eso sí estaba mal! ¡Por eso le pasó lo que le pasó, que la mujer lo dejó y el papá tuvo que ayudarlo después a conseguirla otra vez, sólo que ella estaba tísica y murió!
Se lo explicó así a tío Alejo la próxima vez que fueron de caza, el corazón latiéndole un poco, sin razón.
Su tío lo oyó con interés y mucha seriedad.
—¿Eso es lo que piensas, eh? ¿Y qué es lo que vas a ser? —le preguntó.
Chuchú recordó su promesa a Mañaña.
—Voy a ser ingeniero como mi abuelo Rijo, que trabajó con los americanos en las carreteras del Este.
Estaban metidos en un monte, cazando guineas. Eran varios cazadores, algunos con sus hijos. Los muchachos ayudaban a cargar las provisiones y, de vez en cuando, tiraban; lo importante era que se familiarizaran con el deporte y aprendieran a usar las armas. Papá Nicolás era el único que faltaba porque decía que si se había entrenado para ayudar a vivir, no podía estar donde lo único que se hacía era matar. Aunque eso no era lo único que se hacía, los cazadores también se metían en el río y tomaban tragos y buscaban mujeres... y algunos hablaban sobre cosas que, usualmente, no tocaban en otro sitio, como opinar sobre Trujillo. Este último tema interesaba a Chuchú, pero no mucho. En realidad, en esa época Trujillo no significaba nada para él, era más bien un relajo molesto que le tenían porque Chuchú nació el 16 de agosto de 1930, el mismo día en que Trujillo se juramentó como Presidente de la República por primera vez, y alguien en la escuela le dijo: "¡Anjá, Chuchú! ¡Tú fuiste el que nos trajiste a Trujillo!" Era una burla y Chuchú se resintió. El tema le impresionaba de refilón, sabiendo que se trataba de algo prohibido que a veces se le escapaba a los grandes sin que ellos se dieran cuenta o, expresamente, porque se habían acalorado y no podían parar. Claro, que Chuchú sabía que Trujillo era un problema, que mataba gente y había hecho que muchos salieran del país.
En esa cacería Chuchú vio por primera vez a un hombre acoplarse con una mujer.
Los cazadores estaban hospedados en la casa de campo de uno de ellos, y todos los muchachos dormían en una sola habitación, entre grandes mosquiteros que supuestamente impedían que entraran los mosquitos.
Amiro y Colasito despertaron a Chuchú como a medianoche.
—Chchch —dijo el primo—, ven con nosotros.
Chuchú los siguió sigilosamente sin averiguar a qué iban. A alguna vagabundería seguro. A terminar una de las botellas de ron que dejaban a medias los más grandes o a fumar de los cigarros que éstos abandonaban por ahí. La casa estaba montada sobre troncos de maderas y el espacio de abajo lo usaban para guardar montones de cosas: sacos de maíz, leña. Los primos bajaron las escaleras, salieron al abierto y entraron por un trillo.
—¿Para dónde vamos? —preguntó Chuchú, dándose cuenta que no se trataba de la sólita travesura de muchacho.
—No te apures, síguenos —ordenó Amiro.
Llegaron al borde del río y ahí fue. En la caseta donde se cambiaban de ropa había una luz de lámpara de gas. Amiro indicó que se acercaran con cautela, sin hacer ruido, por el lado contrario al de la puerta, porque podía haber más gente alrededor. Chuchú oyó los sonidos que hacía la pareja antes de verlos, respirando como fuelles y dando gemidos.
—¿Qué le pasa a esa gente? —preguntó.
—¡Chchch! —ordenó Amiro.
Se agacharon para ver por las hendijas entre las tablas mal puestas. Ahí estaban: una muchacha tirada en el suelo debajo de uno de los cazadores, los dos totalmente desnudos. El hombre era el tío de Blanca, la amiga gorda de Ana Emilia, un tipo corpulento, en movimiento continuo de sube y baja. Ella parecía una campesina; era bonita, de pelo negro lacio, piel canela y senos grandes, aplastados por el cuerpo que tenía encima, al que se aferraba con las piernas. Chuchú no pensaba que eso era así, a pesar de los gestos obscenos que había aprendido en la escuela y de todo lo que Gerardito le había explicado según su experticio de "brechero". El hombre terminó sus movimientos y se apeó de la muchacha, entonces ella se puso la mano entre las piernas y se quedó ahí como en trance o, a lo mejor, resentida por los estrujones que acababa de recibir.
—¿Te gustó, eh? —dijo el hombre, mientras se vestía.
Ella no dijo nada. Por la puerta entró otro de los cazadores, y el tío de Blanca salió y se fue.
—Si éste es el último, después entro yo —dijo Amiro—. ¿Qué tú dices, Colasito?
—¡Pa'alante! —exclamó su hermano, riendo.
—¿Y tú, Chuchú? —preguntó Amiro.
Chuchú quería decir "¡pa'alante!" también, pero no le salió.
El cazador que entró después del tío de Blanca levantó a la muchacha del suelo, la sacó afuera, la llevó al río y se bañó con ella a la luz de la luna. Cuando salieron, él se acostó sobre la arena de la playa, se la colocó encima, a caballo, y comenzó a mecerla. Después se levantaron, y él la ayudó por el codo a brincar las piedras, como a una señorita. Entonces volvieron a la caseta, se vistieron, apagaron la lámpara y se fueron juntos por un trillo que llevaba al ordeñadero, como si fueran novios.
—¡Ese sí sabe enchular a una mujer! —comentó Amiro, viendo eso.
Al final, los muchachos quedaron arrechos y se tuvieron que consolar por su cuenta, pero, para Chuchú, fue una experiencia.

3

En la casa, mamá Idalia puso a Ana Emilia a hacer algunos de los trabajos que desempeñaba Mañaña, pero ésta sólo podía cuando volvía de la escuela y entonces peleaba con su mamá porque le sacaliñaba lo poco que Ana Emilia le dedicaba a la casa o la criticaba por lo que hacía porque lo hacía mal. En cuanto a papá Nicolás, dedicaba más tiempo al consultorio y Chuchú lo veía poco. Así andaban las cosas.
El día en que Hortensia llegó de San Pedro de Macorís Chuchú vino tarde, entró y ya todo el mundo estaba sentado a la mesa comiendo. Chuchú se fue directo al baño, a lavarse las manos, y la vio cuando volvió al comedor. En esa época la mesa de comer de su casa tenía unas sillas serranas de espaldar alto y Hortensia, sentada en una, parecía una reina.
—Este es Chuchú —dijo mamá Idalia—; Chuchú, saluda a Hortensia.
Chuchú fue y de fresco le plantó un beso en la mejilla; ella rió, era un encanto.
Todos en la casa sabían que Hortensia era nieta de un hermano de su abuelo, el ingeniero, que tenía diecisiete años, y venía a hospedarse con ellos mientras estudiaba en la Escuela de Farmacia de la Universidad de Santo Domingo. En esa ocasión se quedaría sólo unos días para las diligencias de inscripción, que se debían hacer antes de junio porque la Universidad cerraba en el verano. La más contenta con esto era Ana Emilia, que se quitaba de arriba a su mamá con el asunto de los quehaceres domésticos, ya que Hortensia ayudaría en eso. Además, conseguía una amiga mayor que la podía chaperonear a los sitios donde quería ir: al cine, al Conde, al parque Ramfis, al Malecón, a pasear en guaguas de dos pisos, a tomar helados en el café Mickey, en fin, a hacer todo lo que hacían las muchachas de su edad que a ella no la dejaban hacer. Ana Emilia sentía que estaba perdiendo parte de su vida si no hacía estas cosas. A algunos de esos lugares iba sólo a veces, con sus primas Marina, Moravia, Milva y Mirta, acompañada de tía Adelaida, nunca con mamá Idalia, que tenía siempre otras cosas qué hacer. En cambio estaba obligada a ir todos los domingos en la mañana con sus cuatro hermanitos a la misa en la iglesia de las Mercedes. En venganza Ana Emilia compraba "chicle", lo masticaba y lo pegaba en el asiento delantero, cuando los que estaban ahí se levantaban a comulgar. Chuchú se divertía con eso, y ayudaba.
El primer domingo después que llegó Hortensia se combinó para que Ana Emilia y ella fueran por la mañana a oír misa a la Catedral, pasearan por el parque Colón y se tomaran un refresco en el café Los Imperiales. Chuchú dijo que iba también y no hubo manera de impedirlo, entonces Camelia se pegó. Al final fueron todos los hermanos, incluyendo a Colasito que "dizque" tenía amores con una muchachita que vivía por la calle José Reyes y prefería ir a la misa de Las Mercedes.
El grupo fue a la Catedral; al terminarse la misa, le dio vueltas al parque Colón, deteniéndose aquí y allá para que Hortensia conociera a algunas personas. Chuchú estaba feliz, se mantuvo todo el tiempo al lado de la prima y le explicó sobre la ciudad y la gente, como todo un cosmopolita. Hortensia lo oía, reía, comentaba con Ana Emilia, y las dos parecían amigas de años. Eso fue hasta que llegaron al café Los Imperiales, se sentaron en una de las mesas y pidieron sus helados y dulces. En una mesa cercana había dos muchachos tomando refrescos que comenzaron a ojear a Hortensia y a Ana Emilia, hasta que uno se paró y se acercó.
—¿Tú no eres Ana Emilia Serra? —preguntó a su hermana.
Ana Emilia lo miró como sorprendida.
—Sí, pero yo no lo conozco a usted —dijo, con una sonrisa que le causó "pique" a Chuchú.
—Yo soy Eduardo Báez, primo hermano de Blanca; ella me ha hablado mucho de ti —dijo el muchacho, y a Chuchú enseguida le cayó mal; debía ser hijo del cazador que estaba con la campesina en la caseta del río, aunque Chuchú nunca lo había visto en las cacerías.
El otro muchacho se había acercado también para unirse al grupo.
—Aquí está mi amigo Fernando Lizardo —señaló Báez.
Lizardo enseguida saludó a Ana Emilia y a Hortensia, sin hacerle caso a los demás.
—Yo sé quien eres tú —dijo entonces Colasito a Báez, sonando igual de "chivo" a como se sentía Chuchú—; a ti te dicen Caco Loco y tú juegas básquetbol en la Normal.
Era como para aplastarlo ahí mismo, pero Eduardo Báez rió y Fernando Lizardo también, y sin más averiguaciones los dos entremetidos buscaron sillas, hicieron un espacio y se sentaron al lado de las dos muchachas. Después Chuchú averiguó que el encuentro en el café Los Imperiales no fue casual. Eduardo Caco Loco había visto a Ana Emilia donde Blanca y "dizque" estaba enamorado de ella. Blanca le sopló que Ana Emilia iba a "condear" ese domingo y para allá se fue con su amigote. Los dos tipos estuvieron tras de ellos todo el tiempo y parecía que Ana Emilia lo sabía. Esa noche llevaron una serenata a la casa y Chuchú se la tuvo que "chupar", hasta el momento en que Lizardo comenzó a recitar unos versos de Fabio Fiallo, ahí ya Chuchú no aguantó más y se tapó la cabeza con la almohada para no seguir oyendo al baboso ese.
Después de que Hortensia se fue, volvió el torpor a la casa, aunque fuera, sucedían cosas importantes para la familia. La principal fue que Eduardo Caco Loco siguió viendo a Ana Emilia, en la mayoría de las ocasiones a escondidas en casa de Blanca, en otras durante los juegos del campeonato de básquetbol, en el patio de la Normal cerca del Cementerio Viejo, con permiso de mamá Idalia que creía que ella lo hacía por el deporte. Colasito y Chuchú iban a los juegos también y no dijeron nada. Al final, Chuchú se hizo amigo de Eduardo, que ese año comenzó a estudiar la carrera de Derecho, pero no de Lizardo; ése andaba tras Hortensia y ahí él no cejaba.
Se terminaron las clases; el verano llegó y con éste los mangos y los cajuiles para "marotear", los jobos en la casa de su tío, las flores rojas del framboyán, el perfume de ilang ilang de la mata en el frente de la casa y, también, el calor. Gerardito venía todas las mañanas para salir juntos; a veces iban a la playa de Güibia a bañarse, otras a jugar pelota en un solar del papá de Gerardito por la César Nicolás Penson y de vez en cuando a las cuevas de Santa Ana, al final de la avenida Bolívar; muy pocas veces, se quedaban practicando básquetbol o voleibol en el patio, y esto sólo si parecía que iba a llover.
En uno de esos días nublados, Chuchú subió al "pantry" a buscar agua fría en la nevera y oyó gemidos que venían de la cocina. Era la cocinera, estaba sentada en una silla de guano con la cabeza en las manos y los codos sobre el horno de cemento que servía para cocinar con carbón o leña.
Chuchú se le acercó, pensando que se le había muerto alguien.
—¿Qué pasa, Ondina? —preguntó, y le puso la mano en el hombro.
Ondina se viró y lo abrazó, echaba un mar de lágrimas por sus ojos.
—¡Ay, Chuchú, Chuchú! —repetía, como si lo explicara todo con eso.
Chuchú sintió su carne maciza alrededor del cuerpo y se puso tenso. Ondina era una mulata oscura de cara grande, boca grande, brazos grandes, senos grandes, en fin, grande. La masa tibia que lo envolvió no era cualquier cosa, pero en vez de quitársela de encima Chuchú comenzó a amasarla por un brazo, primero como para consolarla y luego acariciándola, sintiendo un cosquilleo entre las piernas. Ondina se aferró más a él, dejó de llorar, suspiró y le dio un gran y definitivo apretón, finalmente se despegó y sonrió, mostrando los hoyuelos de su cara y su diente de oro, del que estaba tan orgullosa.
—¿Pero qué fue lo que te pasó? —preguntó interesado Chuchú.
—No, nada —aseguró ella—, fue la doña —añadió, y no siguió.
Chuchú le dio una nalgada por dársela; ella respondió con una sonrisa, avanzando su mano grande para despeinarle los cabellos mojados por el sudor del ejercicio.
A partir de ese día, cuando se encontraba con Ondina y había la oportunidad, Chuchú le tocaba algo del cuerpo, cualquier parte, hasta que finalmente se concentró en los senos. Ella lo dejaba hacer como si eso no importara ni le interrumpiera su tarea, hasta un día en que tenía un vestido con botones en el frente y Chuchú comenzó a desabotonarlos.
Ella le paró la mano.
—Chuchú, eres muy chiquito para eso —dijo, pero a Chuchú ya no había quién lo detuviera. Acababa de sentir la tersura de su piel, el pronunciamiento de sus senos y el calor en la hendidura donde se juntaban.
—Pruébame —dijo.
Ella rió, y Chuchú tuvo su primera mujer. Solo y por su cuenta.

4

Chuchú se sentía un hombre de trece años. Los cumplió el 16 de agosto y los celebró con un fiestón de cumpleaños. Esa misma noche, papá Nicolás le dio dinero para que se fuera con Gerardito por los alrededores del aeropuerto de la San Martín, a un cabaret que estaba de moda entre los muchachos. Ahí había mujeres que se podían llevar a los hoteles cercanos, después de bailar con ellas y comprarles tragos. Allá se encontró con Eduardo Báez y con Fernando Lizardo, éste último con un "jumo" tan grande que Chuchú ratificó su convencimiento de que el hombre no servía para nada. Eso fue antes de que Gerardito se pusiera igual. Chuchú tuvo que abandonar a las mujeres que los acompañaban y sacar al amigo del calor sofocante del sitio con olor a tragos y escándalo de merengue. Ya en la calle, Gerardito vomitó y se repuso un poco. Cuando se iban, una mujer vestida de rojo se abalanzó a ellos.
—Llévenme con ustedes, ¡por favor! —parecía aterrorizada.
—¿Qué te pasa? —preguntó Chuchú.
—Hay un hombre tras de mí que quiere llevarme con otra mujer para ponernos a hacer cosas sucias, y yo no soy de ésas. Por favor, no dejen que eso me pase.
Chuchú miró a Gerardito.
—Lo siento —dijo con amabilidad—, pero mi amigo aquí no está bien.
—Vengan conmigo, que yo lo cuido.
Fueron. Ella los llevó por allí cerca, a una habitación en una casa de madera, acostó a Gerardito en una cama, se sentó en otra y comenzó a desabrocharse el vestido por atrás.
—Ven —le dijo a Chuchú.
Después averiguaron que la mujer era una veterana que les hacía eso a los muchachos inexpertos, para conseguir clientes fáciles y sin problemas.
Al final del verano, Chuchú y Gerardito conocían todas las "jurunelas" de la parte alta de la ciudad y se habían hecho clientes de Pucha, la "maipiola" con las mejores mujeres. El final del verano también trajo a Hortensia, que debía comenzar sus estudios de Farmacia; llegó en septiembre con sus dos maletas y varios paquetes y cajas de cartón que contenían regalos para todo el mundo. El final del verano también trajo el inicio del bachillerato en la escuela de don Lolón Ramírez, donde ya lo cursaba Colasito. Fue una felicidad para Chuchú. La escuela quedaba a unas cuantas cuadras de la Universidad. De allí Chuchú iba a buscar a Hortensia cuando terminaban las clases, y desde allí le fue fácil vigilarla. Aunque al principio éste no fue su propósito, iba sólo para que caminaran juntos el trecho hasta la casa del ensanche Lugo. Colasito los acompañó unas cuantas veces, pero después los dejó porque tenía que ir a cumplirle a la muchachita de la calle José Reyes. También venían con ellos Fernando Lizardo, que estaba estudiando Agrimensura, y otra muchacha petromacorisana llamada Elisa, amiga de Hortensia, que hacía Medicina y vivía por Ciudad Nueva. Un molote de gente según el parecer de Chuchú, que quería a Hortensia sólo para sí. La vigilancia vino después.
Chuchú sabía que Lizardo andaba tras Hortensia, pero pronto se dio cuenta que ella no le hacía caso. Así fue con dos o tres admiradores más que tuvo. Ella era simpática, fina, preciosa, y los atraía a montones, pero era una muchacha demasiado seria que sólo estaba por sus estudios y no daba amores, o así creía Chuchú. Al único que trataba siempre con el mismo cariño y le ponía la misma sonrisa era a él.
Un día Chuchú se atrevió a dejar a un lado su arrobamiento platónico y la enfrentó.
—Hortensia, ¿qué piensas de mí? —le preguntó.
—¿De ti? —inquirió ella con su voz angelical, sabiendo muy bien a lo que él se refería, porque en eso no era una boba.
Pasaban por el frente de la iglesia Regina Angelorum y a su derecha estaba la perspectiva de la calle José Reyes, donde vivía la enamorada de Colasito.
—Lo que pienso es que te quiero mucho y que somos muy buenos amigos.
—¿Te casarías conmigo, cuando yo sea grande? —insistió Chuchú.
—Habría que ver —dijo ella, con seriedad, sin pensarlo mucho (no era un “sí” ni un “no”), entonces ella cambió de tono y entró en un juego—. ¿Pero de verdad te quieres casar conmigo, Chuchú?
Chuchú no aceptó el juego; él no estaba jugando, al contrario, él se la estaba jugando a todo o nada.
—Sí —dijo, con la solemnidad de sus trece años de experiencia.
Ella entendió.
—Es la proposición más bonita que me han hecho —comentó, y no dijo más nada ni volvió a hacer referencia a eso más tarde ni dejó que Chuchú le volviera a hablar de eso otra vez.
Chuchú comenzó entonces a vigilarla, a seguirla cuando salía sola a estudiar donde la amiga de Ciudad Nueva, a revisarle la cartera y las gavetas que le habían asignado en el armario grande de caoba del dormitorio de las muchachas.
No averiguó nada.
Un día ella se dirigió a sus hermanas delante de él.
—¿Quién es que me está registrando mis cosas? —preguntó, y lo miró.
Después de eso, Chuchú no volvió a hacerlo, pero entonces fue peor. Le entró una morbosidad. Ya no la quería así, como respetándola. Ya la quería como mujer, y comenzó a mirarle los pliegues afeitados del sobaco, el bulto de los senos y la redondez de la barriga que terminaba en el triángulo divino, según lo ponía Amiro. Todavía peor, una tarde se metió detrás del armario de las muchachas, en el espacio privado creado contra la pared, y se escondió debajo de un montón de ropas para verla desnudarse... y casi lo logra.
—Tenemos que hablar —le dijo Hortensia a la mañana siguiente.
Chuchú pensó que lo había descubierto y palideció.
—Lo que tú digas —contestó retador.
—¿Qué te pasa, Chuchú? —preguntó ella, mirándolo con sus ojos hermosos.
—No, nada —dijo él.
—Chuchú, oye lo que te voy a decir; necesito a alguien en quién confiar y sólo te tengo a ti.
Chuchú respiró, resplandeció.
—Lo que tú digas —repitió, ahora como un cómplice.
—Tengo un amigo que se llama Felipe Arredondo y necesito mandarle un mensaje. Es urgente, pero no puedo llevárselo ahora, porque debo hacer unas cuantas cosas en la casa que me pidió Idalia. Por eso pensé en ti —dijo ella.
Chuchú se desinfló. Iba a ser sólo un mensajerito entre este Felipe y ella... que debía ser su novio y que él no había ni siquiera visto, con todo y la seguidera y la acechadera.
Ella notó su expresión de desaliento.
—Chuchú, yo no tengo amores con él —aseguró enseguida—. No te haría eso. Es uno de los profesores en la Universidad.
La aclaración lo tranquilizó; el Felipe Arredondo ese debía ser un viejo y su prima no corría peligro.
El mensaje de Hortensia a Felipe Arredondo era en clave, como quien dice. Chuchú tenía que pronunciar sólo una palabra cuando encontrara al hombre: "Vienen". Esa bobería se la podía decir Hortensia la próxima vez que ellos se reunieran, pero parece que el asunto era apremiante; Chuchú debía ir enseguida a la casa del profesor, por San Carlos.
En la entrada de la casa había un letrerito en madera que decía con letras de molde "Doctor Felipe Arredondo. Abogado", lo cual tranquilizó a Chuchú aún más, ya que los abogados eran siempre personas parsimoniosas y antiguas.
Chuchú tocó a la puerta y abrió una señora de pelo blanco, escoba en mano, que debía ser la esposa del profesor.
—¡Felipe! —llamó la doña, cuando supo que Chuchú lo buscaba—. Entre, por favor —agregó.
Chuchú entró y la señora se fue para el patio, a barrer, seguramente. Entonces el profesor Felipe Arredondo apareció y Chuchú se estremeció. Era un hombre joven, de pelo negro y contextura delgada pero recia, que hubiera puesto a Ana Emilia a virar los ojos para arriba, como hacía cuando mencionaba a Clark Gable o a Errol Flynn. El tipo era todo lo contrario del viejo débil y achacoso que Chuchú se había imaginado.
Chuchú se identificó y Arredondo lo miró.
—Dime —ordenó.
—"Vienen" —dijo Chuchú, y se quedó viéndolo.
—Gracias, Chuchú. Hortensia habla mucho de ti, ¿tú sabías? —el hombre quería hacerse su compinche, pero Chuchú no lo alentó.
—¿Qué significa el mensaje? —preguntó Chuchú, más para cambiar de tema que para que le aclarara la cosa; eso de endulzarle la píldora no iba a funcionar con él, este señor era una mala influencia para Hortensia y él iba a parar eso.
—Si Hortensia no te lo dijo, menos puedo yo —respondió Arredondo.
Era la respuesta que Chuchú esperaba; se viró hacia la puerta con brusquedad.
—Está bien, ¿tengo que decirle algo a Hortensia?
—No, realmente, no —el hombre lo miró como sorprendido por su hostilidad.
—Adiós, entonces.
—Adiós.

5

La habitación de Ondina tenía un fuerte olor a rancio, de algo que ella se ponía en los cabellos después que se los planchaba. En las ocasiones que la visitaba, Chuchú lo sentía y tenía que sobreponerse para seguir allí, pero se sobreponía. Ondina lo recibía siempre con su sonrisa de hoyuelos y destellos de oro y siempre con el juego de que él era muy chiquito para ella, aunque ya lo que hacían juntos era igual o mejor de lo que él había visto hacer a los grandes.
Pocos días después de cumplir con el encargo de Hortensia, Ondina lo sorprendió también con sus confidencias. Ya antes le hablaba de cosas, lo trataba de adulto, y a Chuchú le complacía enormemente. Esta vez comenzó tocando el tema de sus dos hijos, como si él, como hombre, pudiera hacer algo por ellos.
Ondina los tenía en un campo con su mamá. Lo que ganaba lo mandaba allá para que los alimentaran, los vistieran y los educaran. Quería traerlos a la Capital, pero no estaba segura. Tenía una hermana en un barrio por la parte alta de la ciudad que planchaba y le iba bien. Francisca, la hermana, le había dicho que las dos podían trabajar juntas para conseguir más dinero y traer los hijos de ambas a la ciudad.
—¿Te irías de aquí entonces? —fue lo que le salió a Chuchú, pensando más en el problema de él sin ella que en el de ella sin él.
Ella adivinó lo que le pasaba, rió, extendió su mano grande y le alborotó los cabellos, algo que le encantaba hacer.
—No te tienes que preocupar. Estoy segura que te consigues otra mujer enseguida; eres un hombre que consigue lo que quiere —dijo.
Era lo que ella pensaba de él, su justificación por haberla doblegado, y Chuchú se sintió poderoso. A lo mejor era verdad eso, pero habría que ver, porque con Hortensia, que era a quien a él le importaba ahora, la cosa no iba tan bien. ¿Convendría hablarle a Ondina de eso? No, mejor no. Pensó entonces en el problema de ella.
—¿Sabes lo que tu hermana y tú tienen que hacer? Deben montar un negocito —indicó, como si fuera un sabihondo.
Ella lo tomó en serio, con todo y lo irreal de la recomendación.
—Nosotras estamos pensando más lejos, Chuchú —confesó ella entonces—; estamos pensando en ahorrar para irnos a Nueva York y allá poner el negocito, tenemos un primo allá. Primero se iría Francisca que tiene más "tupé" y después yo.
Chuchú quedó impresionado. Se había pasado la vida oyendo a su papá y a tío Alejo hablar de sus viajes por Europa y Estados Unidos, pero nunca se le ocurrió pensar en hacer uno él. Es más, él nunca pensaba en su futuro seriamente. Sólo andaba con el sonsonete de que iba a ser ingeniero y, eso, porque se lo prometió a Mañaña antes de morirse. En cambio aquí estaba Ondina de un campo de sabe Dios dónde, pensando en un futuro ya muy definido y muy manoseado, una mujer que él consideraba inferior y a quien usaba sólo para pasarla bien.
Se molestó.
—¿Y entonces, Ondina? Si ya tienes todo decidido y planeado, ¿para qué me preguntas si traes o no a tus hijos?
—Es que tienes buena cabeza, Chuchú —especificó ella.
—La que tiene buena cabeza eres tú, Ondina —porfió él, sin dejarse arrollar por los piropos, o lo que él entendía como tales.
Ondina rió y lanzó su mano grande hacia adelante, para reburujarle el pelo. Chuchú se sintió dueño de sí mismo. Entendió. Ella había querido informarle sus planes para no sorprenderlo después, cuando lo dejara, y él los había sancionado con sus palabras inconsecuentes; entre ellos dos se acababa de formar un nexo que antes no existía.
Ella aprovechó.
—Otra cosa, Chuchú, cuida a tu mamá.
Esta fue la verdadera sorpresa de la noche. Chuchú no tenía idea de que a mamá Idalia le estuviera pasando algo para que él tuviera que cuidarla.
—¿A mi mamá? ¿Qué tiene mi mamá? —se sintió enseguida confrontado, era el tema, que lo ponía así.
—Para mí que no está bien, oye que te lo digo. Pregúntale a tu papá, que es doctor.
—Pero, ¿qué es lo que tiene? —insistió Chuchú, vagamente preocupado, equiparando la posible pérdida de su mamá con la de Mañaña.
Ella calló.
—No entiendo, Ondina —insistió Chuchú.
—Bueno —cedió ella—, pero no te pongas bravo. Yo creo que tu mamá no está bien. Doña Idalia se pasa la mayor parte del tiempo regañando y corrigiendo. Nada le satisface, todo está mal; pero entonces con sus amigos y con las visitas es la señora más zalamera. Ustedes no se dan cuenta porque son sus hijos. Yo a mis hijos no los trato de esa manera. Cuando hay que regañarlos, los regaño, y cuando hay que añoñarlos, los añoño.
Era verdad, su mamá nunca los tocaba. Era así desde que Chuchú se acordaba y como que no había que hacer un chisme de eso. Chuchú recordó que la vez que encontró a Ondina llorando en la cocina había sido por algo que le había ocurrido con mamá Idalia.
—Ondina, ¿mi mamá te hizo algo que te haga pensar así?
—No, lo mismo que a ustedes; pero yo no me crié aquí, ni me voy a quedar aquí para siempre.
Esto hizo que Chuchú pensara en el viaje de Ondina a Nueva York.
—Cuando estés lejos de aquí, ¿te vas a acordar de mí? —le preguntó, y le amasó el brazo igual a como lo hizo la primera vez.
Ella rió, sin contestar.
Después, en su propia cama, Chuchú divagó un poco sobre lo que Ondina dijo de su mamá y sopesó si valdría la pena hablarlo con su papá. ¿Qué mal podía tener mamá Idalia que Ondina quiso hacérselo notar cuando ya se iba, como para prevenirlo?
Se durmió intranquilo.
Al día siguiente, lunes, Ondina notificó la decisión de dejar la casa y esto creó un barullo porque había que buscar otra mujer que la sustituyera y, según mamá Idalia, no iba a ser fácil. Chuchú no habló con su papá de nada, y el asunto de averiguar lo que tenía su mamá se quedó para después, sobre todo porque el enredo de Hortensia con el profesor Felipe Arredondo se complicó, una situación que Chuchú pudo manejar con madurez, ayudado enormemente por la relación que había tenido con Ondina, quien no desapareció de su vida así nada más; le hizo falta y la recordó siempre, al principio a cada rato, soñando por ella su sueño de ir más allá, a una ciudad lejana que le parecía cada vez menos nebulosa. Con el tiempo Chuchú se convenció que un día iría a Nueva York a verla.

6

Ese mismo lunes, cuando acompañaba a Hortensia de vuelta a la casa, Chuchú se dio cuenta que los seguía un individuo raro, con sombrero marrón y perfil de semilla de cajuil... y no era uno de los sólitos enamorados de su prima, de eso estaba seguro. Chuchú no se alarmó. Cuando llegaron al colmado de don Mon cerca de su casa, le dijo a Hortensia que siguiera porque tenía que entrar ahí a hablar una cosa con Darío, el empleado amigo suyo. Dentro del colmado, Chuchú vio de soslayo que el hombre se paraba indeciso, sopesando si lo vigilaba a él o si seguía tras Hortensia.
—Darío, ese hombre del sombrero marrón, creo que me está siguiendo, dime qué hace —dijo Chuchú, y dio la espalda a la calle.
—Está ahí parado en la esquina —dijo Darío, y agregó, después de fijarse—: Ese hombre tiene pistola, Chuchú, debe ser de la Secreta. ¿Qué está pasando?
—Tú verás —Chuchú podía hacer varias cosas, pero se decidió por la peor; salió del colmado y fue directamente donde el hombre—. ¿Qué usted quiere, eh? —le inquirió desafiante.
Allá, a lo lejos, Hortensia se detuvo.
—¿Tiene fósforos? —preguntó el hombre, para sorpresa de Chuchú, luego sonrió, con su boca de vieja desdentada—. ¿Y cigarrillos? —añadió, por conseguir algo, aprovechando el desconcierto del muchacho.
Hortensia volvió al lado de Chuchú.
—Ven, Chuchú —y lo haló por un brazo, mirando al tipo torvamente.
Chuchú se dejó llevar. Caminaron sin hablar hasta la casa; llegaron, abrieron la puertecita de hierro y enfilaron hacia la escalinata.
—Chuchú.
Él la miró, esperó. Ella comenzó a subir los escalones, pero se detuvo y se recostó contra la balaustrada de concreto. Chuchú hizo igual y ella le contó.
Chuchú no se lo hubiera ni soñado.
En San Pedro de Macorís, Hortensia pertenecía a un grupo de jóvenes intelectuales que criticaban abiertamente el gobierno de Trujillo. Cuando ella entró a la Universidad en septiembre, un amigo de los amigos de allá la buscó.
—Ese es Arredondo, ¿verdad? —interrumpió Chuchú.
No, no era Arredondo. Este muchacho había estado en Chile, en la Universidad, y allí fue miembro de uno de los grupos estudiantiles de mayor fuerza. Cuando volvió, explicó a los estudiantes de aquí cómo se organizaban y operaban los de allá.
—¿Cómo? —preguntó Chuchú.
—Lo primero es ser cautos —dijo ella—, justo lo que no he sido. No te debí mandar el viernes donde el profesor, aunque no pude hacer otra cosa. Chuchú, te metí en lo que no debía.
—Bueno, depende; yo sé guardar un secreto —dijo Chuchú, sintiendo que ella lo distanciaba.
—Eso lo sé —ella sonrió y Chuchú se infló—. Ahora, Chuchú, tienes que olvidarte de todo esto.
—¿Y qué hacemos con el hombre del sombrero marrón? Darío le vio la pistola —Chuchú quería impresionarla—. Es de la Secreta y era a mí que me seguía, no a ti.
Hortensia aceptó esto.
—No sé si debo hablarlo con el profesor —dijo.
—Puedo ir a decírselo —propuso Chuchú, tratando de incorporarse a su secreto, adivinando enseguida que ella no favorecía esto—. Ya en la Secreta saben que voy donde él —argumentó, tratando de vencer su resistencia.
—¡Oh, Chuchú! —protestó ella, y le tomó una mano con afecto.
Para Chuchú eso lo valió todo.
Hortensia no lo volvió a mandar donde el profesor Arredondo ni le explicó exactamente lo que manejaba. Ese día que le habló sólo quería alertarlo, para que se estuviera quieto y no se involucrara ni lo creyeran involucrado. Con el tiempo, Chuchú lo averiguó todo.
El hombre que hizo contacto con Hortensia en la Universidad se llamaba Angel Cobián. El nombre no le gustó a Chuchú; "Diablo" hubiera sido mejor. Bueno. Mientras Angel andaba por Chile haciendo de las suyas, Felipe Arredondo andaba por Cuba en lo mismo. Cuando regresaron, fueron de los que formaron el Partido Democrático Revolucionario Dominicano, oposicionista, subversivo y de ideología socialista. Angel propuso la idea de organizar un grupo estudiantil clandestino que respaldara al Partido, similar a los que había visto operar en Chile. Felipe propuso activar los grupos obreros a favor del Partido para organizar la orientación intelectual de la lucha local obrera, igual a como lo hizo el Partido Socialista Popular en coordinación con los sindicatos de obreros cubanos. (El PSP era el partido comunista de Cuba). Angel y Felipe se juntaron y comenzaron a suceder cosas. La situación internacional los favorecía. El triunfo de los Aliados en Europa fortaleció la posición de los demócratas en el Caribe, también la de los comunistas, que pudieron actuar libremente basados en el pacto de amistad entre Rusia y Estados Unidos firmado en Yalta. Todo indicaba que venían días duros para Trujillo, pero éste no se arredró. Para la conmemoración del Primer Centenario de la Independencia de la República, el 27 de febrero de ese año, invitó a los rusos, un gesto con doble propósito, porque cumplía con su siempre supuesta adhesión a la política internacional norteamericana, pero también proponía al Departamento de Estado que si le hacían presión para que entregara el poder tenía otro frente donde buscar protección. No había representación rusa en el país y la invitación se hizo a través de las embajadas mutuas en Washington, de espaldas a los comunistas locales, que lo averiguaron indirectamente por informaciones que les suministraron los comunistas cubanos. La intriga en que cayó Chuchú era un esfuerzo del PDRD para conocer los detalles de la visita de los rusos y sacarle provecho.
La fecha del Centenario llegó, y aún no se sabía si se podría hablar con los rusos para tratarles una agenda de varios puntos, principalmente, el apoyo del gobierno soviético a la causa de liberación del pueblo dominicano. Luego de muchas peripecias, los criollos hicieron el contacto.
Después de eso vinieron los acontecimientos arrolladores, que dieron forma definitiva a la posición política de Chuchú y que comenzaron casi sin él percatarse.
Hortensia no le volvió a hablar del profesor Arredondo, y Chuchú no veía que ella hiciera nada fuera de lo común que lo alarmara; entre otras cosas consuetudinarias, Hortensia le atendía la casa a mamá Idalia, iba a la Universidad, estudiaba los libros de Farmacia, llenos de nombres raros, y chaperoneaba a Ana Emilia y a Eduardo Caco Loco, que formalizaron los amores el día que su hermana cumplió los quince años. Durante ese período Chuchú sufrió una gran decepción con Hortensia. Una tarde, sin pensarlo, él se metió en el teatro Olimpia a ver una película y ahí estaba su prima, en la oscuridad, acompañada del profesor Felipe Arredondo que le tenía un brazo echado por el hombro y de vez en cuando recostaba su cabeza en la de ella con demasiada familiaridad. Chuchú se cambió de sitio para no seguir viendo eso. Nunca se lo mencionó, pero a partir de ese momento la bajó del pedestal en que la tenía.
La cosa se comenzó a "mover" un día en que Chuchú entró al colmado de don Mon y encontró a Darío con cara sombría.
—¿Qué te pasa, Darío? —le preguntó instintivamente.
Darío salió con algo que Chuchú no esperaba.
—¿No te ha vuelto a seguir el hombre del sombrero marrón, Chuchú?
Ni por asomo, ése era un misterio relacionado con Hortensia del cual ya Chuchú se había desentendido.
—No, ¿por qué?
—No, por nada.
—¿Lo viste en algún sitio? —preguntó Chuchú, picado por la curiosidad.
—No —dijo Darío, poniendo cara triste.
—¿Qué te pasa, Darío? —repitió Chuchú, preocupado, exigiendo una respuesta esta vez.
—A mi papá lo metieron preso.
Para Chuchú era como si le hablaran de la cosa más extraña. En su familia, que él supiera, no habían metido preso a nadie. Así de inmediato, a Chuchú no se le ocurrió decirle nada a Darío y lo que le dijo después de un silencio no era para consolarlo.
—¿Y qué tiene eso que ver con el hombre del sombrero marrón? —preguntó.
No tenía que ver pero había un paralelismo, al papá de Darío lo metió preso uno de la Secreta.
—¿Pero qué fue lo que hizo tu papá, Darío?
—Igual que tú cuando te siguieron.
Chuchú ya sabía que lo espiaron porque estuvo en casa del profesor Arredondo, que estaba metido en asuntos políticos.
—¿Tu papá hizo algo contra Trujillo?
El papá de Darío era obrero en la fábrica de cigarrillos que estaba en la calle José Dolores Alfonseca, cerca del parque Independencia, y se lo llevaron por una acusación que le hizo un compañero de trabajo de que quería formar un gremio. De eso hacía varios días. Darío lo averiguó esa tarde; no vivía con su papá sino con su mamá, en un traspatio de Villa Francisca, y sabía de éste sólo de vez en cuando.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó finalmente Chuchú, entrando con el otro en una relación de intimidad que nunca pensó, pues Darío no era muy comunicativo, que digamos; se acercó a Chuchú en una ocasión en que necesitaba un libro para los estudios que hacía de noche, Chuchú se lo buscó, y Darío le pagó con su confianza.
A partir de ese día, cuando Chuchú se enteraba de cosas que no le correspondía saber, sólo las hablaba con Darío, porque con la única otra persona que podía hacerlo era con Hortensia y ella seguía con su "compincheo" misterioso con Arredondo, aunque hacía creer que entre ellos no pasaba nada. Una vez Chuchú trató de insinuarle algo a Gerardito, pero éste le salió con un de atrás para alante, pidiéndole que no se metieran en política, que mejor iban donde Pucha, y así hicieron.
Para esa época también, Colasito peleó con la enamorada de la calle José Reyes y comenzó a salir con un grupo de muchachos más viejos que él. Se juntaban precisamente en el colmado de don Mon, a tomar ron o cerveza, y luego se iban a "brujulear" por los alrededores, tras las "chopas". Algunas veces se metían en el parque Independencia y volvían tardísimo en la noche. Colasito terminaba la Secundaria ese año y papá Nicolás estaba atento; le había prometido al hijo mayor que lo mandaría a estudiar Medicina a la Universidad de Harvard, en los Estados Unidos, donde se graduó el abuelo Nicolás, pero sólo si sacaba buenas notas. Colasito no estaba en eso y comenzaron a haber problemas entre ellos. El único que "dizque" se portaba como debía era Niño, que se desaparecía metido en la biblioteca de tío Alejo leyendo los libros y los boletines, según hacía creer, porque Chuchú no estaba tan seguro de eso. Con Camelia la cosa iba ahí, porque, a pesar de que no hacía nada descomunal, tenía una amiga llamada Brunilda de quien hacían muchos cuentos feos, aunque Camelia decía que no eran verdad.
Darío previno a Chuchú sobre Colasito y sus amigos.
—Chuchú, esa gente con quien anda tu hermano, ¿él no se da cuenta?
Colasito se daba cuenta pero no le importaba.
—Chuchú, déjate de vainas y no me jodas —le dijo su hermano cuando hablaron de eso.
—Se te va a pegar una sífilis y te va a pasar como a abuelo Nicolás —auguró Chuchú, buscando un argumento inapelable.
En la familia se sabía que el abuelo, mientras estudiaba medicina, agarró una sífilis en Boston que le dio muchísimo trabajo curar y que lo deformó por algún sitio del cuerpo y hasta se decía que por eso fue que se casó con mamá Milita y no volvió a hacer más vagabunderías. Chuchú no recordaba bien al abuelo Nicolás porque éste murió cuando él sólo tenía tres o cuatro años, pero Colasito lo mencionaba a cada rato.
—Me pongo penicilina —contestó el hermano, burlándose.
Chuchú averiguó eventualmente lo que le pasaba a Colasito. Fue muy sencillo, se lo preguntó a uno de sus amigotes, el que se llamaba Franklin que tenía una nariz larga, párpados caídos y se daba los jumos más grandes. Chuchú lo agarró una noche en el colmado en uno de ésos.
—El problema de Colasito, tu hermano, es que es un perro —dijo Franklin, y rió, como si el epíteto fuera un chiste—. Después que se monta sobre una hembra, no se despega ni con una grúa —concluyó, lanzando más carcajadas.
A Chuchú eso de su hermano ni le sorprendió ni lo vio como problema.
—Bueno, ¿y qué? —le contestó al borracho, defendiendo a Colasito.
—Pregúntale a Fefa —respondió Franklin.
Era la mujer que tenía enchulado a Colasito. Había dos hermanas, Fefa y Jacoba; esta última era la seria, las dos eran un par de viejas de treinta y pico de años. Colasito conoció a Fefa porque era medio parienta de Franklin. Ella invitó a su hermano a un hotel; después de eso, Colasito sólo sabía montar ese camino. Chuchú la conoció; era una mujer alta, llena, de cara bonita y buen cuerpo. Trabajaba en una oficina del Gobierno en la calle Colón y era independiente, aunque vivía con su hermana en una casita de concreto por el barrio de San Miguel. Jacoba en cambio tenía un negocito de mercería en la bajada de la calle Duarte; era divorciada, con una hijita. Chuchú fue a hablar con la hermana, le contó lo que le estaba pasando a Colasito con Fefa y le explicó cómo el asunto afectaba los estudios de su hermano.
Jacoba lo oyó.
—Está bien, voy a arreglar eso —dijo.
Poco tiempo después Colasito se apareció una noche mordido en el pescuezo, como si lo hubiera chupado un vampiro.
Colasito miró a Chuchú.
—No te apures —le dijo—, que un día me la pagas.
Fefa lo había botado, aunque le dejó la mordida como recuerdo para que no se olvidara de ella.
Después de eso, en otro de sus jumos en el colmado, Franklin dijo que Fefa se había tenido que ir a Tamboril, a olvidarse de Colasito, y que había dicho que le sería difícil encontrar otro hombre así.
Darío se lo contó a Chuchú.
—Ella dice que eres un maldito maricón, que fuiste donde su hermana a soplarle lo que a ti no te importaba, y te mandó a decir que cuando te decidas a coger una hembra de verdad, que la busques —fue el mensaje que le mandó Fefa por boca de Franklin—. ¿Vas a dejar que la mujer esa diga eso de ti? —protestó Darío.
Chuchú no agarró esa cuerda. Fefa era la mujer de su hermano, y no iba a hacer el juego de tirársela para que después ella tuviera una excusa para buscar a Colasito y decírselo. Lo que hizo fue pasar por donde Jacoba a darle las gracias.
—Fefa está en Tamboril de vacaciones —confirmó la hermana—. Fue a ver a su hijito, que se lo atiende Mamá. Le hará bien. Ella es muy buena, en realidad, mira como se separó de tu hermano, tan pronto le hice ver lo ridículo que era. Sólo le ruego a Dios porque esa muchacha encuentre un hombre que la cuide. No puede seguir así, dando tumbos.
Para Chuchú fue una revelación saber que Fefa tenía un lado serio, y se sintió generoso.
—Lo encontrará —le aseguró a Jacoba, aunque en el fondo sabía que la mujer seguiría igual, con su manía de andar tras jovencitos como Colasito.
—A mí me da pena, en realidad. Es una muchacha muy sufrida, tú sabes —buscaba disculpar la hermana a los ojos de Chuchú—. El papá de su hijo Luisito estaba bajo las órdenes del coronel Leoncio Blanco y lo mataron junto con todos los otros que agarraron, ¿tú sabías de eso?
Chuchú no tenía idea, pero entendió enseguida que se trataba de un problema con Trujillo, que confirmó después: en 1934 hubo un complot militar en contra del Gobierno, dirigido por ese coronel.
—Fefa estaba encinta y ya se iban a casar.
Era una historia triste. Chuchú se ensombreció, dudoso. Ahora resultaba que Fefa era otra víctima del régimen. Los abusos de Trujillo salían por donde uno menos los esperaba.
Al papá de Darío lo soltaron al fin y Chuchú quiso ir a conocerlo. Le decían Felo; era un hombre bajito, fuerte y tosco. El obrero explicó lo que estaba pasando, según lo veía:
—Los trabajadores vamos a estar bien ahora, sí, señor, aunque a veces hay que recibir "cajeta" para conseguirlo. ¿Usted ve, Chuchú? Si no nos movemos, no se consigue nada. ¿Nos cogen presos? ¡Después nos sueltan! ¿Y adivine qué?
—¿Qué? —preguntó Chuchú.
—Ahora el Congreso va a pasar una Ley sobre contratos de trabajo. Es el comienzo, ¡al fin!
A Darío le brillaban los ojos. Se veía que admiraba enormemente a su papá y que éste hablaba así para lucirse delante del hijo. Chuchú no quiso meterse en esa relación de un padre que abandonó al hijo y como retribución recibía su adoración, era algo que nunca le pasaría a él. Lo importante fue lo que aprendió con ellos, las frases sueltas que se le quedaron en la cabeza y que matizaron sus conceptualizaciones sobre el movimiento obrero: "las reivindicaciones sociales", "el derecho de los obreros de recibir de la fábrica un salario mínimo", "la huelga como método de persuasión"... Dedujo cosas, asuntos muy importantes, y quiso discutirlos con su papá.
—Papá, ¿por qué en este país los obreros tienen demandas y los doctores como tú, no?
Su papá no se alarmó mucho con la pregunta, estaba contento con Chuchú porque lo había oído tratando de convencer a Colasito para que estudiara más.
—¿De dónde sacaste eso? —fue lo que papá Nicolás quiso saber.
—El papá de Darío me habló de los obreros.
—¿Darío el del colmado?
—Sí.
—¿Y fuiste con él a ver a su papá?
—Sí.
—Ven acá, mi hijo.
Papá Nicolás le hizo un hueco a su lado en el sillón. Chuchú fue, se sentó, y su papá lo abrazó. Chuchú no se sintió cómodo, su papá lo seguía tratando como a un niño.
—Tu mamá y yo te hemos criado para que llegues a ser alguien en la vida. Te estás educando en los mejores colegios, entre jovencitos como tú, y con los mejores profesores. ¿Por qué entonces te pones a salir con Darío? ¿No tienes amigos en la escuela? ¿Y Gerardito, ya ustedes no son amigos?
Chuchú le dijo; los dos muchachos eran sus amigos, Gerardito para canear por ahí y Darío para hablar de cosas serias, y le explicó la diferencia con algunos detalles, incluso le informó que fue Darío quien le previno de lo que le pasaba a Colasito, aunque los pormenores del enredo de su hermano con Fefa no se los contó.
Papá Nicolás se quedó pensativo.
—¿Y cómo van tus estudios? —terminó inquiriendo, sin contestar la pregunta sobre obreros y doctores.
La próxima vez que Chuchú vio a Darío lo encontró con una sonrisa de oreja a oreja, en un estado de ánimo sumamente inusitado en un muchacho tan compendioso.
—El doctor Nicolás estuvo por aquí a hablarme, él dice que un amigo tuyo tiene que ser su amigo.
Chuchú sintió un calor por dentro. No esperaba esto de su papá. Era un respaldo a su buen juicio; en lo adelante, su papá lo responsabilizaba para que lo usara bien.
Colasito a última hora enderezó sus pasos y exoneró todas las materias del último año del bachillerato. Antes de eso ya se habían hecho las diligencias para que lo aceptaran en Harvard, que incluyó una entrevista en el consulado norteamericano. Ana Emilia peleó con Eduardo Caco Loco y estuvo disponible durante el verano, pero no encontró a nadie que le dijera las mismas cosas. Los dos se arreglaron cuando ella volvió de San Pedro de Macorís, después de pasar una temporada con la familia de Hortensia. Allá "dizque" gozó muchísimo en los pasadías que hacían en la Boca del Soco y otros lugares, comiendo seviche, pescado con coco y cangrejo. Volvió más gorda y más bonita. Más mujer. Ya parecía de verdad la compañera de Hortensia. Camelia resultó ser la ñona de mamá Idalia, que hacía todo lo que le decían. Para colmo se puso a estudiar economía doméstica en una escuela que estaba arriba del café Ariete, en la calle del Conde, "dizque" para poder atender bien la casa, aunque seguía en "compincheo" con Brunilda. Niño tuvo un problema con un policía, que le pidió la cédula en la calle. Su hermano no la llevaba porque no tenía edad para eso, pero el policía insistió; por suerte, aceptó acompañar a Niño a la clínica y allá su papá arregló el asunto.
Durante ese verano del 45 pasaron cosas en otros escenarios que Chuchú no pudo descartar así nada más. Algunas comenzaron mucho antes. Por ejemplo, Hortensia se apareció un día muy decaída, y Chuchú hasta pensó que a lo mejor había tenido su pleito con Felipe Arredondo, pero no era eso; era sólo que habían quitado al vicerrector don Toño Bonilla, el alto funcionario universitario que apoyaba los movimientos estudiantiles. Según Chuchú pudo colegir por un comentario casual de su papá, todo indicaba que vendría una depuración en la Universidad, y así fue; a Arredondo lo sacaron también. Era ya hora de hablar seriamente con Hortensia. Chuchú la buscó y le dijo que quería saber lo que pasaba, pero ella rehusó darle detalles "...aunque la cosa no se va a quedar así, Chuchú, los estudiantes en la Universidad se están moviendo", aseguró.
Para Chuchú, que no estaba en la "cosa", lo que fuera que estaban "moviendo" los estudiantes universitarios era un misterio. Creyó dilucidarlo cuando leyó en el periódico la convocatoria a un Congreso de la Juventud.
Chuchú lo habló con Hortensia. El Congreso era bueno, confesó ella, aunque dudaba que llevara a nada. "¿Y qué piensan los estudiantes?", preguntó Chuchú, mezclando una cosa con otra.
Seguían "moviéndose", aseguró Hortensia.
"¿Harán algo en el Congreso de la Juventud?", preguntó Chuchú en busca de orientación.
Hortensia se rió. "¿El Congreso de la Juventud? ¡Chuchú, eso es un invento de Trujillo! ¿No te das cuenta?"
Era difícil para un adolescente de catorce años saber cuando algo así era de verdad y cuando de mentira, a menos que alguien se lo aclarara, sobre todo que Trujillo combinaba todo eso expresamente para confundir.
Entonces vino lo de verdad. Fue en junio y tuvo que ver con un panfleto contra Trujillo que los estudiantes que se "movían" regaron, casa por casa, en toda la parte baja de la ciudad. Los muchachos que lo hicieron se tuvieron que asilar en las legaciones de Colombia y Venezuela y en la embajada de México. El asunto tomó de sorpresa a todo el que no estaba en eso.
En la casa nadie lo comentó, pero Chuchú lo supo por Hortensia esa tarde, cuando la vio llegar pálida como un papel.
—¿Qué te pasa, Hortensia? —preguntó, y ella así, inopinadamente, se abalanzó sobre él y rompió a llorar.
—¡Chuchú! ¡Chuchú!
El tenía ya experiencia con mujeres que se les aferraban llorosas. La amasó un poquito, la dejó que se desahogara, y al final ella le contó: Felipe Arredondo era de los que estaban asilados en la embajada de México.
—Tú lo quieres mucho, ¿verdad?
Entonces ella sonrió, a pesar de sus lágrimas, y así Chuchú aceptó que una mujer, pretendidamente suya, quisiera a otro hombre. Después de eso, Hortensia fue más expansiva con él y le contó lo de la delegación rusa durante el Centenario, lo de la existencia del PDRD y de que, aunque había de otros grupos, muchos de los muchachos asilados eran comunistas que tuvieron que refugiarse a pesar de la designación de un embajador dominicano en Rusia hacía pocos meses. Hortensia le habló de más cosas, de la Juventud Revolucionaria, el otro grupo de estudiantes que se "movía", de los panfletos que preparaban.
Chuchú se convenció. Era verdad que los estudiantes universitarios se organizaban y por eso Trujillo botó a Bonilla, porque lo permitía; pero todo era confuso aún.
—¿Y cómo es que a mí nunca nadie me ha dicho nada en la escuela? —preguntó Chuchú.
—¿Tienes amigos en la Normal? Allá los estudiantes se están "moviendo" —informó Hortensia.
—Quiero ser de tu grupo —propuso Chuchú, sabiendo ya lo que significaba "moverse".
—Tu papá y tu mamá me matan —dijo simplemente ella, y lo besó en la frente.
Era su condena; Hortensia no podía meterlo en ninguna "movida" para evitarse líos con su familia, aunque a lo mejor no se daba cuenta de los problemas que les podía causar si la atrapaban en lo que estaba.
Días después Hortensia se fue para su casa en San Pedro.
Sin decirle cómo lo supo, Chuchú le habló a Darío de la organización de los estudiantes; Darío no sabía nada tampoco, iba de noche a San Juan Bosco y allí sólo se estudiaba.
—Parece que donde hay curas no hay revolución —subrayó Chuchú irónicamente, usando un término nuevo para él.
—Voy a averiguar —prometió Darío.
Descubrieron que ya no eran tiempos para conspirar. Los estudiantes habían sufrido un revés muy fuerte y estaban inmovilizados. Lo que Darío averiguó fue que las cosas con los obreros no andaban mal. Trujillo acababa de mandar al Congreso una ley para crear procuradores obreros en toda las provincias, una buena medida porque se suponía que con estos representantes los obreros serían oídos como se debía.
El 16 de agosto, día del cumpleaños de Chuchú, hubo una fiesta grandísima en su casa para celebrarlo. Era también una despedida a Colasito que se iba a Boston al día siguiente, a estudiar medicina a Harvard.
En un momento dado Colasito se llevó a Chuchú aparte.
—Chuchú, he estado viendo a Fefa otra vez, ¿tú lo sabías?
Chuchú no lo sabía, su hermano había sido muy discreto esta vez.
Colasito comenzó a hablar pero titubeó, hasta que al fin se decidió.
—Ella sabe que nos vamos a separar de verdad, mira —y le enseñó el pescuezo, limpio de mordida.
Chuchú adivinó hacia dónde quería llevarlo su hermano.
—¡Y me la vas a dejar de herencia! —completó, riendo y abrazándolo—. ¡Colasito, cuando te estés tirando a una americana de esas, acuérdate de mí!
Se comprendían y se aceptaban; ahí se consolidó la gran amistad entre ellos dos, que perduró para siempre.
Al día siguiente Ana Emilia se apareció en el barco acompañada de Eduardo Caco Loco, hablando de casarse tan pronto él se graduara el año siguiente. Colasito los "relajó", y estuvieron entre una risa y otra hasta que tocaron la campana de salida de los visitantes, entonces ocurrió algo que ninguno de ellos esperaba. Delante de todos, mamá Idalia abrazó a Colasito, lo besó y lloró.
—¡Mi hijo! ¡Me vas a hacer mucha falta! —dijo.
El asombro fue tan grande que nadie habló más hasta que bajaron del barco, ni siquiera Eduardo Caco Loco, que no sabía bien lo que estaba pasando. Era la primera vez que mamá Idalia tenía un arranque emocional con uno de sus hijos y todos estaban sorprendidos. ¿Se trataba de su sólita zalamería frente a los otros, como Ondina lo había puesto, haciendo lo que pensaba que los demás esperaban de ella, para halagarlos y lograr que la aplaudieran? Chuchú decidió que no, que ella los quería, aunque a su manera.
El verano pasó y vino el otoño.
Un día Darío se puso eufórico. No sólo habían aprobado una ley de salarios mínimos sino que la Secretaría de Trabajo estaba permitiendo que centenares de gremios se incorporaran, entre ellos el de su papá. Era el triunfo de los obreros que ya se vislumbraba, con Trujillo o sin Trujillo, y por primera vez Chuchú oyó mencionar a Mauricio Báez.
Llegó el nuevo año.
La huelga de enero en San Pedro de Macorís y La Romana puso al papá de Darío "como un tirigüí", con brincos de un lado para otro. Todos los gremios del país la apoyaron y ahora esperaban a ver qué pasaba. Sobre todo porque, según Darío aseguró que se lo confió su papá, también venía una expedición de fuera, y entre huelga e invasión había que contarle los días a Trujillo. No hubo expedición y la huelga se arregló a favor de los obreros. Las nuevas tarifas y las demás reivindicaciones exigidas por los obreros fueron aprobadas por el Gobierno y el Congreso Nacional, y Mauricio Báez surgió como el gran organizador de todo.
Entonces el periódico "La Opinión" lanzó, inesperadamente, una "campaña de oposición", y salió la declaración del ex vicerrector Bonilla negándose a apoyar la reelección de Trujillo. El día que apareció la carta pública de cuarenta estudiantes apoyando a Bonilla, papá Nicolás la comentó, mientras comían.
—No quiero que ustedes se metan en nada de esto —advirtió a todos sus hijos, y se fijó particularmente en Chuchú, mientras mamá Idalia los miraba con ojos conturbados, como si temiera por ellos.
Hortensia estaba ahí y bajó la cabeza. Le había dicho a Chuchú esa mañana que estuvo a punto de firmar la carta, pero que no lo hizo por no contrariar a su prima Idalia y al doctor.
Parecía que la huelga de Mauricio Báez con apoyo de los obreros y la confrontación de Bonilla con el respaldo de los estudiantes entraban dentro del juego democrático que Trujillo había iniciado el año anterior, pero no era así. Estas actuaciones fueron hechos que desbordaron las expectativas del gobernante de controlar la situación. Tanto Mauricio Báez como Bonilla, como otros más, tuvieron que asilarse en la embajada de México, en distintos momentos.
Ya se sabía que Trujillo sólo deseaba aparentar que existían libertades civiles en el país. El que quería hacerle el juego asumía conscientemente esa decisión. Sin embargo los grupos opositores estaban por tomarle la palabra a sabiendas del riesgo que corrían.

7

Ya terminaban las clases y comenzaban los exámenes finales. Chuchú había exonerado la mayoría de las materias y estudiaba las que le quedaban en casa de Gerardito. Allá se apareció su primo Amiro buscándolo.
—Papá quiere verte enseguida —dijo.
Chuchú se fue con Amiro. En el camino le preguntó si sabía para qué era que el tío lo procuraba.
—Papá averiguó una cosa —dijo el primo, y no añadió más.
Chuchú entró a la casa y saludó a tía Adelaida, la mamá de Amiro.
—Chuchú, ¿qué haces aquí a esta hora?
Tía Adelaida era muy tranquila, muy señora.
—Papá lo quiere ver —explicó Amiro.
Fueron a la biblioteca. Allí estaban tío Alejo y Fernando Lizardo, a quien Chuchú no veía desde hacía tiempo.
—Chuchú —dijo tío Alejo—, conoces a Lizardo.
Chuchú asintió con la cabeza.
—Él es amigo de tu prima Hortensia.
Chuchú supo enseguida que Lizardo estaba ahí por un chisme. Lo miró en los ojos, pero éste resbaló su mirada hacia otro sitio y no lo enfrentó.
—¿Qué pasa, tío Alejo? —preguntó Chuchú entonces.
Lo que pasaba era que Lizardo había hablado con Amiro para decirle que Hortensia corría peligro porque estaba metida con uno de los exiliados comunistas que habían vuelto de Cuba y rondaban la Universidad buscando prosélitos. Lizardo explicó que revelaba esto por el bien de Hortensia y para evitarle problemas a su protector, el doctor Serra. Amiro se indignó por la denuncia y estuvo a punto de romperle la boca a Lizardo, pero prefirió hablar el asunto con su papá, no fuera a ser cosa que le estuvieran poniendo un "gancho". El resultado de todo fue que padre e hijo buscaron a Lizardo y lo metieron en la biblioteca. Allá le hicieron un careo de tercer grado y surgió el nombre de Chuchú, que, según el denunciante, conocía al amigo comunista de Hortensia y podía verificar todo.
—¿Tú lo conoces, Chuchú? —preguntó tío Alejo.
Chuchú lo conocía, por supuesto. Lizardo quería delatar a Felipe Arredondo, y no había manera de proteger a Hortensia de la acusación a menos que dijera una mentira. La dijo.
—No sé quien es —aseguró Chuchú, calculando que Lizardo no lo podría desmentir frente a su tío porque tendría entonces que revelarse. El tipo tenía que ser de la Secreta, amigo del hombre del sombrero marrón; era la única manera que podía conocer la conexión de Chuchú con Arredondo. Lo que había que averiguar era si Lizardo hacía eso para proteger a Hortensia de verdad o para perjudicarla, denunciándola ante Amiro para que el asunto llegara a conocimiento de papá Nicolás y mamá Idalia y hacerle ese daño; la mentira que Chuchú dijo sólo le ganaba un poco de tiempo en lo que alertaba a su prima.
Chuchú salió de allí y fue a hablar con Hortensia para explicarle lo que sucedía.
—Sabía que un día esto pasaría, Chuchú —dijo ella, palideciendo—. Por suerte ya este período de estudios se está acabando —caviló un poco—. En septiembre me voy a tener que meter en una pensión.
—¿Pero es verdad que Arredondo está aquí? —preguntó Chuchú dejando a un lado la parte sentimental, aunque lo que acababa de decir Hortensia lo conmovía por dentro.
—No, aún no ha llegado, pero viene. Lizardo está celoso —dijo ella, y rompió a llorar.
El lío era más grande de lo que Chuchú suponía. Mientras Arredondo estaba en Cuba, el otro rondó a Hortensia, que le dio esperanzas, o así creyó el animalazo, hasta que se supo que Arredondo volvía. Lizardo no era de la Secreta nada, conocía todos los detalles sobre Chuchú porque era del grupo de Hortensia.
Chuchú se sintió sumamente decepcionado con su prima. Había aceptado que fuera la novia de Arredondo, pero no que se pusiera a coquetear con cualquiera y menos con Fernando Lizardo quien le cayó mal desde que lo conoció.
Bueno, así eran las mujeres.
Como consecuencia de este enredo, Chuchú conoció a Vicente Cuenca y a Rosa María Lizardo, y con ellos cambió toda la perspectiva de ese verano.
Rosa María era hermana de Fernando y tenía amores con Vicente, que estudiaba Ingeniería. Los dos pertenecían a la Juventud Revolucionaria, el otro grupo de estudiantes que se "movía" en la Universidad. Rosa María conoció sobre la denuncia de su hermano y buscó a Chuchú para decirle que Fernando estaba muy deprimido y quería verlo, pero Chuchú se negó, bastaba ya de manejos con el tipo ese. Entonces Rosa María le pidió por favor que la complaciera porque si no habría una tragedia. Chuchú se alarmó pensando que el tipo a lo mejor quería matar a Hortensia, luego supo que sólo quería matarse él. Estuvo con Lizardo casi una tarde entera sintiéndose más un cura que otra cosa, mientras lo oía decir muchísima "babosería". El hombre terminó pidiéndole a Chuchú que le sirviera de intermediario para que Hortensia lo perdonara. Chuchú no prometió nada.
Al salir de la habitación, Rosa María lo esperaba.
—¿Cómo te fue con Fernando? —preguntó ella.
Chuchú le contó.
—Está bien, creo que ya se tranquilizará. Mi hermano es un muchacho.
Rosa María lo exculpaba, y Chuchú recordó las excusas de Jacoba para minimizar lo de Fefa; la familia siempre quería entender otra cosa cuando lo que había era vagabundería.
—Fernando dice que eres muy discreto —continuó ella, y por ahí se fue para proponerle a Chuchú que se incorporara a los grupos barriales de la JR. Vicente le habló también; según ellos, Trujillo no daba concesiones a los políticos y obreros porque creía en eso, sino porque estaba obligado.
—Los americanos quieren que en este país haya elecciones libres en el 47 —aseguró Vicente.
Le explicaron que el ex vicerrector Toño Bonilla se "movía" en Nueva York, cabildeando la presión contra Trujillo entre miembros del Congreso norteamericano y funcionarios del Departamento de Estado. Eso les daba la seguridad de que habría grandes cambios.
Chuchú se sintió sobrecogido. Nunca antes había sido abordado para algo tan trascendental. Al contrario. Con Hortensia jamás tuvo posibilidades de meterse en nada. Aceptó.
Vicente y Rosa resultaron ser lo más agradables.
—Hay que prepararse, Chuchú —decía Vicente—. Este país necesita profesionales de buenas intenciones, que lo eche para alante.
—Voy a estudiar Ingeniería como tú —dijo Chuchú, para demostrar que estaba en eso.
Vicente lo llevó a su cuartico de estudio en la azotea, donde tenía un escritorio, libros y una mesa de dibujo.
—Te voy a enseñar a usar la regla de cálculo, Chuchú. Así cuando llegues a la Universidad, tienes eso adelantado.
Chuchú quedó fascinado con el instrumento y habló de Vicente con su papá sin explicarle lo de la JR. Su papá atendía a su familia y sabía quien era.
—¿Ese muchacho no es más viejo que tú? —preguntó.
—Me está enseñando a usar la regla de cálculo —contestó Chuchú, poniendo una verdad por otra.
En agosto Chuchú cumplió dieciséis años y el regalo de su papá fue una regla de cálculo de las más caras y complicadas, tanto así que hasta Vicente se quedó admirado.
Agosto fue también el mes en que todo se precipitó.
Los comunistas salieron a la luz pública con el Partido Socialista Popular. Parecía una estupidez, pero don Felo le dijo a Chuchú que todos esos obreros inscritos en el Partido Dominicano de Trujillo votarían por el PSP, si era verdad que las elecciones se daban libres.
Hortensia estaba en San Pedro, así que Chuchú no supo cuál fue su reacción. La de Vicente y Rosa María fue de júbilo y al mismo tiempo de preocupación, porque, según entendieron, la JR se iba a quedar atrás en la lucha por el poder y tenían que hacer algo.
En ese mes comenzaban las clases y Hortensia volvió, pero se hospedó en la casa de su amiga Elisa Prieto, la que estudiaba Medicina y vivía en Ciudad Nueva. Su prima salía abiertamente con Felipe Arredondo, que había vuelto del exilio, y Chuchú no la vio tan a menudo.
Vicente y Rosa María adoptaron a Chuchú, que se graduó de política con ellos. En ese período Chuchú aprendió a distinguir entre una tendencia y una ideología, y logró entender todos los significados de la democracia, el capitalismo, el imperialismo y los demás entes elusivos manejados en esos días, que querían decir una cosa para unos y otra para otros.
En una ocasión Chuchú sugirió a Vicente y a Rosa María que la JR debía meter en el proselitismo barrial a gente como Darío, que conocía quién era quién y podía ayudar mucho.
—Chuchú —dijo Vicente—, eso es lo que queremos justamente, que la JR se abra a todos.
Con esta aclaración, Chuchú le habló a Darío, que se entusiasmó y enseguida comenzó a evaluar las posibilidades del ensanche Lugo.
—¿Y en mi barrio, puedo buscar gente? —preguntó.
—¿En Villa Francisca? —especificó Chuchú.
—¡Claro! —respondió Darío.
—¡Claro! —repitió Chuchú, asumiendo esa responsabilidad.
—¡Fenómeno, Chuchú! —exclamó Vicente cuando se lo dijo, y el asunto quedó sancionado.
Finalmente, la JR se convirtió en el Partido de la Juventud Democrática, formando inmediatamente una serie de comités políticos en las escuelas secundarias y en varios barrios de la ciudad. Vicente se hizo cargo del comité de Ciudad Nueva y Chuchú iba a ayudarlo. Chuchú estaba tan acelerado que le propuso al amigo instalar un comité para el ensanche Lugo en el semisótano de mamá Milita: el sitio estaba abandonado y se podía usar. Vicente barajó la cosa y, de todas maneras, Chuchú se dio cuenta que no iba a ser fácil convencer a su papá y a su mamá para que le cedieran el espacio. Era su entusiasmo que lo ponía en eso.
El mitin en el parque Colón lo convocó el PSP para finales de octubre y fue aprobado por la Secretaría de Interior y Policía. La JD aceptó que sus miembros asistieran con pancartas y banderines propios; había comunicación entre los dos grupos desde los tiempos de la clandestinidad.
Esa noche papá Nicolás y mamá Idalia iban a una fiesta en el "roof-garden” del hotel Jaragua a la que asistiría Trujillo y había que estar temprano antes de que éste llegara, así que Chuchú no tuvo problemas en salir de su casa. Se juntó con Darío en el colmado y se fueron a pie por la Arzobispo Nouel, para pasar por la sede de la JD y averiguar si había instrucciones especiales para ellos. Allí todo el mundo estaba en buen ánimo. Vicente, sin embargo, le dijo a Chuchú que se mantuviera alerta. Ya habían pasado varias veces los carros de la Policía y andaba gente "rara" dando vueltas.
Efectivamente, en la calle Arzobispo Meriño, más allá del arquillo de la Catedral, había unos hombres agrupados que se movían entre sí como en remolino.
Chuchú llegó al parque Colón y quedó impresionado. El PSP tenía levantada una tribuna, y había gente, mucha gente. Chuchú divisó la cabeza de Hortensia y buscó la del profesor Arredondo, pero no la localizó.
Se acercó a la prima, que repartía unos panfletos entre el público.
—¡Hortensia, aquí estoy! —dijo, como si con eso confirmara un compromiso entre ellos.
—¡Chuchú! ¿Qué haces aquí?
—¿Y el profesor? —preguntó él, en vez de responderle.
Hortensia lo señaló, estaba tras la tribuna organizando el comienzo del mitin.
El primer orador se puso delante del micrófono... y empezó el acoso. Detrás del público salió un vocerío chillón que impidió que éste se oyera. El orador alzó la voz, entonces un grupo irrumpió de la nada, arremetió contra la gente y empujó para que chocaran unos con otros. La gente se comportó al principio sin aspavientos, creyendo que el tumulto era pasajero debido a algún lío de un grupo en particular. El desorden siguió, los incitadores empujaban y gritaban, y el orador de la tribuna trató de hacerse oír por arriba del bochinche, pidiendo que se comportaran.
Chuchú no se dejó arrastrar, dio un codazo a uno de los desmandados que venían de atrás y ahí lo vio, al hombre con el sombrero marrón y el perfil de semilla de cajuil.
—¡Hortensia, son de la Secreta! —Chuchú señaló al hombre, pero ella estaba atrapada entre un molote.
—¡Ve! ¡Avísale a Felipe!
Chuchú se abrió paso como pudo, caminó hacia la tribuna, llegó hasta donde estaba Arredondo y gritó a todo pulmón:
—¡Profesor, soy yo, Chuchú! ¡Los que están empujando son de la Secreta!
Chuchú lo dijo todo de un solo golpe, concentrado en que el otro lo entendiera, y no se dio cuenta que tras de él venían el hombre del sombrero marrón con más gente, blandiendo palos y amenazando arremeter contra los de la tribuna.
—¡Cuidado, Chuchú! —gritó Arredondo, agarrándolo por la camisa y empujándolo hacia un lado.
Uno de los del PSP en la tribuna se había tirado en picada sobre el hombre del sombrero marrón y casi se lleva de encuentro a Chuchú. Sonaron tiros. Apareció en el medio del barullo un ayudante civil del presidente Trujillo que daba instrucciones a los asaltantes, sin importarle que lo reconocieran y lo identificaran con el Gobierno. La orden era de impedir la actividad, fuera como fuera. Los agentes se habían sorprendido con la enorme cantidad de asistentes y no podían dejar que el mitin se convirtiera en un éxito político de los opositores. Buscaron "tígueres" alrededor del parque Julia Molina, y los trajeron en banda al parque Colón con unas cuantas papeletas en el bolsillo y la consigna de dar palos sin contador. Cuando los "oficialistas" consideraron que habían cumplido su cometido, se retiraron, dejando un rastro de lesionados, con contusiones y heridas que sangraban profusamente. El espectáculo del parque era desalentador, con grupos dispersos que atendían a los heridos, pancartas y panfletos por el suelo, la tribuna medio caída de un lado y la estatua de Colón apuntando con su dedo acusador hacia el Palacio Nacional; pero la gente que vino al mitin no se había ido, estaba por ahí esperando la consigna.
Los dirigentes del PSP decidieron marchar abiertamente a la embajada de México, a denunciar la agresión y solicitar protección. Chuchú iba al lado de Felipe Arredondo, que estaba de pie, dando órdenes, a pesar de una herida en la frente. El grupo recorrió las calles para salir al Malecón y llegar a la embajada, al lado del hotel Jaragua. A su paso, algunos residentes del lugar abrían las puertas de sus casas y los animaban con sus saludos. Aparecieron Hortensia y Darío y Rosa María y Vicente y Elisa. Pronto comenzó a salir gente de todas partes, que se unió a la caravana. Los hombres y mujeres caminaban con seguridad y valentía. Era como si ningún obstáculo que se pusiera en el camino importara porque los protegían su determinación y la dignidad de la causa por la que luchaban. Con ese respaldo los dirigentes del PSP decidieron llevar la caravana hasta las embajadas de los Estados Unidos y de Cuba, para demostrarles que Trujillo prometía una cosa y hacía lo contrario. Al llegar a la embajada de México se detuvieron y Felipe entró a la mansión junto con otros, para negociar el asilo de algunos de ellos; no se sabía cuáles serían los resultados políticos de la noche y era mejor prever lo peor. Mientras la multitud esperaba con la consigna de seguir adelante pero sin saber lo que acontecía exactamente, apareció un destacamento de guardias que se colocó medio a medio del Malecón y la apuntó con ametralladoras. Dos dirigentes del PSP se encaramaron en la verja de la embajada de México y exhortaron a todos a continuar la marcha. Era la consigna que la multitud quería oír para iniciar el avance esperado. Al terminar de hablar, los dos dirigentes se colocaron al frente de la multitud, se engancharon del brazo de los que les quedaban a los lados y caminaron hacia las ametralladoras. Les siguió una masa humana que se movió al unísono, arrolladora, armada sólo con el poder de su voluntad, cantando el Himno Nacional a todo pulmón. En respuesta, los guardias se replegaron a los jardines del hotel Jaragua y la dejaron pasar. Después se supo que sólo se apostaron en el Malecón para impedir que la turba asaltara el hotel Jaragua, donde estaba Trujillo en su fiesta. "Dizque" no había otra orden.
Chuchú nunca había percibido antes el triunfo como lo sintió entonces. Estaba asido de brazos con Felipe de un lado, Hortensia del otro, Darío más allá y cientos de hombres y mujeres alrededor, y experimentaba por ellos una sensación de hermandad, un esplendor del alma que no volvió a sentir de la misma manera por nada ni nadie después.
Las consecuencias del mitin se manifestaron enseguida con asesinatos, asilamientos, persecuciones y vigilancias de veinticuatro horas en los lugares donde vivían o se escondían los opositores. Un mes más tarde, el mitin de la JD en la plaza Rubén Darío del Malecón fue abortado por la Policía, con intimidaciones de todo tipo, aunque después se le permitió uno en Santiago.
Para Chuchú, todo fue nuevo y excitante. Le causó provocación el hombre de la Secreta con su mismo sombrero marrón, a pesar de que habían pasado tres años desde que lo vio así por primera vez. Parecía como si el tiempo no hubiera transcurrido, pero no era verdad, Chuchú había madurado y elegido. Lo comprobó con un hecho que ocurrió en esos mismos días, cuando se descubrió el complot militar del teniente Eugenio Marchena junto con sus compañeros del Escuadrón de Ametralladoras. Metieron presos a unos, fusilaron a otros, y Marchena se suicidó en la cárcel. Chuchú le dio razón a Jacoba por excusar a Fefa: la dictadura era realmente implacable y podía tener influencias devastadoras sobre la mente de cualquiera.
Oyó a sus amigos.
—Chuchú —decía Vicente Cuenca—, el día que este país salga de los Trujillo vamos a repicar gloria.
—¡Al fin podremos labrarnos nuestro propio futuro, no el que nos imponga la tiranía! —añadió Rosa María.
La casa donde Vicente tenía el Comité Barrial de la JD quedaba cerca de la de Elisa Prieto. Cuando Chuchú pasaba por ahí, saludaba, preguntaba por Hortensia y entraba a hablar con ella, aunque estuviera con Felipe. Después del mitin, las relaciones entre ellos eran buenas y, a veces, cuando la pareja iba a "condear", Chuchú los acompañaba a tomar una cerveza en el café Ariete, aunque él no era muy bebedor. En esas ocasiones Felipe salía a la acera y se ponía a discutir con otros. Felipe a veces era medio juguetón, pero la mayor parte del tiempo los otros oían lo que decía.
Fue ahí sentado que un día, ya para enero 1947, Chuchú vio una muchacha que le gustó. Estaba vestida de normalista, con su uniforme de falda "kaki", plegada y almidonada, y blusa crema, de hilo.
Hortensia notó el interés de Chuchú.
—¿Sabes quién es? —preguntó.
—No, ¿y tú?
—Se llama Luisa González.
—¿Y...? —Hortensia parecía celosa.
—Es de lo mejor de lo mejor.
Chuchú rió.
—¡Tú dices eso como si fuera un impedimento!
—Para ti no, pero para otros sí.
Hortensia se había compenetrado con la ideología socialista y lo veía todo desde la perspectiva de la lucha de clases, el imperialismo yanqui y demás puntos de referencia. Chuchú no comentó más el asunto, pero la muchacha se le quedó en la cabeza.
En el cuartico de estudios, le habló a Vicente de Luisa González.
Vicente la conocía, era de su círculo.
—Esa es la novia de Julián Calderón —señaló.
—¡Bueno! No van lejos los de alante si los de atrás corren bien, yo me hago mi "chance" ahí —alardeó Chuchú.
—Bueno, te diré, Julián no come cuento, le dio mucho trabajo conseguirla.
Vicente no había andado nunca de parranda con Chuchú y no lo veía como al gran conquistador que Chuchú se consideraba.
—¡Ya veremos! —exclamó Chuchú.
Era un reto, pero no pasó nada, porque entonces ocurrió el incidente con Hortensia y Elisa. Las dos muchachas venían caminando tranquilamente de la Universidad. Cuando llegaban a la casa, les salió al frente una prostituta que comenzó a gritar improperios y acusó a Hortensia de quitarle a su marido, un chulo de Borojol llamado Lilo; de repente, sin más averiguaciones, la mujer sacó un cuchillo y le abalanzó. Hortensia tuvo el tino de agarrarla por la muñeca, mientras Elisa la empujaba hacia un lado. La mujer perdió el balance, cayó y se dio un golpe en la cabeza con el contén. Entonces comenzó a dar gritos y a maldecir. Los vecinos salieron a averiguar e hicieron un molote. Apareció un policía que se acercó a la mujer, oyó sus acusaciones y le dijo a Hortensia que tenía que acompañarlo al cuartel. Los vecinos se opusieron y acusaron a la mujer de haber iniciado el escándalo. Después de mucha discusión, el policía decidió no llevarse a Hortensia, aunque le aconsejó dejar a Lilo tranquilo y no volver a molestar a una mujer pobre pero decente, refiriéndose a la prostituta.
—¡Maldita comunista! —era lo que gritaba la mujer más frecuentemente, y era obvio que tanto ella como el policía estaban plantados allí para crear el incidente. A Hortensia se la consideraba enemiga del Gobierno y la iban a perseguir, hostigar y ultrajar igual que a los otros miembros del PSP y de la JD.
En eso llegó del exilio el máximo dirigente del PSP y arreció la embestida contra ellos; el régimen no iba a correr ya más riesgos. Para las elecciones de mayo, ni el PSP ni la JD fueron reconocidos oficialmente por la Junta Central Electoral. Sin más inconvenientes, Trujillo se declaró ganador.
En Cuba se comenzó a gestar la expedición de Cayo Confites y vino la persecución definitiva. Los comunistas fueron declarados antidominicanos por ley. Los dirigentes del PSP y de la JD que no se pudieron asilar cayeron presos. Felipe y Vicente lograron pasar al exilio. Hortensia, Elisa y Rosa María se refugiaron en provincias. Todos los amigos de Chuchú desaparecieron. Sólo le quedaron Darío... y Gerardito.
Antes de eso, comenzaron las presiones en su casa para que Chuchú terminara el bachillerato. Se habían llenado los formularios para solicitar su entrada al Massachusetts Institute of Technology, en Cambridge, el mismo pueblo donde estaban Harvard y Colasito. Su papá recibió una comunicación de esta universidad y preguntaba diariamente cómo iba la cosa en la escuela, o así le pareció a Chuchú. Pasó casi igual que con Colasito, sólo que su hermano al final estudió y se niveló, manteniendo a escondidas sus relaciones con Fefa, mientras que Chuchú no pudo esconder su desolación por haber perdido la convivialidad y el sentido de logro de esas jornadas del otoño recién pasado, que no volverían más, aunque todos quisieran que no fuera así.
Chuchú terminó el bachillerato. El día de la graduación su papá le quitó el birrete de la cabeza, lo puso en la suya y abrazó a Chuchú, demostrando así la satisfacción que todo esto le producía.
—Chuchú, ¿ya estás listo, entonces? —preguntó con alegría.
Su papá se refería a si Chuchú se consideraba listo para comenzar la carrera de Ingeniería Civil, pero Chuchú no lo estaba. La carrera era un compromiso muy serio y él no estaba seguro de que quería estudiarla, con todo y la promesa a Mañaña, lo fenómeno que él era con la regla de cálculo y la solicitud a M.I.T.
Él no había decidido nada todavía, ése era el problema.

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