Saturday, September 11, 2010

12 Cuentos infantiles: EL CASO DE LOS SAPITOS ATRAPADOS


EL CASO DE LOS SAPITOS
ATRAPADOS

Por Manuel Salvador Gautier


Una vez dos muchachitas salieron de su casa a caminar. Paseaban y retozaban por los trillos hasta que, finalmente, juega que juega, llegaron a la orilla de una laguna que quedaba por allí cerca.
Era una laguna muy tranquila, formada en el recodo de un arroyito que el dueño de los terrenos había represado. Las dos muchachitas se quedaron viendo cómo se movía el agua, empujada por el viento, y se entretuvieron contemplando cómo unas hojas grandes y amplias se mecían y flotaban con las olas.
—¡Mira! —dijo una de las muchachitas, la más grande—, ¡mira allí, hermanita! —y señaló unos troncos en una isla en el medio de la laguna donde, semiescondidas y confiadas, descansaban unas tortugas.
—¡Mira allí! —dijo la otra, la más chiquita, y señaló un árbol de guanábanas donde, agachadas y calladitas, anidaban varias garzas blancas.
—¡Mira más allá! —apuntó la más grande, y señaló unas piedras cerca de la orilla, donde, sentado como un potentado, sacaba el buche un sapo marrón.
—¡Mira, mira! —dijo la más chiquita, y señaló la orilla de la laguna, donde, ¡qué gozar!, había cantidad más cantidad de sapitos negros, chirriquiticos, que daban brinquitos sobre el lodo hasta alcanzar de un salto el agua, donde desaparecían.
¡Cataplum! ¡Ahí iba uno al agua!
¡Cataplum! ¡Ahí iban dos!
¡Cataplum! ¡Tres, cuatro, siete, diez!
Era un brincaderito de sapitos por todas partes, y las dos muchachitas palmoteaban divertidas. Entonces decidieron llevarse algunos sapitos a su casa para enseñárselos a su papá y a su mamá. Sacaron una fundita plástica que llevaban y metieron en la fundita un grupo de once sapitos que daban brinquitos juntos, debajo de unas hojas de malanga.
Volvieron corriendo a la casa, gritando alborozadas, apostando a la que primero encontrara a su papá y a su mamá para enseñarles los sapitos.
Ya cerca de la casa, sin aliento y sudorosas, se detuvieron, y muertas de risa, acordaron darle un espanto a la mamá, que era miedosa y le temía a los animalitos como las cucarachas, las arañas y los ratones.
—Tú vas donde mamá y le dices que mire dentro de la funda. ¡Tú veras qué grito va a dar cuando vea los sapitos! —le dijo una a la otra. Y reían, anticipando la escena.
Diciendo y haciendo.
—Mamá, toma —le dijo la más chiquita a su mamá, entregándole la funda con los sapitos dentro.
—¿Qué hay ahí dentro, mi hijita? —le preguntó la mamá, que vio las caras pícaras de las dos hijas, el desorden de los vestidos, el jadeo y el sudor, y entendió que le tendían una trampa.
La mamá abrió la funda, y en el fondo, quietecitos y turbados, estaban los once sapitos que las dos muchachitas habían atrapado a la orilla de la laguna.


* * *

Don Sapo y doña Sapo vivían con sus veinticinco hijitos en la parte más fresca y húmeda de la orilla de la laguna, tras unos arbustos de malanga. Era su costumbre salir todos juntos de debajo de las piedras que formaban su casa, y, dando saltitos, llegar hasta el agua y brincar dentro de ella.
—¡Uno! —contaba doña Sapo, cuando brincaba el primero.
—¡Dos! —cuando brincaba el segundo.
Y así… ¡tres!… ¡siete!… ¡diez!… ¡catorce!… hasta contar los veinticinco hijitos que se tiraban contentos a nadar dentro del agua.
Ese día, doña Sapo comenzó a contar: —¡Uno! —… y ¡paf!!, se oyó el ruido del primer sapito entrando al agua.
—¡Dos! —¡Paf!
—¡Tres! —¡Paf!
—¡Siete! —¡Paf!
—¡Catorce! —¡Paf!
Luego, silencio.
Doña Sapo oyó entonces un ruido de niños que se iban corriendo y riendo; luego, nada.
Don Sapo y doña Sapo brincaron al agua y buscaron a sus hijitos para ver si estaban todos reunidos como siempre, pensando que los otros once se habían metido a la laguna sin que ellos se dieran cuenta. Sólo hallaron a los catorce que habían contado; faltaban los once restantes.
¿Dónde podían estar?
Doña Sapo y don Sapo se separaron, busca que busca, y se volvieron a encontrar un rato después; sin que aparecieran los once hijitos.
Cuando finalmente doña Sapo se dio cuenta que había perdido a sus once hijitos, se entristeció tanto que don Sapo le dijo—: No te apures, mujer, que seguiremos buscando.
Mas ella le respondió—: ¡Es inútil , querido! ¡Nuestros hijitos han desaparecido! —y comenzó a llorar y a llorar y a llorar, desconsolada y abatida, y poco a poco, las lágrimas formaron un caudal que llegó a la laguna, y la laguna comenzó a crecer y a crecer, ¡desbordándose sobre la orilla!


* * *

A todo esto, las dos muchachitas contemplaban la cara de la mamá, que al ver los sapitos fingió espantarse, haciendo una mueca con la boca.
Las dos muchachitas se retorcían de la risa.
En eso apareció el papá que al notar a su mujer y a sus hijas haciendo distintas muecas, una de horror y las otras de risa, preguntó—: ¿Qué pasa aquí?
La mamá cerró la funda automáticamente para esconder a los sapitos de la vista de su marido, pues lo conocía bien y sabía que no aguantaba los abusos… y era un verdadero abuso haber sacado esos sapitos de su casa para meterlos en una funda, sólo para jugar con ellos.
—¿Qué hay ahí? —preguntó el papá.
—Son unos sapitos que las niñas recogieron en la orilla de la laguna.
—¿Y para qué? —preguntó el papá—. ¿Por qué sacan a esas criaturas de su sitio para ponerse a jugar con ellas como si fueran muñecas de trapo? ¿Es que mis hijas no han aprendido a respetar la vida y las costumbres de los demás?
Según iba hablando, el papá se iba poniendo más y más serio, de modo que las muchachitas comenzaron a darse cuenta que en su retozo, imprudentemente, habían cometido una gran falta con los sapitos.
—¡Ahora mismo van y llevan esos sapitos de donde los sacaron! —terminó diciendo el papá.
La mamá se interpuso y dijo—: Ya es hora de comer y no conviene que las niñas estén otro rato fuera de la casa, llevando y trayendo esos sapitos. Da lo mismo que los suelten en el patio que, animalitos al fin, se adaptarán a lo que encuentren.
Diciendo y haciendo. Las muchachitas salieron al patio con su funda, a botar los sapitos. Los fueron sacando uno a uno, viendo cómo daban brinquitos tímidos al principio y luego se precipitaban en distintas direcciones. Cuando ya habían sacado seis, las muchachitas se compadecieron de la torpeza de los sapitos y pensaron mejor llevar los que quedaban a la laguna, al mismo sitio donde los habían atrapado.
—¡Vamos a dejar los que quedan en la funda y los llevaremos después de comida a la laguna! —dijo la muchachita más grande, pues se sentía avergonzada de haber actuado tan mal.
La más chiquita respondió—: ¡Está bien, hermanita! —pues ella también se sentía avergonzada.
Y guardaron la funda con los cinco sapitos que quedaban.


* * *

A todo esto, doña Sapo, triste, triste porque había perdido a sus once sapitos, lloraba, lloraba. El caudal de lágrimas llegaba a la laguna, que se desbordaba. Muy pronto, el agua de la laguna comenzó a inundar los alrededores.


* * *

Cuando se vieron sueltos, el instinto de los seis sapitos fue salir dando brincos en busca de su papá y de su mamá y de la laguna alrededor de la cual ellos vivían.
El primer sapito, brinca que brinca, se metió por entre una yerba alta y tupida. Al principio, mientras se abría paso por ella, siempre encontraba un hueco por donde brincar. Las hojas largas y afiladas le daban latigazos en el cuerpecito, y a veces se hacían tan tupidas que le parecía no iba a poder seguir, mas él seguía, buscando el huequito por donde pasar. Finalmente llegó el momento en que tuvo que detenerse para decidir qué hacer, pues se sentía perdido. Mientras lo pensaba, la yerba se abrió en dos y apareció la cabeza de una culebra.
—¡Doña Culebra! —dijo el primer sapito incauto— ¡Qué bueno verla! Por favor, indíqueme por dónde queda la laguna donde viven mi papá y mi mamá y mis hermanitos.
—Esa laguna queda muy lejos de aquí —dijo doña Culebra—. Pero no importa mucho eso, ¿verdad, querido?
Entonces de un abrión y cerrón de boca se tragó el sapito entero y se lo comió. Y así el primer sapito perdió la vida.
El segundo sapito, brinca que brinca, se metió por un caminito que lo llevó a la orilla de la autopista. Allí, sentado tranquilamente, había un maco que estaba por cruzar, pero que quería asegurarse que un carro no lo fuer a aplastar. ¡Zas!, pasaban los carros, y el maco no se atrevía a cruzar. ¡Zas! ¡Zas!
—¡Don Maco! —dijo el segundo sapito incauto— ¡Qué bueno verlo! Por favor, indíqueme por dónde queda la laguna donde viven mi papá y mi mamá y mis hermanitos.
El maco pestañeó y pestañeó, oyendo al mismo tiempo el ¡zas! ¡zas! de los carros por la autopista y la pregunta del segundo sapito. Sin pensarlo mucho, decidió mandar a cruzar al sapito, a ver si pasaba sin problemas.
—La laguna que tú buscas está al otro lado de la autopista —dijo el maco—. Cruza juyendo para que no te pise un carro.
¡Zas! se oían los carros. ¡Zas! ¡zas!
—Espérate a que yo te diga —añadió el maco.
El maco esperó hasta que dejó de oír los ¡zas!, indicación de que venía un carro.
—¡Ahora! —le dijo al sapito.
Justo en ese momento venía a todo dar una guagüita de pasajeros que aplastó al sapito antes de que éste se diera cuenta. Y así el segundo sapito perdió la vida.
El tercer sapito, brinca que brinca, se metió en un corral donde descansaban unas vacas después de pastar sueltas por unos potreros de pangola. Había una colorada que mugió y pareció llamarlo.
—¡Doña Vaca! —dijo el tercer sapito incauto— ¡Qué bueno verla! Por favor, indíqueme por dónde queda la laguna donde viven mi papá y mi mamá y mis hermanitos.
La vaca, antes de contestar, movió el rabo dos o tres veces, espantando las moscas que le molestaban al posarse en sus ancas.
—¿De qué laguna tú me hablas, Sapito? —preguntó la vaca, rumiando un poco la sabrosa pangola que acababa de tragar.
—De una laguna por aquí cerca que tiene alrededor muchas matas de mango, palma real, pomarrosa, guayaba y demás.
—¡Ah, esa debe ser una que queda bajando la cuesta! Pero hay otra igual del otro lado del naranjal. Y hay una ciénaga entre las dos, que puede ser la que tú buscas.
Así comenzó la vaca habla que habla, rume que rume, describiendo lagos, lagunas, charcos, ciénagas y demás aguas, confundiendo al sapito y dejándolo totalmente atolondrado.
—¡Pero doña Vaca! —dijo finalmente el tercer sapito, tratando de sacar en claro el asunto—. Esta laguna tiene en el medio una islita con muchos troncos secos donde van a tomar el sol las tortugas.
—¡Ah, ya yo sé cuál es! Esa es la que queda más cerca de toditas. Tú te metes ahora por ese caminito, lo sigues un trecho y cuando llegues a una mata de javilla, doblas a la izquierda, cruzas por una siembra de habichuelas, llegas donde están unas palmeras, bajas una cuesta, y ahí está.
El tercer sapito se puso muy contento porque finalmente sabía el camino de vuelta a su casa. Hizo que la vaca le repitiera las indicaciones, y se las aprendió de memoria. Mas, en el momento en que los dos animales se separaban, cuando el sapito dio tres brinquitos para un lado y la vaca se viró para otro, esta última sintió necesidad de evacuar y aflojó un plato de excremento que le cayó arriba al sapito. Éste forcejó y forcejó, pero por más que hizo quedó sepultado en la materia, y poco a poco se ahogó. Y así el tercer sapito perdió la vida.
El cuarto sapito, brinca que brinca, se metió en un campo arado, lleno de turrumotes de tierra volteada. Siguió uno de los surcos formados por el tractor, hasta que se encontró con un grillo que chirriaba desconsolado.
—¡Don Grillo! —dijo el cuarto sapito incauto—. ¡Qué bueno verla! Por favor, indíqueme por dónde queda la laguna donde viven mi papá y mi mamá y mis hermanitos.
El grillo, en vez de responderle, le dijo—: ¡Ay, Sapito¡ ¡Tú no sabes! Yo vivía aquí tranquilo con mi familia, metido en la tierra, sin importunar a nadie. Y de repente, ha venido este tractor y ha desbaratado mi casa, ¡y no sé dónde están mi mujer y mis hijos!
—¡Eso mismo me pasa a mí! —le dijo el sapito, contento de encontrar a alguien con quien explayarse—. Yo vivía con mi papá y mi mamá y mis hermanitos a la orilla de la laguna, cuando vinieron estas dos muchachitas y me atraparon en una funda. Después me soltaron, y ahora yo ando buscando a mi familia.
—¡Ay, tu familia¡ —chirriaba el grillo—. ¡Ay, mi familia!
Entonces, mientras los dos se lamentaban de lo lindo, volvió a pasar el tractor, que agarró al cuarto sapito y lo partió en dos. Y así el cuarto sapito perdió la vida.
El quinto sapito, brinca que brinca, caminó y caminó y llegó muy lejos. Cuando ya estaba muy cansado, se detuvo al lado de un almacén donde unos hombres metían unos bollos de algodón en unas cajas. En eso, uno de lo bollos voló y cayó sobre el sapito, que se sacudió y se sacudió para zafarse; pero mientras más se sacudía, más se enredaba. Uno de los hombres fue a buscar el bollo y lo metió, con el sapito dentro, en una de las cajas. Después, pusieron todas las cajas llenas en un camión y las metieron en un helicóptero para transportarlas a un lugar lejano.
El sapito, enredado en el bollo dentro de una de las cajas, finalmente se zafó, brincó fuera de la caja y se tropezó con una cucaracha acurrucada en el piso.
—¡Doña Cucaracha! —dijo el quinto sapito incauto— ¡Qué bueno verla! Por favor, indíqueme por dónde queda la laguna donde viven mi papá y mi mamá y mis hermanitos.
—¡Pero bueno, Sapito! —le dijo la cucaracha—. ¿Pero tú no sabes que estás encaramado en un helicóptero y que ahora mismo estamos volando sobre la tierra?
Dio la casualidad que, justo en el momento en que el sapito sacaba la cabeza fuera del helicóptero para ver dónde se encontraba, pasaban sobre la laguna con la islita en el medio. El sapito reconoció en seguida el lugar.
—¡Mira! —le dijo a la cucaracha—. ¡Ahí es que yo vivo! —y sin más averiguaciones saltó al aire para caer en el agua de la laguna.
¡Qué contento iba mientras descendía, seguro ya de llegar a su casa bien pronto y de estar de nuevo junto con su papá y su mamá y sus hermanitos! Mas una brisa fuerte lo agarró de lleno y lo arrastró por el aire, y en vez de caer en el agua de la laguna se estrelló contra una piedra grande. Y así el quinto sapito perdió la vida.
El sexto sapito, brinca que brinca, se metió por los patios de unas casas, donde los muchachitos jugaban mientras las mamás lavaban la ropa y la prendían, o prendía fogones de leña para hervirla.
—¡Qué sitio éste tan desagradable! —se dijo el sexto sapito—. Déjame pasar por aquí juyendo, no vaya a ser cosa que me atrape otro muchachito de éstos.
Juye que juye, cuando iba más rápido, dio un tropezón con la pata de una silla, y así medio aturdido vio una hormiga.
—¡Doña Hormiga! —dijo el sexto sapito incauto— ¡Qué bueno verla! Por favor, indíqueme por dónde queda la laguna donde viven mi papá y mi mamá y mis hermanitos.
Mas la hormiga iba muy atareada cargando un concón de arroz para su hormiguero, y sin ponerle mucha atención, y por salir de él, le dijo al sapito—: Allí mismo hay un charco de agua. ¡A lo mejor es el que tú buscas! —y siguió corriendo desgaritada.
El sapito, todavía aturdido del tropezón, vio el charco de agua y se tiró de un brinco, creyendo que era la laguna donde vivían su papá y su mamá y sus hermanitos. Mas era un charco de agua que se había formado con el agua sucia que corría de los patios donde lavaban la ropa y estaba contaminada con detergentes y disolventes.
Tan pronto el sexto sapito cayó en esas aguas, quedó instantáneamente envenenado. Y así el sexto sapito perdió la vida.


* * *

A todo esto, doña Sapo lloraba y lloraba, lamentándose de haber perdido a sus hijitos. Ya la laguna, crecida por el caudal de lágrimas, sumergía los alrededores y llegaba casi a la casa donde vivían las dos muchachitas.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó la muchachita más grande, cuando se asomó a la ventana y vio que el agua llegaba hasta la casa—. ¡La laguna está creciendo y va a inundar nuestra casa!
—¡Pero cómo va a ser! —dijo la mamá.
—¡Si, mamá, juye¡ ¡Ven a ver! —dijo la más chiquita.
La mamá fue corriendo a la ventana y, efectivamente, constató que todo el patio de la casa estaba inundado y que el agua seguía subiendo y subiendo.
—¡Llamen rápido a su papá! —dijo la mamá—, ¡y vayámonos de aquí, antes de que nos ahoguemos!
Las muchachitas buscaron al papá y lo alertaron contra el peligro que corrían. El papá enseguida dio órdenes para que recogieran las cosas más valiosas que pudieran cargarse rápidamente.
En eso, las muchachitas recordaron que tenían escondidos en una funda a los cinco sapitos que quedaban. Los buscaron y los tiraron por la ventana al agua de la laguna, para que se reunieran con su papá y su mamá y sus hermanitos.
Los cinco sapitos andaron y nadaron y fueron derecho hacia donde estaban su papá y su mamá. Esta última, al verlos, sintió una alegría tan grande que dejó de llorar.
—¿Dónde están sus otros hermanitos? —les preguntó.
—Nosotros no sabemos — le dijeron los cinco sapitos, y le contaron a su papá y a su mamá lo que les había pasado a ellos.


* * *

A todo esto, las dos muchachitas, con su papá y su mamá, abandonaron la casa, temiendo que fuera sumergida por el agua de la laguna que se había crecido y se había desbordado sin que ellos se pudieran explicar el por qué.
En realidad, ya la laguna no iba a crecer más, pues doña Sapo había dejado de llorar al volver a tener cinco de sus hijitos perdidos. El peligro había pasado, mas las dos muchachitas, su papá y su mamá, no lo sabían.

Marzo, 1981

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