Tuesday, September 21, 2010

09 Una vez un hombre, de José Enrique García



EL FINAL DEL MITO
Sobre la novela Una vez un hombre, de José Enrique García
Ateneo Insular, julio 2001

Publicado en “Isla Abierta” del periódico HOY

Por Manuel Salvador Gautier

Desde la primera página de su novela Una vez un hombre, hasta la última, el autor, José Enrique García, poeta laureado y, ahora, narrador laureado, está consciente de que el protagonista, Victoriano de los Ángeles y Gimenes, fue sólo un hombre, aunque para sus mujeres fuera un amante incomparable, para su maestra una tentación imposible, para sus colaboradores un jefe intachable, para sus enemigos un hostigador implacable, para sus amigos un facilitador insustituible, para sus protegidos un benefactor inmejorable y para sus comarcanos un triunfador insuperable.
Para quienes lo encontramos por primera vez en las páginas de esta novela, Victoriano pudo haber sido más. Pudo haber sido un mito.
José Enrique García también sabe eso y nos tienta con esta posibilidad, deja que nos entusiasmemos. Y ese es el juego en esta novela de trasuntos, donde muchas voces delirantes quieren representar la imagen de un hombre sorprendente; donde nada está definido porque cada voz nos aproxima a un esbozo parcial de la verdad, de exactitud subjetiva aunque auténtica, y donde todo está dicho porque, de voz en voz, de sentimiento en sentimiento, se forma el cuadro completo como una frazada de retazos donde el detalle no importa sino el conjunto final, colorido, hermoso, palpitante.
Esta conciliación de los pedazos de un todo el autor nos la pone en la voz del Recopilador:
“A medida que iba escarbando en la historia, conforme me llenaba de datos, unos contados de viva voz, por testigos, conocedores, otros que fueron depositarios de decires, y de igual modo las señales que venían de diversas fuentes, la imaginación, confieso, comenzó a crecer, a hacerse esponja, y sin advertirlo, dentro de mí, iba tejiéndose otra historia, fragmentada, acomodada no al imperativo de lo cronológico, sino por el acontecer de la imaginación. Ahora veo y siento que todas aquella voces, junto a los manuscritos, fueron perdiendo particularidad y adquiriendo una modulación, no la mía, porque notarán que estas voces que atraviesan esta historias, que a fines de cuenta, se constituye en una única historia, la cual tal vez correspondan a la voz de uno de esos testigos, o tal vez, a todas las voces, y quién sabe, si tal vez a la misma voz de Victoriano” (pp. 150, 151).
Si.
Victoriano quiere ser héroe, quiere ser mito, pero sólo encuentra a este Recopilador, que, sin pizca de inocencia, recrea su historia en un acto mágico donde tira puñados de cascabeles sonoros al aire que el espacio transforma en habladurías, en hálitos imperiosos que se acumulan, que se buscan como las mitades de las monedas de Aristófanes en el banquete de Platón y que, finalmente y solamente, conforman a un hombre.
Pero, ¿cuál es la historia de Victoriano?
Es una y es ninguna y son todas las historias de hombres machos alzados en armas para imponer su parecer e ir tras la mujer, el poder y la riqueza; de hombres de inteligencia bruta, decididos, carismáticos, que usan todo lo que tienen… y lo que no tienen.
Es un recuerdo, un fantasma. Es la memoria de algo que fue trascendente y que ya no significa nada, de unas huellas que se han convertido en otra cosa y que apenas se perciben, huidizas y apabulladas, en el fondo de una botella para tirar al mar y esperar que algún desconocido las encuentre y rescate su valor.
Es la sombra de algo que conmovió a la nación, que la formó, que le dio identidad… y que ya está asimilada a otras sombras, en un lugar donde no hay relieves, sólo oscuridades.
Es la historia de los hombres libres de las regiones dominicanas, aisladas, abandonadas a sí mismas, de finales de siglo XIX y principios del XX; de hombres sin misterio que, en una tradición de macheteros que siguen al jefe local para pelear contra el enemigo haitiano, francés o español, desbordaron los límites del asentamiento rural o urbano en el que se criaron y se lanzaron, a la cabeza de otros menos capaces, por esas sabanas y montes en busca de protagonismo, ahora contra nadie y contra todos; de hombres revoltosos, populacheros, adheridos a sus pezuñas y a su incultura, incapaces de entender que esa manera de vivir ya no tenía razón de ser en un mundo que era tomado, inexorablemente, inmisericordemente, por el desarrollo industrial y el capitalismo; incapaces de cambiar de rumbo, cuando ya se encontraban ubicados en posiciones de poder (gobernadores, ministros, vicepresidentes) y tuvieron la oportunidad de tomar decisiones políticas que debían desbordar sus propios intereses; imposibilitados de recapacitar, aunque el abismo se les estuviera abriendo en sus mismas narices.
Victoriano fue un jefe de “bandidos”, un organizador de gavilla (el autor nunca lo llama “gavillero” (2), como si ese epíteto acumulara connotaciones indebidas). Su tropa guerrillera se convirtió eventualmente en ejército de la región, usado por el dictador Lilís para someter al pueblo dominicano y luego por otros políticos para respaldar sus propias ambiciones caudillistas, durante el interregno antes de la invasión norteamericana de 1916 al territorio dominicano. Su dilema al final no provino relacionado con otro jefe de tropas igual a él, sino con uno que vino formado e imbuido por el nuevo orden, para establecer el nuevo orden. Su enfrentamiento fue con el representante más reluciente del nuevo orden, el más perfecto… y fue así, porque este nuevo espécimen, desarrollado en el laboratorio de la nueva dinámica del mundo, no tenía trabas, antecedentes ni competidores… y parecía uno de ellos.
Victoriano fue un hombre de éxito. Comenzó oscuramente y con desparpajo en la herencia del abuelo español, cerca de Santiago, donde intentó cosechar la tierra, la abandonó y “se dio a la vagancia y al juego”, yendo de día a las pulperías a piropear mujeres y en las noches a la orilla del río a desflorarlas (p. 23).
El físico de Victoriano recuerda al del protagonista de Anadel: la novela de la gastrosofía (1976), de Julio Vega Battle. Los dos son de piel negra, de musculatura desarrollada, recios de porte, altos de estatura, de pelo lacio y de ojos azules. Son, en definitiva, ejemplares de hombres soberbios, resultado de la idealización del mestizaje entre blancos y negros. El protagonista de Vega es un hombre inocente, sorprendido por la civilización. ¿Lo fue Victoriano?
Es curioso que entre las voces del Recopilador no están la de la madre ni la del padre de Victoriano, este último muerto en una trifulca cuando Victoriano tenía apenas unos meses de nacido (insinuando que “de tal palo, tal astilla”). Parece que esta pareja de campesinos mulatos no tiene nada qué decir sobre el hijo, un hijo que las demás voces elogian, temen, critican, de acuerdo a la experiencia que tuvieron con él… y ¿qué mejor experiencia que la de concebirlo, parirlo y educarlo? ¿Qué expectativa tuvo esta pareja sobre su descendencia, con un hijo de piel negra, ojos azules y pelo lacio? ¿Tenía expectativas, esta clase “depauperada” hasta cierto punto, puesto que la tierra poseída es, de por sí, un capital?
Un compañero de pupitre, su enemigo de por vida, asegura que Victoriano creció bellaco y salvaje, “hechura de mujeres” (p. 30). ¿Fueron esas mujeres, entre ellas, su madre, que lo desvió de una vida honesta, labrando la tierra? ¿Aprendió Victoriano desde muy temprano sobre la inutilidad de la producción de conuco? ¿Entendió Victoriano que esa no podía ser su vida? ¿Quién lo empujó hacia el bandidaje y la tropelía: su propio temperamento, como asegura su condiscípulo? ¿Fue Victoriano un rebelde en contra de su clase, donde no tenía cabida? ¿Aspiró Victoriano desde un principio pertenecer a la más alta clase social, dueño de estancias, esposo de una mujer educada en círculos urbanos como finalmente ocurrió?
El Recopilador dejó esos vacíos para que seamos nosotros, los lectores, quienes lo llenemos, una vez que hayamos formado nuestros propios criterios sobre Victoriano, basados en todas las voces que se juntan en una. ¿Estaremos prejuiciados nosotros, a diferencia del Recopilador, quien, al final de la novela, en la voz de Revejío, quiere guiarnos diciéndonos: “Victoriano era un espíritu primitivo y autoritario, como los de su rango y estirpe…” y sigue con justificaciones que abundan, sobre el comienzo, el desarrollo y el final de Victoriano (pp. 167-171), la vida, pasión y muerte de un temerario que temió demasiado en sus últimos años o que, quizás, ya había alcanzado lo que buscaba y no tenía por qué echarlo a perder con otra lucha más, aunque pareciera que la decisión lo apesadumbrara? ¿Pertenecemos nosotros a esa clase burguesa, acusada por los marxistas de no percibir las motivaciones ni las aspiraciones del pueblo, insensible al hecho de que es de las masas que vienen todas las reivindicaciones sociales?
La primera voz de la novela es la de una mujer, Sebastiana, y, según se oyen nuevas voces femeninas o se describen relaciones del protagonista con sus mujeres, nos damos cuenta de que son todas desenfadadas, hacen lo que desean, aunque algunas tengan que disimularlo, y lo que desean es estar con Victoriano. La única mujer recatada parece ser María de la Torre, la profesora de primaria, que queda también tentada sexualmente por el niño, pero que, en un desborde de virtud, prefiere castigarse a poseerlo.
Nos damos cuenta de otro elemento de interés. Donde más se siente el poder poético en la narrativa de José Enrique García es en las voces de las mujeres, quizás para compensar el hecho de que (el Recopilador) las ha escogido todas disponibles y dispuestas, sin asomo de recato: las putas, las amas de casas, las jóvenes y las viejas, las de mucha experiencia y las vírgenes, las violadas por el protagonista o por otros, las que menos y las que más: Sebastiana, amante de visitas esporádicas al bohío (p. 7), Jacinta Torres, la virgen de los jazmines (p 11), María de la Torre, la maestra flagelada (p. 23), María Engracia, la puta del bar de Agapito (p. 75), Eufrasia Socías, la vidente que le echó un resguardo que ella misma no pudo deshacer (p. 103), Ramilia Ramos, la puta que lo acompañó en la celebración del triunfo en el centro de recreo, el lugar donde la gente bien del pueblo celebraba sus fiestas (p. 113), y Margarita Helú, la esposa educada a quien le construyó una estancia (p. 159). En estas páginas el autor se desembaraza del pudor de ser poeta y crea una narrativa de una estética incomparable, usando giros descriptivos, uno tras otro, como hace en sus poemas del Fabulador: “Y entonces las estrellas, la penumbra, los árboles oscuros, los ruidos lejanos y leves, el aleteo de pájaros, la caída de hojas, el crepitar de ramas quebrándose en sus nudos, y él a mi lado, desnudo, limpio, únicamente lleno de mí” (p. 7).
En otro momento, incapaz de hacer concesiones a la capacidad del creador literario, nos dice (refiriéndose a Hamlet, en verdad, a cualquier escribidor): “Hace palabras dice palabras evoca palabras memora palabras pronuncia palabras alinea palabras acomoda palabras retuerce palabras violenta palabras trae palabras del olvido y las hace presentes palabras presentes las hace olvido también convierte palabras en palabras fantasmas y fantasmas en palabras y en sueños las palabras y las palabras sueños en palabras transformadas en palabras como la vida en palabras como la muerte en palabras y el universo en palabras y dios y los santos y los demonios en palabras y todos los elementos de la tierra se vuelven en su boca palabras animales palabras agua palabras árbol palabras hombres palabras pal” (p. 82)… y así se describe y se pronuncia y se critica.
No creo que nadie pueda hacerlo mejor.
Como observaciones al margen, podemos señalar que en la narrativa de José Enrique García no hay localismos. Ningún campesino habla como campesino, y el amanuense de Victoriano, el Revejío, por educado que fuera, habla en términos que están más allá de su posible erudición. Sin embargo, igual que en otras novelas dominicanas sobre temas populares (por ejemplo, Materia prima de Marcio Veloz Maggiolo) aparece una cantidad de ricos y sabios aforismos, populacheros o eruditos, no importa de cuál voz provenga. Todos los personajes en esta novela están preparados para expresar un pensamiento profundo para cualquier situación… y, ya que la gran mayoría de estos personajes son gente del pueblo, aquí podríamos estar frente al reconocimiento de que el pueblo, realmente, sabe más por pueblo que por diablo. Por mencionar algunas de estas frases: “A la paciencia hay que ayudarla” (p. 37); “El hombre superior ha de alejarse de lo común” (p. 61); “Un muerto no espanta, pero muchos hasta trae la muerte a destiempo (p. 69)”.
¿Fue el movimiento de caudillos, al cual Victoriano perteneció, una gesta que debemos evaluar desde el punto de vista sociológico y no histórico, es decir, por lo que significó en la formación de la dominicanidad y no por los daños que causó a esta?
¿Cómo debiera ser la dominicanidad?
¿Podemos elegirla?
¿Podemos guiarla?
¿Podemos convertir a Victoriano en un mito, representante de una dominicanidad ya pasada o aún vigente?
En la memoria de la dominicanidad yacen, esperando el momento oportuno, una serie de mitos que han sido forzados a permanecer ignorados como comida indigesta que ni regurgitamos ni digerimos. Están ahí, haciéndonos daño. Buscamos alivio y apelamos a sentimientos profundos para lanzarlos hacia la luz, hacia la gloria, pero no lo logramos. Son los cimarrones, los monteros, los gavilleros. En su saga, los vemos sólo como perdedores y no invertimos ese valor negativo y hacemos como los norteamericanos con su mito del “cowboy”, en el cual se glorifica a unos hombres ordinarios que supuestamente contribuyeron, con su sentido de libertad y de desafío, a la expansión y desarrollo de su país.
Según Luciano de Crescenzo en su obra Los mitos de los héroes (3), “el héroe era el personaje más importante del mundo clásico: más importante que los artistas, que los poetas, que los políticos y tal vez que los Dioses. Y esto era así porque de su vigor físico y su valentía dependía la supervivencia de la comunidad”.
En nuestra época postmoderna, descreída y hedonista, los héroes y posibles mitos, como el de Lady Di, en Inglaterra, ayudan a enriquecer una existencia vacua, y conforman, en realidad, una protesta al status quo. En la mayoría de estos mitos, el héroe o heroína muere en el momento más importante de su gesta, cualesquiera que esta sea: Lady Di, Marilyn Monroe, Carlos Gardel, Che Guevara.
¿De qué manera el mito del caudillo en armas Victoriano ayudó al pueblo dominicano a su supervivencia? ¿Podemos probar que su gesta significó una protesta en contra del status quo?
El mito de Victoriano podría basarse en una vida violenta que culmina con el rechazo a la ocupación norteamericana y la lucha contra los invasores, una lucha sangrienta y, hasta cierto punto, victoriosa, ya que sus enemigos no pudieron capturarlo; sólo que Victoriano no muere.
¿Tendríamos un héroe, un mito, si Victoriano hubiese caído combatiendo a los norteamericanos?
Cientos de hombres como él murieron de esta manera y sólo a uno se le reconoce características de héroe: a Gregorio Urbano Gilbert, que mostró sus heridas por toda América Latina como prueba fehaciente de los abusos cometidos por los invasores al pueblo dominicano.
Pero hay otro caudillo que no combatió a los norteamericanos y que en la imaginación popular es un héroe, un mito: Desiderio Arias. Desiderio es un caso interesante. Sólo su muerte lo reivindica como figura mítica, la muerte con acechanza, con alevosía, la muerte a traición, ejecutada precisamente por ese hombre nuevo. El resto de su historia tiene sólo interés para demostrar lo que un hombre, envuelto en el destino de la Nación, no debe ser ni hacer. Su mito miente: Desiderio sí mató; Desiderio sí hizo mal; Desiderio no tuvo valor; Desiderio no fue visionario; Desiderio limitó su acción a un regionalismo que no iba más allá del país. Por su torpeza o su vanidad o, quizás, por las dos cosas, cometió actos que debilitaron las posibilidades del pueblo dominicano de enfrentar a los norteamericanos. Pero Desiderio combatió al hombre nuevo, al monstruo creado para someter al pueblo, utilizado por el imperialismo para mantener a raya a los súbditos de los países subdesarrollados… fue muerto por este, y el pueblo le perdona todo lo demás.
Victoriano sobrevivió su gesta de patriota, permaneció en su estancia, rico y poderoso, aceptó las imposiciones del hombre nuevo, Rafael Trujillo, y terminó sus días como se los anunció la vidente Eufrasia Socías, tranquilamente en su casa, al lado de su mujer Margarita Helú, disfrutando la vida de hacendado para la cual luchó. El autor quiso ser honesto, fiel a la historia. Sólo se permitió ese juego de voces delirantes que recomponen a un hombre y que crean ficción de la realidad. Voces delirantes que parecen conformar a un hombre cuasi mítico. Voces que traen a este hombre al presente para dejar que seamos nosotros, los lectores, quienes lo dimensionemos. Quizás esta sea la manera más sutil de juzgar a un hombre que, una vez, realizó una hazaña en defensa del pueblo; la mejor estrategia para lanzar el mito o terminar con el mito.


(1) García, José Enrique. Una vez un hombre. Editorial Gente. Santo Domingo, República Dominicana. 15 mayo 2000.
(2) La palabra “gavillero” no existe en la lengua castellana; es un localismo dominicano derivado de gavilla, formado en nuestro país para designar, primero, a ladrones y cuatreros, y luego a los rebeldes que pelearon contra los norteamericanos durante la ocupación de 1916 a 1924.
(3) De Crescenzo, Luciano. Los mitos de los héroes. Barcelona, España, Editora Seiz Barral S.A., 1955, 189 pp.

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