Wednesday, September 22, 2010

23 Princesa de Capotillo, de Luis Santos


Portada de la novela


LA EVIDENCIA ES EL MENSAJE

Sobre la novela de Luis Santos Princesa de Capotillo
Febrero de 2009

Por Manuel Salvador Gautier

En Princesa de Capotillo (PDC) (1), la novela de Luis Santos, se manejan dos situaciones: la violencia de la delincuencia y la miseria del lugar donde se origina. Ambas situaciones fluyen hacia un concepto invariable, permanente, aplicable a todos los tiempos: donde hay desigualdades sociales se engendran conflictos que derivan en la degeneración de las costumbres y en la agresividad.
La novela comienza con un epígrafe de Mahatma Gandhi que revela el sentir del autor sobre el tema: “Quisiera sufrir todas las humillaciones, todas las torturas, el ostracismo absoluto y hasta la muerte, para impedir la violencia” (PDC p. 9). El autor se alinea con los pacifistas del mundo y presenta una historia que justifica por qué lo hace.
La dedicatoria del libro también es reveladora: “Para todos aquellos que viven en los barrios, esas repúblicas marginales, de las grandes ciudades de República Dominicana y demás países de Iberoamérica” (PDC p. 11). Al llamar a esos lugares repúblicas marginales, el autor se propone exponer las condiciones de penuria de sus habitantes y, más perentorio aún, destacar el estado de enajenación y abandono en que se encuentran. Y al incluir a otros países, los de América Latina (y creo que el autor se quedó corto, pues la marginalidad social existe en casi todos los países del mundo), el autor extiende su señalamiento. Es evidente: la historia contada no es sólo la de un delincuente, ni la de un barrio, ni la de una sociedad; es la historia de una Civilización; mejor dicho, la historia de la otra cara, la cara oculta, excluida, de una Civilización que se precia de haber impulsado la democracia, la igualdad y la independencia, de haber explotado con grandes logros la riqueza del mundo, y de haber dado a la mayoría de sus integrantes una vida digna, y, a algunos privilegiados, una vida regalada: la Civilización Occidental, con sus raíces en Europa y sus ramificaciones en América y otros continentes.
Como en Los miserables, la novela del escritor francés Víctor Hugo del siglo XIX, que tuvo una gran repercusión social y catapultó al autor a las altas esferas políticas, en Princesa de Capotillo hay una denuncia social, que se agrava porque no hay indicios de que será tomada en cuenta por los representantes actuales de los poderes públicos y privados, y, por lo tanto, de que tendrá solución.


La DNCD en un raid

Asistimos, pues, a la exposición de un idealista, el autor, Luis Santos, que intenta lanzar una advertencia a una sociedad insensibilizada, habituada a sostener esa carga negativa, la cual pretende enfrentar, o, por lo menos, mantener controlada, con programas como Barrio Seguro o con la eliminación de delincuentes en “intercambio de disparos” con la fuerza pública. El lugar escogido es Capotillo, un barrio marginado de Santo Domingo, considerado uno de los más violentos por ser nido de grupos desaforados de delincuentes, y que forma un sólo cinturón de miseria, desde el puente Francisco Peynado hasta el Francisco del Rosario Sánchez, junto con los barrios La Zurza, 24 de Abril, Simón Bolívar, Las Cañitas y Gualey, extendiéndose al sur hacia Guachupita, con cientos de miles de habitantes hacinados en casuchas apretadas, resbalando por senderos en pendiente. El personaje principal es Kiko, hijo de una prostituta, criado sin padre y prácticamente sin madre, deseoso de afecto, pero obligado a demostrar su hombría con actuaciones truculentas.
La delincuencia no siempre encuentra un marco de definición y de comprensión tan pormenorizado como aparece en La princesa de Capotillo. El autor trabaja la obra con la certitud de un sociólogo que ha comprobado sus hipótesis por medio de la investigación. De hecho, el autor se instaló por un tiempo en Capotillo, con el fin de obtener de primera mano los datos que necesitaba para ambientar y hacer verosímil su novela. El narrador (la técnica narrativa usada es la de la caja china, donde el narrador encuentra a un personaje que le cuenta la historia) conoce a un filósofo de barrio que le dice: “Sí, es cierto, no le han mentido. Ha hecho bien en venir. Sólo Gumersindo Soto Soto puede referir con minuciosidad las desventuras y también, por qué no, las pasadas glorias de Capotillo. Soy como una esquina o un colmado del barrio, soy como una sucia calle de la vecindad, soy como una de las tantas madres que han llorado a sus hijos muertos, soy otro sueño abortado, soy como un poste del tendido eléctrico sobre el que se han clavado tantas mentiras durante las campañas electorales. Soy el eco de uno de los tantos tiroteos entre bandas, con uniforme y sin uniforme, soy el reflejo de millares de ancianos que mendigan para sobrevivir, que se pudren en portales a medio abandonar. Soy como una de esas putas enfermas que envejecen sin esperanza en cualquier traspatio. Soy la memoria del barrio” (PDC p. 13). Así comienza la obra, un prefacio sin ambigüedades, con metáforas crudas y descripciones sin disimulos, que mete de lleno al lector en la terrible problemática que se presenta. Soy, soy, soy: es un martilleo que sacude y penetra la sensibilidad de quien debe enfrentar una realidad que no puede soslayar. Es una entrada genial a una novela que es ficción, una ficción que evidencia la realidad y nos obliga a apropiarla.
Pero conozcamos un poco los hechos históricos en la cual se basa la obra. En Capotillo y los otros barrios cercanos se asentó una migración campesina, expulsada de sus predios por la dictadura de Rafael Trujillo, que los requería para la siembra de caña. Estamos en los años cincuenta del siglo XX y el dictador expande su imperio cañero con los ingenios de Catarey, Río Haina y otros. A la ciudad emigraron familias con costumbres rurales y moralidad sólida que se enfrentaron de repente con una situación urbana indefinible a la cual tuvieron que adaptarse. Una adaptación que les costó su inocencia. El Capotillo que Santos nos presenta es el actual, del siglo XXI, un barrio donde varias generaciones han crecido en indigencia, habitado por hombres y mujeres sin esperanza, que sienten el significado abrumador de estar atrapados, sin salida, porque ya han pasado por eso sus padres y, posiblemente, sus abuelos. Por eso Soto Soto dice al narrador: “…hoy no hay lo que antes había: respeto, urbanidad, educación, paz. Todo eso se ha ido a pique. Hoy, el uno mira al otro con recelo, a espera de que saque una pistola o una sevillana y le entre a balazos o a cuchilladas para despojarlo de algo tan miserable como un jodido teléfono celular” (PDC p. 15).
La violencia en estos barrios no sólo está en las calles, con la formación de pandillas que perpetúan toda clase de crímenes, sino también en las casas, donde la relación entre los miembros de la familia es, la mayoría de las veces, tirante, devastadora, sólo capaz de crear el deseo indetenible de escapar, como sea. Es una violencia instalada, que se perpetúa con la obligación de “buscársela” para poder sobrevivir; haciendo cualquier cosa, pero sobrevivir. Por eso es tan fácil que se den las mayores perversidades que azotan a la raza humana: la trata de blancas, el robo consuetudinario, el narcotráfico. Y lo peor, no hay contención, porque el ejemplo que tienen, la contrapartida que debía contrarrestar estos desmanes, proviene de una sociedad de consumo que todo lo sacrifica por la obtención de sus prebendas, donde la corrupción, el tráfico de influencia, la impunidad se aceptan a cambio de lograr la prosperidad deseada y de mantener la adquirida.

La DNCD actúa

En Princesa de Capotillo se dan estas dos violencias.
El autor trama una historia de amor y despecho, y la enmarca en el despiadado mundo del narcotráfico. Kiko y Yojaira, la Princesa de Capotillo, llamada así por su belleza, son vecinos y crecen juntos; ya adolescentes se enamoran, pero él se dedica a ser un ladronzuelo de barrio y ella a estudiar. El conflicto llega cuando ella se da cuenta que él no superará ese modo de vida, el cual ella rechaza, y busca a otro hombre que la saque del barrio y la establezca donde pueda vivir dignamente. Abandonado, Kiko decide vengarse. Es una historia sencilla, de violencia doméstica, que queda relegada a un segundo plano cuando Kiko, en su determinación por recuperar a Yojaira, intenta hacer fortuna rápidamente y, para ello, decide formar una pandilla que traficará con drogas. El autor entonces nos introduce en ese submundo violento de las drogas y su adicción, donde el engaño, la traición, la corrupción y otros males son monedas corrientes, utilizadas para lograr la riqueza y el boato, que son fines y medios de sus incondicionales. Quedamos anonadados ante la descripción de actividades ilícitas y los lugares donde ocurren, ante las manipulaciones y los descalabros que se dan. Conocemos los nombres de los integrantes de la pandilla de Kiko: Sammy, Danger Peligro, Luis Mochapié, otros, y los de la organización que la contrata: Papi Blonda, Don Vito, Cara Cortada, Hombre Invisible; y el vocablo que usan entre ellos: jociar (merodear), modofoki (mother fucker, hijo de puta), tumbe (entrega o recibo de droga), swin (swing, movimiento cadencioso del cuerpo), filling (feeling, sentimiento), muchas de las cuales son derivaciones del inglés que trajeron los dominicanyork de Estados Unidos.
“A partir de aquella noche, Kiko y sus amigos durmieron debajo de puentes, en solares yermos y casas abandonadas; compartieron lechos de cartón junto a los haitianos que laboraban en las construcciones; fueron aperreados de parques públicos y portales privados; sufrieron las inclemencias de un clima loco, que un día traía un sol que quemaba las cabezas y al otro, aguaceros que inundaban la ciudad; defecaban en cualquier patio desierto, o se colaban en el baño de algún restaurante o tienda. Para higienizarse buscaban galones de agua y luego iban a alguna cueva en los arrecifes del malecón, se bañaban, lavaban algunas piezas, las ponían a secar y luego retomaban su duro deambular por Ciudad Nueva, Gazcue, San Carlos, Villa Francisca… Así nació entre ellos una hermandad y, con ella, una pandilla que en principio parecía una más, un grupo de desamparados de Capotillo que se unían con el fin de cometer pequeñas bellaquerías para subsistir. Parecía no ser más que el proceso de construcción de un espacio de solidaridad en un mundo insolidario —dijo Soto Soto—, una cofradía para convertir sus desventuras, para hacerse fuertes en su desamparo” (PDC p. 43).
Con este lenguaje específico, que permea toda la obra y trasciende su exposición, Santos evidencia el mensaje: la violencia puede erradicarse, si erradicamos los motivos que la causan; los hombres pueden unirse para hacer el bien o el mal.
Nadie queda inmune después de leer Princesa de Capotillo.


NOTAS
(1) Luis Santos. Princesa de Capotillo. Santo Domingo. Editorial Norma S. A. La otra orilla, 2009.

No comments: