Saturday, September 11, 2010

01 Historias para un buen día


HISTORIAS PARA UN BUEN DIA

Contadas por
Manuel Salvador Gautier

Primera edición: 2003
Diagramación e impresión: Editora Búho
Santo Domingo, República Dominicana
ISBN: 99934 – 61 – 65 - 2

***

A mis padres
Flon y Maricusa

esta obra es un homenaje
a su inquebrantable amor
y a su inaceptable ausencia

***

CUANDO LA ROSA MUERE

Cuando la rosa muere
deja un hueco en el aire
que no lo llena nada:
ni el eco que sepulta
su desolado rostro
herido en otra arena;
ni la luz que va solo
en río transparente
hecho por serafines;
ni la sombra que es ala
de un pájaro de nieblas
nacido sobre el viento.
Cuando la rosa muere
deja un hueco en el aire
que no lo llena nadie;
sólo el llanto lo anega
con sus blancas estatuas
de sal petrificada,
con sus astros caídos
y sus nubes viajeras;
sólo el llanto lo anega
en estrellas pequeñas.
Cuando la rosa muere
deja un hueco en el aire,
una grieta sin fondo
donde la muerte enciende
sus lámparas oscuras.


de 12 SONETOS Y UNA CANCION A LA ROSA
(1945-1947)
de Franklin Mieses Burgos

***

HISTORIAS PARA UN BUEN DÍA



ÍNDICE


1. Un buen compañero
2. Un buen soldado
3. Un buen hijo
4. Un buen amigo
5. Un buen ciudadano
6. Un buen esposo
7. Un buen hermano


***

SÉPTIMA HISTORIA
UN BUEN HERMANO

Observa.
Cruza el parque con el paso gracioso de bailarina tambaleante que atrae al público. El “Aleluya” de Handel no es la música adecuada para esa caminata; pero ella lo tararea, lo silba, lo sopla formando un fotuto entre las manos. La gente la oye, cree que canta otra cosa, algo popular, un merengue o una salsa, y ríe, la sigue, aplaude. Es la payasa que acompaña al titiritero. Van a instalarse en la esquina frente a la Catedral, donde vienen los niños a ver su espectáculo. Juntaron talentos. Son tan disímiles; pero la vida los igualó.
Es una historia de recuerdos.

Fui al funeral de otra persona y me sorprendí al encontrar el nombre de la payasa en la tablilla que anunciaba los enterramientos de ese día. Conocía su verdadero nombre: Balina Balijkovic (“Vengo de la frontera con Yugoslavia”) El que aparecía en letras de molde era Irma Camargo (“Me encanta el nombre de Irma, me lo puso Dusán cuando yo le cambié el nombre a él”) Sonreí, recordando su acento al hablar.
Saludé a los amigos del velatorio al que fui, me quedé un rato, luego sentí deseos de cumplir con Irma y pasé por la capilla donde ella yacía.
No había coronas de flores recostadas sobre las paredes como en el otro velorio de donde yo venía; pero alguien había enviado varios ramilletes de rosas en distintas tonalidades, que se desbordaban en cascada desde el féretro hasta el suelo, ofreciendo un camino de pétalos abiertos para los pasos encantados que ella nunca dio en vida.
En los asientos del frente estaba agrupada la familia del titiritero. Al fondo, en la penumbra, un hombre de pie contemplaba las rosas. Parecía extranjero, con su pelo amarillo intenso de durazno recién cortado, liso y largo hasta los hombros. Debía ser Tristán, el hermano de Irma. Ella fue quien me habló de él. Consideré extraño que se presentara de pronto, a esta isla del Caribe tan distanciada de su país; sin embargo, la muerte puede más que la vida, y Bulgaria está a menos de veinticuatro horas por avión. No porfié más conmigo mismo. Me acerqué para darle el pésame. Entonces, según yo avanzaba con pasos quedos, mordidos por la alfombra, la figura del hombre cambió. Lo reconocí, finalmente. Era el titiritero, con una peluca rubia (“Ella quiso que me disfrazara de su hermano. ‘Deseo morir acompañada de mi familia, Sábalo, y de rosas, de cantidad y cantidad de rosas perfumadas’, me dijo”)
Pregunté si Yanko sabía que su madre había fallecido (le avisaron desde que se puso mala; pero no respondió; lo esperaban)

La ciudad es vieja, despellejándose al sol, como los visitantes que vienen en el verano y se recuestan semidesnudos en las sillas plegadizas sobre el entablado que bordea el lago. Tiene un conjunto de edificios multipisos, prefabricados, agigantados por el fastidio de calles iguales, y un castillo ruinoso en la cumbre del monte, clavado entre árboles altos como una calavera iluminada para un rito de perdición.
La casa de la familia de Balina queda en las afueras. Respiro la amplitud del espacio, después de las estrecheces entre muros de ladrillo y de los tropezones con baldosas sueltas. Miro la construcción. Es pequeña, mimada. Un techo inclinado de tejas se dobla en alero al tocar las paredes exteriores. Hay ventanitas de paneles, puertecitas giratorias, columnas cepilladas y maderos atravesados sobre tabiques ligeros. Dentro está el piano, el mismo donde la mamá de Balina tocaba para que ésta aprendiera los primeros pasos de ballet (“Uno, dos, tres; las manos así, los pies en las puntas”); pero la niña no se inclinó por esa disciplina. Un día tomó en sus manos el violín de Tristán, lo acomodó bajo el mentón, a pesar de lo difícil que se le hacía mantenerlo en posición, y pasó el arco sobre las cuerdas (“Bien, Balina, vamos a ver, colócate así y presiona suavemente”)
Tristán es quien ocupa la casita, ahora. Vive solo, nunca casó. Me espera. Traigo la carta que le dejó su hermana.

Balina no tardó mucho tiempo en irse de aquella ciudad. Allí no había futuro para los planes que la familia tenía para ella ni campo para las ambiciones que ella misma se forjó. El lugar indicado para hacer los estudios finales era la Universidad de Artes, en Moscú (“Estoy aprendiendo ruso, no me conformaré con lo mejor de aquí, Tristán; quiero lo mejor del mundo”); pero, antes, debía triunfar en el Conservatorio de Música de Sofía, ganar el premio a la discípula más destacada de su promoción. Magna Cum Laude. Tenía cinco años cuando su mamá decidió ponerla bajo la tutela de un maestro de violín. Ocho años después, con la aprobación del Partido, la acompañó a la Capital, a la casa donde hacía ya tiempo residía Tristán, estudiando su propia carrera musical. Era de unos parientes que aceptaron acogerla; pero no graciosamente. Había que pagar (cupones de comida, objetos cotidianos), y esto presionaba a la familia y, sobre todo, a Balina, que, de no demostrar condiciones musicales excepcionales rápidamente, debía volver a su ciudad natal. Dos músicos en la familia estaba bien, si era para honrarla, para destacarse en el mundo y dar a conocer la creatividad musical búlgara. Tristán había asombrado a todos con su pericia, Balina tenía que hacerlo también.
Tristán la cuidó. Le enseñó cómo debía manejarse para impresionar a sus profesores, practicaba con ella. Era un hermano cariñoso, que suplía ampliamente el afecto de los demás miembros de la familia que habían abandonado.

Tristán me habló de su hermana con ternura.
—Vi crecer a Balina de una niña larga y huesuda, con trenzas rubias y vestidos hasta los tobillos, a una mujer de formas atractivas, desenfadada y resuelta. Vivíamos cerca del conservatorio y en su primer año íbamos juntos todos los días con nuestros estuches a cuestas. Ella iniciaba los estudios y yo los terminaba. La gente en la calle nos miraba sorprendida. Parecíamos dos enamorados, ella aferrada a mi brazo, su cabeza inclinada hacia la mía, hablando, riendo; yo atento, el rostro complacido. En el conservatorio nos separábamos; cada uno se dirigía a sus clases y ejercicios del día; nos juntábamos a mediodía, en la cafetería. Allí compartíamos con los amigos. A veces el grupo llegaba a tener veinte personas o más: pianistas, violonchelistas, flautistas, percusionistas, en fin, una camerata para enloquecer al melómano más exigente. Reafirmábamos nuestras convicciones musicales. Abominábamos de Rimsky-Korsakov, preferíamos a Schönberg y a sus seguidores. Las grandes discusiones entre nosotros venían cuando teníamos acceso a las propuestas de György Ligeti con sus requerimientos matemáticos o a las de Iannis Xenakis y su música estocástica. Queríamos demostrar nuestro vanguardismo. Sin embargo, yo amaba a Bach y hubiera dado cualquier cosa por tocar en público los conciertos de violín de Mozart. Hoy día creo en los compositores de todas las épocas. Me enorgullezco en especial de nuestro Dusán Tzaba, tan desconocido y extraordinario.
En el conservatorio tocábamos en conjunto cuando podíamos. No muy frecuentemente, porque los estudios no lo permitían. A veces los profesores nos agrupaban; otras veces, nos agrupábamos nosotros mismos. Al final del año formábamos una orquesta para tocar en el acto anual de clausura (“Es un privilegio ser escogido, Tristán Balijkovic”), donde felicitaban a los Cum Laude y anunciaban las becas y los proyectos venideros de la institución. Balina fue incluida en la orquesta a partir de su tercer año en la carrera. Era una concesión excepcional, la alumna más joven en lograrlo. Sólo entró antes, en su segundo año, Dmitri Carpalov, el egresado genial que triunfó en toda Europa oriental, luego en París, Londres y Nueva York.
Terminé en el conservatorio y pasé a la universidad. No era tan ambicioso como Balina, y me conformé con la nuestra, por demás, excelente. Fui Magna Cum Laude, lo cual me abrió inmediatamente las puertas a varias ofertas. Me incorporé a un cuarteto de cuerdas famoso, que había perdido a su segundo violín. Balina compartía mis triunfos y yo los de ella; pero ya no nos veíamos tan a menudo durante el día, y en las noches, yo salía sin ella. Tenía veinte años. Quería estar por mi cuenta, enamorar mujeres, satisfacer mi cuerpo además de mi espíritu. Balina aceptó la situación. Ella era aún una adolescente, yo un hombre hecho y derecho.

El Valle de las Rosas, a la sombra de los picachos del Sredna Gora, se despierta en mayo alucinado de colores y aromas (“No lo puedes imaginar, Federico, cientos de kilómetros con sembradíos de rosas que se pierden de vista en variaciones del rojo púrpura al blanco más puro”) Los pobladitos de Karlovo y Kazanluk organizan sus festivales, primero con los intercambios de “martenitsas”, las figuritas hechas de hilos blancos y rojos que simbolizan el despertar de la primavera, y luego con los carnavales, verdaderos despliegues tradicionales con procesiones y sesiones de bailes de música folclórica, donde los nativos muestran su temperamento alegre.
Balina tenía ya dieciocho años y no había amado nunca, según creía (había disfrutado de su primer amante; pero no de su primer amor, decía); sólo la apasionaba la música. Fue en grupo a Karlovo. Tenía la asignación de uno de sus profesores de recoger lo que le pareciera mejor de la música local y, si era posible, descubrir algún talento para incluir una de sus composiciones (“aunque fuera folclórica”), en el concierto anual de clausura. El nacionalismo se escurría sigilosamente por todas las vertientes culturales, sobre todo después de la igualación que se impuso en 1949, cuando su país escogió el comunismo como doctrina universal.
La casa donde la condujeron tenía cientos de años. Un poco desvencijada. No la cuidaban, como su familia hacía con la suya, pintándola año tras año, sustituyendo maderos podridos o rajados. Esto no era indicación de nada; si acaso, de que sus moradores daban más importancia a otra cosa. Balina entró a una habitación pintoresca, con alfombras coloridas, tapices colgantes, muebles antiguos, sillones-camas adosados a las paredes y un telar original, quizás, del siglo XII, o su imitación.
Una anciana vino a su encuentro, sonreía.
—¿Busca a Lyuben Skobelev?
Belina hizo la genuflexión que se requería como saludo y asintió con la cabeza.
—¿Al viejo o al joven?
—¿Cuál es el compositor?
—Los dos lo son. Lyuben, el viejo, compone para su gaita, y Lyuben, el joven, para su ocarina.
Música folclórica, por supuesto. Era del viejo que le habían hablado, pero Balina sintió curiosidad por conocer al joven y lo requirió.
La anciana sonrió ampliamente.
—Lo traeré.
Volvió acompañada de un hombre de unos treinta años, de mirada afable, el pelo revuelto en flecos, la barba larga, negra, y las manos grandes. Balina no lo imaginó tocando la dulce ocarina con esas extremidades torpes y desarticuladas, tampoco ningún otro instrumento.
—Dusán la llevará donde está mi hijo Lyuben —dijo, señalando el lugar por una ventana.
No era lejos.
—Puedo ir sola —dijo Balina, sacando a relucir su temperamento resuelto.
—Me gustaría hablarle, señorita —dijo Dusán.
Lo hicieron camino al establo donde Lyuben estaba reunido con un grupo de muchachos y muchachas de su misma edad, practicando uno de los bailes típicos que presentarían en la competencia de esa noche.
Lyuben era hermoso, como Balina lo imaginó. Tenía manos grandes, también (“Los hombres aquí cortan leña, doman potros”), pelo negro brilloso, pecho amplio con pulmones para recoger todo el aire necesario y expulsarlo luego convertido en notas musicales. Tocaba la ocarina como el dios Pan su flauta, con frescura de manantial; pero lo que Dusán Tzaba le dijo la atrajo más en ese momento.
—Necesito que me ayude a conseguir el permiso del Partido para viajar a Sofía. Si me solicitan de allá puedo presentar mis composiciones al maestro Bratya Minchev (“Un viejo tonto. Si se trataba de música contemporánea era mejor buscar al maestro Kalishkin; no sé porqué asocié inmediatamente la música de Dusán con una que yo pudiera ejecutar”)
—¿Para cuáles instrumentos compone? —preguntó Balina, interesándose enseguida.
—Tengo un concierto para flauta. Lyuben lo puede tocar para que lo oiga.
—¿Algo para violín?
—Varias piezas, entre ellas dos conciertos.
Había también cantatas, rapsodias y más. Balina comenzó a sospechar que algo andaba mal. ¿Cómo un compositor de la copiosidad de Dusán había pasado desapercibido hasta ese momento? No debía ser muy bueno, o al contrario, lo era; pero como autodidacta nadie le hacía caso. Balina decidió dedicarle todo el tiempo que tenía disponible.
Lyuben era un encanto. Aceptó tocar sin acompañamiento el concierto de Dusán; sin embargo, comenzó sonando su ocarina, para que ella oyera sus composiciones, breves y deliciosas, tirando un poco a lo popular. Lyuben envolvía con sus labios y dedos el instrumento y miraba a Dusán. Balina no entendía la expresión de sus ojos. Era muy peculiar, como si aquel muchacho maravilloso estuviera rindiéndole tributo al hombre tosco a su lado y, al mismo tiempo, se excusara con él.

La música de Dusán Tzaba no era para estudiantes del conservatorio. Necesitaba instrumentistas más adiestrados, más capaces. Tan pronto Balina la leyó, se dio cuenta. El hombre era un prodigio. Tendría que hablar con Tristán, dársela a conocer de alguna manera. Pidió al compositor que le permitiera copiar una serenata para dos violines; estaba dispuesta a tocarla a dúo con su hermano.
Dusán la abrazó y la besó mil veces en ambas mejillas.
—¿Le gusta mi música? Tome, tome toda la que quiera —y le ofreció un montón de papeles rayados con notas musicales, algunas en pentagramas improvisados.
Lyuben movió su cuerpo de atleta joven, para que ella lo notara. Debía sentirse lastimado por la poca atención que ella le ponía.
—Dusán conoce su música de memoria. La escribirá de nuevo. Quizás le cambie una nota aquí y otra allá —dijo, sonriendo.
No había problema con la propiedad intelectual. Los compositores de Karlovo confiaban en Balina.

En el verano siguiente, durante el Festival de Música y Arte Escénico en el teatro antiguo al aire libre, la Orquesta Filarmónica y el Coro de Plovdiv presentaron la “Cantata para Dos Caminos”, una pieza increíble, donde Dusán había mezclado aires folclóricos con música orquestal y usado voces a capella o acompañadas de instrumentos locales, tales como las gaitas, las concertinas, los rabeles, las “tamburas” y demás, en una combinación que asombraba. Ya eso se había hecho antes. Liszt, Chopin, Dvorak, la lista era larga. Sólo que esos genios habían creado dentro de los cánones musicales de su época, aceptando los principios metro-rítmicos de la Europa Occidental. Dusán los rompía, los destrozaba, produciendo cadencias asimétricas que se amalgamaban en una obra maestra.
La Cantata terminó y un silencio devastador siguió al último resoplido de las gaitas. Lo interrumpieron algunos aplausos dispersos de conocedores y críticos; pero el público no respondió. No entendía lo que pasaba. No lo aprobó. Quería sorprenderse con la interpretación de piezas conocidas, una overtura de Rossini, la última obra de Khatchaturian; no con aquello que lo confundía.
Raina Tzaba, la esposa de Dusán, hizo una predicción.
—Aceptarán la música de mi marido por sus connotaciones folclóricas, no como arte musical contemporáneo. La próxima vez la oiremos por un conjunto popular en uno de los festivales para celebrar la llegada de la primavera.
Balina no había luchado para eso.
—La tendrán que aceptar por lo que realmente es, no por lo que parece ser —dijo, anunciando su determinación a echar el pleito.
Tristán vino en su ayuda con una propuesta conciliadora.
—Formaremos una orquesta especial para tocarla. Sólo nosotros tendremos ese derecho, o quienes nosotros digamos.
Era una meta a largo plazo, distinta a la que Balina se había propuesto realizar. Ese año terminaba sus estudios en el conservatorio y ya había comenzado a hacer las diligencias para inscribirse en la Universidad de Arte de Moscú, reconocida mundialmente. Todo indicaba que acogerían su solicitud. Además, no era tan sencillo formar un conjunto sin la aprobación oficial; mucho menos, tener la exclusividad de un compositor. Los tildarían de antisociales, de enemigos del pueblo, de todas las acusaciones políticas imaginables. Hasta podían perseguirlos, y ella no estaba dispuesta a que esto ocurriera.

Tristán asumió un aire pensativo al hablar.
—Balina no quiso reconocer que se había equivocado. Debimos presentar a Dusán Tzaba como a un compositor de música occidental que se inspiraba en el folclor, un Grieg búlgaro; luego, una vez establecido, lanzarlo como lo que realmente es, un innovador del folclor tradicional, un genio en la composición de cadencias asimétricas y del ritmo 2 sobre 4. Desde un principio Dusán nos entregó piezas formidables en la primera tendencia, que habrían captado la imaginación de nuestros ciudadanos cultos. Ella nos convenció de lo contrario. Su testarudez se impuso. No que apareciera alguien con argumentos en su contra. Todos, en el conservatorio y en la universidad, aceptamos la genialidad de Dusán y decidimos darla a conocer a su pueblo y al mundo. Nadie presentó una estrategia decisiva de cómo hacerlo. Cuando Balina dijo: “Va la Cantata”, eso se hizo.
Al fracasar la presentación en Plovdiv, todo quedó en el aire. Nada se definió, por el momento; pero comenzaron a ocurrir cosas sin premeditación o, mejor dicho, con premeditación; pero sin un plan preciso. Yo escogí un concierto de violín de Dusán para mi examen final en la universidad, un riesgo calculado, pues tan pronto lo mostré al maestro Todorov (su intervención fue decisiva para que incluyeran a Dusán en el festival de Plovdiv), éste quedó maravillado. Faltaba que ocurriera lo mismo con los otros miembros del jurado. La pieza era tan difícil que me obligó a hacer un entrenamiento especial para agilizar aún más los dedos y vencer las tremendas dificultades que presentaba. Fue un éxito rotundo. Una amiga querida, Teodosia Kunev, escogió un concierto de piano, con iguales resultados. Balina quiso hacer lo mismo en el conservatorio, pero no se lo permitieron. Allí reconocían el talento de Dusán; sin embargo, consideraban prematuro la adopción de su música. El maestro Kalishkin, además, quería que ella preparara algo contundente para presentar en Moscú, y un concierto de Dusán Tzaba, un desconocido, no causaría igual impacto que uno de Mily Balakirev, que se había destacado, igualmente, por su rompimiento con los cánones occidentales. El maestro Kalishkin le propuso el más inverosímil del repertorio del artista, para justificar su decisión.
Estábamos en eso, completando proyectos iniciados, definiendo nuestro futuro de una vez por todas. La Universidad de Arte de Moscú aprobó la solicitud de Balina, para gran regocijo de sus familiares y amigos y, en especial, de ella. El día que lo supimos decidimos celebrarlo en grande. Invité a Teodosia a que me acompañara; teníamos una relación tempestuosa; Balina me había aconsejado dejarla; pero lo imposibilitaban intimidades desconocidas por ella. Nos juntamos con Balina y su grupo en el “Krivo”, un salón tomado por los jóvenes para beber, cantar y bailar. Lyuben Skobelev se acercó a la mesa donde estábamos. Para Balina fue una sorpresa. No sabía que le habían permitido instalarse en Sofía, a tocar su ocarina en estos lugares. Balina lo invitó a que se sentara con nosotros, y éste lo hizo, colocando una silla a su lado. En ese mismo instante, me di cuenta que trataría de conquistarla. Fue su manera ágil y subyugadora de saludarla, meterse entre todos, acapararla. Sentí celos. Teodosia me dio un codazo. “Deja que tu hermana se divierta”. Era obvia mi preocupación.

Lyuben no fue el primer amante de Balina; pero si el más persistente. Trató de que ella se involucrara de lleno en el proyecto para tocar la música de Dusán, propuesto por Tristán; pero era muy tarde, Balina preparaba su traslado a Moscú. Para demostrar su solidaridad con el compositor aseguró que lo promovería desde allá.
Un día ella fue a hablar con Tristán.
—Lyuben me asedia. Quiere venir conmigo a Rusia o que yo me quede aquí con él —ninguna de las dos cosas era posible.
Balina no le había contado antes sobre sus relaciones con otros hombres y Tristán no entendía qué quería ella de él.
—¿Deseas que le diga algo?
—No lo conoces bien. No es lo que parece.
—A mí siempre me pareció un hijo de la gran puta —dijo Tristán, con voz ahogada.
Balina lo miró sorprendida, luego rió, y Tristán sintió alivio. El asunto no iba a ser tan complejo como pareció al principio.
—Deja que él te ayude a formar la orquesta para tocar la música de Dusán Tzaba, del resto me encargo yo —Balina parecía más segura que nunca.
Un tiempo después, en visita a Sofía con el marido, Raina Tzaba buscó a Tristán en el estudio donde ensayaba con los demás miembros del cuarteto de cuerdas.
—Tienes que ponerle atención a lo que ocurre entre tu hermana y Lyuben Skobelev. Dusán está muy preocupado. Conocemos bien a ese muchacho. Luce tranquilo, dueño de sí mismo; pero es un arrebatado.
Tristán emitió un suspiro inesperado. Había obviado pensar sobre ese problema después que Balina, con su usual determinación, decidió resolverlo. Notó, eso sí, que su hermana salía poco, mas no se le ocurrió que se ocultaba. Faltaban ya pocas semanas para el viaje de ella a Moscú. Su partida solucionaría todo.
Raina propuso que hablaran con el muchacho. Dusán los acompañaría. Lyuben respetaba al hombre mayor, siempre le había demostrado devoción. Unas palabras del maestro podían evitar el drama que ella vislumbraba.
—No —dijo Tristán—, esto sólo concierne a los Balijkovic.

Lyuben lo recibió con la sonrisa encantadora que había conquistado a Balina y que Tristán odiaba. Tuvo deseos de borrársela con un manotazo en la cara; pero había venido a evitar situaciones problemáticas. El muchacho lo oyó, dijo que las preocupaciones de Raina eran exageradas, que él amaba a Balina y no quería perderla, eso era todo.
—No la volveré a ver más si se va.
—Acepta que se va —dijo Tristán, con suavidad, dispuesto a cambiar de tono si el otro no obtemperaba.
Lyuben bajó la cabeza, tomó su ocarina y tocó una música de indescriptible dulzura.
Tristán no lo interrumpió; oyó su mensaje doliente hasta el final.
—Si algo le ocurre a Balina tendrás que vértelas conmigo —amenazó, sabiendo perfectamente porqué Lyuben había tocado esa pieza fúnebre.
El muchacho volvió a poner el instrumento a los labios y le respondió con una burla musical, unos alaridos estridentes que sólo un experto podía sacar al pequeño tubo agujereado.
Tristán palideció, tomó la silla que tenía por delante, la alzó y se la estrelló en las espaldas al otro, que lanzó una nota alta y destemplada con la ocarina, la tiró a un lado y respondió con patadas y puñetazos.

Tristán la amaba. Balina lo vio en sus ojos dorados y tristes, mientras ella atendía los magullones que le propinó Lyuben. El descubrimiento la anonadó. No sabía si sentía lo mismo por él. No aceptaba quererlo así, no era propio entre hermanos, menos aún si se apellidaban Balijkovics y debían alcanzar la fama para compensar a su familia y a su país. Era evidente la necesidad de partir. Decidió adelantar el viaje a Moscú; pero no obtuvo el permiso para tomar el tren antes de la fecha fijada. La burocracia no conocía de pasiones ni de urgencias.
El doctor había recomendado a Tristán absoluto reposo, y ella lo atendía todos los días, postrado en su cama. Por suerte, la golpiza no afectó las manos de su hermano y, una vez recuperado, podría tocar como antes.
—De otra manera te odiaría a muerte —dijo a Lyuben, cuando éste la atajó en la calle y la obligó a un diálogo (se alegró de ver los moretones en el rostro hermoso de su amante, debía tenerlos en todo el cuerpo, pensó, desnudándolo con la mente)
—Nunca me odiarás, me amarás siempre.
—Estás muy seguro de ti mismo.
—Muy seguro.
—¿Qué más quieres? —dijo, para desembarazarse de él.
—Quiero que vengas conmigo.
Los peatones los miraban, dejaban un espacio alrededor de la pareja. Era evidente el enfrentamiento.
A pesar de su determinación de no aceptar imposiciones de nadie, Balina cedió. No estaba dispuesta a que un amante cualquiera la malograra por un arranque de cólera. Además, ella le tenía afecto, casi compasión.
—Si me prometes comportarte; pero no ahora. Tengo que ir a la Comisaría, me entregarán el permiso de salida. Me voy el domingo, Lyuben. Acompáñame y después tomaremos algo en algún sitio y hablaremos. ¿Qué te parece en el “Krivo”? —apelaba a sus mejores sentimientos.
Lyuben no fue con ella. Temió que Balina lo denunciara ante la Policía por asalto, lo que no hizo el hermano, para evitar el escándalo público (la sanción mínima por ese tipo de comportamiento era que devolvieran a los dos hombres a sus poblados respectivos)
Días después el muchacho la acechó de nuevo, volvió a requerirle a ella que lo acompañara, y se repitió la misma escena enojosa con palabras distintas. Finalmente Balina aceptó ir con él a su pequeña habitación, a hacer el amor por última vez, a cambio de que la dejara tranquila al día siguiente, cuando partiría finalmente para Moscú. Lo vio sin ropa. Tenía una magulladura tremenda en las espaldas, donde Tristán le dio el sillazo. Le pasó suavemente la mano.
—¿Te duele?
—Sí, mucho. Tu hermano usa la silla como el violín, con mucha fuerza —dijo Lyuben.
Rieron, se distendieron. Él la gozó, disfrutando sus quejidos de placer, luego reposó, acariciándola. Estaba tranquilo, parecía que había aceptado la realidad. Entonces se alzó y la miró.
—No te irás, te quedarás aquí, Balina; aunque me abandones como la perra que eres —no dio tiempo a nada, la inmovilizó, le tomó la mano izquierda y se la fracturó, para que nunca más volviera a tocar un instrumento musical.
Fue una venganza que le costó la muerte en vida a los dos, a él, en la cárcel, y a ella, dondequiera que se movió en lo adelante.

El tratamiento para lograr el movimiento de los dedos fue dilatado y doloroso. Tristán se sentaba al lado de Balina, sin hablar, la mirada angustiada, sufriendo la pérdida tanto como ella misma. Le tomaba la mano herida, envuelta en gasas y algodones, con el cuidado que ponía al levantar su violín del estuche, le acariciaba las mejillas y le besaba la frente.
—Volverás a tocar, Balina. Eres terca, muchacha.
Balina sonreía. No era un problema de “desear”, sino de “poder”.
—Tócame el allegro molto appassionata del concierto de Mendelssohn, con donaire —le pedía, apartándolo. No quería tenerlo tan cerca.
Tristán buscaba el violín y la complacía.
Hablaron de la música de Dusán Tzaba.
—Tú administrarás la orquesta. Ya falta poco para que nos den el permiso para formarla —decía el hermano; pero Balina, en vez de regocijarse, se deprimía, y él cambiaba el tema rápidamente.
En el hospital garantizaron que con los ejercicios y las medicinas recetadas ella movería eventualmente cuatro dedos, excepto el meñique, que quedaría tieso y arqueado. Surgió una última esperanza. Había una clínica especializada en ortopedia y traumatología a orillas del Mar Negro. Era para militares; pero muy excepcionalmente, aceptaban casos civiles avalados por la alta jerarquía del Partido.
Tristán logró una entrevista con Stoyan Zhelyazkov, el ministro de Salud. Tenía recomendaciones favorables de Todorov, Kaleshkin, Minchev, toda la gente del conservatorio, de la universidad y de los conjuntos musicales y orquestales con los que estaba en contacto.

El doctor miró a Balina con interés, le tomó la mano para verla de cerca, y ella se estremeció. Era un hombre grande, arropado en una bata blanca que dejaba fuera su cabeza oscura de cabellos negros, ensortijados. Parecía un gitano, un hombre de otro mundo. De repente a ella le pareció que entraba a una concavidad insólita donde podía acurrucarse y descansar; fue un efecto singular, envolvente, uterino.
—¿No siente nada cuando la toco? —preguntó el doctor en ruso, dando ligeros golpes a su meñique torcido.
Lo que ella sentía tocada por la mano experta de él no era lo que él quería oír.
—No.
—¿Y ahora? —el hombre pasó su dedo a todo lo largo de su meñique.
Balina notó su uña perfecta, como un escudo, que resbalaba hasta la suya, pequeña y rosada.
—Tampoco.
El doctor tomó nota en una libreta.
Era el asistente de Mihail Velichkov, el ortopeda principal. Mientras duró el tratamiento que ordenó su superior, él vino a visitarla a menudo, la mayoría de las veces para darle masajes y medicinas, otras, sólo para saludar. Balina supo más de él. Se llamaba Jerónimo Camargo y era uno de los estudiantes latinoamericanos que viajaban con becas, vía Cuba, a estudiar a los países soviéticos y sus aliados.
—Llegué con la cabeza llena de consignas socialistas —dijo un día—; pero me dio demasiado trabajo aprender ruso (lo hablaba con un acento horrible) y mantenerme al día con mis compañeros de estudios.
—¿No cree ya en la revolución socialista? —preguntó ella. Era un diálogo de amigos, que demostraba la confianza a la que habían llegado.
—¡Al contrario! Ahora es cuando más creo en ella; pero ya no tengo que justificarla. Estoy metido en su vórtice. Aquí sólo pienso en mi profesión. Voy a ser el mejor ortopeda, “para servir a mis camaradas dondequiera que yo esté”.
Esto último era una de las consignas socialistas que él declaró olvidadas; mas Balina lo entendió. Esa consigna había sido de ella una vez. Lo miró, se sintió sola, asediada por su cercanía que la conmovía.
—Yo también quise ser la mejor violinista.
—En Moscú oí a Tcherensky tocar los conciertos de violín de Mozart.
Balina lo miró, sorprendida.
—¿Le gusta la música clásica?
—Chostakovitch es mi favorito.
Parecían afines.

El tratamiento siguió; pero ya no había necesidad de que Balina permaneciera en el hospital. Se mudó a la casa que le asignaron en el pobladito cercano, ocupada por una familia que atendía la fuente de aguas termales del lugar (“Le daremos tratamiento a su mano con estas aguas, ya verá”) Él le traía discos de música clásica que tomaba prestados a los amigos y los tocaba en el gramófono de la sala. A menudo iban a la taberna que quedaba al lado, a oír el conjunto musical que entretenía a los clientes, mientras tomaban aguardiente y vinos locales. Su director averiguó quién era ella y se le acercó una tarde. Era corpulento como Dusán Tzaba, y por un momento ella recreó aquellos días maravillosos de euforia y expectativas en Plovdiv. El hombre quería que ella capacitara al conjunto en el solfeo, en el manejo de los instrumentos.
“Con sus orientaciones aprenderemos mucho”.
Balina no podía negarse. La medida contribuiría a justificar la inversión que hacía el Estado en ella.
De tanto verla en la taberna, el dueño le ofreció trabajo como camarera. Él conocía perfectamente su situación y sabía que la ayudaba con eso... Así se inició la vida alterna de Balina.

—La semana que viene le daremos de alta —dijo el doctor Valichkov, mirando de reojo a su asistente—. El doctor Camargo le explicará lo que debe hacer en lo adelante.
No había recuperación total inmediata. Con el tiempo, haciendo ejercicios y dándose masajes (dos o tres años, quizás más) movería el dedo atrofiado lo suficiente para que la mano se le viera normal, quizás podría tocar el violín de nuevo; pero no lo garantizaban.
Fue esa noche, en la taberna, que Jerónimo le propuso matrimonio.
—Seré tu médico permanente. Lograré que tu dedo vuelva a ser ágil, como era una vez.
Balina sabía que la consolaba, que nunca más volvería a tocar un instrumento musical. Quería llorar. Puso su frente en el hombro de él y dejó que él le acariciara los cabellos. Esa noche durmieron juntos (“No quise entregarme antes, temiendo cometer una estupidez”)

Las bodas fueron en casa de los padres de Balina, en el pobladito aquel que ella creyó abandonar para siempre. Fue a mediados del verano, junto con varias parejas, y los novios siguieron la tradición de las fiestas paganas saltando por encima del fuego para librarse de los espíritus malvados y recibir mejor suerte de los dioses.
Disfrutaban estar disfrazados con los trajes de campesinos, él con camisa ancha, bordada, y pantalón suelto, y ella con una corona de hojas del bosque y falda de colores. Compenetrados como estaban, dieron un salto enorme sobre la fogata, que les ganó la competencia entre las parejas recién casadas.
Esa noche Jerónimo y Balina cambiaron sus nombres.
—En mi país tenemos un nombre oculto que sólo Dios conoce y otro público por el cual nos llaman, así los malos espíritus no nos reconocen cuando alguien nos echa un maleficio —dijo Jerónimo, riendo.
—Vamos a cambiar los nuestros —dijo ella, anunciando el proceso con el que pretendía olvidar su pasado.
—Yo te llamaré Irma —dijo él, pensando que era un juego.
—Y yo Dusán.
Durante el festejo Tristán lucía abatido, desencajado.
—Te perdí para siempre, Balina —le dijo, en un momento en que se juntaron sin gente alrededor que los molestara.
Balina lo besó en la frente.
—Mi presencia significa poco si no puedo ejecutar la música con mi violín, Tristán. Es mejor que me recuerdes como era.

Balina describió esos momentos con cierta amargura.
—Quería sustituir a mi Dusán Tzaba, musical y eterno, con un nuevo Dusán, práctico y eficiente, el hombre extraño que fue mi marido. Creía conocerlo, lo secundaba en sus ambiciones —ya yo había abandonado las mías—; pero de repente, en ocasiones, surgía un individuo intolerante, amenazador, que yo no comprendía ni me interesaba comprender. Creo que fue feliz conmigo en ese tiempo en que estuvimos juntos en las orillas del Mar Negro. Excepto en esas raras ocasiones de furor injustificado, mi marido me trató con afecto, preocupado por el cuidado a mi dedo, siempre asegurando que su mayor triunfo como médico sería volverlo a la normalidad. Al llegar la primavera nació el pequeño Jerónimo, de piel blanca como la mía y pelo negro, rizado como el de su padre. Lo llamamos Yanko, y era mi tesoro.
Tristán nos visitó; venía solo, no tenía compañera desde que dejó a Teodosia hacía ya mucho tiempo.
“Mira como mueve los dedos —señaló, jugando con Yanko—. Tiene la cadencia y la fuerza de los Balijkovic”.
Pero yo no acepté dejar que mis esperanzas renacieran ni siquiera apuntalando la posibilidad de criar a un hijo genial y entrenarlo musicalmente, hasta triunfar... El triunfo que yo ya nunca obtendría. Me había casado con mi nuevo Dusán para dejar todo eso atrás. Viviría en otro país, en otro mundo. Si mi hijo, eventualmente, se decidía por una profesión musical, entonces ya vería.

La burocracia volvió a funcionar en contra de Balina. Jerónimo Camargo completó su entrenamiento en Bulgaria y debía volver a su país, después de pasar por Moscú para recibir unas instrucciones especiales (“¿Políticas o profesionales? Nunca supe cuál iba a ser el verdadero papel de Dusán en la República Dominicana ni él se preocupó en aclararlo”) No había instrucciones de llevar a la esposa y la dejó en Sofía para pasar a buscarla un mes después, ya de regreso definitivo al Caribe. Esto no ocurrió. Al mes, en vez de su marido, Balina recibió una carta de éste desde La Habana informándole que tan pronto pudiera mandaría por su pequeña familia. Ella supo luego que se preparaba una expedición guerrillera en las montañas del país de él, para desalojar al gobierno corrompido que existía e imponer el socialismo. Dusán había recibido órdenes de incorporarse al movimiento revolucionario o él se incorporó voluntariamente, son de las cosas que nunca quedaron claras entre ellos.

Balina me confesó, entonces, su secreto.
—Ya me llamaba Irma; pero seguía siendo Balina. Me quedé en Sofía, esperando en cualquier momento el llamado de mi esposo Dusán. Vivía ahora en la casa de una familia sin hijos, en un apartamiento amplio donde Yanko hacía sus travesuras de pequeñuelo consentido por quienes lo rodeaban. Tristán venía todos los días a verme. Se sentaba a mi lado en el sofá donde yo jugaba con mi hijo; me abrazaba, juntaba su cabeza a la mía, me besaba en la sien, me hablaba de la orquesta que se había formado para tocar la música folklórica instrumentada, el medio musical que se logró para dar a conocer las sinfonías arrítmicas de Dusán Tzaba, me pasaba la mano por el pelo, “¡Hermanita querida!”, murmuraba. Yo le ponía a Yanko sobre las piernas y rompía su embeleso. Pero una noche en que los señores de la casa estaban fuera no resistí, me intoxiqué con su calor, me perdí. De repente estábamos en el suelo, arrancándonos las ropas, descubriendo la desnudez adulta de nuestros cuerpos. No voy a decir ahora que me arrepiento de lo hecho. Hacer el amor con Tristán fue la experiencia más hermosa de mi vida. Nunca antes sentida y jamás repetida. Supe que lo había amado siempre, que lo quería para mí, que podía liberar esa pasión porque ya no había otra que la suplantara. Me aterroricé. Amanecimos abrazados. Lo besé en la frente al despedirnos, como hacía siempre. Sentí sus ojos dorados que se rendían a mi ternura. Lo acompañé a la puerta. “No debemos vernos más”, le dije, y él supo inmediatamente que yo había tomado una decisión irrevocable.
Recibí una carta de Dusán explicando a medias su situación: la expedición guerrillera había fracasado, el coronel que la encabezaba fue fusilado, y el segundo grupo, en el cual estaba Dusán, nunca salió de Cuba; pronto me mandaría a buscar, repetía una vez más. Decidí esperar su llamado en casa de mis padres. Allí Yanko tendría patio donde correr, a sus abuelos para entretenerlo, mientras yo viviría ausente, tratando de sofocar la pasión por Tristán. A partir del momento en que me di cuenta que lo amaba, lo veía todo el tiempo, estando despierta o dormida; escuchaba su voz, su risa; rememoraba la manera en que tocaba el violín; veía en especial, el hueso protuberante de su muñeca moviéndose en la ejecución de un andante cantabile o de un pizzicato con una destreza muy de él.
No te he dicho cómo es mi hermano. Nadie lo confundiría con un obrero. Es de altura promedio, sutil, casi enclenque; aunque de musculatura firme. El pelo rubio oscuro le cae hasta los hombros y la barba rojiza la lleva recortada, alargando el óvalo de su cara. Tiene ojos dorados; pero eso ya lo sabes... Hablo así empujada por los recuerdos; en realidad, somos viejos ya, aunque lo disimulemos. Tristán debe haber encanecido, tendrá arrugas, sus dedos ya no serán tan ágiles. Quizás se haya jorobado un poco, como le ocurrió a papá. No sé de él desde hace mucho tiempo, Federico. Nunca le escribí... Lo haré; siempre insisto en que lo haré; pero no sé qué decirle.
Finalmente viajé a Santo Domingo con Yanko. Dusán me esperaba en el aeropuerto. Lo vi y desfallecí. No recordaba lo oscuro que era, lo grande. Había olvidado a todos los otros hombres en mi vida. Sólo sentía en mis brazos la esbeltez de Tristán, en mi piel la sofocación de su calor. ¿Te das cuenta?

Al poco tiempo de estar en Santo Domingo Irma entendió que Dusán no la amaba ya; su marido ni siquiera disimuló preocuparse por el tratamiento a su dedo, aún lisiado. Era un hombre frío, cada vez más inclinado a desatar su furia por cualquier cosa. El amor entre ellos era mecánico, sin bríos, de parte y parte. Sólo Yanko los unía... Y el partido. Irma se incorporó a las actividades de organización de los centros femeninos. Aprendió a hablar español con cierta fluidez; aunque nunca perdió un acento labial que agradaba a quien la oía. No volvió a acercarse a la música. Estaba en Santo Domingo como esposa de Dusán, con un futuro incierto, pues los comunistas tenían pocas posibilidades de conquistar el poder político y eran perseguidos dondequiera que se ubicaran, excepto en la universidad, donde Dusán daba cátedras, ganando muy poco.
Vivían de sobresaltos, en constantes desacuerdos. Sólo delante de Yanko, Dusán mostraba naturalidad, actuando como un padre. Un día Dusán le pidió a Irma que trabajara por dinero, para que contribuyera a mantener la casa. Se sentía asediado. Había conseguido empleo en el hospital de ortopedia y traumatología local; pero este segundo sueldo tampoco era gran cosa y los gastos aumentaban. Había que pagar la escuela de Yanko, los pagarés del carro, además de la comida, el alquiler de la casa y todo lo que cuesta y se paga en los países capitalistas.
“Puedes enseñar música en el conservatorio”.

Balina no cejó; rechazó su propuesta.
—Soy testaruda. No me importaban las restricciones de la vida que él me daba porque fue la que escogí. Decidí trabajar donde pudiera y comencé a averiguar; pero no hay ofertas serias para mujeres extranjeras con dificultad en una mano. Al final de una vida de estrecheces y disputas, Dusán y yo nos divorciamos, era imposible seguir así. Lo peor de eso fue que mi marido me quitó a Yanko. Demostró que yo era una inválida imposibilitada de mantener a mi hijo, y la ley lo favoreció. Estuve tentada de volver a mi casa; pero eso significaba abandonar a Yanko para siempre y encontrarme de nuevo con Tristán. Todavía me horrorizaba, deleitaba y confundía ese momento de flaqueza con él.

En lo adelante la situación de Irma se fue deteriorando hasta caer en la ignominia. El partido la ayudó a conseguir empleos de subsistencia en varias ocasiones; sin embargo, ella los perdía por falta de concentración. Trabajó como moza en la cafetería de un hotel turístico, y parecía que le iba bien; pero se enredó con un tipo que la llevó a los lupanares y los revolcaderos de la ciudad, donde Balina bebía ron barato y se confundía con las putas. Frecuentó estos lugares por un tiempo. Parecía no importarle rebajarse tanto. Aún así, sacaba fuerzas para salir con Yanko, que estaba en la edad de hacer preguntas y la asediaba con averiguaciones que ella no podía aclarar.
Por su parte, después de años dedicado a fomentar la doctrina comunista en su país, Dusán la abandonó y se concentró en ganar dinero. Entró a formar parte del elenco de una clínica exclusiva, consiguió la visa norteamericana y se fue a trabajar a los Estados Unidos de América, llevándose a Yanko y a su segunda esposa, una joven de familia acaudalada que conoció en una visita doméstica. Fue un golpe mortal para Irma, quien perdió lo único que le daba fuerzas para mantener su conciencia alerta. Poco a poco, se convirtió en una alcohólica, manipulada por los hombres con los que convivía.

El sol impacta igual la Catedral antigua, el pavimento reciente del parque y la estatua conmemorativa de hierro fundido. Tiene voracidad de llama. Calienta, arde, incendia. Sólo las sombras bajo los árboles de las esquinas mitiga su acción, y allí se refugian los guías turísticos, los clientes en las mesitas del café, los policías, los peatones casuales, los fruteros, los paleteros y los limpiabotas, cada uno en su lugar establecido. El titiritero tiene su rincón también. Todos saben que él viene los domingos para entretener a los niños de la zona. Al principio llegaba solo, montaba su teatro transportable y comenzaba su acto, luego lo acompañaba la payasa.

Sábalo me explicó su relación con Balina.
—La encontré una noche tirada en el hueco de una puerta abierta. Creí que estaba muerta; pero noté que sus manos temblaban ligeramente. Era el final de una borrachera. Sentí una gran pena por ella. Me acerqué y traté de despertarla. No lo logré. Entonces me quedé a su lado. Decidí ayudarla. Sabía que mi mujer me secundaría; María, mi compañera, es muy religiosa. La llevé a casa, luego le conseguimos una pieza cerca de nosotros. Pronto nos dimos cuenta de que era alcohólica y que no sería fácil curarla; pero lo intentamos. Irma contribuyó. Notamos que se quedaba muy quieta cada vez que Rafa, mi hijo mayor, tomaba su violín y tocaba las piezas que debía ensayar para el conservatorio. Somos una familia de artistas, sin muchos recursos económicos, conscientes tan sólo de que nuestra riqueza está en nuestra creatividad. Dedicamos todo lo que tenemos a desarrollar nuestros talentos. Yo soy teatrista, María canta en el coro de la iglesia adventista, Rafa estudia violín, Mario, la flauta, Raisa pinta.
Un día Irma me dijo que quería acompañarme en mi trabajo. Fue cuando entendimos que se restablecería. Inventamos el acto de la payasa, que se acercaba a la gente e invitaba a ver el espectáculo de títeres. Resultó muy bien. Irma es una mujer insistente, con su acento y sus maneras gentiles y graciosas.
Irma me sorprendió otro día en que Rafa ensayaba su violín. Me dijo: “Sábalo, tu hijo tiene mucho talento; pero lo están atrofiando”. Entonces se levantó del asiento y fue donde Rafa para indicarle cómo debía interpretar la música que tocaba. A partir de entonces, se convirtió en su asesora, su profesora, su mentora. Rafa es hoy una gran promesa como concertista gracias a Irma. Él consiguió ya la beca para estudiar en Estados Unidos y posiblemente después continúe en Europa. ¿Ves? Se me aguan los ojos. Irma me decía que es un problema genético, de manos y talentos.
“Tan pronto lo oí y vi sus manos, supe que lo lograría. Por eso me quedé con María y contigo. Quería que ocurriera el milagro, lo que nunca conseguí para mí, obtenerlo para él”, le expresó Irma a Sábalo.

Conocí a Irma en el concierto de graduación que dio Rafa en el conservatorio. Sábalo me invitó, somos primos; no nos vemos muy a menudo; pero él sabe que me gusta la música clásica (en realidad, él invitó al acto a toda la familia para que oyeran al hijo; yo fui el único que asistió) Irma lucía atenta, tan nerviosa como Rafa. Después del concierto salimos todos juntos a celebrar al malecón, con cerveza y pizza que compramos en el camino. Irma no tocó la bebida. Me acerqué más a Sábalo y a su familia, buscando relacionarme con ella. Me fascinaba su misterio. ¿Cómo una mujer tan preparada había quedado relegada a una vida parasitaria, sin pasado ni futuro? Hablamos mucho. Sentía que ella deseaba hacerlo. No quería ocultarse más tras la payasa. Salimos juntos en varias ocasiones, y llegamos a intimar; aunque no por demasiado tiempo.
Cuando a Irma le dio el primer derrame cerebral me localizaron; pero no quise involucrarme aún más con esta mujer extraña. Di a Sábalo el nombre del médico que debía procurar para que la atendiera y llamé a éste último para asegurarme de que la tratara bien. Los ataques siguieron con una frecuencia cada vez mayor, hasta que vino el masivo. Su muerte debió ser una liberación para ella.
Frente al féretro, pregunté a Sábalo porqué no me avisó del deceso de la payasa.
“Ella quiso que fuera sólo la familia”, me dijo, castigándome con la mirada.
Hacía unos días yo había recibido una circular de la Asociación Médica Dominicana invitando a sus miembros a un Congreso Internacional de Medicina, a celebrarse en Sofía, con un tema que me interesó; pero descarté el asunto como uno de los tantos ofrecimientos atractivos con que nos bombardea a diario el consumismo.
En el momento en que Sábalo me regañaba, recapacité y decidí asistir al Congreso y aprovechar para visitar algunos de los lugares que Irma nombraba en sus remembranzas, en especial, el Valle de las Rosas y Plovdiv. También para averiguar si la música de Dusán Tzaba se había impuesto en Bulgaria y en el resto de Europa, y traer copias de sus composiciones para violín —conciertos, cuartetos y demás— con el fin de que Rafa las tocara algún día.
Se lo mencioné a Sábalo.
“Hay algo más que tú puedes hacer por ella —dijo, y me pasó un papel doblado, frágil como una telaraña—. Es una carta. La escribió a Tristán cuando ya iba a morir”.
Lo tomé. Tuve el impulso de desdoblar el papel y averiguar el desenlace de una relación imposible; pero lo descarté; estaría escrito en búlgaro. Además, ¿por qué entrometerme?
—La pondré en un sobre y se la entregaré personalmente.

“Nunca pensé escribirte, no sabía qué decir; pero te encontré de nuevo en un muchacho oscuro que colocaba el arco sobre el violín igual que tú y tenía la misma protuberancia en la muñeca. Quise que lo supieras. Muero feliz, amado mío. Muero contigo y sin ti, con nuestros recuerdos y nuestros olvidos. Tu Balina”, imaginé su contenido.

Presenté la carta a Tristán, que la tomó y la metió en el bolsillo. Hablamos en inglés. Yo adivinaba más que entendía la sustancia del intercambio, pues el hermano de Irma sólo frasea ese idioma. Nos sentamos frente al piano y próximos al atril donde Irma ensayó una vez y Tristán aún lo hace. No medí el tiempo que pasamos juntos. Fue dilatado e intenso, como una incursión en el inconsciente. Salí del trance cuando alguien de la casa me brindó un té caliente. Lo bebí. Me levanté. Mi anfitrión me imitó. Llegamos a la puerta. Salimos. Tristán dio unos pasos hacia adelante, como si fuera a acompañarme al poblado; pero se detuvo. Hizo el gesto de sacar la carta del bolsillo, no lo completó.
Mientras yo me alejaba por la calle, giré el rostro varias veces para atrapar al hermano de Balina leyendo la carta; mas fue inútil. Tristán permanecía de pie, inmóvil, mirando hacia el castillo en la cima del monte cercano, inmerso en su contemplación.

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