Saturday, September 11, 2010

04 Cuentos bíblicos: ORFA

ORFA

Sagrada Biblia. Rut. Cap. 1. Vers. 3, 4, 5.
3. Y murió Elimélek, marido de Noemí, y quedó ella con sus dos hijos, 4. los cuales tomaron para sí mujeres moabitas; el nombre de una era Orfa, y el nombre de la otra, Rut; y habitaron allí unos diez años. 5. Y murieron también los dos, Mahlón y Kilyón, quedando así la mujer desamparada de sus dos hijos y de su marido.

Por Manuel Salvador Gautier

Las palabras de Noemí no sobrecogieron a Orfa, pues ella las esperaba. Orfa miró a Rut, a su lado, para descifrar su reacción. Las tres mujeres estaban sentadas frente al hogar de la pequeña casa del difunto Elimélek, donde se habían refugiado Orfa y Rut, después de la muerte de sus respectivos maridos. Acababan de comer las últimas migajas que quedaban en el almacén de la casa y las acechaba el hambre.
—He determinado volver a mis tierras de Judá, donde encontraré a parientes que me protegerán. Ustedes pueden acompañarme o regresar a sus casas, de donde salieron para casarse con mis hijos —manifestó Noemí a sus dos nueras, proponiendo una solución a las circunstancias negativas en que ellas tres se hallaban.
Eran las palabras de orden, las que Noemí estaba obligada a expresar.
A continuación, Noemí trazó el plan a ejecutar.
Para hacer el viaje de vuelta a su casa, Noemí iría a Siclag, el poblado más cercano, y vendería las prendas y objetos de valor que quedaban en la casa. Orfa y Rut podrían mantener los campos adquiridos por Elimélek en tierras moabitas, abandonados por falta de hombres en la familia (también por no haber medios para pagar la mano de obra que aparecía abundantemente en el lugar, debido al desempleo existente) Estos campos tenían un valor que les sería de provecho a las dos jóvenes viudas para que fueran recibidas con dignidad, de vuelta a sus respectivas familias; también para conseguir nuevos esposos, si venía el caso, aunque esto último sería más difícil, ya que Orfa y Rut, al escoger a extranjeros para casarse, habían desestimado el derecho de consanguinidad (o “levirato”) que obligaba a los parientes de sus esposos a rescatar los campos de Elimélek, a protegerlas para que no pasaran penurias, y a casarse con ellas para tener descendencia y mantener vivos los nombres de Kilyón y Mahlón. En el lugar no había parientes masculinos de Elimélek a quienes hacerles tales exigencias.
Las dos viudas jóvenes protestaron inmediatamente la decisión hecha por Noemí, y le aseguraron que era su deber permanecer al lado de ella, no importaba en cuáles circunstancias.
Era la respuesta obligada, la que ellas debían pronunciar.
Rut fue la más vehemente. Habló llorosa.
—Te acompañaremos, donde quiera que vayas, Noemí. No dejaremos que tomes sola los caminos peligrosos que llevan a Judá, y menos ahora, con la cantidad de bandidos y delincuentes que han surgido por la hambruna que hay.
Orfa lloró también, como debía. Protestó igualmente; pero en lo más íntimo de su ser sintió una cierta rebeldía. Ella casó con Kilyón por amor, a pesar de toda la oposición que le hizo la familia. Lo conoció en el camino al poblado de Siclag y quedó prendada de él. Ella era una niña de trece años, bien desarrollada, y él un mancebo alto, recio, de barba corta y mirada salvaje. Comenzaron saludándose cuando se encontraban casualmente, y terminaron hablando a la vera del pozo. Él le dijo que la había admirado desde la primera vez que la vio, y ella confesó ruborizada que había sentido lo mismo por él. Se tocaron las manos húmedas por el salpique de las cubetas de agua, para nunca más volver a separarlas. De la misma manera que Orfa enfrentó entonces a sus padres y a sus hermanos, podía acercarse a ellos ahora, y exigirles protección. Ella sabía que ellos la amaban y que no la abandonarían… y ella prefería quedarse entre ellos, estar entre los suyos.
Orfa había conversado con Rut la probabilidad de volver a las tierras de Judá, tierra de israelitas, para exigir matrimonio a los parientes de Elimélek. A Rut le pareció una solución adecuada a las necesidades de ellas dos. “Tendremos una nueva oportunidad”, dijo Rut, entusiasmada. Una nueva oportunidad para casarse con otro hombre que no amaba, pensó Orfa de Rut. Orfa sabía que Rut se emparejó con Mahlón porque fue la única opción que le quedó; ella había alcanzado la edad de dieciocho años sin estar comprometida, y esto significaba ostracismo e infelicidad para ella. Orfa no entendió nunca por qué le ocurrió esto a Rut; ella siempre fue una niña atractiva, simpática, trabajadora, el modelo de mujer deseado por cualquiera de los varones moabitas que se movían alrededor de su casa. Había un misterio que velaba las circunstancias por la cual los hombres que se decidieron a solicitarla fueron rechazados por sus padres y sus hermanos, hasta que apareció Mahlón, un extranjero. Fue un matrimonio rápido, sin los festejos tradicionales. No como el de Orfa. Ella exigió que se aplicaran, una a una, las costumbres moabitas establecidas: la petición del varón al padre y a los hermanos, con la rebatiña sobre la dote (que estaba acordada de antemano, pero que requería una discusión vociferante para demostrar que la hija era amada por sus parientes y deseada por su pretendiente); la primera visita del pretendiente a la casa de la desposada, con el ritual de las flores, cuyos pétalos el pretendiente esparcía por el aire, hasta llegar al lado de la desposada, cubierta por velos que la ocultaban de pies a cabeza, y solicitarle que fuera su esposa, mientras la despojaba del primer velo; la segunda visita del pretendiente, en la cual éste desparramaba por el suelo una jarra llena de vino, según caminaba hacia donde estaba la desposada, hasta dejar vacía la jarra, entonces él se acercaba a ella, le decía que en sus viñedos crecerían las uvas que producirían vinos en abundancia para llenar mil veces la jarra derramada, y le quitaba el segundo velo; así, hasta la última visita del pretendiente, en que éste, después de esparcir trigo a lo largo de su camino, le aseguraba a la desposada que habría siempre alimentos para su casa, luego se acercaba a ella y le arrancaba el último velo, el séptimo; entonces ella lo tomaba a él de la mano y daba los primeros pasos hacia la puerta de la casa de sus padres, quienes, momentáneamente, le impedían la salida; y, al final, la ceremonia del matrimonio, con las conmemoraciones previas dedicadas al dios Balec y a la diosa Alia, los ritos de los sacerdotes en el templo, los juegos, los bailes, la orgía al aire libre, alrededor del fuego, hasta que los desposados escapaban al bosque más cercano, y allí enterraban las figuritas de Balec y de Alia a la sombra de un árbol, se deseaban felicidad eterna y se besaban. El primer beso, el más tierno, el más hermoso. A continuación debía seguir la posesión de ella por él, la culminación de la espera. Mas hubo un último rito, exigido por Kilyón para atender a su dios Yahveh, a quien él adoraba y a quien no quería ofender en ese momento supremo de su vida en que escogía mujer. Para Orfa, fueron ceremonias que duraron un tiempo enorme, casi infinito, pues ella amaba a Kilyón y lo deseaba ardientemente; pero ella prefería cumplir con la tradición, para que su matrimonio fuera santificado y aprobado por todos los que se le habían opuesto.
Noemí quedó pensativa ante la negación de sus dos nueras de abandonarla. La decisión de éstas, en definitiva, no le era muy grata, pues la compañía de las dos moabitas en Judá, tierra de israelitas, podía contribuir a que sus parientes la rechazaran. Primó el interés propio.
—No hay razón para que me acompañen —insistió Noemí—. Ya yo no tengo más hijos que me esperan en Judá, para que las acojan a ustedes como esposas. Ustedes dirán que podría volverme a casar y tenerlos; pero, ya ustedes son mujeres de más de veinte años; ¿los esperarían ustedes hasta que estuviesen grandes? ¿Dejarían ustedes de casarse otra vez por amor a ellos? No, mis hijas. La mano de Yahveh ha salido en mi contra. Volveré a Judá, como una pordiosera, a pedir limosnas para seguir viviendo. Esto es lo que puedo ofrecerles si me acompañan.
Orfa aceptó el rechazo, aliviada. Buscó los pocos enseres que poseía y besó a su suegra para despedirse.
Rut, en cambio, permaneció al lado de ésta.
—Rut, haz como tu cuñada, que vuelve a su pueblo y a sus dioses, vete con ella; no insistas en venir conmigo —dijo Noemí.
Rut se negó.
—No me ruegues que te deje, Noemí —dijo—; donde tú vayas, yo iré; donde tú vivas, yo viviré; y donde tú mueras, yo moriré. No me importa cómo ocurra ni qué ocurra, y si Yahveh siga o no contrariado contigo.
Noemí la miró con dureza. Rut, en cambio, le sonrió.
—Bien. Así sea —aceptó Noemí, finalmente.
Y así fue. Orfa permaneció en el país de Moab, tierra de filisteos, y Rut partió con Noemí hacia Judá, tierra de israelitas, abandonando a sus familiares más cercanos y llevando su misterio con ella.
Orfa volvió donde sus padres, Joel y Diasta.
Su hermano mayor, Saldic, con el apoyo de sus otros hermanos, se hizo cargo de los labradíos de Elimélek, que, poco a poco, recuperaron su productividad. Eventualmente, Orfa ocupó la casita que Kilyón le construyó a la vera de uno de los campos de su padre. Vivía sola, visitada por sus hermanos y sus cuñadas, a veces, por sus progenitores. No aceptó a otro hombre, a pesar de que tuvo varias proposiciones, algunas muy tentadoras, como la de un señor rico del poblado, un viudo prestigioso, que se codeaba con los gobernantes del lugar y que habló con sus padres para que ella lo aceptara. Su único amor había sido Kilyón, y no se entregaría a otro hombre ni tendría hijos de otro. En nombre de Kilyón, adoraba al dios Yahveh, realizando las ceremonias caseras que había aprendido de él. Quería creer en el castigo a los malvados y en la remuneración a los justos, cuando, al final de los tiempos, se levantarían todos de la muerte para enfrentar un juicio que evaluaría a los buenos y los conduciría de nuevo al paraíso. Allá, volvería a encontrarse con Kilyón.
Hizo lo que toda buena nuera debe hacer. Averiguó dónde vivía Noemí en Judá, tierra de israelitas, y le envió parte de las ganancias que Saldic y sus otros hermanos obtuvieron en las cosechas de trigo que sembraron en los campos de Elimélek. El intermediario que llevó el mensaje con la letra de cambio le aseguró que la había entregado a la persona indicada, y Orfa esperó alguna constatación de recibo de parte de Noemí; pero, hasta el momento, no había tenido respuesta alguna.
Orfa estaba sentaba en el portal de su casa, contemplando cómo la brisa movía las espigas de trigo en los campos frente a ella. Notó, distraídamente, que un hombre se acercaba por el camino al poblado de Siclag y presumió que era su hermano Saldic, a quien ella esperaba en cualquier momento para tratar algunos aspectos de la cosecha, a punto de iniciarse. Recapacitó, sin embargo; había algo en la figura del hombre que no correspondía a la de su hermano. Era, más bien, la de un extraño.
El hombre se acercaba cada vez más, y Orfa comprobó su error. Era, efectivamente, un extraño, un hombre mayor que vestía a la usanza de los habitantes de Judá, tierra de israelitas.
Orfa sonrió. Debía ser el mensajero que Noemí le enviaba para arreglar cuentas. Su suegra, seguramente, querría constatar la cantidad que realmente le correspondía de las ganancias obtenidas, acuciada por la codicia; pero a ella la posible inquisición no la inquietaba. Ella había sido justa en la división, repartiendo las ganancias equitativamente entre tres, la parte de Noemí, la de Rut y la de ella.
El hombre llegó hasta donde estaba Orfa.
—Yahveh esté contigo —dijo, cruzando sus manos por delante para demostrar respeto—. Me han dicho que aquí vive Orfa, la viuda de Kilyón, hijo de Elimélek, hijo de Creal.
Orfa se levantó de su asiento, para hacer la reverencia que le correspondía como mujer.
—Yahveh esté contigo —respondió, haciendo énfasis en el saludo al dios único de Judá, tierra de israelitas—. Es como dices. Yo soy Orfa, esposa de Kilyón, hijo de Elimélek, hijo de Creal.
El hombre inclinó la cabeza.
—Yo soy Booz, hijo de Salmón, hijo de Naasón, yerno de Noemí y esposo de Rut. Vengo en nombre de mi suegra Noemí y de mi esposa Rut para hablar contigo.
Orfa sintió un estremecimiento que le recorrió la espina dorsal. La formalidad con la que se presentaba este señor no presagiaba nada bueno. Deseó que su hermano Saldic llegara pronto, para que, como hombre y pariente de ella, actuara de mediador en esta situación.
—¿Cómo están mi suegra Noemí y mi cuñada Rut? —preguntó Orfa, cumpliendo con los requisitos de cortesía.
—Están bien. Ellas te mandan esta prenda, para que la reconozcas y compruebes que hablo por ellas.
El señor sacó de entre sus vestidos un objeto envuelto en una tela blanca, bordada exquisitamente, y lo dirigió hacia Orfa.
—No sé por qué —dijo Orfa, rechazando el objeto—; pero me da la impresión que no necesito una prueba de parte de mis parientas, Noemí y Rut, para saber a lo que vienes.
El señor sonrió levemente.
—Rut me previno que tú actuarías así —dijo.
—¿Rut sigue igual de interesada? Tú debes ser un hombre muy rico, que puedes darte el lujo de abandonar tus campos al inicio de la cosecha y venir donde mí a reclamarme las tierras que mis hermanos han puesto a producir —Orfa expresó su sospecha inmediatamente, para no caer en un juego de buenos o malos entendidos.
El señor palideció.
—Si no fuera porque eres la viuda de mi hermano Kilyón, me sentiría ofendido.
—No hay otra razón para que mis parientas, Noemí y Rut, me enviaran un embajador de la calidad tuya. Estoy segura que no viniste para agradecerme que les mandara las porciones de las ganancias que les corresponden, obtenidas en el cultivo de las tierras de Elimélek.
Orfa sintió un ruido detrás de la casa y supo que Saldic había llegado. Lo agradeció a Yahveh.
—Mi hermano mayor, Saldic, está aquí. Quizás convenga que hables el asunto con él.
El señor frente a ella consintió con la mirada.
Callaron.
Saldic llegó al portal dando la vuelta a la casa y se sorprendió de encontrar a Orfa acompañada de un extraño, con pinta, además, de extranjero. Orfa explicó quién era el señor, pidió a Saldic que hablara por ella, y los dejó para que se enfrascaran en las explicaciones (o exigencias) que traía el mensajero de Noemí y Rut.
Orfa se colocó bajo la sombra de un árbol cercano. Ya era cuestión de esperar. Por el corto intercambio que tuvo con Booz, ella estaba convencida que el esposo de Rut había venido a reclamar los campos de Elimélek en Moab, tierra de filisteos. Era mejor ganar tiempo, dejar que su hermano Saldic oyera los argumentos que traía el hombre, luego discutirlos con Joel, su padre, y con sus otros hermanos. Debía haber alguna manera viable que le permitiera retener esos campos a punto de entregar sus frutos.
Orfa abandonó estos pensamientos sombríos y se ensimismó en los recuerdos gratos que le proporcionaba la sombra del árbol donde se encontraba. Bajo una sombra similar recibió el primer beso de Kilyón; sintió la mano ruda de él, desarreglando sus vestidos y acariciando su piel, y descubrió la diferencia entre el sexo y el amor.
Mientras Orfa esperaba, el tiempo cambió. El cielo se nubló y la brisa se intensificó, presagiando un temporal, con lluvias, truenos y centellas.
Saldic buscó a Orfa bajo el árbol y le explicó lo que Booz, el marido de Rut, venía a proponer. Había estado un buen rato con éste y tenía mucho qué decir.
—Él te reclama como segunda esposa, por tú ser la viuda de Kilyón, hijo de Elimélek, hijo de Creal, y él ser el pariente más cercano. Él dice que como esposo de Rut, él podría exigir la entrega de los campos de Elimélek, porque Kilyón murió primero y Mahlón lo heredó. Aunque la herencia no se legalizó ante los ancianos, para fines de la ley, es como si hubiese ocurrido. Al casarse con Rut, Booz adquirió los derechos a todas las propiedades de Elimélek y de sus hijos. Booz prefiere obtener los campos con tu consentimiento casándose contigo, como corresponde que ustedes dos hagan, por la ley del “levirato”. Será una ceremonia sencilla, y luego él partirá, dejando ajustadas las cuentas para que las ganancias que se produzcan aquí sean repartidas equitativamente entre los de aquí y los de allá.
Orfa estuvo al punto de protestar esta aserción. Más equitativo de como ella lo había manejado, no podía hacerlo nadie; sin embargo, en vez de discutir el punto, le interesó más aclarar algo que Saldic acababa de decir.
—¿Él partirá enseguida? —preguntó.
—Así dijo.
—¿Me dejará aquí, sin hacer reclamo de mi cuerpo?
—No dijo eso, no. Al menos, yo no lo entendí así.
—¿Qué tú piensas, Saldic?
—Creo que sólo matándolo podríamos liberarte de esta situación.
Orfa rió.
—¿Sólo matándolo?
Saldic rió también.
—¿Tú sabes cómo Rut consiguió casarse con Booz? —dijo. Saldic no esperó la respuesta de Orfa y siguió con su historia—: Ella fue a recoger cebada a los campos de Booz, para conocerlo y acercarse a él; luego se le metió en la cama y le exigió matrimonio, reclamando la ley de “levirato”.
Orfa no podía esperar otra cosa de Rut.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
—Booz me lo acaba de decir. Contado de otra manera, por supuesto.
Saldic hablaba riendo, tomando a broma todo el asunto.
Orfa decidió conversar directamente con Booz.
Él la aguardaba.
—Mi hermano Saldic me dice que quieres imponerme la ley de “levirato” con un matrimonio forzado.
—Lo propongo de acuerdo a la ley —dijo Booz.
El hombre lucía paciente, dispuesto a un largo diálogo con ella.
—Una ley que se aplica para desvalijar viudas y abultar las rentas de gente codiciosa.
Booz no se inmutó.
—Yo podría echarte de estos campos de Elimélek, a ti y a tus hermanos —dijo—, y pagar a un administrador para ponerlos a producir. Pero yo prefiero que se aplique el “levirato”. Casarme contigo, para que tú tengas un hijo que me herede, y para que un descendiente del linaje de Kilyón sea quien trabaje estos campos cuando tú y yo hayamos desaparecido. Piensa, Orfa. Piensa en el futuro, no en el presente.
Orfa no esperaba este argumento. Pensó en Kilyón: ¿Qué cosa aprobaría él en estas circunstancias? Pensó en un hombre en su cama, distinto a Kilyón, un hombre que era y que no era Kilyón. ¿Cómo se sentiría ella?
—Dame tiempo para hacerte mi propuesta —dijo.
—Tienes hasta mañana. Mientras tanto, dame protección del temporal que viene —dijo Booz, sonriendo, y Orfa supo enseguida que él aceptaría lo que ella le exigiera. Acababa de ver en los ojos de Booz el mismo brillo salvaje que ella vio en los ojos de Kilyón la primera vez que hablaron, a la vera del pozo, y la misma sonrisa conmovedora. No podía negar que eran parientes.
Esta vez el matrimonio de Orfa se hizo de manera casi clandestina, de acuerdo a los ritos de Judá, tierra de israelitas, y bajo la protección de Yahveh, el dios único. Las exigencias de Orfa a Booz fueron muy sencillas: Ella y Booz pasarían una sola noche juntos, para consumar el matrimonio. Si como resultado de esa unión, ella salía encinta y daba a luz un varón, sería porque Yahveh así lo comandaba, y Booz debía hacer al recién nacido el heredero de los campos de Elimélek en Moab. De una u otra manera, los hermanos de ella seguirían administrando la producción de trigo, hasta que su hijo tuviera edad para hacerlo.
Orfa tuvo un hijo llamado Darcon, que tuvo un hijo llamado Belaam, que tuvo un hijo llamado Sarmec, que fue quien recibió a David, futuro rey de Judá, tierra de israelitas, y a sus mujeres, cuando éste se refugió en Moab, tierra de filisteos, huyendo de la furia del rey Saúl, y Aquis, hijo del rey Maoc, le asignó la aldea de Siclag, para que permaneciera allí el tiempo que le fuera conveniente, con sus hombres y su comitiva.
David era biznieto de Booz, Sarmec también, uno por la descendencia de Rut y el otro por la de Orfa. Antes de decidir definitivamente refugiarse en las tierras de los filisteos, David le solicitó a Sarmec que fuera su embajador ante el rey Maoc y su hijo Aquis, para que les ofreciera los servicios de él y de sus hombres. Las dos ramas de las descendencia de Booz se mantenían en contacto. La descendencia de Orfa había multiplicado su riqueza, y Sarmec era un hombre respetado en los alrededores de la aldea de Siclag. El linaje de Elimélek mantuvo su vigencia, con lazos de confraternidad entre todos sus miembros, en la distancia y en la cercanía, en los buenos tiempos y en los malos, por el engrandecimiento de Israel y la gloria de Yahveh.

Sagrada Biblia. I Samuel. Cap. 27. Párr. 1, 2, 3, 4, 5 y 6.
27.“Dijo luego David en su corazón: Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl; nada, por tanto, me será mejor que fugarme a la tierra de lo s filisteos, para que Saúl no se ocupe de mí, y no me ande buscando más por todo el territorio de Israel; y así escaparé de su mano. 2. Se levantó ,pues, David, y con los seiscientos hombres que tenía consigo se pasó a Aquis hijo de Maoc, rey de Gat. 3. Y moró David con Aquis en Gat, él y sus hombres, cada uno con su familia; David con sus dos mujeres, Ahinoam jezrealita y Abigail la que fue mujer de Nabal el de Carmel. 4. Y vino a Saúl la nueva de que David había huido a Gat, y no lo buscó más. 5. Y David dijo a Aquis: Si he hallado gracia ante tus ojos, séame dado lugar en alguna de las aldeas para que habite allí; pues ¿por qué ha de morar tu siervo contigo en la ciudad real? 6. Y Aquis le dio aquel día a Siclag, por lo cual Siclag vino a ser de los reyes de Judá hasta hoy”.


Hato Mayor del Rey, Ateneo Insular, Enero 2005

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