Saturday, September 11, 2010

03 Cuentos bíblicos: GOLIAT


GOLIAT

Sagrada Biblia. I Samuel. Cap. 17. Vers. 4, 5, 6, 7 y 8.
4. Salió entonces del campo de los filisteos un paladín, el cual se llamaba Goliat, de Gat, y tenía de altura seis codos y un palmo.

Por Manuel Salvador Gautier

Goliat de Gat contemplaba el cielo. Un gran cúmulo de nubes ocultaba el sol en su zenit e impedía que sus rayos se esparcieran sobre la tierra. Goliat deseaba disfrutar de su luz; sentirse tocado por éste, iluminado de pies a cabeza; saber que el casco de bronce refulgía en su testa, la coraza de oro y bronce fulguraba sobre su pecho y las grebas de bronce relumbraban sobre sus piernas. No deseaba presentarse a la Casa del Dios Dagón en un estado de absoluto abandono, como un despojo insignificante dejado en medio del campo de batalla.
La noche anterior Goliat recibió la orden de lanzar de nuevo el reto que hizo cuando los escuadrones enemigos, filisteos e israelitas, se ubicaron frente a frente hacía más de cuarenta días. Había dicho en aquel momento:
—¿Para qué colocar nuestros ejércitos en orden de batalla? Presentadme un paladín de entre ustedes que pueda enfrentarme. Si este héroe se atreviera a pelear conmigo y me venciera, nosotros seremos sus siervos; si ocurre lo contrario, ustedes serán nuestros siervos.
El enemigo no acogió el reto; prefirió la batalla cuerpo a cuerpo a la lucha entre dos titanes. No tenía un paladín de las proporciones descomunales de Goliat para oponerle.
Las dos facciones en pugna ocupaban sendas lomas que dominaban el valle donde combatían. El enfrentamiento entre los ejércitos derivó en una serie de choques sin consecuencias y en un estancamiento bélico. En las escaramuzas de cualquier día los filisteos hacían retroceder a los israelitas y ocupaban la loma donde estos tenían su campamento; en las de otro día los israelitas empujaban a los filisteos hasta hacerlos volver a la loma que ocuparon originalmente. En el vientre del valle quedaban los combatientes muertos y los heridos, los restos de lanzas y los fragmentos de corazas. Venían entonces los períodos de calma horrenda, de expectativas siniestras. Algunos abandonaron el campo de batalla hastiados por la falta de resultados; otros lo hicieron agobiados por compromisos ineludibles en sus hogares. Quedaban siempre los más corajudos, los que habían nacido para la guerra, para imponerse en el cuerpo a cuerpo y traer al altar de sus dioses el botín de siervos, animales y bienes sustraídos al enemigo.
Tras un tiempo, los antagonistas comprendieron que había un equilibrio de fuerzas entre ambos y que la continuación de la contienda significaba propiciar la muerte hasta que no quedara uno sólo de ellos o hasta que uno de los bandos desistiera de la lucha y se entregara al enemigo, ya fuera por agotamiento o por desánimo. Pero ¿cuál de los dos lo haría?
Ese día Goliat cumplió con las órdenes recibidas. Descendió de nuevo hasta el medio del valle y usó sus manos como un fututo para que el enemigo lo escuchara. La pesadez de sus armaduras no le quitó el resuello. No importaba bajo qué condiciones estuviera, él era ágil y seguro.
—Hoy desafío a los siervos inútiles de Saúl en el campamento de Israel. Enviadme un paladín que pelee conmigo —repitió, consciente de que producía espanto entre sus enemigos por su contextura desproporcionada de gigante, su armadura deslumbrante que le cubría de pies a cabeza, su espada al cinto, y su lanza y su jabalina que empuñaba resueltamente.
Después de una larga espera, se oyó el sonido agudo de unas trompetas, y de las filas del enemigo salió la figura esmirriada de un muchacho, vestido con túnica blanca, sin casco ni coraza, que bajó lentamente la cuesta de la loma. Caminaba con cierta torpeza apoyándose en un callao. A cada tres pasos miraba hacia atrás, donde se encontraban sus compañeros, como si solicitara apoyo y orientación.
Los filisteos pensaron que los israelitas enviaba un embajador para tratar la rendición de su ejército, hasta que el muchacho se detuvo frente a Goliat y el viento les llevó a los oídos las palabras furiosas que pronunciaba.
—Tú vienes a mí con espada y lanza y jabalina; mas yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado.
Todos los filisteos quedaron sorprendidos.
—Jehová te entregará hoy en mi mano, y yo te venceré y te cortaré la cabeza y daré hoy los cuerpos de tus compañeros a las aves del cielo y a las bestias de la tierra, y toda la tierra sabrá que hay dios en Israel.
El muchacho apenas se movía; visto desde lejos parecía que oraba.
—Y sabrán todos los que me oyen y los que me oirán, que Jehová no salva con espada y con lanza, porque de Jehová es la batalla y él te entregará en mis manos.
Era la sólita cháchara de los israelitas sobre su dios. Goliat echó la cabeza hacia atrás y rió estrepitosamente. Gritó palabras hirientes burlándose del pequeño paladín que se había colocado frente a él. Amenazó con arrancarle la cabeza retorciéndosela con las manos.
—¿Soy yo perro para que vengas a mí con palos? Te maldigo veinte mil veces, a ti y a tu dios Jehová, por ser un escarnio en las tierras de Dagón, el Supremo, el Dios de las mil ciudades y de las mil praderas.
Entretenido en lanzar estas bravatas, Goliat no vio cuando el muchacho abandonó el callao en que se apoyaba, sacó de entre su túnica una honda y colocó una piedra filosa en el elástico. De haberlo notado, habría brincado a un lado con la agilidad que le caracterizaba y embestido y vencido al pequeño combatiente que lo enfrentaba, como ocurriera con tantos otros en lances semejantes. Esta vez la diosa Itza, protectora de los guerreros filisteos, no acompañó a Goliat, y él no pudo evitar que una piedra (¿o fueron varias?) lo alcanzara en el rostro, hiciera que perdiera el equilibrio y lo obligara a caer, para quedar estirado y agotado sobre el suelo, inmovilizado por el peso de sus armaduras y el dolor que le producían las heridas recibidas.
Goliat, el paladín de los filisteos, comprendió que yacía cuan largo era en espera de la muerte. Una mueca de tristeza afloró a sus labios porque los instantes pasaban y el sol seguía escondido, renuente a insuflarle el aliento que él requería para hacer la caminata honrosa de los guerreros, más allá del río Daar, por el sendero de los pasos inciertos, donde, por haber perdido su último torneo, él debía luchar de nuevo contra todos los combatientes que había vencido una vez, hasta alcanzar la cima donde moraba su Dios.
El desenlace esperado no tardó en ocurrir. El gigante notó sin inmutarse cuando el muchacho recogía la espada que él dejó caer al suelo, se acercaba blandiéndola con destreza, y cortaba el aire haciendo un arco amplio con el brazo para asestarle el tajo que le cercenaría la cabeza.
Goliat invocó a la Diosa Itza por última vez.
—Generosa Itza, diosa amada de la guerra y la victoria, soy Goliat de Gat, el filisteo, el vencedor de Insato, Belizaar y muchos guerreros más. Divina Itza, haz que yo luche de nuevo contra ellos en nobleza y dignidad.
Entonces un rayo de sol brilló en la hoja de la espada que se aproximaba inexorablemente a su cabeza, y Goliat supo que llegaría a la Casa del Dios Dagón purificado y animoso, envuelto en esplendores de oro y bronce.



Ateneo Insular, Puerto Plata, 2005

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