Tuesday, September 7, 2010

02 Pormenores del exilio



PORMENORES DEL EXILIO

SEGUNDA NOVELA
DE LA

TETRALOGIA
TIEMPO PARA HEROES

Por Manuel Salvador Gautier

Ganadora del Premio de Novela Manuel de Jesús Galván
de la Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Culto
1993

Primera Edición: junio de 1993
Impresión: Editora Taller
Santo Domingo
República Dominicana
1993

Mi agradecimiento a:

Virgilio Díaz Grullón
José Alcántara
Juan José Ayuso
Armando Almánzar
Orlando Haza
Leo Madera
José Enrique Delmonte
Jacqueline Mejía

"Para todos los convencidos, llegó el tiempo de compartir la pasión con el motivo, la acción con el propósito".
El Autor


— 1 —

El barco ya había estado en Venezuela, Trinidad y Curazao. Su próxima parada era San Juan de Puerto Rico, luego Nueva York. La gente se movía en grupos, de un lado al otro, paseando o tratando de entenderse con los camareros y los oficiales. Publio José y Guarionex buscaron a Lazarito, pero éste no estaba ni en el bar ni en el camarote, y Guarionex decidió ir a saludar a la mamá y a la hermana de Ventura. Con un oficial, averiguó que los viajantes de primera podían bajar a la cubierta de segunda con un pase, pero que los de segunda no podían subir a la cubierta de primera.
—¿Por qué no me acompañas, Publio José?
—No conozco esa gente.
—Son gente buena.
—No, ve tú, yo me quedo aquí en cubierta, en uno de estos sillones. A lo mejor pasa Lazarito y lo atrapo.
Publio José se sentó a leer uno de los libros que había traído.

Guarionex encontró el camarote de las Ventura con dificultad. Afuera, el viento y el mar distraían, pero adentro, el vaivén del barco se concentraba en el cuerpo y producía una especie de malestar en la boca del estómago. Tocó a la puerta. Abrió Lazarito.
—Pasa, pasa, Guarionex, te estábamos esperando. Le había dicho a doña América que venías tras de mí, y ya casi, Pucha y yo íbamos a salir a ver qué te había pasado.
Guarionex miró a su alrededor. El camarote era aún más pequeño que el de ellos, y era también para cuatro personas.
—¡Qué encerrado está esto! ¿Por qué no salimos a la cubierta? ¡Aquí uno siente hasta calor! (Comenzó a temer que le diera mareo si se quedaba).
—No nos atrevíamos —comentó Pucha—. Mamá piensa que es mejor estar aquí encerradas, a movernos entre gente que nosotras no conocemos.
—Bueno, pues ahora con nosotros eso se acabó —señaló Lazarito, saliendo al pasillo.
Se sentaron alrededor de una mesita en el estar de segunda. Doña América explicó que la idea de que ellas fueran a Nueva York había sido de José, su hijo.
—Él planeó todo; consiguió empleo en el Partido Dominicano, para que nos dieran pasaporte y visa, y después trabajaba como un desesperado, para poder juntar el dinero del pasaje y algunos ahorros para nosotras poder mantenernos los primeros meses. Él también viene... yo espero que pronto.
Había pesadumbre en su voz, como si no se creyera a sí misma.
—¿Cuáles son sus planes ahora, doña América? —preguntó Guarionex.
—Nosotras vamos a hospedarnos donde una amiga de Papá que vive en el Bronx —explicó Pucha—. Ella trabajó en una factoría para hacer ropas, y nos escribió que podíamos conseguir trabajo fácil ahí. Se llama Celeste Hernández. Mamá no la conoce, y está un poco nerviosa porque no sabe cómo es.
—Usted entiende, Guarionex —explicó doña América—, a la gente no le gusta tener extraños en su casa.
—Celeste vive ahí con su mamá y su esposo, que es puertorriqueño. Ella tiene en Nueva York como diez años. Mi marido siempre la mencionaba.
—Según José, Papá tuvo amores con ella, y la dejó por Mamá; aunque Mamá asegura que no es verdad, y que ella supo de doña Celeste después de casada. José fue quien le escribió.
—¡Y fíjate cómo se portó, ayudándonos! En la casa con ella viven dos pensionistas.
—¡Oh, pero entonces ustedes van a una pensión! —exclamó Guarionex, como si toda la situación cambiara con esto.
—No exactamente —explicó Pucha—, vamos a estar ahí, hasta que consigamos trabajo y un sitio definitivo. Creo que compartiremos el cuarto de la mamá de doña Celeste, o algo así.
La reunión se prolongó un rato más en ese mismo tono.
—Bueno, Lazarito, vamos caminando —dijo Guarionex cuando llegó el momento oportuno—; todavía tenemos que acabar de arreglar nuestro camarote, antes de la cena.
Lazarito obedeció. Había ido por curiosidad a conocer las parientas de Ventura, pero se encontró con un cuadro lleno de privaciones y de esfuerzos extraordinarios, que no lo entusiasmaba mucho. Pucha Ventura era lindísima; pero en el barco tenía que haber otras mujeres con menos problemas.
—Yo le prometí a Ventura que las vigilaría —explicó Guarionex a las mujeres—; así que pasaré a verlas todos los días, a estar un rato con ustedes. Es decir, si no me pasa algo.
Se puso la mano en la cabeza.
—¿Qué le ocurre, Guarionex? —preguntó doña América—. ¿Siente malestar?
—Todavía nada, pero tengo como un saborcito en la boca.
—Dicen que cuando pasemos esta noche el Canal de la Mona, va a ser el peor momento del viaje, que después es más tranquilo —aclaró Pucha.
—Tómese estas pildoritas contra el mareo —indicó doña América, sacando de la cartera un cartuchito de papel y desliándolo, para repartir con Guarionex su contenido.
—No, no, seguro que esas son para ustedes.
—Pero si usted se marea y no nos viene a ver, Guarionex, ¿con quién hablamos? —argumentó doña América, con una sinceridad y una lógica que Guarionex no pudo refutar.

— 2 —

Llegaron a Nueva York con bruma, que se despejó rápidamente, dando tiempo a ver el sol anaranjado de la mañana, atrapado entre los rascacielos. Desde temprano, Guarionex se colocó en cubierta para absorber los detalles del arribo. Se había acostumbrado al inmenso panorama de olas, mar afuera, pero ahora quería ver la tierra norteamericana, donde los habitantes hablaban inglés y eran herederos de un imperio que se había consolidado en los últimos cien años, para bien o para mal de la humanidad. ¿Cómo era sentirse dueño del mundo? Lo percibió de repente cuando la bruma se abrió por un momento y divisó un trecho de la costa de Nueva Jersey, congestionada de industrias pesadas, con extrañas edificaciones metálicas, chimeneas altísimas, y puentes modulados que iban de un edificio redondo a uno cuadrado. Entraron en la boca del río Hudson. La bruma no dejaba ver la isla con la Estatua de la Libertad, pero allí estaba. Poco a poco se acercaron lo suficiente para poder divisarla y admirarla, con su diadema de púas en la frente y su brazo en alto portando una antorcha sin luz. Publio José se le unió.
—¿Y Lazarito? —preguntó Guarionex.
—Ya se está levantando. No te apures, que todavía falta mucho de aquí a cuando atraquemos; le da tiempo a todo.
—Mira la Estatua de la Libertad, Publio José.
—Sí, vendremos un día a visitarla. ¿Sabes que uno se puede meter por dentro y encaramarse hasta la antorcha?
—Sí, pero debe de ser extraño estar metido en ese caparazón de hierro.
Durante la travesía, Publio José se mantuvo abstraído en la cubierta o en una de las mesitas del "lounge", leyendo libros y encuadernaciones que había traído con esos propósitos, y haciendo anotaciones en unas libretas numeradas. En otras ocasiones, se le veía en contemplación, con gafas oscuras, el rostro hacia el mar o hacia el techo, las manos cruzadas sobre el estómago. Durante esos días dejó de usar el uniforme militar, y andaba en pantalones cortos y "polo shirt". Sólo en una ocasión hizo un intento de flirteo con una holandesa, pero resultó que la muchacha ya se había enredado con un venezolano.
Dentro del estrecho espacio del camarote, los tres primos, más un puertorriqueño que se agregó en la escala de San Juan, terminaron tolerándose, aunque no necesariamente simpatizando unos con otros. Publio José no entendía cómo un muchacho tan serio como Guarionex podía mantener una amistad tan estrecha con un irresponsable como Lazarito, que decidió pasar los cinco días del viaje dándose una borrachera diaria. Como no le vendían bebidas en el bar, abrió la caja de ron destinada a los Fondeur y, con los quipes de Guarionex, se sentó bajo las estrellas, en el área descubierta de proa. Pronto tuvo compañía que no le faltó más.

La Estatua de la Libertad quedó atrás y apareció el puerto de Nueva York. Tenía muelles que se multiplicaban hasta perderse de vista, uno a continuación del otro. La ceremonia de chequeo de pasaportes y visas ya había pasado, y los camareros habían visitado los camarotes para verificar el número de baúles y maletas que había que descargar, poniéndoles el sello de la línea marítima a la que pertenecía el barco. Los pasajeros en su mayoría estaban en cubierta contemplando las maniobras de atraque.
Guarionex acordó con las Ventura que bajaría a segunda, para acompañarlas en el desembarco, y combinó con los primos que se encontrarían todos en el muelle abajo.
—¿Cómo estás, Guarionex? —preguntó doña América, sonreida, cuando lo vio entrar al camarote. Las dos mujeres lo estaban esperando listas para salir.
—Bien, doña América, ¿durmieron bien?
—Sí, gracias a Dios; vamos —ordenó la doña.
—Vamos —ratificó Guarionex, cargando algunos de los paquetes que las mujeres llevaban a mano, pensando ahora en Ventura, posiblemente resolviendo en ese mismo momento alguna orden del doctor Gerardo Villas, en su oficinita del Partido Dominicano en Santiago.
Después de pasar la aduana había un salón inmenso donde esperaban los familiares y amigos que habían venido a recibir a los pasajeros. Allí debía estar don Iván Fondeur, el tío de los muchachos, esperándolo con su familia. Publio José los conocía.
—¡Míralos! —señaló.
—Doña América, ¿cómo van a reconocerse usted y doña Celeste? —preguntó Guarionex.
—Con esta fotografía.
La señora le enseñó la foto de una mujer relativamente joven, con los moños recogidos en lo alto de la cabeza, y una mano saludando a la cámara.
—¿Esa es doña Celeste?
—Sí.
—¡Pero esa foto debe ser de 1940 por lo menos! —exclamó Guarionex, que le pareció reconocer la misma pose y arreglo que usaba su mamá, en los álbumes que guardaba de esa época.
Doña América se quedó perpleja, sospechando que Guarionex tenía razón, pero una señora se le apareció de repente delante.
—¡Tú eres América!
—¡Y tú Celeste!
Hubo apretones de manos, besos y abrazos. Los Fondeur presentaron sus tres hijas a los muchachos, y éstos presentaron a doña América, a Pucha, a doña Celeste y a don Feliciano Richardson, su marido. Se armó una habladera entre todos, hasta que prevaleció finalmente la voz de don Iván Fondeur, que organizó la recogida del equipaje de los muchachos, mientras don Feliciano hacía las mismas diligencias con el equipaje de las Ventura.
—No se olvide de nosotras, Guarionex —dijo doña América, dándole un abrazo maternal—. Gracias, hijo mío, por todo.
—Cuando le escriba a Ventura me lo saluda —contestó Guarionex con afecto—. Adiós, Pucha, que te vaya bien. Las llamaré, seguro.
Se separaron.
Mientras iban detrás del carrito mecánico que llevaba el equipaje al área donde estaban los taxis, don Iván se acercó a Guarionex. Le habló por lo bajo.
—Métete el pañuelo, que se te está saliendo del bolsillo. En esta ciudad hay que tener cuidado y no tentar a nadie, porque hay una serie de ladrones y asaltantes que, por nada, te dejan tendido en la acera.

— 3 —

Después de enviudar, Iván Fondeur casó con Amantina Peralta, la hija más pequeña de don José del Carmen Peralta, el gran filántropo dominicano. Amantina nació cuando ya su papá tenía nietos, y era ya una mujer madura perfilándose en solterona cuando Iván la enamoró. Procrearon, sin embargo, tres preciosas hijas: Yolanda, de pelo negro y ojos azules; Genoveva, de pelo castaño y ojos verdes; y Genarita, de pelo rubio y ojos melcocha. Había también un hijo del primer matrimonio de Iván, Iván Miguel, que casó en España y vivía allá.
El apartamiento de los Fondeur en Nueva York quedaba al oeste de Manhattan, cerca de Riverside Drive, en la calle 102 y en el decimosegundo de un edificio de quince pisos. Consistía en un dormitorio principal que ocupaban los padres, otro donde dormían las hijas, un baño, una cocina grande, y un salón arreglado como sala, estar y comedor. La familia comía la mayor parte del tiempo en la cocina y se quedaba allí un buen rato, mientras las mujeres lavaban los platos y compartían la cháchara de los acontecimientos del día. Don Iván trabajaba como asesor de asuntos latinoamericanos en una compañía de seguros que manejaba negocios en América del Sur, y las hijas tenían distintas ocupaciones. La menor estudiaba en la universidad, y las otras dos trabajaban. Doña Tinita hacía las veces de ama de casa a lo norteamericano, encargándose de los quehaceres domésticos diarios y compartiendo con las hijas el lavado de la ropa y la limpieza de la casa los fines de semana. Don Iván llegaba, se encerraba en su habitación, y se dedicaba a escribir un libro sobre la política norteamericana en Latinoamérica, en los últimos cincuenta años. Nadie lo molestaba. Para una familia que se había criado en la opulencia, la vida en Nueva York parecía llena de privaciones, pero doña Tinita no se quejaba, las hijas habían adoptado el modo de vida del país en que vivían, y don Iván invertía su tiempo a su gusto.
Don Iván no era ni exiliado ni trujillista. En una ocasión, por los años 20, siendo Embajador adscrito a la Cancillería, le solucionó varios problemas a Trujillo y se congració con él. Cuando el hombre llegó al poder, no se sintió amenazado. En efecto, lo mantuvieron en España como Cónsul de Barcelona; y, pasado un tiempo, lo nombraron Cónsul en Nueva Orleans en los Estados Unidos. Allí ocurrió un incidente con el pasaporte de un dominicano. La Cancillería aprobó su extensión, y don Iván lo selló y lo entregó. Más tarde, ese día, llegó una contraorden del Servicio de Inteligencia, pero ya no era posible cumplirla. Entonces el hombre del pasaporte apareció muerto en uno de los barrios de mala fama de Miami. La Policía determinó que se trataba de un asesinato político, y don Iván se sintió involucrado en la exterminación de un opositor del Gobierno de Trujillo. Esto, no lo aceptó. Aprovechó eventualmente su traslado a una embajada en América del Sur; presentó excusas al Gobierno, torpedeando así su carrera, y se instaló en Nueva York; pero don Iván era diplomático y mantuvo un equilibrio precario entre un enfrentamiento abierto contra la Dictadura y una apertura total con los grupos de exiliados en los Estados Unidos. Por su apartamiento pasaban amigos y enemigos de Trujillo, convirtiéndose en un lugar neutro de encuentro, que el Dictador toleró por razones conocidas sólo por él.
Desde hacía tiempo, Iván vivía insatisfecho, metido en un tren de vida de clase media. De su carrera sólo quedaban sus conocimientos, su experiencia, y una riqueza en prendas, vajillas, mantelería, cristalería y objetos de arte, algunos de mucho valor. Al principio de su autoexilio, Tinita y él mantuvieron sus amistades con cenas y reuniones amenas, donde se hacía gala de todas estas cosas que habían acumulado durante años de refinado vivir. Con el tiempo, estas pequeñas ceremonias de gusto aristocrático se fueron reduciendo, hasta desaparecer. Sólo Tinita mantenía relaciones con un grupo de diplomáticos a los que les hacía pequeños servicios, ayudando a organizar recepciones, completando mesas de póker o canasta. Era una actividad que Tinita no quería descuidar, pues siempre pensaba que Iván volvería algún día a recuperar su carrera, o algo parecido.

En el apartamiento de los Fondeur, Publio José se enteró que don Iván había dispuesto que la sala sirviera de dormitorio a los visitantes.
—Tengo una solución mejor —propuso sin pensarlo mucho—; los muchachos pueden venir conmigo a mi apartamiento. Yo no lo conozco todavía; pero estoy seguro que no habrá problemas. Lo voy a compartir con un hondureño, y ahora mismo lo tengo sólo para mí.
—No sé —respondió don Iván—, yo me siento responsable de estos muchachos. No estoy seguro que se puedan dejar así sueltos, en Nueva York.
Era verdad. Guarionex y Lazarito en el apartamiento de Publio José iban a hacer lo que les diera la gana.
—¡Pero qué les puede pasar en los pocos días que tienen que estar en Nueva York! —interpuso doña Tinita—. Iván, déjate de pintar siempre todo negro. Publio José es hijo de Tontón, y los cuidará. Además, ya le tenemos un programa diario de lo que van a hacer hasta que vayan a la escuela. Así que sería sólo dormir allá.
Iván sintió encima los ojos de siete personas.
—¡Bueno, está bien!, pero esta noche duermen aquí, y que Publio José mañana nos diga si en realidad se los puede llevar para allá.
Hubo una reacción de regocijo general, evidenciándose así que la provisión de convertir la sala en dormitorio con los dos muchachos metidos dentro del apartamiento, no convencía a la rama femenina de los Fondeur.
—¡Haremos una fiesta el sábado para celebrar la llegada de los muchachos! —propuso Yolanda, la mayor de las Fondeur, que debía tener dos o tres años más que Publio José.
—¡Pero no de gente grande! —modificó Iván, que sabía por qué la hija hacía la propuesta. (Yolanda tenía un admirador nicaragüense, un hombre de negocios, de cierta edad, que había conocido en la oficina donde trabajaba. Iván indagó sobre él. Era uno de los incondicionales de los Somoza, de los que éstos utilizaban para sus negocios turbios. Hacía tiempo que Yolanda trataba de introducirlo al círculo familiar sin éxito).
—Sí, y no mucha gente —añadió Tinita—. Sólo los más íntimos. Una reunioncita entre amigos, más que una fiesta.

Para Guarionex y Lazarito, los días corrieron de atareo en atareo. Don Iván no sólo les preparó un programa diario, también esperaba que lo cumplieran al pie de la letra. La mayoría de las actividades previstas eran visitas a los museos, mañana y tarde, con excursiones estratégicas a lugares como la Biblioteca Pública de la Quinta Avenida y el Edificio "Empire State", el más alto del mundo. Los acompañaban doña Tinita y una de las primas. Guarionex se enamoró de los museos de Nueva York desde que entró al primero. Él no se imaginó nunca que en un lugar pudiera haber tanta información, tan variada y tan tangible. Le sedujo igualmente la Biblioteca de la Quinta Avenida, y se prometió volver con más tiempo para pedir libros y libros, y hojearlos y leerlos. Doña Tinita se complacía mostrándole sus rincones favoritos o las piezas que más admiraba. Cada vez, Guarionex respondía con un comentario que la sorprendía por su profundidad.
—El hijo de Flérida es una joya —comentó con Iván—. ¡Cómo se interesa por todo; parece querer absorber la inteligencia del mundo de un sólo tirón! Y Publio José ha vuelto tan serio, con su uniforme de piloto. ¡Cómo me hubiera gustado que los amoritos que tuvieron él y Genoveva se hubieran formalizado! Pero eran tan jóvenes los dos. ¿Tú crees...? (No terminó la frase porque Iván no le hacía caso. Suspiró). Bueno, lo que yo sé es que esos biznietos de Papá son realmente joyas, y que se hubiera sentido muy orgullosos de ellos.
El sábado en la noche, mientras se arreglaban para la fiesta, Lazarito tuvo una preocupación. Su papá dio permiso para comprar un carro propio y para cualquier otra cosa (siempre que se justificara), buscando el dinero donde los agentes de la Casa Vizcaíno en Nueva York. En las caminatas de un museo a otro, no había dado tiempo de averiguar donde lo podía localizar. El carro que Lazarito tenía en mente era un modelo europeo de segunda mano.
—¿Crees que lo pueda encontrar estando en la escuela? —preguntó a Publio José.
—Seguro que sí. Sin embargo, vas a tener que conseguir el consentimiento de tu tutor. Para manejarlo y para tenerlo en la escuela.
—¿De don Iván?
—Del mismo.
El apartamiento de Publio José era una habitación grande con un baño y una cocinita, y estaba amueblado de manera que una cortina que se corría dividía el área de estar del área de dormir. Las camas tenían doble colchón, y los muchachos, para conseguir la tercera cama, colocaron en el piso uno de los colchones de la cama del hondureño. Había reguero de ropa usada por todas partes, con calzoncillos por aquí y medias por allá. Publio José estaba listo para salir. Tenía puesto su uniforme. Había pensado usarlo lo menos posible, mientras estuviera en Nueva York, pero el territorio en casa de los Fondeur era político, y convenía mejor cuidarse.
—¿Qué hay, nos vamos? —preguntó, contemplando el panorama general.
Le entraron ganas de reír. Guarionex lo miraba con la cara seria de quien va a acometer una empresa peligrosa; en cambio, Lazarito mostraba la cara risueña de quien está a punto de decir una guasa. ¡Menudo par de zánganos se había echado encima!

Tomaron el "subway". Para Guarionex, éste era el acontecimiento técnico que más asombro le había causado en Nueva York (más que los rascacielos). La entrada al túnel, el paso por el control mecánico giratorio, las puertas mecánicas que se cerraban cuando llegaba un tren, la llegada del tren, las puertas automáticas que se abrían, la precisión necesaria para que todo aquel sistema humano y mecánico funcionara, todo eso lo llenaba de admiración; pero esta vez ocurrió algo inesperado. Dos hombres desvalijaban a un borracho inconsciente, en un rincón, mientras el resto de los pasajeros en el vagón se hacía que no veía.
—¡Publio José, mira!
—Quédate quieto. No hagas nada.
—¡Pero le están robando!
—No hagas nada, Guarionex. Vamos a salir de este tren en la próxima parada.
Guarionex obedeció a regañadientes. Sus deseos eran tirarse sobre los ladrones, pero entendió que no era prudente. Recordó la advertencia del tío Iván el día que llegó.
—Esta es una ciudad que hay que entender —explicó Publio José, ya en la calle—. De lo extraordinario y maravilloso se pasa, en un momento, a lo sórdido y peligroso, y hay que sobrevivir en ella, gozarla y sobrevivir. ¿Tú entiendes, Guarionex?
Guarionex guardó silencio, pero no por mucho tiempo.
—Yo lo que sé es que vi que a un infeliz lo desvalijaban y no hice nada por defenderlo.
—Él no entiende —dijo Lazarito, solemnemente—, y la verdad es que no es fácil de entender.
Publio José no insistió; Lazarito podía estar relajando, pero Guarionex no.

— 4 —

En su relación con Publio José la vez anterior, mientras él estudiaba en la Universidad de Columbia, Genoveva nunca sintió la certeza de que se trataba de algo definitivo. Para ella, él era un muchacho simpático que la llamaba su prima favorita, pero lo vio en el muelle, con su uniforme militar y un aire de madurez que no tenía cuando se fue, y el corazón le dio un vuelco. Tan pronto Publio José entró en la sala atestada de gente, le clavó los ojos con insistencia, y él le respondió acercándose.
—¿Qué dice mi prima favorita? —preguntó él, dándole un beso en la mejilla y mirando de refilón a la joven que estaba a su lado. Quedó pasmado.
—¿Se conocen? —preguntó Genoveva, notando la perturbación de Publio José.
—Ella es Zaida Guerrero, dominicana, que acaba de mudarse con su mamá de Puerto Rico a Nueva York.
—Nos conocemos —aclaró Zaida, con su voz grave y una sonrisa encantadora—, pero hace más de siete años que no nos veíamos. ¿Cómo estás, Publio José?
Le extendió su mano, que él recordaba de dedos largos y finos.
Publio José sonrió, admirando la hermosa cabellera castaña desmelenada, y los grandes ojos con sombras marrones, un poco perturbados. La cintura fina la mantenía igual, y los pechos llenos y firmes. Sintió su rostro acalorarse.
Le habló a Genoveva.
—Estuvimos juntos en el octavo curso, luego desapareció como por encanto. No se supo más de ella, ni una carta ni una tarjeta. (La recriminaba... después de siete años).
—¡La vida es así! —exclamó Genoveva, parando en seco la charada.
Zaida sonrió a ambos.
—Déjame saludar a los Vélez, a quienes veo allí. Permiso.

Zaida pasó por delante del Delegado dominicano ante las Naciones Unidas con un pequeño gesto inescrutable, y se acercó a los Vélez, con quienes intercambió rápidamente. Luego se unió a un hombre grande, que conversaba animadamente con Yolanda y a su admirador nicaragüense.
—¿Cuál es el tema? —interpuso Zaida, y sonrió a Yolanda, luego se enganchó del brazo del amigo, notando con el rabillo del ojo que Publio José la seguía con la mirada.
—Nicaragua —respondió Yolanda rápidamente—, Enrique nos está hablando sobre los lagos, y comenzaba a explicar lo hermosa que es la ciudad de León, con sus casonas antiguas y la Universidad.
—La herencia colonial —siguió diciendo Enrique Donastorg, dándole a sus palabras inflexiones románticas.
Los tres lo escucharon hablar por un rato.
—¿Y la política? —interpuso Jackie Almonte, el hombre lleno, amigo de Zaida—. ¿Es cierto que el Presidente Somoza prometió una apertura democrática a la oposición? (Parecía una pregunta ingenua).
—La oposición siempre ha tenido representación democrática en nuestro país —respondió Donastorg, e iba a seguir, pero en ese momento el amigo de Zaida se le precipitó, empujado por alguien detrás de él.
—Perdón —pidió el culpable, ayudando a los otros dos a restablecerse.
Era Guarionex que se abría paso entre el tumulto para ir donde estaba Publio José.
—¡Guarionex! —exclamó Yolanda, tratando de ser afable y disimular la torpeza del muchacho—. Él es mi primo Guarionex Pérez, uno de los agasajados.
Jackie Almonte intervino:
—¡Compadre! No entiendo cómo un muchacho como tú me pudo dar un empujón tan grande.
—Lo que pasa es que no te empujé, sino que te di un codazo por el coxis y tú brincaste hacia alante.
El desacierto del primo hizo palidecer a Yolanda.
—Tu eres demasiado franco —apuntó Zaida, por decir algo.
—Ese es mi problema. (Miró a Jackie). Te pido excusas, y a usted también, señor Donastorg.
Por alguna razón, Guarionex trataba al nicaragüense formalmente y a los otros no; pero Yolanda no iba a averiguar por qué. Después de forzar a su familia a recibir a su admirador, no iba a permitir que nadie en la fiesta lo hiciera sentir incómodo.
—Vamos a buscar un trago, Enrique —dijo, llevándoselo de allí.
Zaida se dispuso a seguirlos, arrastrando al amigo; pero Guarionex la detuvo.
—¿Conoces a Publio José? —interpuso—. Él te está mirando y viene para acá. No, ya no viene.
Zaida vio cómo Genoveva se acercaba a Publio José con tragos en las manos.
—Ustedes llegaron a Nueva York juntos, ¿verdad? —Zaida dejó el brazo del otro y se enganchó en el del muchacho—. Háblame de él.
—¡Caramba! —comentó Guarionex, mirando a Jackie—. ¡Siempre tengo la suerte de conseguir mujeres que quieren hablar conmigo, pero de mis primos!
Jackie rió, empezando a gustarle el desparpajo del muchacho. Zaida no se inmutó.
—Explícame ahora por qué Publio José está vestido de militar. Él siempre dijo que no iba a ser como su papá.
Guarionex no era divulgador de intimidades, y se lo explicó como pudo.

— 5 —

El Delegado dominicano ante las Naciones Unidas se llamaba Alberto Módena Silva, y era muy amigo de Iván Fondeur, desde la época en que ambos fueron secretarios de Embajada en Roma, uno ante la Santa Sede y el otro ante el Gobierno italiano. Iván lo llamó personalmente para que viniera a la fiesta. Como jefe de Publio José, Alberto era un invitado imprescindible. "No es un grupo grande", explicó entonces.
—¡Cuánta juventud, Iván! —exclamó Alberto ahora, admirado del movimiento y del bullicio—. ¡Y tus hijas siempre las más hermosas!
En ese momento, miraba hacia donde conversaban Genoveva y Publio José.
—¿Qué piensas del muchacho? —preguntó Iván.
—¿Del teniente Santamaría?
—¡De mi sobrino Publio José!
—Parece un buen tipo, serio, trabajador; pero sabes que no hay mucho qué hacer como Agregado.
—Dale trabajo, entrénalo, confía en él, dirígelo. Tú verás que te responde. Tinita dice que es una joya. Tú sabes que él y el otro sobrino, Guarionex, aquél que está allí, los dos son biznietos de José del Carmen Peralta, el papá de Tinita.
—¡Bravo! Si salen al bisabuelo servirán bien al país.
—Sí, pero necesitan gente como para que los moldee y les saque el brillo.
Alberto hizo un gesto de manos abiertas, como quien está recibiendo demasiados halagos.
—Si no fuera porque somos tan amigos, pensaría que me invitaste aquí sólo para endosarme a este joven, pero te haré caso, te lo prometo.
—¡Gracias, Alberto! ¿Otro trago, cuáles son las últimas noticias del país?
La pregunta era la entrada a un largo coloquio sobre las últimas posiciones que había asumido la República Dominicana en las Naciones Unidas. Agotado este tema, vino el otro: las actividades de Sotero Bobadilla en el Consulado Dominicano. Módena Silva no tenía inconvenientes en discutir con Fondeur sus actividades en las Naciones Unidas. Eran actividades públicas, y él sabía que el amigo lo que buscaba era rememorar la manera en que un diplomático de carrera se maneja en sus gestiones. No era igual con respecto al Consulado Dominicano y su incumbente.
—Bobadilla y yo tenemos pocas relaciones hasta ahora; aún así, nos hemos visto en varias ocasiones.
—Es un hombre peligroso, Alberto —dijo Iván, que se podía dar el lujo de hablar mal de la gente de Trujillo, delante de los oficiales del régimen que venían a su casa.
—Hasta ahora, no ha hecho nada que indique cómo va a actuar. Tengo entendido que vino para acelerar la compra de unas plantas térmicas para la nueva Corporación Dominicana de Electricidad, y eso es lo que está haciendo. Recientemente me llamó para que le consiguiera datos del comportamiento de una planta similar a la nuestra que adquirió Honduras en la misma compañía de Chicago hace unos años. Le expliqué que el canal para conseguir eso era la Embajada en Washington, pero me dijo que quería la información rápidamente y que por mi vía podía resultar más fácil, sobre todo, estando los dos juntos en Nueva York —Módena Silva hizo una pausa y agregó—: Son gente improvisada en la diplomacia.
—Si Bobadilla es la ficha que dicen que es, te está tanteando —adujo Fondeur, de buena fe.
Módena Silva hizo un pequeño gesto de impaciencia o de protesta.
—¡Bueno, ya veremos! Esa gente cuando quiere algo no se pone a darle vueltas a las cosas, sino que ordena.
Lazarito escogió ese momento para pararse frente a don Iván, con una sonrisa que indicaba su intención de dialogar.
—Este es Lázaro Tejera, el hijo de Tutín Tejera y de República Vizcaíno. ¿Te acuerdas? —señaló Iván.
—¡Claro, la pareja de recién casados que me mandaste de Barcelona, cuando yo estaba en París!
—¡Esos mismos! Tienes una memoria de elefante.
—De diplomático —interpuso Módena Silva, haciendo chiste—. Tu papá y tu mamá son gente encantadora; estoy a tus órdenes en la ONU, para cualquier cosa que necesites.
Los tentáculos de la Casa Vizcaíno llegaban hasta Nueva York; Lazarito aprovechó.
—Hay algo que me interesa mucho.
El diplomático arqueó las cejas.
—¿Ah, sí, de qué se trata?
—Me gustaría que usted me recomendara donde puedo comprar un carro. En Santiago tenía mi carro que me regaló Mamá; pero ella se quedó con él, y ahora aquí, sin carro, me siento como sin brújula.
Módena miró a Fondeur, extrañado de la solicitud. Vio que éste sonreía.
—Lazarito tiene una fijación con la compra de un carro. Tinita me dice que en los paseos que hicieron en estos días, dondequiera que pasaban por delante de un "dealer", Lazarito entraba y preguntaba.
—Estoy buscando un carro particular, de medio uso.
—¿Qué marca? —preguntó Módena Silva.
—Mercedes convertible, del año pasado, si es posible.
—¡Bravo! Aspiras a lo mejor, muchacho; no debe ser difícil conseguirlo, aunque siendo importado debe venderse en sitios específicos.
—Tío Iván —dijo Lazarito, enfrentando su tutor—, necesito que usted me dé permiso para comprarlo y manejarlo. Me dicen que, como soy menor de edad, necesito su aprobación, para tenerlo en la escuela.
Iván dejó de sonreír.
—¿Aprobación mía? ¡Ah, bien! Bueno, veremos lo que dice tu papá.
Módena Silva sonrió intrigado.
—Papá está de acuerdo. Él allá incluso me daba el guía de su carro, cuando andábamos juntos.
—Sí, hijo mío, pero una cosa es manejar en la República Dominicana, y otra en Nueva York y Nueva Jersey. Además, tú, en Merritt School, vas a estar por tu cuenta. En Santiago vivías con tu papá y tu mamá, que te vigilaban.
—¿Qué usted piensa? —preguntó Lazarito a Módena Silva, buscando romper el bloqueo.
—Yo creo que Iván, a la larga, te dará el permiso. Parece que estás muy determinado en conseguir tu convertible, e Iván es un hombre razonable.
—Oquey —dijo Lazarito, sin insistir más—, mañana volveremos a hablar de eso, tío Iván.
—Cuando quieras, mi hijo —respondió Iván secamente. (Tinita había advertido que el muchacho Tejera era casquivano y atolondrado; mejor era que anduviera a pie, así su radio de calamidades se limitaría un poco).

La fiesta seguía su curso. En una esquina del salón, una pareja comenzó a bailar el bolero de moda que alguien puso en el tocadiscos. Otras parejas la siguieron. Luego tocó el turno a un merengue. Doña Tinita, afanando desde la cocina, llamó a Genarita.
—Controla esa gente. Acuérdate que la última vez los del apartamiento de abajo amenazaron con llamar a la Policía, si volvíamos a molestarlos con ruido.
Publio José estaba al estallar. Genoveva lo había asediado y acorralado, y deseaba enormemente desembarazarse de ella, para ir a hablar con Zaida. La sangre se le subía a la cabeza, y trataba de controlarse. Al fin se decidió.
—Genoveva, excúsame.
Su meta era Zaida, que hablaba en ese momento con otras dos muchachas, mientras Guarionex y el hombre grandote que la acompañaba oían la conversación como un par de guardianes idiotas. Zaida tenía que haber saludado y hablado por lo menos con la mitad de la gente en la fiesta, o así le pareció a él. Se le acercó, sintiéndose el hombre más bueno y feliz del mundo. La tensión que le había causado Genoveva se había esfumado y estaba libre y eufórico, como un adolescente; se puso a sus espaldas.
—Zaida.
—¡Publio José! —exclamó ella, sobresaltada, buscándolo con un movimiento de la cabeza—. ¡Qué susto me diste!
La hermosa cabellera castaña se movió al ritmo del gesto que hizo, y a su olfato llegó el perfume que despedía. Tuvo la tentación de tocarla, de contener los mechones de cabello que se movían frente a él, y darles su ritmo, el ritmo de sus manos y de sus deseos.
—¡Vámonos de aquí!
Ella sonrió.
—No puedo, mi cielo, no puedo dejar a Mamá aquí, ni a Jackie Almonte, que está hablando con tu primo Guarionex. Se han hecho grandes amigos.
—No me distraigas con tonterías —protestó él, impaciente.
Ocurrió lo imprevisible. Zaida, sin medir palabras, se apartó, dejándolo solo en medio del gentío. Publio José miró alrededor, buscando un apoyo donde apuntalar su indignación, y encontró de nuevo los ojos de Genoveva, que se aferraban a los de él con dureza. Enfiló hacia la puerta, para irse a respirar aire fresco; pero la tía Tinita lo atajó.
—Publio José, ¿para donde vas?
—Voy a comprar cigarrillos, tía.
—¡De ninguna manera! Yo tengo aquí en la cocina. Ven, y así saludas a unas amigas que están conmigo ayudándome.
Las amigas eran doña Elisa de Módena Silva, y doña Cheo, la mamá de Zaida.
—¡Publio José, qué gusto verte! Ven, dame un abrazo, bien fuerte.
—¡Doña Cheo!
—¿Viste a Zaida?
—Sí, estuvimos hablando.
—Ella te recuerda siempre. Tienes que venir a casa a visitarnos, pero prométeme una cosa: ¡vendrás vestido de gente!
Doña Cheo no había cambiado, seguía siendo la misma boca dura de siempre, boca dura y corazón de oro.
—¡Como usted ordene, general Cheo! —contestó Publio José cómicamente, y oyó cómo, de entre las mujeres, surgía un coro de risas.
—¡Tan bien que se ve con su uniforme! —exclamó doña Tinita, cuando pudo hablar, provocando otro coro de risas.
Publio José rió también, contagiado del tonto humor femenino, consiguiendo con las damas el respiro que no encontró entre las damitas.

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