Saturday, September 25, 2010

17 “Comiéndote los peces de la noche” del libro Parábola para muñecas, de Julio Adames


Las señoritas de Avignon de Pablo Picasso
SOBRE UN CUENTO Y VARIOS CUENTOS MÁS
Sobre el cuento “Comiéndote los peces de la noche” del libro Parábola para muñecas, de Julio Adames
Ateneo Insular, Reunión para tratar sobre la obra del autor

Publicado en “Isla Abierta” del periódico HOY

Por Manuel Salvador Gautier

Muchos lectores de James Joyce (1882—1941) admiten lo arduo que es internarse en su novela Ulises, entre éstos el “mordaz, sutil y alegórico” (2) Graham Greene (1904), británico por costumbre y universal por determinación de algunos, cuya propuesta narrativa en El final del romance (End of the affair) es, a la vez, llana y enigmática, en una antítesis que pocos pueden tratar con éxito, de ahí su fama. Esta admisión de personas calificadas sobre lo intrincado en la literatura de Joyce no evitó que éste se convirtiera en uno de los escritores más influyentes del siglo XX y que el “curioso monólogo interior” (3) de Molly, la protagonista —corrido, sin puntuaciones que definan los párrafos y las oraciones, y, además, en dialecto—, sirviera de modelo a cientos de narradores para expresar sus sentimientos, emociones, confusiones, ideologías, filosofías, ideales y demás efectos del subconsciente, en el manejo subyacente de la palabra, convirtiéndolo en una de las piezas literarias que más han influido sobre la novela y cuentística contemporánea (4). Es necesario señalar que el inventor del monólogo interior fue Marcel Proust (1871—1922), que lo mantuvo dentro de límites literarios tradicionales, lo cual no satisfizo a muchos de los escritores posteriores a Joyce, que prefirieron adoptar la forma de narración que éste último propuso porque consideraron que era la manera adecuada de expresión a partir de esa primera mitad del siglo XX donde todo lo creativo se renovó —las artes plásticas con el cubismo, la arquitectura con el racionalismo, las ciencias con la relatividad, etc.— y no había necesidad de respetar las tradiciones literarias ya agotadas. Al contrario, se debían inventar nuevas formas de expresión… Y así se hizo. Contemporáneamente con Joyce apareció William Faulkner (1897—1962), que se deshizo del narrador omnisciente y lo convirtió en un niño retardado o en una mujer moribunda; Franz Kafka (1883—1924) que creó la narrativa del absurdo con su funcionario anonadado, transformado en insecto; y así, esos mismos autores, u otros, introdujeron cambios que enriquecieron notablemente el quehacer narrativo en cuanto a técnica y contenido. Hoy en día son muchas las posibilidades de manejar la narración con criterios técnico—formales, siempre desechando la narración lineal por ochocentista, aunque ya muchos escritores actuales, de talla, no se ruborizan en hacerlo. El eclecticismo de la postmodernidad finalmente ha validado todo lo que el hombre ha producido, siempre y cuando el autor lo considere el recurso adecuado para expresar su creatividad y lo haga de manera imaginativa. De aquí que el Premio Alfagura 2001, ganado por la mexicana Elena Poniatowska con su novela La piel del cielo, sea lineal, de tesis y vernácula (¿nacionalista?), todo lo que el checoslovaco y guru de la narrativa contemporánea, Milán Kundera, propone, reiteradamente, que no se haga en la literatura de finales del siglo XX y principios del XXI.
En la República Dominicana el “monólogo interior” establecido por Joyce ha tenido importantes adeptos. En la novelística, Pedro Mir (1913—2000), en su obra Cuando amaban las tierras comuneras, usó esta forma narrativa, pero con un sentido más descriptivo que interiorista. Con el fin de estructurar en una sola oración las sucesivas páginas de cada capítulo, el autor recurrió a tantos “cuando”, “lo cual” y demás enlaces, que el lector, fatigado por la falta de respiro, se ve obligado a dejar a un lado el texto considerándolo ininteligible o simplemente tedioso. No ocurre lo mismo con René del Risco Bermúdez (1937—1972) en su cuento “En el barrio no hay banderas ahora que he vuelto Ton”. Del Risco recurre a un narrador en segunda persona que habla a Ton, no podemos definir si en un monólogo interior o en un diálogo con el amigo. De ser el segundo caso, las respuestas de Ton no aparecen registradas en la narración, y esto realmente no importa, porque Del Risco es sencillamente genial manejando, en párrafos largos, de oraciones agolpadas y con pocas puntuaciones, un estilo directo, fluido, poético y sumamente absorbente, con una narración de final sorpresivo, como corresponde a todo cuento escrito en la segunda mitad del siglo XX que trate una historia dada, en un lapso corto o largo.
En ese siglo XX, ya pasado, junto con las innovaciones en la narrativa, aparecieron las innovaciones en la poesía, donde el autor recurrió a imágenes que el lector debe de sentir en vez de entender. Así nos lo propone el crítico literario, Bruno Rosario Candelier en varios de sus ensayos. Puede haber lirismo, resonancia, ritmo, pero estas cualidades no deben ser sensibleras, tienen que irradiar una fuerza estética que conmueva. Estas imágenes pueden ser realistas, suprarealistas, surrealistas o herméticas, dependiendo del estro del autor; pero no pueden ser explícitas, evidentes ni usuales. En nuestro país tenemos a varios poetas de esta tendencia, entre ellos, a Franklin Mieses Burgos, un poeta con una obra universal que nosotros, los dominicanos, no acabamos de celebrar lo suficiente.
Establecidas estas formas literarias de género, llevar las innovaciones de la poesía a la narrativa era un paso a dar, en un mundo donde todo se convierte en cualquier otra cosa (la constitucionalidad en populismo, el autoritarismo en democracia representativa), aunque no todo lo que se convierte en cualquier otra cosa tenga valor. De ahí que este paso se dio, y ha habido resultados importantes, de mucho valor… y es aquí donde entra nuestro poeta y cuentista interiorista Julio Adames, hombre de apariencia calmada, que sonríe sólo en momentos justificados, que usa bromas con parsimonia y que tiene a su haber un caudal de emociones interiorizadas que finalmente conocemos por medio de su creatividad literaria, emociones quizás vividas, quizás inventadas, pero que están ahí, escritas en pequeñas letras apretadas, para golpearnos con su crudeza y encantarnos por su imaginación desbordante, creadora de imágenes exquisitas, que nos hacen sentir, con enorme intensidad, los breves pasajes de historias humanas que nos presenta.
En su libro de cuentos Parábola para muñecas, no hay dudas, Julio Adames ha dado el paso del poema de imágenes estéticas a la narrativa poética de característica profundamente emotiva, con resabios de exquisita madurez e intensidad. En todos esos cuentos, el escritor utiliza las variaciones del monólogo interior que surgieron por la inventiva de los autores de principios del siglo XX y que los autores contemporáneos utilizan haciendo sus propias variaciones.
En “Monólogo en la noche”, una de las obras maestras de este libro, sólo hay dos párrafos: uno muy breve, con una pregunta de dos letras; y el siguiente, de varias páginas, que responde a la pregunta hecha, en un aparente diálogo de un hombre con una mujer donde, sabemos al final, que la mujer está tan sólo en la imaginación del hombre, porque ya ella lo ha dejado.
En “Parábola para muñecas”, el cuento que da el nombre al libro, otra obra maestra, se da un sorprendente diálogo de monólogos, es decir, se presenta una sucesión de monólogos entre dos mujeres que parecen responderse en un diálogo de ausencias.
En “Comiéndote los peces de la noche” el narrador habla en segunda persona a una muerta, y, tras un tiempo de lectura, hacemos consciencia de que no es a ella a quien éste se dirige, sino a la generación de la cual ella proviene, a los que, como ella, no supieron hacer ni saben hacer de sus vidas algo trascendente, algo que tenga un significado mayor que simplemente estar sobre la tierra, vivir el placer del sexo y continuar en un vacío existencial.
El narrador es el JUEZ de esa generación, que es SU generación, el que tras una transparencia de espejos se esconde para escarmentar sobre lo imposible de escarmentar, porque es como es. Lo dice, abiertamente: “Sí, por eso sólo a alguien instalado detrás de la memoria le sería dable hurgar en tu recuerdo, y ese alguien soy yo: escriba del 80”. Quizás la revelación de que hay un ESCRIBA, y del 80, contando la historia y revelando sus juicios, sea el momento más débil de este cuento, porque nos escamotea el dolor de identificarnos con la protesta; nos impide ser el NARRADOR incorpóreo, el ente universal que universaliza la vida desde donde no hay vida. Nos sorprende, de repente, una identidad tan desproporcionadamente fuera de nosotros, cuando, hasta ese momento, todo lo asimilábamos, aunque viniera velado en las angustias de un existencialismo donde predomina el hastío, un sentimiento de ennui que hemos sentido alguna vez y que nos llenó de pavor. Y es lamentable que así sea, porque la voz del narrador nos había deslumbrado con el lirismo de un análisis profundo de los sentimientos del hombre y de la mujer que los convertía en el abrigo conceptual de dos opuestos en la ordinariez de la vida, tocada por el egoísmo y la pequeñez.
Este lirismo imaginativo, descarnado, del narrador está al comienzo mismo del cuento: “…antes de que te sacaran del agua, las cosas parecían hurgar sosegadamente el miedo de tus ojos como tratando de encontrar, en algún rincón poco visible, una porción al margen del hastío que te prolongara la existencia. Entonces tus ojos, volatilizados ya por el espanto, empezaban a cimbrear bajo el presagio de una muerte que se extendía, aguda y errátil, más allá de aquel velo de ausencia a que cualquier mendigo pretende reducir la muerte de sus muertos”.
Estas imágenes que presentan la frustración del narrador, por una parte, y la desidia de la protagonista, por otra parte, se mantendrán continuamente, mientras habla el narrador, en un martilleo ritmado, constante, que envuelve al lector en una danza de palabras como un afrodisíaco que lo perturba y lo deleita al mismo tiempo.
Pero el narrador no es la única voz en este cuento. Está ella, la muerta, que insiste en presentar su punto de vista, su inutilidad, su imposibilidad de ser más de lo que no es… Y está él, con nombre y apellido, Pedro Damián, que quiere justificar su renuncia a ella, porque busca en la trascendencia de la fe en Dios lo que no pudo darle a ella en la pequeña gestión del amor carnal, y la acusa de desviarlo de sus propósitos.
¿Cuál es el significado de esta horrible confusión entre personas corrientes, que viven todos los días sus días, una de ellas con un rumbo que no acierta a nada, entregada, sin entender, a lo nimio y a lo deleitable, y la otra con un rumbo que lo sacrifica todo con tal de alcanzar lo que busca, haciendo un intento por lograr un plano espiritual que no compensa su desaliento existencial (“¿Cree usted que Dios me lo perdone?”)? ¿Hay una lección para la generación del 80 y para cualquier otra generación, en esta tragedia donde muere la indefinición y vive la agonía? ¿Por qué comer “los peces de la noche”? ¿Por qué el narrador y JUEZ sólo encuentra salida en una metáfora oscura, que se relaciona con “tus ojos: dos peces lanzando cuchillos a mi memoria”, es decir, tan sólo con el recuerdo de su recuerdo?
Pero, bueno, no tiene sentido hurgar en la interpretación de una exactitud filosófica cuando la reflexión viene metida en imágenes aguosas, que se nos escapan como por los poros.
Debemos satisfacernos con lo evidente.
En estos cuentos, en los momentos de mayor tensión, hay una fragilidad, una ausencia de querer someternos a los rincones más escabrosos de la mente, aunque allí estemos… y en los momentos de mayor agolpamiento de imágenes, hay un sentido de belleza, de usufructo de la palabra, de frases que parecen regodearse en su propia intelectualidad, pero que, en realidad, forman el armazón que hará posible el entendimiento del desenlace.
Y nunca hay odio… Hay pasión, hay enjuiciamiento, hay hastío; pero no hay odio. El amor es la fuerza en estos cuentos del deshecho; y su degeneración, el coito, es un personaje permanente, utilizado por un protagonista para sentir el placer sin responsabilidades y, por otro, para encubrir la cobardía y la traición.
En “Comiéndote los peces de la noche” el acto sexual es el causante de todas las tragedias: la del narrador, que percibe en su repetición insistente el hundimiento de una generación que no piensa y se encamina “con rumbo a ningún sitio”; la de ella, cuando lo entiende, finalmente como lo que es, un placer momentáneo, sin retribución verdadera, melancólico, como un refugio, a sabiendas de que una vez terminado ese instante de reparación volverá al vacío; y la de Pedro Damián, que, tras usarlo impulsivamente, comienza a dudar de sí mismo y de Dios, “la carne es fofa y débil el instinto, y yo soy apenas una miserable criatura plagada de errores y defectos, un bicho, un escupitajo ante la mirada bondadosa del Cielo…”.
Ahí están los tres personajes: el narrador, por encima de todos, mirando y enjuiciando; y los otros dos, ella y él, profundamente humanos… Y yo me pregunto: ¿a quién se juzga en este cuento… a los personajes principales, a ella y a él, imposibilitados de negarse o de ofrecerse, como cualquier hijo del mundo, o al JUEZ, recto y acusador?
¿Qué encontraré cuando coma los peces de la noche, en el banquete que me ofrezco con el recuerdo de su recuerdo? ¿Podré rectificar, ahondar, transformar lo que está como consecuencia de lo que es y de lo que hay? ¿Podré retar a Dios?
No sé si Julio Adames maneja sus habilidades de escritor de una manera totalmente espontánea e inspirada, o si fatiga su intelectualidad con sesiones de trabajo disciplinado, obligatorio, sentado frente a instrumentos pacientes (papel y bolígrafo, papel y maquinilla o computadora y copiadora) donde, a veces, sólo lo enfrenta el vacío de un plano que gravita sobre su mente como un cometa al viento que le tira de la mano y, otras veces, deja de palpitar, no existe, está en ese plano, se ha dimensionado en una lejanía de sí mismo, tras una catarsis que lo incapacita a ser. Probablemente actúe bajo las dos órdenes que demandan productos a su intelecto. El resultado, sin embargo, es unívoco, como una Sinfonía de Beethoven, fluida, rítmica, disonante en momentos inquietantes, armónica en su conjunto, deleitable siempre.
¿De qué manera un hombre, o una mujer, enfrenta o se deshace de sus monstruos? ¿Cómo soportar la vida cuando se es tan sólo un minúsculo agregado en una acumulación de seres vivientes que deben perdurar o destruirse, da lo mismo? ¿Por qué se da la existencia del hastío o de la plenitud; dónde comienza o termina una u otra vida? ¿Qué es el amor?
Las respuestas están en estos cuentos de Julio Adames, esteta, filósofo, juez, o, quizás, en la amarga reflexión de ella: “Una es de carne y sufre. Por eso, cuando te dejan sola, sin un granito de esperanza, tú comienzas a sentir que el mundo se te viene encima”.
Pero, ¿dónde está la esperanza?

(1) Adames, Julio. OBRAS. Colección Fin de Siglo, Consejo Presidencial de Cultura, Santo Domingo, Rep. Dominicana, el día martes 28 de marzo de 2000
(2) Álvarez Cienfuegos, “Obra de Greene fue mordaz y alegórica”, de EFE. TEMAS, Periódico HOY, República Dominicana, Junio 17 del 2001, p. 20—21
(3) Pequeño Larousse ilustrado. 1969. Editorial Larousse, París. P.
(4) Pequeño Larousse ilustrado.

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