Wednesday, September 8, 2010

03 La convergencia




LA CONVERGENCIA
TERCERA NOVELA
DE LA
TETRALOGIA

TIEMPO PARA HEROES


Por Manuel Salvador Gautier

Ganadora del Premio de Novela Manuel de Jesús Galván
de la Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Culto
1993

Primera Edición: junio de 1993
Impresión: Editora Taller
Santo Domingo
República Dominicana
1993

Mi agradecimiento a:

Virgilio Díaz Grullón
José Alcántara
Juan José Ayuso
Armando Almánzar
Orlando Haza
Leo Madera
José Enrique Delmonte
Jacqueline Mejía

"Para todos los convencidos, llegó el tiempo
de compartir la pasión con el motivo,
la acción con el propósito".

El Autor

— 1 —

Yassa Eleazar había aprendido a disimular. Fue un proceso largo y ambiguo para él, pero que se hizo más fácil por tener el carácter que tenía. Su papá decía que él vivía amargado e insistía en que la gente no podía nutrirse del odio y de la venganza, atribuyéndoles a estos sentimientos la razón por la que él se mantenía sombrío y escurridizo con la gente y no atendía el negocio como a su papá le gustaría que lo hiciera, pero no era así. Yassa nunca quiso aclarárselo. No era por eso. La muerte de Murani constituyó el episodio más doloroso de su vida y le dejó una huella profunda que distorsionó por un tiempo su carácter, básicamente tímido, pero ya eso había pasado. Las consecuencias de eso, no. Murani no iba a morir en vano. No era verdad que todo seguiría como si no hubiese pasado nada y que lo único que importaba ahora en la vida era recuperar el impulso perdido para que su familia alcanzara las metas de comodidad y prestigio que siempre se había trazado. Ese era el sueño de su papá. No el de él. Él era dominicano, y en su país había una Dictadura sin tregua que dominaba la vida y la muerte de todos sus habitantes. Él no tenía otro sitio donde ir, ni deseaba ir a otro sitio. Si él quería que su país se liberara de esa Dictadura asfixiante, tenía que ser él quien enfrentara el problema. Pero no era fácil. Cualquiera de los ambientes que frecuentaba estaba saturado con la amenaza de la denuncia, el espionaje, la inseguridad. Para poder hablar seriamente con alguien sobre Trujillo, había que darle tantas vueltas y hacer tantas interpretaciones de actitudes y reacciones frente a frases claves, que casi no valía la pena. Con el único con quien pudo hablar sin reservas fue con Guarionex; pero Guarionex se fue. Él se quedó, para vivir suspendido en una expectativa ambivalente que estaba entre el sueño y el proyecto.
Esta expectativa comenzó a tomar forma tan pronto entró a la Escuela Superior de Peritos Contadores, donde su papá quiso que él estudiara de noche. Yassa no hablaba mucho de eso. Cuando lo hizo con Guarionex aquella tarde memorable, no le dijo todo. No dijo de donde venía su idea de afiliarse al PSP.
Sucedió sin él proponérselo.
La escuela funcionaba en el local de la Normal de Señoritas Salomé Ureña de Henríquez, en la calle Padre Billini, al lado de la iglesia de Regina Angelorum. Yassa tenía que bajar todas las tardecitas desde Guachupita hasta el centro de la ciudad, y para eso podía hacer varios recorridos por Villa Francisca que finalmente lo encaminaran a las bajadas de la Duarte o de la José Reyes. Él tomaba el que se le ocurriera en el momento.
Después de varios días yendo a la escuela, se le metió en la cabeza que alguien lo seguía. No podía ser casualidad. Veía siempre al mismo individuo. Resultó ser sólo su paranoia del momento. El tipo era otro estudiante de contabilidad que bajaba de los lados de Villa Francisca y que, como él, variaba los recorridos para llegar a la Padre Billini. Era uno de los compañeros de curso de Murani, ya terminando el Primer Ciclo.
En una de esas el individuo se acercó.
—Te he visto en dos o tres ocasiones bajando la Duarte. Yo me llamo Quinilio Morales y era amigo de Murani. (Fue así de directo, hablando de Murani como si ya no existiera. Yassa lo caló con su mirada escurridiza y no contestó, pero el otro insistió). Yo era amigo de Murani —repitió, y esta vez hubo algo en el timbre de su voz que alertó a Yassa—. Si necesitas algo, si quieres que te explique algo, avísame. Te puedo ayudar en lo que sea.
Yassa supuso que el otro se refería a los estudios de contabilidad, pero también quiso entender otra cosa.
—Murani no está muerto —dijo.
—Está preso, y es lo mismo.
Yassa no comentó eso. En vez, decidió retirarse, pero el tipo no se le quitaba de enfrente.
—Déjame pasar —dijo.
Quinilio Morales lo miró significativamente y se fue.
Yassa no quiso discutir este extraño abordaje con nadie. Cada vez que Quinilio y él se cruzaban en algún punto de sus rutas, por casualidad o no, el individuo se ponía a un lado, lo saludaba "¿qué hay?", Yassa respondía con un gruñido, y bajaban juntos a la escuela sin decirse más palabras. Ya Yassa había averiguado sobre Quinilio y estaba prevenido. Era un soplón, todo el mundo lo sabía en la escuela. Era de los informantes que la Dictadura tenía por todas partes pagándoles una insignificancia a cambio de enterar sobre lo que pasaba en el lugar donde trabajaban, estudiaban u holgazaneaban.

En la Escuela de Peritos, Quinilio se consideraba el fenómeno y lo había hecho sentir. Los directores le temían y lo respetaban. Los profesores lo distinguían y nunca le reprobaban una materia. Ahora, con éste lío del turco Eleazar, si él lo manejaba bien, podía llegar aún más lejos, quizás hacerse reconocer por la gente que contaba en el Servicio Secreto. No conocía bien el caso, pero sabía que el turco estaba preso por golpear a un militar, y eso le bastaba. Siguió a Yassa en varias ocasiones, mientras bajaban a la escuela. Lo tanteó. La impenetrabilidad del otro lo espoleó a ser más atrevido y hasta imprudente. El sabía, por ejemplo, que una de las maestras de Yassa, la profesora Margarita Benedicto, había sido una de las cabezas calientes cuando se formó el PSP y la Juventud Democrática, en los años cuarenta. En ese entonces la profesora Margarita estudiaba ingeniería, y era una loca vieja organizando mítines, distribuyendo panfletos y acabando con Trujillo. Ella y la profesora María Cruceta, sobrina de un exiliado que vivía en Venezuela, eran las dos personas que le habían encomendado vigilar, pero las dos mujeres no se movían. La profesora Margarita se había casado con "uno ahí", y en la escuela lo único que hacía era dar clases de matemáticas y de estadísticas. Nunca terminó la carrera de ingeniería, y se había dedicado a ser profesora y nada más. La otra, la Cruceta, se acostaba con Cayuco, y en una ocasión se dijo que había salido encinta de él. Quinilio denunció el asunto porque había leído varios "Foros Públicos" en que atacaban a altos funcionarios del Gobierno por estar enamorando a sus empleadas. No publicaron nada. Bueno, él seguiría tratando. Quinilio era un atrevido y, cuando pensaba que podía, era impertinente. Para acosar a Yassa, concibió un plan que puso en práctica con su usual desenfado. Un día, en el tope de la cuesta de la Duarte, cuando iban por el solar vacío que estaba por las ruinas de San Francisco, Quinilio agarró a Yassa por un brazo.
—Oye una cosa, tú sabes que hace días estoy por hablarte, y creo que aquí es mejor sitio que en la escuela.
Yassa se zafó el brazo y enfrentó al otro.
—Quinilio, tú no tienes nada qué decirme ni yo tengo nada qué oír, y lo único que va a pasar es que voy a llegar tarde a la escuela parándome aquí contigo a hablar pendejadas.
—No son pendejadas—aclaró Quinilio, decidido a proseguir con su plan—, y si llegamos tarde, ¿y qué? A ti te toca ahora lengua española con La Bruja. Yo me hago cargo.
Yassa decidió mejor oír al hijo de la gran puta. Eran los días en que su mamá Irmilde andaba por todo el país, tratando de localizar a Murani en alguna prisión del interior, y pensó que a lo mejor este desgraciado tenía alguna información del hermano.
Por ese mismo lugar quedaba la Escuela República Argentina, que también tenía tanda nocturna, y había un tráfico grande de gente y estudiantes. Quinilio metió a Yassa por un senderito dentro del solar de la esquina, que lo usaban los transeúntes de por ahí para hacer sus necesidades, por la peste que había.
Oculto por los matorrales, Quinilio lanzó su bola.
—Como eres amigo mío, te quería prevenir, por si acaso. (Yassa lo atravesó con una mirada huraña y penetrante, pero Quinilio la desestimó, sin darle importancia). Tú sabes que en este país hay gente bruta que no agradece lo que ha hecho el Jefe por nosotros. ¿Tú entiendes? (Yassa no movió un músculo de la cara). Cada vez que me levanto por la mañana, carajo, doy gracias a Dios por vivir en la Era de Trujillo. (Yassa ni pestañeó). Bueno, lo que quería decirte es que tengas cuidado con la profesora Benedicto, la que da matemáticas. Esa mujer es comunista, le gusta atrapar muchachos incautos como tú y engañarlos. ¿Tú entiendes? Así como la ves, como una santica, esa maldita pertenece al Partido Socialista Popular. El marido, es piloto de la CDA y está en contacto con los rusos. Los dos son espías de los rusos. ¿Entiendes?
El plan de Quinilio era poner a Yassa a hacer alguna movida política con la mujer, desenmascararlos y convertirse en un agente de verdad, de ésos a los que les pagaban bien. Adornó un poco el relato, se entusiasmó inventando y no se fijó en la cara de Yassa, que se iba demudando hasta ponerse tan lívido que no parecía humano. Con un movimiento relámpago que Quinilio no esperaba, Yassa lo agarró por el pescuezo, lo zarandeó y le cayó a galletazos. Después, le metió una zancadilla y le dio un empujón hacia atrás, para que cayera de espaldas, en el piso. En el suelo, la cabeza de Quinilio quedó a pocos centímetros de una pila de excrementos, y Yassa lo arrastró, le metió la cara en el desperdicio y le empujó la cabeza en la tierra como si quisiera enterrársela. Todo sucedió en cuestión de segundos y de manera insensata. Quinilio, sorprendido y aterrorizado, no se podía defender. Yassa estaba fuera de sí, hasta que la rama de un matojo le arañó la cara y lo sacó de su trance, espantándose de lo que había hecho. No por las consecuencias que pudiera tener, sino por la violencia que se había apoderado de él, incontrolada, irracional. Había descargado en el "calié" toda la furia contenida que lo oprimía desde que metieron preso a Murani, pero ahora, en vez de sentirse aliviado, se sentía más culpable. Quinilio comenzó a moverse. Sacó un pañuelo y se quitó los retos de porquería que se le habían pegado a la cara. Botó el pañuelo, y manso y esclavo se quedó contemplando a Yassa, esperando. No tenía fuerza para devolverle la embestida y estaba vencido. Había calculado mal. Se quedaron así un rato en un silencio sepulcral, el "calié" acorralado y el perseguido vencedor, pero desconcertado. Finalmente Yassa habló.
—Oye una cosa, tú me vuelves a hablar a mí pendejadas de comunistas y vainas por el estilo, coño, y en vez de darte una pela, coño, te mato. (Pausó). Y otra cosa, coño. Tu maldito espionaje, coño, tú te lo metes por el culo, coño. Pero si yo sé o me sospecho que tú quieres joderme, coño, te mato, coño. (Quinilio lo miró apabullado). Ahora pídeme perdón —ordenó Yassa.
Quinilio no pronunció palabra.
—Di: Papá, perdón.
—Papá, perdón —repitió Quinilio, temblando.
—Ahora lame la suela del zapato —ordenó Yassa, y levantó un pie.
Quinilio se agachó para hacer lo que le ordenaron; el otro bajó el pie.
—Está bien.
Yassa no sentía satisfacción subyugando al otro, pero tenía que hacerlo para sobrevivir.
—De ahora en adelante, soy yo quien manda y tú quien obedece.
Quinilio estuvo al punto de denunciar a Yassa por la golpiza que recibió. Lo pensó bien y se retractó. Iba a aparecer como un buen pendejo ante la gente del Servicio Secreto, y eso era lo último que él quería. No molestó más a Yassa. Siguió fanfarroneando con los demás, pero cuando el otro aparecía, sus ojos se velaban, callaba y se ponía en alerta. Yassa no hablaba con él ni con nadie en particular. El tiempo pasó y Quinilio fue recuperando su compostura, hasta que llegó un momento en que todo andaba igual a como estaba antes del encuentro en el solar.

— 2 —

El horror de su propia violencia desmoralizó a Yassa. Estuvo deprimido por varios días. Casi no hablaba ni con su familia. Se sentaba en el patio de la casita de Guachupita, oía la gente alrededor de él, tratando de animarlo, y veía en el fondo los techos desvencijados, los árboles incorporándose como ladrones en una naturaleza extraña y porfiada, una naturaleza construida por los infelices que no podían fabricar apartamientos ni villas ni verjas de hierro ni aceras de cemento ni pavimentos de tarvia. Sólo cubículos amontonados, endebles, improvisados, para estar ahí y optar por algo mejor. Entonces venía a su mente la sensación de Quinilio aplastado en la mierda y él, un brazo de energía arremetiendo una y otra vez contra la carne yacente. Consummatum est. ¡Dios! La venganza es una herida supurante que no tiene cura, que no tiene alivio. ¡Dios! ¡El no quería eso! Por suerte. Por suerte, ahí estaba Guarionex, el sólido, el confiable Guarionex, y ahí estaba Nélida con su adoración.
Yassa no se acercó a la profesora Benedicto, pero en la próxima clase que tuvo con ella se le quedó viendo, viendo. Como profesora, como mujer, como revolucionaria. No era bonita, aunque en alguna época debió considerársele una tremenda hembra. Tenía ese cuerpo amplio de senos grandes y muslos gordos. Su voz era aguda y monótona, con el sonsonete de los números y las operaciones matemáticas. Cuando uno se fijaba, sin embargo, sus ojos proyectaban la intensidad de una mente activa, y en sus explicaciones pronunciaba frases que indicaban voluntad o firmeza. ¿Así eran los comunistas?
Yassa se creó una fantasía en la que él hablaba con la Benedicto y le pedía que lo instruyera para ser un hombre libre, pero no se le acercó. Prefirió hablar con Guarionex. En la margen del río, sentados en un tronco, el agua relumbrando entre sombras y el sol cayendo invisible por algún sitio. Fue en esa ocasión que Guarionex dijo, de entrada, que sólo uno mismo puede manejar su propio problema, y, de salida, que la solución debía escogerse por convicción, no porque era lo único que se le ofrecía. El gran Guarionex. En el medio, Yassa habló de Murani y de Nélida, de la Dictadura y finalmente de su proyecto, aún un sueño. "Uno no puede permanecer indiferente. Estoy pensando afiliarme a un partido de oposición —y ante el asombro del otro aclaró—: Al Partido Socialista Popular". Chino tuvo que ver un poco con eso también, con su cháchara sobre los derechos de los obreros, de la toma del poder por los obreros y de la historia de Mauricio Báez, que finalizó haciéndose miembro del PSP. Chino era un gran tipo, pero nunca como Guarionex. Además, Chino quería a Nélida, y siempre habría eso entre ellos. Bueno, Guarionex se fue... y él se quedó... y se sintió solo. Las clases se terminaron, y de repente había tiempo de sobra para hacer nada.
Por convicción, habló con Nélida y le dijo que quería salir con ella para conocerla bien, que ella le gustaba. Ya Nélida vivía en la María de Toledo, y él por las noches iba al barrio de La Voz Dominicana a visitar a su novia. A veces pasaba dos o tres días sin ir porque su papá requería que se quedara en el colmado, ahora que él no tenía escuela. La vieja Samira se interponía y lo empujaba: "Ve, ve, y llévale un regalito. A las muchachas les gustan los novios que le llevan regalitos". Entonces le ponía en la mano un pote de compotas o un dulce de nueces y dátiles, o algo así, desafiando a Nadim con su mirada de anciana obstinada a la que el hijo tenía que concederle su capricho.
Dilia adoraba a Yassa. No sólo porque lo encontraba buenmozo y con cierta educación, sino porque sabía que su afecto por Nélida era real y profundo. Aunque no lo demostrara, como hacían otros enamorados, manoseándose y besándose cuando creían que no los veían; y Nélida estaba feliz. "Son el uno para el otro", dijo Dilia una vez a su marido, con una de sus frases manidas, llena de hondo convencimiento. Pachón era ya de los empleados fijos que el ingeniero Carlos Ramos movía de un lado para el otro en su empresa, según las conveniencias de los trabajos que manejaba. El dinerito que entraba era para la educación de los seis hijos, Dilia se encargó de eso. También de los amores de Nélida con Yassa.
Por convicción, Yassa decidió un día averiguar donde vivía la Benedicto, para hablar con ella. Todavía no estaba seguro qué iba a decirle ni cómo iba a enfrentarla, pero él sabía que tenía que hacerlo. Lo lógico era ir a la Escuela de Peritos y pedir su dirección. Sin embargo, buscó la vía más complicada, para evitar que en la escuela supieran que la andaba procurando. Fue a la oficina de la CDA en la calle El Conde, a ver si se tropezaba con el marido. El hombre se llamaba Gregorio Villalón.
Preguntó a la recepcionista donde podía encontrarlo.
—En el Aeropuerto General Andrews es donde puede verlo —dijo la muchacha.
—¿No me puede dar su dirección? (Esa era la información que Yassa buscaba, realmente).
—En el Aeropuerto —repitió la muchacha.
El Aeropuerto quedaba cerca de la María de Toledo y podía ver a Nélida, de camino.
—Doña Dilia, ¿usted dejaría que Nélida diera una vuelta conmigo por ahí?
Eran como las seis de la tarde.
—Si no se van muy lejos —condicionó Dilia.
—Vamos un momentico al Aeropuerto.
A Dilia le pareció extraño. Ella sabía que Yassa había respetado a Nélida, aunque había días en que el muchacho parecía querérsela comer. Este no era uno de esos días.
—¿Al Aeropuerto?
—Sí, ¿le suena raro, verdad?
—Muy raro.
Dilia trató de no parecer zonza, pero Yassa no explicó más, y como ella estaba acostumbrada a los laconismos de su futuro yerno, lo dejó pasar.

En el Aeropuerto Nélida y Yassa encontraron que el acceso al público estaba cerrado porque no había vuelo previsto para ningún avión, y que para pasar al Area de Administración necesitaban un pase expedido por la oficina de la CDA en El Conde.
—Pero vengo de allá y no me dijeron nada.
—Lo siento, señor —dijo el guardián de la entrada.
—Nosotros lo que queremos es ver al piloto Gregorio Villalón —intervino Nélida.
—¿Ustedes lo conocen? —preguntó el hombre en tono sospechoso.
—Realmente, no —aceptó Yassa.
—¿Para qué lo quieren ver?
Otro averiguador, Yassa dijo lo primero que se le ocurrió.
—Mi papá es comerciante y me mandó con un mensaje para él.
El guardián sonrió, los ojos socarrones.
—¿Un negocio, eh? (Yassa no respondió, dejando que el otro se sobreentendiera). Goyito debe estar en su casa. Sólo que no sé bien donde es que vive, creo que por Ciudad Nueva.
—¿Cómo haríamos? —intervino Nélida—. Es muy importante.
El guardián miró a Nélida, dando a entender que para la próxima información, había que sobornarlo. Nélida miró a Yassa y éste sacó una papeleta de la cartera, la única que había. El guardián notó el movimiento y habló.
—Ustedes lo encuentran con seguridad esta noche en la Barrita Americana, en la esquina de la Sánchez, frente a la iglesia del Carmen.
Yassa pasó la papeleta, era de cinco pesos.
—Gracias.
—Gracias a usted —respondió el guardián, impresionado por la propina.
—Bueno, ahora me quedé sin cuartos —confesó Yassa, camino de vuelta a la María de Toledo.
—Yo te consigo en casa cuando lleguemos. Si vas a la barrita ésa, es mejor que tengas con qué comprar una cerveza.

La Barrita Americana tenía aire acondicionado y los ventanales de vidrio que daban a la calle estaban tapados con cortinas semitransparentes. Dentro, dominaba un olor fuerte a fritanguería, aunque la mayoría de los parroquianos lo que consumían era cerveza o ron. Había pocas mujeres.
Yassa detuvo a un sirviente que pasó por su lado en el momento en que entró.
—¿Dónde está Goyito Villalón? Me dijeron que lo encontraría aquí.
Se lo señalaron. El individuo estaba de pie, al lado de una mesa de hombres que jugaban cartas y tomaban ron. Era alto, delgado, de cara risueña, y con una calva que no tapaba.
Yassa fue directamente adonde él.
—Saludo, soy un discípulo de su esposa, la profesora Benedicto, y quería verla. (Yassa tendió la mano; el otro la tomó y, sin esfuerzos, lo arrastró consigo, apartándolo de la mesa de los jugadores y llevándolo al costado de una mesa vacía y solitaria). Dime ahora, que no te entendí con la bulla.
Yassa aceptó el halón.
—Que ando buscando a su esposa, la profesora Benedicto. Soy discípulo de ella.
—¿Y por qué vienes a buscarla aquí?
El hombre había dejado de sonreír.
—Quizás fue una mala idea —admitió Yassa, poniéndose serio él también.
—Siéntate. (Se sentaron). ¿Qué quieres con ella?
El sirviente vino y Goyito pidió dos cervezas.
—Soy su discípulo —repitió Yassa, que no tenía idea de cómo explicarle su misión a este hombre.
—Sí, ya dijiste eso, pero ahora mismo la escuela está de vacaciones, así que ahora mismo ella no tiene discípulos. ¿Qué es lo que quieres?
Yassa bajó los ojos y enrojeció de vergüenza. Comenzó a entender las precauciones del hombre, lo había tomado por un "calié".
Goyito notó su turbación y amainó el ataque
—Tómate tu cerveza —dijo, cuando llegó la bebida.
Yassa lo obedeció, velando los ojos con una mirada huraña que se cerraba a todo contacto humano. El otro se quedó viéndolo. Pasaron un rato en silencio. Los vasos quedaron vacíos. Goyito hizo un movimiento de acercamiento.
—¿Quieres más? —preguntó.
Yassa no contestó. El hombre llamó al camarero y pidió otra botella, pero esta vez, cuando apareció la bebida, Yassa no tocó el vaso. Goyito asió el suyo, hizo un brindis con la botella, y sonrió.
—Margarita está ahora en casa. Después que nos bebamos esta cerveza podemos ir juntos a verla.
Yassa lo miró sin sonreír, la piel de su rostro tornándose carmesí por la indignación.
—Usted me ofendió —dijo.
—Y usted es un "foró" — respondió Goyito.
Habían hecho contacto. Al final, prevaleció el interés de Yassa por hablar con la Profesora, a pesar de la incomodidad por la que acababa de pasar, y el marido resultó ser un individuo interesante... después.

— 3 —

En los cuarenta, la gente preguntaba a Margarita Benedicto que para qué estudiaba ingeniería, que ésa era una carrera de hombres, que quién había visto una ingeniera bregando con obreros medio en cueros o discutiendo precios en las ferreterías, que había que ponerse pantalones para eso. Justamente eso fue lo que ella hizo. Con el cuerpazo que tenía en esa época, hasta los profesores más honorables interrumpían la conversación cuando ella pasaba, y le echaban un vistazo al contorneo fenomenal de sus muslos apretados dentro de los pantalones de kaki o fuerte azul. En ese entonces la Universidad estaba entre la Fortaleza y la Catedral, en el centro de la ciudad, y los domingos el paseo de moda era darle vueltas al Parque Colón. A eso ella iba con un vestido vaporoso y tenía a dos o tres de los muchachos vueltos locos, especialmente a Pedro Serdeñas, que estudiaba medicina y que mataron luego en la redada del 47. Pedro fue quien la introdujo en la política. Él fue de los que formaron el PSP junto con los muchachos que vinieron de Chile y de Cuba. Era hijo de uno de los refugiados españoles que se convirtieron en ideólogos del socialismo en el país. Don Eliseo Serdeñas, su papá, era un intelectual que había que sentarse a oírlo; pero Trujillo recogió a todos los refugiados, sin averiguaciones, y los puso a sembrar batatas en un campo de San Cristóbal. La mayoría emigró para otro lado. Algunos se sometieron a la Dictadura y fueron colocados convenientemente para ayudar en el desarrollo cultural del país. Don Eliseo murió de un infarto cuando hacía las diligencias para trasladarse a México, con Pedro y con Silvia, su mujer, una arpista de mucha calidad, que era en realidad su querida. Silvia se fue finalmente, pero Pedro se quedó, malviviendo en un cuarto que alquiló en Jobo Bonito. Consiguió trabajo y organizó su tiempo para hacer sus estudios universitarios y luchar por sus creencias. Margarita era elusiva con los muchachos, pero Pedro la atrajo desde el principio. Era alto y delgado, medio rubio, con pómulos salientes y ojos azules, y heredó el verbo de su papá. Nunca tuvieron amores, no dio tiempo, aunque ambos sabían que podían llegar a algo. Pedro dio prioridad a los contactos con los sindicatos y los anticomunistas, a la organización del Partido, a la enseñanza doctrinaria y a la formación del pensamiento ideológico que motivara y consolidara la lucha. No había tiempo para tener amores a la usanza de la clase media dominicana, con largas visitas por las noches, chaperonas y reunioncitas con amigas y amigos para darse besitos detrás de un árbol. Margarita no llegó a formar parte substancial del tráfago de actividades que tuvieron que desarrollar los muchachos para poder hacer prosélitos y competir con los otros grupos políticos. Ella ni siquiera se inscribió en el Partido. En esa época, no estaba segura si la doctrina comunista era lo que el pueblo dominicano necesitaba. A ella le gustaba Pedro y le gustaban sus ideas, su humanidad y su dedicación. Él parece que lo entendió así, y por eso sólo se guarecía en ella, sin obligarla a lanzarse del todo con él. Eso no valió de nada, a la hora de la persecución, la identificaron con él y la asediaron.
Comenzaron despidiéndola de la Universidad "por conducta impropia", una acusación falsa e indigna. Después mandaron mujeres de la mala vida a ofrecerle citas con hombres, voceándoselo junto con improperios y vulgaridades, a todo dar, desde la calle, frente al apartamiento donde ella vivía con su mamá y su hermano de catorce años. Luego el dueño del apartamiento lo pidió, porque de repente lo necesitaba para vivir, y la Oficina de Control de Alquiler les dio tres días para que se mudaran. Ahí fue que Margarita respingó. Fue donde el dueño a decirle que ni soñara, que ellos no se iban a mudar; pero el hombre le dijo que a él lo habían amenazado, y Margarita se dio cuenta que sólo había una salida: hablar con Trujillo.
Le dirigió una carta por correo protestando dignamente el atropello. Para su sorpresa, al día siguiente de mandarla, la citaron al Palacio Nacional, y allá fue, decidida a defender su posición y a conseguir un tratamiento adecuado a su dignidad de mujer. Quien la recibió fue al Secretario de la Presidencia. Éste manifestó que Trujillo había leído su carta y estaba consternado por lo que ella decía. El funcionario aseguró que el Generalísimo no sabía que algo así pudiera estarle ocurriendo a una dama como ella, que se habían dado órdenes para que le pusieran una protección policial, y que ya se había instruido a Control de Alquiler para que fijara un plazo mayor para la mudanza. Margarita salió frustrada de allí. Era como si la pusieran a resbalar sobre un piso enjabonado al compás de una música dulzona.
En eso mataron a Pedro y su mortificación se convirtió en rabia y dolor. Lo lloró, lo deseó. Ahí murió la Margarita gallinota, contenta de ser admirada, y nació la Margarita preocupada, dispuesta a mejorar las condiciones sociales de sus conciudadanos.
Siguieron los sinsabores. En su casa, la situación se hizo insostenible. Había un turno de policías en la puerta de la escalera que controlaba quien entraba y salía, los vecinos bajaban la vista cuando ellos pasaban, nadie los iba a visitar ni ellos podían ir a visitar a nadie, para no perjudicarlos. En definitiva, estaban libres, pero presos. Margarita sufría aún más por lo que pasaban su mamá Casilda y su hermano Israel, las víctimas indirectas de esta situación. El golpe final vino cuando a su mamá la cancelaron del puesto que tenía desde hacía más de quince años como laboratorista en una empresa privada, "por razones de fuerza mayor debido a economías". De eso era que vivían, ahora tenían que mendigar, entre amigos y familiares renuentes. Doña Casilda fue a hablar con una amiga de infancia casada con un alto funcionario para que su marido hablara a Trujillo en favor de ellos, pero la amiga la recibió fríamente y se negó a que su marido sirviera para eso. La familia comenzó a gastar los ahorritos que tenía del dinero que mandaban los hermanos de su mamá Casilda todos los años, por el arrendamiento de una finca indivisa en Hato Mayor, heredada de sus padres.
Así andaban las cosas el día en que a Margarita se le acercó en la calle una mujer encinta, con un paquete grande debajo del brazo. Era una mestiza de pelo lacio, de ésas que abundan por los barrios altos, y Margarita la tomó por otra prostituta más de las que habían mandado a molestarla. La mujer la llamó por su nombre. Margarita se cuadró, dispuesta a no recibir más insultos, pero antes de que el asunto tomara más cuerpo, la mujer se identificó.
—Yo soy Icelsa, la mujer de Pedro Serdeñas. Él me dijo que si le pasaba algo que la buscara y le diera esto. (La mujer extendió la mano con el paquete).
Por el temblor de su voz, Margarita supo inmediatamente que no se trataba de una impostora más. En Jobo Bonito, Pedro debió perseguir a esta muchacha humilde del vecindario, que perdió la cabeza por él. Margarita no resintió esta afrenta sentimental. Hablaron rápidamente porque Margarita sabía que no podía ser vista en la calle recibiendo un paquete.
Al despedirse, Margarita tuvo un impulso.
—Quiero ser la madrina de tu hijo, Icelsa. Cuando des a luz, avísame —dijo.
La otra sólo sonrió, y se separaron.
El paquete contenía los documentos claves de Pedro. "El Capital" de Karl Marx, "El Materialismo Histórico" de Konstantinov, y apuntes manuscritos sobre su pensamiento político. Era el legado que él le dejaba. Margarita lo leyó todo, libros y apuntes, pero no en Ciudad Trujillo. Tuvo que mudarse con su mamá y su hermano al provincias. Fueron a parar a Hato Mayor, donde su abuelo materno, un viejo soldado de la Guardia Republicana, en la finca de éste, cerca del pueblo. Allá, su hermano pudo seguir los estudios de la Normal. Israel tenía unos quince años entonces, y quizás fue el que menos sufrió. Quizás, porque en estas situaciones no se sabe bien lo que le está pasando al otro. Lo que sí que el muchacho nunca se quejó, ni acusó a nadie de lo que pasó. Era un buen hermano.
Margarita se metió a maestra, alfabetizando campesinos y campesinas, desmitificando creencias, introduciendo un poco el gusto por la autoevaluación, el análisis, la crítica. No entrando en el tema de la lucha de clases, porque aquella gente ni cuenta se daba de que constituían una clase depauperada, abrumada, sometida.
Margarita conoció a Goyito en La Romana. Eso fue en 1950, y ya Cayo Confites había pasado... y Luperón... y el futuro inmediato del país era la Era de Trujillo. Extensa, continua, imperecedera. Goyito era el piloto de un avión privado que tenían los norteamericanos del Central. Se encontraron en un pasadía en la playa de Bayahíbe. Ella andaba con sus primas de Hato Mayor, y él con una puertorriqueña, hija de un ingeniero del Central. Algo de Goyito le recordó a Pedro. El corte de su figura, más que otra cosa, porque su color y facciones eran totalmente distintos. Los presentaron, y él notó en los ojos de ella un fulgor.
Goyito fue a Hato Mayor a visitarla. Para entonces, ya había averiguado todo lo que había que saber sobre Margarita, pero Goyito se había enamorado, y un piloto comercial no entiende de política. Se casaron, y la única condición que puso Margarita fue que quería seguir siendo maestra después del matrimonio.
Goyito era un hombre práctico. Se dio cuenta enseguida de la tendencia socialista de la novia, que iba a ser su mujer. No tenía por qué enfrentarla ni frenarla. Ella misma buscaría su acotejo en la protección y la comodidad que él iba a crearle. Ya casados Goyito se movió y le consiguió una plaza en Educación. Margarita escogió la vertiente de matemáticas, la menos controversial, donde era difícil hablar de clases, lucha social, sistemas de producción, capitalismo e imperialismo. Así la pareja fue buscando un término medio de entendimiento, ella hacia la derecha y él hacia la izquierda. Porque cuando Margarita le habló de Pedro Serdeñas, él leyó fascinado los apuntes del revolucionario muerto, los estudió, los discutió a fondo con ella y los conceptualizó, apropiándoselos.
Eventualmente, Goyito dejó el trabajo de La Romana y se empleó en la Compañía Dominicana de Aviación, buscando abrirse camino por su cuenta. Todo iba bien, hasta que un buen día, Margarita puso otra condición. Eso fue a principios de 1952 y ella estaba avanzada encinta de José Gabriel. Margarita quería criar a su ahijado Eliseo, el hijo de Pedro. Icelsa se había casado, pero, antes, habló con la madrina, para recomendarle al muchachito, que se quedaba con sus abuelos en el Jobo. Para esa época, éste tenía cerca de cinco años, y era un rubito jabao de pelo crespo, con ojos azules y piel parda. Goyito aceptó el asunto, pero no como pretendía Margarita. Ella quería que lo adoptaran. El se negó, y Eliseo se quedó con el apellido de su mamá. Mon, Eliseo Mon, ni Serdeñas ni Villalón. Tampoco Benedicto, como habría sido, si Margarita hubiese tenido pantalones.
A José Gabriel le siguieron Gregorito, Casildita y Rosa Elena, en sucesión anual. Los Villalón se mudaron a una casa en el Ensanche Lugo. Todo era normal, tranquilo, como pasaba con todas las familias que a la corta o a la larga habían tenido que someterse al régimen. Goyito asumió la afrenta que Trujillo hizo a su mujer, años atrás. Por lo menos, eso sintió él y eso creía él, aunque era sólo un sentimiento íntimo, no exteriorizado. Cuando Yassa quiso hacer contacto con su profesora, en el verano de 1958, Margarita Benedicto era una apacible ama de casa, cuidando niñitos de todas las edades, y era una maestra de matemáticas, seria y reconocida. Goyito, su marido, era un buen piloto dominicano, apreciado y bien pagado. Los esposos no hablaban de ideología política, pero eran fervientemente antitrujillistas... por dentro.

— 4 —

No era que Goyito sintiera celos por los hombres que rodeaban a Margarita. El sabía desde hacía rato que él era el único hombre que ella quería. El único hombre vivo, porque estaba el fantasma de Pedro, insistente, permanente, y después que recogieron a Eliseo, presente. Con esa situación fue que Goyito tuvo que bregar al principio de su matrimonio. No todo el tiempo, tenía que reconocer eso. Sin embargo, no podía dejar de sentir que se le comparaba, que había un paradigma contra el cual se le medía. También entendía, después de leer, estudiar, discutir y asimilar el pensamiento ideológico de Pedro, que ese paradigma había sido un intelectual profundamente humano.
Goyito era un hombre práctico, no iba a competir con el muerto. El muerto iba a tener que competir con él. Margarita le metió a Eliseo en la casa. Bueno, él le metió cuatro hijos de él y de ella, uno detrás del otro. Con Eliseo, él no tenía problemas realmente. Le tomó cariño y lo trataba como a un hijo más. Eso también era parte de la estrategia, no diferenciar. Aunque eso de darle al muchachito su apellido y su herencia, como quería Margarita, era demasiado fuerte.
Lo otro que hizo no fue expresamente. Se fue politizando cada vez más, cayendo cada vez más en la imagen que ella tenía del hombre ideal, que él, poco a poco, fue descubriendo que no era necesariamente Pedro. Eran él y Pedro juntos. Una simbiosis de los dos hombres que ella amaba; quizás algo totalmente distinto, como sucede con una reacción química entre elementos. La cosa era compleja. Era más fácil pulsear con el fantasma de Pedro que ponerse a la altura de una nebulosa. Goyito decidió ser él, y se acabó. Y él era un hombre cariñoso, familiar, preocupado por los suyos, amigable, peñero. Inteligente, aunque no intelectualizado. Nunca podría escribir notas sobre sus creencias políticas, mucho menos sobre su pensamiento ideológico. Daba para tomar decisiones y hacer. Quizás para dirigir.
Cuando el muchacho Eleazar se le acercó, procurando a su mujer, cayó en un error que le hizo dudar por un momento de su capacidad de discernir. Margarita le había dicho que en la Escuela de Peritos había un soplón de esos molestosos, que andaban sacudiendo la mata a ver qué caía. Fue algo que ella dijo como sin darle mucha importancia, porque no tenía que ver con ella. Otra profesora, María Cruceta, se lo había confiado, aduciendo que el individuo la quería incriminar en un escándalo con el Director, por ser sobrina de un exiliado. Era ese tipo de chisme sórdido de politiquería chantajista, pero a Goyito no le gustó y sintió que ahí había una amenaza indirecta a su familia. Eleazar tenía esa calidad sombría que uno asocia con lo tenebroso y lo vituperable, y por eso se equivocó con respecto a él. Bueno, cuando se convenció que lo había tomado por otro, trató de enmendar las cosas, pero el tipo era huraño, sólo aristas y puyas. Goyito no quiso averiguar qué era lo que el muchacho quería con su mujer. Prefirió darle esa confianza. Salieron de la Barrita, y se fueron caminando a la casa sin pronunciar palabras. Pasaron el hospital Padre Billini; dejaron atrás las viejas casas de tapia, con ventanones cerrados por rejas que llegaban al piso, y alcanzaron las construcciones más recientes, con vitrinas enormes y vestíbulos entrantes. Cruzaron al Parque Independencia. A Goyito le encantaba el parque. Cuando iba para la Barrita, lo atravesaba por el medio, para ver la gente paseando por las veredas o sentada en los bancos de hierro, pasaba por los puentes sobre el foso seco y cruzaba por la glorieta de columnas dóricas delgadas y con cúpula de hormigón armado, donde aparecía de vez en cuando un grupo de muchachitos jugando a policías y bandidos. Aunque ya últimamente el juego de niños era más raro. El parque tenía su movimiento de gente. Por la mañana y por la tarde lo usaban los peatones, los limpiabotas, algunos vagos y otros consuetudinarios, que venían a disfrutar, como él, de los árboles y la sombra, y del movimiento de gente. Por la tardecita y la nochecita, aparecían los enamorados, y una cantidad de viejos detrás de las sirvientas; pero ya después de las nueve de la noche comenzaban a llegar al negocio las prostitutas y los maricones, y nadie que no fuera a eso, se metía ahí dentro. Con todo y todo, aún a esa hora, Goyito prefería caminar por la acera exterior del parque. Se metía bajo la cobija de las ramas y sentía el fresco de la noche que arreciaba en ese espacio vegetal. Caminando por ahí, con el muchacho Eleazar a su lado, los detuvo una voz femenina.
—¡Yassa! —gritó una de las muchachas sentadas en un banco, esperando clientes.
Goyito miró al interpelado, que respondió al llamado, sonriendo por primera vez desde que lo conoció. La muchacha se levantó del banco, se acercó a los dos hombres y se dirigió a Yassa, con gran familiaridad.
—¡Muchacho! ¿Y qué tú haces por aquí?
—Ando con el señor. ¿Y tú? ¿cómo estás?
—Ahí. Ya tú sabes. En lo mismo.
—Don Goyito, déjeme presentarle a Dioselina. El es el marido de una de mis maestras de la Peritos; ella es una vecinita de mi barrio.
Dioselina alargó su mano y Goyito tuvo que responderle con un saludo formal.
—Bueno —dijo la muchacha, entendiendo que Yassa andaba en una diligencia—, nos vemos. (Volvió adonde estaba).
Goyito no se acordaba cuándo fue la última vez que estuvo con una prostituta, y el contacto con ésta lo sorprendió. Sólo que ésta era una "vecinita".
—¿Dónde es que vives? —preguntó a Eleazar.
El hielo se había roto entre ellos dos.
—En Guachupita. Eso queda más allá del puente, de éste lado. (Yassa se sentía preocupado. La interrupción de Dioselina lo sacó de su estupor; y ahora ya faltaba poco para enfrentar a la profesora Benedicto, sin saber todavía lo que le iba a decir). Mi papá tiene un colmado allá, y Dioselina y su familia nos compran —agregó, explicándose más de la cuenta.
Goyito sonrió. Era otro mundo, adonde Dioselina era una muchacha corriente, con su papá y su mamá que la mandaban al colmado a comprar manteca y pan. Como en las películas mexicanas de cabareteras y arrabaleras. El había pasado mil veces por ese parque y nunca lo había visto así, con todo y su supuesta sensibilidad comunitaria desarrollada en los últimos años. En teoría, no en la práctica.
—A mí me gustaría conocer a Guachupita. Dime cómo es, digo, dime cómo es la gente.
Yassa le dijo.
Goyito se interesó, y la conversación entre ellos se hizo espontánea. Ya casi llegaban a la casa en el Ensanche Lugo. Goyito se detuvo para interpelar al muchacho.
—¿Para qué es que vienes donde mi mujer? —preguntó, esta vez buscando colaborar.
Yassa le explicó.
Goyito era un hombre práctico. El sabía que no podía sorprender a Margarita trayéndole a este muchacho así, de buenas a primeras, en medio de la noche, para hablarle de reivindicaciones sociales, del PSP y de fantasías, por no llamarlas distorsiones, sobre un enfrentamiento con la Dictadura.
Cuando Yassa terminó de hablar, Goyito le pasó su brazo por el hombro.
—Oye una cosa. (Acercó su cabeza a la del muchacho, en un gesto amistoso, para darle mayor intimidad a lo que iba a decirle). A mí me parece que Margarita puede ayudarte a aclarar muchas cosas, pero hoy no es el día ni el momento. Voy a hablar con ella y voy a explicarle, y el domingo vamos a ir a Güibia. ¿Qué te parece? Nos damos un baño, nos tomamos una cerveza, y tú verás.
Yassa comprendió.
—¿Puedo traer a mi novia?
Goyito pensó en otra Dioselina.
—Tráela.

Llegó el domingo y se encontraron en Güibia. Los Villalón cargaron con toda la familia. Yassa se presentó con Nélida, que resultó ser una muchacha de oro, para tranquilidad de Goyito, que quería romper la barrera de la discriminación social, pero tenía sus resquemores. La muchacha se llevó bien con Margarita y terminó abrazada por los cuatro Villalón. Al principio, la reunión entre ellos resultó un poco forzada. Margarita sabía lo que Yassa quería, pero Yassa no se atrevía a decírselo.
—Vamos allí —dijo Goyito al muchacho, señalando en medio del agua el armatoste que quedaba del viejo atracadero, transformado en plataforma de trampolín. Tenían que discutir cuál iba a ser la relación entre ellos. Margarita y él habían hablado sobre las preocupaciones del muchacho, y aunque entendieron que era peligroso estar jugando a la política con un estudiante, decidieron ayudarlo. Margarita conocía la historia de Murani y la manera improvisada en que Yassa tuvo que dejar la Normal y hacer una convalidación precipitada en la Escuela de Peritos.
Yassa y Goyito llegaron a la plataforma y se sentaron a hablar, pero apareció de repente Eliseo, que venía nadando tras ellos sin que se dieran cuenta. El muchachito ya tenía once años y comenzaba a desarrollarse espigadito, la herencia de los Serdeñas. Eventualmente, Eliseo y Yassa hicieron liga, y Yassa le enseñó cómo se daba a una pelota corriente, para que rebotara y sirviera de entrenamiento para jugar básquetbol. Yassa seguía jugando de vez en cuando en el solar cerca de la Normal, aunque ya prácticamente lo que hacía era dirigir un grupo de muchachos del sector.
La segunda vez que se vieron pudieron comunicarse, finalmente. Al lado de la playa popular de Güibia estaban las instalaciones privadas del Casino de Güibia. Los Villalón eran miembros, y decidieron que el mejor sitio para hablar con Yassa era abajo, en la terraza al aire libre, alrededor de la pista con concha acústica, donde había unas mesitas con parasoles que casi nadie ocupaba, ni siquiera los domingos, a menos que hubiera un pasadía. Allí se juntaron. Arriba, en el cuartel pegado al Casino, un policía los divisó en su contubernio, pero era como pensaba Goyito, el policía los tomó por bebedores madrugadores.
Fue en esa época que Yassa escribió a Guarionex, sin decírselo, pero agradecido por el consejo que le dio de hacer las cosas por convicción. Para Yassa, la relación con los Villalón era un panacea, un disfrute después de tantas calamidades. Hasta su temperamento cambió, y cambió su actitud hacia su papá Nadim. Atendió más sus exigencias. Dejó el trabajo con don Riad y se metió en el colmado de lleno. En varias ocasiones le habló a Chino Aponte de los Villalón y hasta le propuso una vez presentárselos, pero por una razón u otra, esto no se llegó a hacer. Chino asumió que se trataba de una relación clandestina y militante con gente politizada, sin embargo, las sesiones sobre política entre los Villalón y Yassa eran reminiscencias de Margarita de los acontecimientos de los cuarenta, con sus esbozos de las situaciones nacionales e internacionales que los permitieron; Yassa, por su parte, hablaba de Murani, de Guarionex y de Chino. Cada vez se fue haciendo más fácil entrar en el tema, aunque siempre con precauciones.

Goyito y Margarita fueron a Guachupita a visitar a los Eleazar. La vieja Samira los recibió con su bandeja de quipes, y Nadim e Irmilde con todo tipo de atenciones, impresionados por tener en su casa a una profesora de su hijo Yassa. En el Líbano eso era un gran honor. Goyito dejó a Margarita con los papás de Yassa, y se fue con éste a andar el barrio o, mejor dicho, a hacer equilibrio y ejercicio, bajando y subiendo las cuestas y resbalando por los caminos. Yassa lo llevó al tronco, a la vera del río, donde él y Guarionex habían hablado, y allí descansaron.
—Esto es otro mundo, Yassa. Aquí la gente vive, baila, pelea, canta, trabaja y cocina en la calle. Todos se conocen y son amigos o enemigos. No hay término medio, n hay indiferencia.
Goyito vio las casuchas abiertas con sus enseres pobres. Catres, mesitas de madera de pino, ropa colgando de un clavo. Caminando por los callejones era como si caminara por dentro de las casas. La gente se sentaba en la puerta, en sus sillas de guano, haciendo lo que fuera. Las mujeres se peinaban, con sus greñas amontonadas alrededor de la cabeza como pilas de cabuya; o cocinaban en un anafe con ollas renegridas donde no se distinguía bien qué era lo que había adentro, ni por el olor; o atendían los muchachitos barrigones o famélicos, gritándoles o acurrucándolos, algunas recién paridas dándoles el seno a sus criaturitas, a la vista de todos, sin ninguna reserva. Los hombres jugaban dados o dominó; o atendían las espuelas del gallo; o se afeitaban en palanganas delante de un espejo recostado contra un palo. Algunos modelaban madera en un taller improvisado, regando los desperdicios sobre el camino; o desbastaban un tronco para la construcción de un anexo. Los jóvenes se tiraban la pelota donde hubiera un espacio lo suficientemente grande para hacerlo; o juntos, en grupos, disertaban o hablaban de trabajo y de mujeres. Las muchachas ayudaban a los mayores, algunas caminando con desenfado, tratando de llamar la atención de los muchachos agrupados. Había borrachos también, y Goyito presenció un pleito que surgió de repente entre dos hombres y una mujer. En algunas casas vio billares, donde jugaban concentrados jóvenes y viejos, y Yassa explicó que había casas de prostitución, pero arriba, por donde estaba el colmado de su papá.
Era otro mundo.
—En el Ensanche Lugo, conozco algunos de los vecinos, pero no los trato.
Goyito sentía que esto constituía una traición al espíritu de comunidad que había encontrado aquí.
A partir de esa visita, al aterrizar en los aeropuertos de Santiago, Barahona y los otros pueblos donde le tocaba viajar, Goyito se fijaba desde el aire, notando que en todos había amontonamientos de casitas en desorden, a lo largo de un barranco o de una zanja. Antes les pasaba por arriba y ni se daba cuenta. En eso, la CDA cambió su asignación sin consultárselo. Era inútil protestar, si era que el asunto merecía protesta. Era el mismo atropello de siempre, producto del autoritarismo imperante. Lo pasaron de la asignación de vuelos nacionales a la de vuelos internacionales. La CDA volaba a Puerto Rico, Curazao y Miami, y se planeaba que viajara a Nueva York. Goyito tuvo que concentrarse en sus nuevas responsabilidades. No podía dedicarle demasiado tiempo a su peña de la Barrita Americana, ni tampoco, lamentablemente, a Eleazar.
Así se terminó el año 1958.

— 5 —

Al comenzar el año 1959, la paz de Trujillo reinaba en el territorio dominicano. De manera absoluta, eficiente y corporal. Contribuían todos los mecanismos que por veintinueve años ejercían su dominio sobre la imaginación de los ciudadanos, ahogando sus iniciativas y amoldando sus fantasías hacia la imagen todopoderosa del Generalísimo. Sin embargo, los dominicanos no estaban ajenos a los sucesos internacionales, que discurrían, uno tras otro, perfilando para la República Dominicana la caída de la Dictadura, un acontecer que aún no formaba parte de sus realidades. Para la mayoría, no significaba nada la lucha hegemónica entre facciones de derecha, centro e izquierda, que se desarrollaba sordamente en todo el Caribe. Su prioridad era sobrevivir ese día, ese mes o ese año. Para unos cuantos, la Dictadura había agotado su tiempo histórico, pero nada de lo que sucedía fuera del país garantizaba que su final fuese inmediato, sobre todo porque Trujillo era un contendiente formidable contra cualquiera. Para muy pocos, había llegado el momento esperado; las fuerzas políticas y económicas continentales finalmente coincidían, y la Dictadura debía sucumbir. Con sangre, con esfuerzos, con sacrificios; pero tenía que sucumbir.
En varias ocasiones los esposos Villalón y Yassa Eleazar trataron el tema de lo que ocurría fuera del país, sobre todo en Cuba y Venezuela. Unas veces se referían a publicaciones que salían en la prensa local, y otras veces comentaban noticias que oían cuando lograban captar Radio Rebelde en sus emisiones desde la provincia de Oriente, en Cuba, o Radio Rumbos desde Caracas. Parecía que a nivel internacional se estaba formando un movimiento democrático similar al de los cuarenta.
En la madrugada del primero de enero de 1959, el pueblo dominicano supo que Batista estaba exiliado en San Isidro y que Fidel Castro era el vencedor en Cuba. Los antitrujillistas locales reaccionaron manteniéndose a la expectativa, pero Yassa, que no tenía experiencia en eso, entendió que el compás de espera había terminado. Esa tarde fue a visitar a los Villalón. Encontró a Margarita sola. Goyito andaba de servicio en Miami.
—¿Qué hay, Yassa? ¡Feliz Año Nuevo! —dijo ella al verlo, sabiendo que él venía a discutir el triunfo de Fidel Castro.
Yassa tenía esa presencia sombría que impresionó a Goyito cuando se conocieron.
—Profesora, ¿oyó la noticia?
Había una intensidad en el muchacho, un deseo de comunicar más, mucho más de lo que las palabras podían expresar.
Margarita se sintió tocada. Con Yassa se habían acabado las veladas para hacer reminiscencias. Ahora había que hablar de organizar el futuro, de iniciar la lucha contra la Dictadura. Se dio cuenta que su discípulo Yassa era, en la acción, otro Pedro, su maestro, y que ella no quería frenarlo, no sólo eso, sino que esta vez ella quería participar de lleno. Pero, ¿qué se podía hacer? Habló con calma.
—La oí. Siéntate, Yassa.
Yassa obedeció y Margarita hizo lo mismo.
—¿Qué usted piensa? —preguntó el muchacho.
Lo primero era que el lugar donde estaban no era el sitio indicado para hablar. La casa de los Villalón en el Ensanche Lugo era de esas residencias construidas a principios de siglo, con un salón central largo y amplio dividido por la mitad por un murito con columnas jónicas de hormigón armado que servía para separar el comedor de la sala. Lo que se hablaba ahí se oía por toda la casa. Tampoco eran buenos sitios la galería ni el patio. Estaban los sirvientes que podían aparecerse en cualquier instante, y Eliseo andaba por esos lados, haciendo y deshaciendo. Podía entrar a Yassa en el dormitorio, el único sitio donde podían encerrarse y tener privacidad; pero con Goyito fuera no era conveniente. Siempre había que mantener las apariencias, hasta en su propia casa. Margarita prevaricó.
—Tenemos que hablar, Yassa, pero Goyito no está en el país.(Era como una posposición. Sin embargo, ella quería hablar ahora, el momento era ahora. Se le ocurrió un sitio, cerca de allí, a dos cuadras. Público y privado a la vez, donde no se vería mal hablar un secreto en voz baja). Vamos a hacer una cosa. Tú te vas y me esperas cinco o diez minutos en la puerta del Cementerio Viejo, ahí en la avenida Independencia. Yo voy enseguida.
Yassa asintió, respirando fuerte, aceptando que de esta manera iniciaban la conspiración.

El cementerio de la avenida Independencia lo clausuraron cuando inauguraron el de la avenida Tiradentes, pero estaba abierto a los familiares de los difuntos de 6:00 de la mañana a 6:00 de la tarde. Las tumbas estaban unas pegadas a las otras, y había una cantidad tan grande que no se veían los senderos por donde se caminaba. Estaba rodeado de un muro alto, pintado de gris, que lo aislaba de la calle. En la puerta principal esperaban los mendigos, los vendedores de flores y de velas, los paleteros, los "fríofrieros". En fin, un grupo de buhoneros y vendedores ambulantes negociando la entrada. Margarita encontró mucho más visitantes de lo que había supuesto. Eran, sobre todo, personas mayores que venían al iniciarse el año para embellecer las tumbas de sus muertos y para estar con ellos. Vio a Yassa y se juntó con él, compraron un velón y caminaron lo más lejos posible del movimiento de entrada, hacia el extremo lindante con la calle Padre Billini, donde finalmente encontraron una tumba en cuyos alrededores no había nadie. Era de una familia en exilio, de un hermano de Horacio Vásquez, el Presidente de la República contra quien Trujillo conspiró para alcanzar el poder en 1930. Margarita prendió el velón y lo puso al pie del monumento neobarroco de mármol blanco con medallones de adultos y estatuitas de niños. Había un banco de mármol para los visitantes, y lo usaron.
—¿Qué usted piensa, Profesora? —preguntó Yassa, reiniciando el diálogo.
Lucía menos sombrío, más confiado en que se iba a hacer lo que se proponía hacer.
—Bueno —comenzó Margarita—, quise que habláramos en privado para puntualizar las cosas. (¿Qué era lo que realmente se podía hacer? Margarita se había hecho la pregunta ya varias veces. Pensó en Pedro, para él hubiera sido fácil todo, y rompió a hablar como ella creía que hubiera hablado Pedro, un Pedro más maduro, más experimentado, más cauto). Ni tú ni yo ni Goyito juntos podremos influir mucho en que Trujillo caiga, a menos que se forme un movimiento clandestino tan y tan fuerte que toda la maquinaria represiva de la Dictadura no lo resista. Para eso hay que comprometer gente; y gente que en un momento dado haga lo que tenga que hacer y asuma las responsabilidades, primero, para la toma del poder, y luego, para el ejercicio del poder. (Según hablaba, Margarita se dio cuenta que estaba trazando una estrategia muy ardua para llevar a cabo. En los años cuarenta, Trujillo por lo menos permitió la organización de los grupos; en 1959, esto iba a ser difícil, sino imposible). Tenemos que ver con quién contamos, quién está dispuesto a arriesgarse, y no debemos fallar, porque si nos acercamos a alguien dudoso, ése nos traicionará y se vendrá abajo todo el trabajo. Pedro decía... (Se estremeció. Pedro estaba muerto. Ya el tiempo de Pedro había pasado, como el de todos los que estaban en este cementerio. Sólo quedaban sus ideas). A propósito, te voy a dar a leer unas notas que Pedro escribió durante la lucha del 46. Es importante saber bien qué es lo que uno quiere hacer, no sólo para tumbar a Trujillo sino para gobernar al pueblo dominicano después. Pedro era un enamorado del materialismo histórico. (Entendió que se distraía y decidió que iba a ser la última vez que lo mencionaría, como si estuviera vivo, guiándola).
Margarita y Yassa siguieron discutiendo el asunto hasta que tocó la hora de cerrar el cementerio, y uno de los celadores se acercó, dando vueltas alrededor de ellos para apremiarlos a salir. Habían formulado varias hipótesis y concluido siempre en lo mismo. Tenían que organizar un movimiento clandestino. Margarita volvió su atención a la tumba de los Vásquez, que habían luchado por la democracia y la habían dejado perder. Se arrodilló, se persignó y rezó porque ahora se pudiera recuperar. Pensó en Juan Pablo Duarte y cómo había hecho para formar el movimiento de La Trinitaria. Era el antecedente a seguir. Yassa se detuvo a su lado, sin entender el gesto religioso, pensando que era una comedia para allantar al celador.
—Reza tú también, Yassa —dijo Margarita—. No perdemos nada con tener a Dios de nuestra parte.

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