Friday, September 10, 2010

08 El asesino de las lluvias

Segunda Edición
Primera Edición

EL ASESINO DE LAS LLUVIAS

Novela

Por Manuel Salvador Gautier

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Primera edición: Ediciones CEDIBIL
Santo Domingo, República Dominicana
2006
ISBN: 99934-75-13-0
Segunda Edición (en italiano): Giovane Holden Edizioni Sas
Massarosa (Lu), Italia
2007
ISBN: 978-88-95214-30-6
Tercera Edición: Editorial Santuario
Santo Domingo, República Dominicana
2008
ISBN: 978-9945-068-83-2

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A los amigos y las amigas
del Ateneo Insular
en especial
a Bruno Rosario Candelier


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La lluvia de los meteoritos Perseid comenzó a mediados de julio,
con un o dos meteoritos volando a través del cielo cada tarde. La actividad está aumentando lentamente y recientemente decenas de estrellas serán visibles cada hora en los cielos oscuros.

“La contaminación ligera de la luz y el medio ambiente es un asesino verdadero de las lluvias de meteoritos”, dice Kevin Conod, astrónomo en el planetario Dreyfuss del museo de Newark en Nueva Jersey.


De la Sección de Astronomía
del Periódico El Caribe
en algún mes del año 2001

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CAPÍTULO 1

CÓMO SER LA VERDAD Y NO EXISTIR



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1. La revelación sin nombre

Desde muy pequeño comprendí que sería poeta. Ocurrió un día en que papá y mamá me llevaron de fin de semana a la finca de tía Eutimia; yo debía tener seis o siete años. Duramos varias horas recorriendo kilómetros en un carro que brincaba y se recalentaba como un pez sin agua. Subimos por un camino muy empinado entre montañas, vadeamos varios ríos —era una época en que casi no había puentes— y llegamos. Yo venía todo el trayecto recostado sobre el seno de mamá, indiferente a lo que me rodeaba, mareado, lloroso porque sentía que una vez más iba a estropear la fiesta de los otros. Papá abrió la puerta del vehículo y mamá me indicó que saliera. Entonces mis ojos se deslumbraron con una luz verde que asfixiaba el espacio circundante y se extendía hasta arropar la hilera de árboles cercanos; y, más allá, el cielo abrazado al lomo de las montañas.
“Déjenmelo a mí”, oí que dijeron, y alguien me agarró por la mano, me haló fuera del vehículo y me hizo caminar entre terruños. Era Lili, la muchacha que tía Eutimia criaba en el campo, una jovencita de quien me enamoré tan pronto oí su risa festiva y noté delante de mí su pelo abundante, sus orejas rosadas y su cuello con dos lunares pequeñitos que aparecían y se escondían según se movía.
“¡Lili, Lili, espérate!”, le grité, aturdido por el viaje y sofocado por la caminata forzada que me obligaba a hacer.
Lili se detuvo, y yo me aferré a su cintura tocando el paño de algodón con cuadritos azules de su traje.
“¿Te sientes mejor?”
“Me siento bien”, dije estimulado por la dureza de las formas que palpaba.
“¿Ves? Caminar es bueno, obliga a respirar hondo, mueve la sangre”.
Yo recosté mi cabeza en su regazo y ella me acogió sonriente, como si mi gesto no la intrigara.
“Hagamos una cosa. Lleguemos a la casa para que saludes a doña Eutimia y a don Víctor y después iremos a ver los caballos”.
Me hablaba afectuosamente, pasándome la mano por el pelo.
Tía Eutimia nos esperaba en la galería que rodeaba el segundo piso de su residencia campestre —una estancia de madera sobre pilotes, con techos inclinados— y nos ofreció un refrigerio. Papá fue a buscar a tío Víctor en el ordeñadero cerca de allí, y mamá y yo nos sentamos a recibir el fresco de la tarde, a tomar café con leche y a morder galleticas de mantequilla hechas en horno de leña. Mamá y tía Eutimia se enfrascaron en una conversación de mujeres y yo contemplé a Lili, esperando que hiciera su propuesta.
“Sergio y yo vamos a ver los caballos”, dijo ella finalmente, y se levantó, me tomó de la mano y me sacó de la casa.
Mientras caminábamos, Lili me explicó la finalidad de la visita al potrero. Era para que yo escogiera el animal que debía montar al día siguiente, durante el paseo que habían organizado nuestros anfitriones por los parajes de la finca. Pasamos por delante de papá y tío Víctor en el ordeñadero y abrimos el portón del primer corral, donde ponían a los becerros.
“El potrero con los caballos está más allá”, dijo Lili, y la seguí pisando de nuevo terruños secos, despedazados por las patas de los animales, esta vez salpicados de evacuaciones que Lili evitaba con gran habilidad.
“Allí están”, dijo la muchacha, y me señaló un grupo de caballos que pastaban tranquilos, meneando los rabos y batiendo las crines.
Abrimos la puerta de alambres y entramos a verlos más de cerca. Entonces corrió hacia nosotros un vaquero en su montura jadeante.
“Buenas”, dijo quitándose el sombrero de paja.
Lili le sonrió ampliamente.
“Buenas”.
“¿Buscan algo?”, preguntó el vaquero, que se había desmontado y parecía muy interesado en servirnos.
“Vine a ver si la yegua había parido”, dijo Lili, para asombro mío.
“Aún no, pero casi; me mandaron para que la atendiera. Está por allí”, dijo el vaquero, y señaló hacia un árbol grande de mucha sombra, que servía de poste para la cerca de alambres del potrero.
“Ve, huye, ve a ver”, dijo Lili, y me empujó en la dirección que señalaba el vaquero.
Salí corriendo sin mayores averiguaciones y llegué hasta el árbol. Allí estaba la yegua, tirada sobre la tierra, con su barriga grande cruzada de venas gordas que parecían a punto de reventar. La bestia me miró sin disimulos con sus ojos almendrados, enormes, y yo la miré curioso. De pronto se movió y le comenzó a salir la criatura por atrás.
“¡Corran, la yegua está botando una cosa!”, grité a Lili y al vaquero, que se habían quedado hablando donde los dejé; pero ninguno me oyó.
La yegua finalmente expulsó la cría envuelta en su placenta y se levantó de un brinco, se acercó al recién nacido y comenzó a arrancarle la envoltura. Según lo hacía, lo empujaba por debajo de la alambrada hasta que quedó del otro lado y ella no pudo acercársele. La cría comenzó a moverse, a querer pararse en sus cuatro patas, y la yegua a desesperarse porque no podía alcanzarla para terminar de limpiarla y ayudarla.
Corrí donde estaban Lili y el vaquero, y halé al hombre por la camisa.
“Ven, huye, la yegua va a saltar la cerca”, le dije, y el vaquero y Lili corrieron detrás de mí.
Cuando llegamos al lado de la yegua, ya se había herido tratando de romper la alambrada y alcanzar a la cría. Santico, como se llamaba el vaquero, la enlazó y la obligó a estarse quieta.
“Ve, corre —me dijo—. En el ordeñadero hay un alicate. Dile que te lo den y tráelo; hay que cortar los alambres de la cerca para que la yegua pase”.
En retrospectiva, creo que la decisión de Santico fue una improvisación torpe y desesperada; sin embargo, ninguno de los tres involucrados —Lili, Santico y yo—, pensamos en otra cosa que en acercar la bestia a su cría para que completara lo que la naturaleza la impelía a hacer. Igual pensaron papá y tío Víctor, que vinieron corriendo junto conmigo, alicate en mano
Nos reunimos todos frente a la madre angustiada y al animalito, y contemplamos cómo Santico cortaba la alambrada y dejaba pasar a la yegua para que se reuniera con su hijo, lo lamiera, lo ayudara a ponerse de pie, lo protegiera y le acercara el hocico a sus tetas para que mamara la buena leche materna que ofrecían.
Fue un lance sentimental con visos de amor de madre que nos conmovió a todos. Como consecuencia, tío Víctor dijo que yo había sido un héroe porque había salvado a la yegua y al potrico, y que iba a ponerle al potrico “Sergio” en mi honor y “El Grande” porque sería alto y fornido como el padrote que lo engendró. Me sentí muy bien; miraba a Lili dándole a entender que tenía a un héroe a su lado, y ella me correspondía con su sonrisa que le llegaba de oreja a oreja, sólo que noté, al mismo tiempo, las ojeadas significativas que le echaba a Santico, como si entendiera que el verdadero héroe había sido él.
Me sentí celoso, despechado.
Miré alrededor. Comenzaba a declinar el día y el verde del aire se hacía esmeralda. Vi que uno de los caballos se separaba del grupo y se dirigía a la arbolada que bordeaba el recodo del río. Salí corriendo hacia allá anunciando que iba tras el caballo, aunque en realidad sólo quería estar a solas. Oí las exclamaciones de papá y de Lili diciendo que desistiera de ir tras el animal, que si quería montarlo Santico podía traerlo; pero no les hice caso. Seguí adelante a pesar de sentir un deseo de no aislarme como intentaba, una perturbación imprecisa que me sobrecogió.
El caballo finalmente se desvió hacia un lado y se puso a comer yerba tierna al borde de un bajío. Yo continué en línea recta hacia el recodo del río. Pisé flores azules, amarillas, blancas. Toqué un árbol alto y frondoso con una sombra oscura que opacaba el aire verde. Era el primero de un grupo tupido que penetré volando como un barrancolí, pequeño y confiado, tan inmerso en su recorrido que desdeñaba el entorpecimiento de la oscuridad. Llegué hasta el río, rugiente y huidizo, con sus músculos acuosos y retorcidos. Me embriagué de olor a hojarasca disuelta en la tierra y de humedad fermentada. Recogí una pomarrosa que flotaba cerca de la orilla y la llevé a los labios. Algo inexplicable impidió que la mordiera y me obligó a notar las sombras que me arropaban. Tiré la pomarrosa al río para que prosiguiera su viaje inútil, y me agaché a recoger una flor pequeña, incolora, campanita de pétalos, tejido de luna en la maraña de la oscuridad. La flor se abrió y me enseñó su pistilo cuajado de partículas de polen, que se prendieron como soles diminutos para iluminar el espacio en que me hallaba, un lugar sin dimensiones, donde nada y todo era real. Sentí un efluvio de paz, un deseo de amar todo lo que me rodeaba, de disolverme en lo impredecible. El aire cambió de un color negruzco a otro violáceo; se hizo espeso, de una viscosidad irrespirable. Me empujaba una fuerza desconocida a la cual me acogí. El río se perdió en la inexactitud del espacio; sólo oía su sonido, insistente, intermitente. Pensé que me movía, pero sabía que estaba estático, clavado en el mismo lugar. De improviso entendí que orillaba el hueco de la vida y de la muerte. Era redondo, amenazador, y tuve miedo; sin embargo, no pude evitar acercarme a su borde hasta alcanzarlo. Allí me asomé a su misterio. En el fondo no había nada, ni siquiera una luz, como yo esperaba. El peligro de su atracción me sofocó. Sabía que en cualquier momento me lanzaría en sus profundidades. Entonces apareció a mi lado un ser idéntico a mí, sólo que insubstancial como mi aliento. Entró en mi cuerpo y respiró conmigo.
“Disuélvete en mí, no tengas miedo; la vida soy yo y la muerte eres tú”, dijo por mi boca.
En ese momento no capté su significado. No estaba preparado para desentrañar ese misterio metafísico. Me distrajo el ser paralelo. ¿Quién podía ser… mi ángel? fue la incógnita que me preocupó, condicionado como estaba a mi mentalidad de niño. Más tarde, cuando comencé a poetizar y a evocar esta visión, lo denominé mi musa o el espíritu de la vida. El incidente fue una iniciación. Para ser poeta, hay que estar iniciado y fui iniciado por ese ser paralelo, el dios que soy yo como ente maravilloso de la naturaleza. Nací a la existencia de la poesía en ese momento; entré a la sensibilidad de una herencia ineludible que descodifica la palabra. Pero los iniciados no siempre tienen éxito en su primer periplo. Mi ser paralelo me reveló la verdad; mas no la reconocí enseguida. No existía en mí en ese momento. Debí esperar otra revelación para completar mi iniciación.
Me desperté en los brazos de papá, que corrió tras de mí y vio cuando me interné entre los árboles.
“¿Qué te ocurre, mi hijo? ¿Estás bien?”
“Estoy bien, papá; sólo que me caí”.
Lo abracé refugiándome en su preocupación. Le mentí, no quise explicarle lo que había pasado. Tampoco se lo conté a Lili, a quien había dejado de adorar, a pesar de su hermoso pelo, sus orejas rosadas y los dos lunares en el cuello. Sin embargo, se lo relaté a Santico al día siguiente, mientras nos acompañaba en el paseo a caballo por la finca. Quería impresionarlo para que se diera cuenta que Lili había escogido mal y que yo era el mejor de los dos.
Yo iba en el mismo caballo que seguí en el episodio del potrero. Santico me lo trajo y me ayudó a montarlo en una silla demasiado grande para mí.
“Este potro es muy manso, usted tiene buen ojo”, me dijo para confortarme, y lo fustigó en las ancas provocando que el animal diera un brinco hacia delante y comenzara un trote al desgaire.
Sentí una inestabilidad abrupta, una sensación de abismo inminente; mas logré dominarme. Me equilibré; controlé con las riendas la marcha del animal como me habían enseñado, presionándole la boca con el bozal para obligarlo a seguir mis instrucciones. Sonreí a Santico a mi lado; le di las gracias por su ayuda y entonces, sin más preámbulos, le hablé de la florecita transparente. Le expliqué cómo se abrió en mis manos, lanzando lucesitas que iluminaron la oscuridad.
“En sueños no importa, pero en la realidad nunca tome una de esas florecitas en sus manos; hacen daño”, me dijo.
“¿Cómo pueden hacer daño, si alumbran para guiar en las tinieblas?”
Santico me miró con ojos mansos.
“Sólo sirven para conducirlo al infierno” dijo, y espoleó su caballo.
Rechacé el comentario del vaquero. ¿De qué infierno hablaba? ¿Del infierno en que vivimos todos nosotros? ¿Del día a día desalentador y atroz en el que debemos rezar a Dios para que nos proteja y nos conduzca al Cielo? ¿O del otro infierno, absorbente, transportador, el del poeta, el del visionario, el del místico, el infierno de quien engendra otra realidad con las palabras y da sentido a lo absurdo de la vida y a lo inefable de la inmensidad cósmica?

2. El nombre de la revelación

—Usted me pregunta por Sergio Echenique, sus actitudes, sus reacciones. La personalidad de Sergio se define con tres adjetivos sucesivos: fabulador, mistificador y mitómano. Cada una de estas cualidades aumentaba paulatinamente el producto de su imaginación según pasaba de un estado de coherencia a uno de total desatino, cuando ya lo que inició con algo de fantasía en una vertiente surrealista o de lo real maravilloso se convertía en una verdadera pesadilla, en uno de los peores cuentos de Hoffmann.
Mire. En la época cuando Sergio se juntaba con nosotros, un buen día nos habló de la “mosmos” poética, un concepto chocante que le fue revelado en un sueño. Según él, hasta ese momento, la secuencia histórica de la visión del cosmos por el hombre se basaba en la antigua creencia de la tierra como centro del universo. Buda y Jesús son los más obvios sustentadores de este concepto, el primero con un nirvana que se alcanza después de una purificación por medio de transmutaciones que van limpiando al ser contaminado, siempre a través de entidades que existen sobre la tierra; el segundo con una integración del ser al reino de los cielos bajo el mandato de un Dios omnipotente, luego de un juicio final que separará a los seres buenos de los malos, en respuesta a lo que estos seres hayan hecho sobre la tierra. Sergio acusaba de igual deformación conceptual a los pensadores clásicos griegos, a los romanos, a los judíos, en fin, a todos los que han contribuido a formular las creencias que sustentan las civilizaciones del hombre de hoy. También acusaba a los pensadores más recientes, criticando el sentido cósmico que permea las obras de Hölderlin, Nietzsche, Rilke, Valery y Sartre, por nombrar algunos. Decía que es el de un hombre que se siente pertenecer a algo trascendental que está más allá de sus limitaciones físicas. Sus propuestas cósmicas, según Sergio, no escapan a una percepción del ser desde la tierra. En cambio, la “mosmos” es la pluralidad de ese sentido cósmico; el saber que se pertenece a lo inefable desde cualquier punto del universo; el entender que el hombre ha escapado a la fuerza telúrica que lo condiciona a ubicarse en la tierra. La “mosmos” poética es, por lo tanto, el sentido de lo cósmico desde lo universal, un concepto nuevo, según Sergio, que transformará la humanidad y que los poetas deberían ser los primeros en anunciar.
Sergio nos contó su sueño. Él se encontraba en una fiesta a todo dar, entre personas extrañas. El lugar le era muy conocido; se trataba del salón de actos de la vieja casona donde estudió la primaria y pasó de la infancia a la adolescencia. Él se movía sin interés alguno entre gente adulta, hasta que decidió marcharse. Bajó la escalinata pseudo barroca con balaústres de hormigón armado, caminó unos pasos y sintió que lo envolvían las sombras y la humedad del círculo de almendros del patio. Quedó en éxtasis. Fue entonces cuando tuvo la revelación de la “mosmos” poética. Subyugado por la experiencia, salió a la calle y casi lo embiste un vehículo que pasó velozmente y desde el cual alguien le gritó:
“¡Poeta hijo de la gran puta!”
Sergio sintió un vacío en el estómago, pero no se desanimó. Telefoneó a la Policía, informó que habían tratado de atropellarlo y dio el número de la placa del vehículo, que extrañamente retuvo en la mente. Luego un grupo de individuos desconocidos, pero confiables, lo recogió en un vehículo y lo condujo por una calle a toda velocidad tras el vehículo que lo había agredido; sin embargo, por más que Sergio y sus acompañantes se le acercaban, no lograban alcanzarlo. En un momento dado, el vehículo perseguido penetró por un pasadizo entre edificios de varios pisos que se convirtió en un túnel amarillo pálido, de paredes estrechas y techo de poca altura, y un pavimento en pendiente con una inclinación de casi cuarenta y cinco grados. El vehículo donde iba Sergio siguió al otro sin encontrar salida, bajando todo el tiempo, mientras Sergio vivía una prueba onírica singular, con la palabra “mosmos” presente, como si tuviese algún sentido para describir la situación por la que pasaba. La persecución a alta velocidad, ya sin objetivo aparente, parecía que no tenía fin, y Sergio comenzó a alarmarse, a angustiarse. Ahí se despertó, con el sueño convertido en una experiencia real que se mantenía intacta en su imaginación.
Cuando le oímos relatar la historia por primera vez, tomamos su “revelación” a juego. Dimos poca importancia a la “mosmos” poética, como Sergio la definía. Le propusimos que su sueño describía cualquier situación en la que el protagonista comenzaba siendo el dueño de su voluntad, y terminaba arrastrado por las circunstancias, hasta alcanzar un estado de incertidumbre que culminaba en angustia o zozobra. Basados en este planteamiento y siempre en son de broma, analizamos la vida de Sergio. Escogimos una serie de anécdotas, divertidas o no, que le habían ocurrido entre nosotros o que conocíamos por haberlas contado él mismo o propagado otros; concluimos que su vida había sido lógica hasta que lo asaltó la locura de la creación literaria y, tras esta conclusión, empezamos a llamarlo el gran poeta “mósmico”, dueño de su destino, mas no de su temperamento.
Sergio reaccionó como nunca a nuestras burlas, combatiéndonos con extrema seriedad. Justificó ardientemente cada detalle de su alucinación en función a una visión metafísica de la realidad trascendente, y nos acusó de no entenderla o no querer entenderla. Pronto nos dimos cuenta que nuestro poeta estaba obsesionado con su sueño —¿o pesadilla?—; que confiaba en la virtualidad de un sueño para proponernos una nueva realidad con la que podríamos guiarnos en nuestros “aleteos” por los confines de la creación.
No aceptamos el reto de su propuesta. Descartamos a priori su postulado. Nos dijimos: ¿Para qué crear de la ilusión de un sueño toda una filosofía estética que no contribuiría un ápice en hacer más significativos nuestra producción de versos? A pesar de esta conclusión, siempre he quedado en dudas. Si hubiésemos acogido la propuesta de Sergio en vez de rechazarla, ¿seríamos mejores poetas, verdaderos creadores de una nueva estética, en vez de seguidores más o menos proficientes de las corrientes internacionales del momento? ¿Fue que no nos entendimos a nosotros mismos o tal vez que nos sobrestimamos? ¿O fue todo lo contrario, que nos subestimamos, que no tuvimos el coraje para exigirnos más?
Estas discusiones perentorias con Sergio nos llevaron a más revelaciones. Supimos entonces que no era la primera vez que nuestro amigo poeta había tenido un sueño en el que se encontraba ubicado en la boca de un túnel o dentro de éste, como si fuera un feto que luchase por salir del útero de su madre y encontrara dificultades en el acto de nacer.
Hoy en día la psicología está muy avanzada. Sabemos que el feto está condicionado a un mundo interior; allí desarrolla todos sus sentidos y tiene acceso a percepciones emocionales tan fuertes como las de cualquier ser ya nacido.
Sergio no entendía que eso era exactamente lo que le pasaba, que su pesadilla repetida y obsesionante no era más que el efecto del parto difícil que tuvo su madre al darle a luz, no una revelación para la creación de un movimiento poético. Debió ser terrible sentir los estímulos producidos por las contracciones musculares de su madre para lanzarlo fuera del útero, desear salir y no poder hacerlo; es un trauma que lo ha perseguido durante toda su vida, recurrente en un sueño o en una pesadilla en la que él aparece siempre en un descenso obstaculizado, infinito e irreconciliable, por un túnel o un hueco.
Sergio insistía que su sueño era una metáfora simbólica. Aceptaba que su percepción se desenvolvía en un contexto anecdótico que dificultaba la captación de su trascendencia; sin embargo, aseguraba que las revelaciones son así: contradictorias, confusas, interpretables.
Sergio reiteraba, una y otra vez:
“El significado de mi sueño es muy sencillo. Presenta el deslumbramiento de la revelación y el descenso a los ámbitos más internos del ser para asimilarla. Propone que la condición deseada para alcanzar nuestra meta de poetas es aquella que adquirimos con una actitud introspectiva, que se cierra como un círculo de árboles al que penetramos deseando encontrar el estado de purificación necesario para, desde una perspectiva universal, encontrar la trascendencia de lo cósmico; una actitud que nos conducirá hacia lo que anhelamos: una producción poética con una estética depurada por la singularidad de su contenido. En esa búsqueda está el peligro; encontramos los desvíos y los logros que sufrimos en un estado de excitación y exaltación”.
Sergio reafirmaba que cada una de la partes de su sueño (o pesadilla) significaba, para él, un paso en este peregrinar hacia la interioridad trascendente.
Después de muchas discusiones sobre las características físicas y metafísicas de nuestras posiciones poéticas, dejamos a un lado la condición “mósmica” propuesta, a la cual le habíamos perdido el respeto, y nos concentramos en definir el estado requerido para la inspiración poética, la actitud conveniente, la referencia adecuada.
Recuerdo el día en que el enfrentamiento nos separó. Fue en un encuentro de poetas convocado por Isabel Nicolás, en una casa por los lados de la Iglesia del Carmen, cerca de una esquina donde había una librería. La casa pertenecía al librero, un anciano que había sido diplomático en Europa a principios del siglo XX y que llamaba por sus apodos a los poetas y narradores latinoamericanos que se exiliaron en París en esa época.
Estas tertulias eran muy concurridas; se brindaban tragos y se formaban corrillos de iconoclastas o de simples parlanchines que gritaban entre sí y perturbaban solamente a quienes se sentían aludidos. Íbamos expertos y curiosos.
El tema de esa noche era la poesía. Los poetas leerían sus poemas para que los demás conocieran los trabajos que hacían en ese momento. Todo transcurrió sin problemas hasta que uno de nuestros grandes poetas leyó uno de sus más significativos poemas metafísicos. Entonces Sergio intervino, propuso su teoría de la “mosmos” poética y surgió la hostilidad.
No sé por qué se arman estos bochinches literarios. Siempre hemos aseverado que el respeto a nuestras propias ideas comienza con el respeto a las de los demás. Creo que Sergio estaba demasiado deseoso de aprovechar al máximo esa coyuntura donde podía polemizar con lo más representativo de nuestro mundo literario. Sé ahora que debí respaldarlo o, por lo menos, tratar de desviar la polémica hacia otra dirección; eso me consta. Los ánimos estaban caldeados y podían desviarse por una tangente reivindicativa. No lo hice. Dejé que Sergio fuera acorralado; dejé que lo humillaran.
De repente, en medio de esta gran confrontación, apareció Vinicio Acosta, un señor conocido por moverse entre los intelectuales, y le exigió a Sergio que leyera uno de sus poemas “mósmicos”. Sergio no pudo demostrar la consistencia de la nueva estética que proponía. Los poemas para comprobarlo no existían; estaban todavía en ciernes, en teoría, en su cabeza, quizás en la mía.
Mucho tiempo después, Sergio me dijo que esa noche le robamos la existencia.
—Tengo entendido que este enfrentamiento entre intelectuales trajo mayores consecuencias que un simple distanciamiento entre todos los que se reunían para hablar de poesía. ¿Me puede hablar de eso?
—Sí. Se dio una situación que nadie esperaba. La puede encontrar descrita en los periódicos de la época.
—Me interesa que la cuente usted, desde su posición de amigo del poeta Sergio Echenique.
—No sé si pueda ser justo con todos los involucrados.

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