Wednesday, September 8, 2010

04 Monte adentro




MONTE ADENTRO

CUARTA NOVELA
DE LA TETRALOGIA

TIEMPO PARA HÉROES



Por Manuel Salvador Gautier



Ganadora del Premio de Novela Manuel de Jesús Galván
de la Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Culto
1993

Primera Edición: junio de 1993
Impresión: Editora Taller
Santo Domingo
República Dominicana
1993

Mi agradecimiento a:

Virgilio Díaz Grullón
José Alcántara
Juan José Ayuso
Armando Almánzar
Orlando Haza
Leo Madera
José Enrique Delmonte
Jacqueline Mejía

"Para todos los convencidos, llegó el tiempo
de compartir la pasión con el motivo,
la acción con el propósito".
El Autor


— 1 —

El aviso partió de una transmisión de "La Voz de los Dominicanos Libres", desde La Habana, Cuba. La Revista Bohemia, días después, lo puso de esta manera: "El rumor cundió, como rayo encendido, en horas del día 15 de junio de 1959: había habido un alzamiento en Santo Domingo; fuerzas del exterior estaban atacando por varias partes..."
Los exiliados dominicanos, en diversos lugares del mundo, lanzaron un manifiesto. "Al dar hoy la confirmación de que nuestro pueblo ha iniciado la lucha armada contra la tiranía hacemos un llamamiento a todos los pueblos americanos para que nos ayuden en esta cruzada por la libertad y la dignidad del hombre americano, que Trujillo ha pisoteado".

— 2 —

Habían podido engañar al vigía del aeropuerto. La estrategia que se trazó en Cuba para el aterrizaje fue la más simple: camuflar un avión C—46 Curtis, de transporte, pintándole las insignias de la Aviación Militar Dominicana; volar sobre el territorio dominicano identificándose desde el aire como avión militar, para pasar la barrera de la costa; aterrizar por la tardecita en el aeropuerto de Constanza, hecho a la medida, en medio de las montañas, donde podían establecer una zona de operaciones. Luego, con una maniobra rápida, escabullírseles a la guarnición militar del aeropuerto; moverse raudamente entre las montañas esa noche, para juntarse eventualmente con los grupos que desembarcaban en esos momentos en algunos puntos de la costa. Tenían comida para cinco días, tiempo durante el cual debían hacer marcha forzada, si fuera necesario, para lograr ese objetivo. Se suponía que el comandante Enrique Jiménez Moya era el único que sabía el lugar de la cita; pero también el comandante Delio Gómez Ochoa, que cubría la retaguardia, debía saberlo. La estrategia estaba funcionando. Los cinco compañeros voluntarios de la vanguardia se deslizaron por una tabla y se colocaron en sus posiciones de defensa tan pronto tocaron tierra. Ahora azuzaban a los que seguían para que no se disgregaran. La tabla no duró mucho. El ventarrón que hacían las hélices la voló, y los hombres que quedaban aún en el avión tuvieron que saltar a tierra una altura de unos tres metros, quizás menos, aunque parecía más, porque el cargamento de armas y alimentos que llevaban les restaba flexibilidad. Algunos hicieron mala caída, pero se repusieron al instante.
Publio José y Guarionex se separaron. Después de brincar desde la portezuela del avión, al tocar tierra, Publio José corrió por un lado, tras el grupo que seguía al comandante Enrique Jiménez Moya. Tuvo que hacer un pequeño giro para evitar la mole del avión que comenzaba a moverse de nuevo; creyó que el expedicionario que iba tras él era Guarionex, pero era otro. No se detuvo. Había premura en alcanzar los terrenos más allá de la pista. Todo iba sin tropiezos, pero pronto éstos comenzaron. Dos vehículos con soldados enemigos, un carro y un "jeep", salieron de la terminal del aeropuerto a recibir a los recién llegados. Los soldados creían que la operación que veían era normal, la llegada de otra compañía más de fusileros de la Aviación Militar Dominicana, que se entrenaban en esos días por los alrededores con ejercicios especiales antiguerrillas. Una acababa de descender de los montes esa tarde y estaba aún acuartelada en la fortaleza del pueblo.
Los cinco hombres de la vanguardia en sus puntos de defensa vieron acercarse los dos vehículos con soldados regulares, abrieron fuego y destruyeron uno de los vehículos. El otro regresó huyendo de vuelta a la terminal. La farsa había terminado.
El piloto del avión comenzó a apresurar a los hombres para que todo el mundo bajara y él pudiera despegar enseguida. Había tomado todas las precauciones manteniendo el aparato prendido; pero el operativo se retardó un poco por el incidente de la tabla, y el hombre se impacientaba. Se sospechaba que el enemigo pudiera tener antiaéreas para estallar el aparato ahí mismo, con ellos dentro. Bajo esta presión, los cincuenta y cuatro hombres sólo duraron ocho minutos en dejar el avión, nueve segundos por hombre. Una eternidad de espera. Se habían entrenado en Cuba, la mayoría de ellos eran dominicanos; pero había una buena cantidad de cubanos y venezolanos, y unos cuantos puertorriqueños y norteamericanos.
Los guardias regulares se organizaron rápidamente y apuntaron hacia el avión con una ametralladora calibre 50, logrando perforarlo en varios sitios; no tenían antiaéreas. Después de asegurarse que todos los hombres corrían hacia las montañas, el piloto hizo que el avión girara pesadamente sobre sí mismo, enfilando hacia el espacio de despegue, expuesto a que la ametralladora enemiga alcanzara el tanque de gasolina, pero la ametralladora se trabó, cesando de disparar súbitamente.
Mientras tanto, los expedicionarios seguían corriendo, cruzando campos abiertos, hasta llegar a los matorrales al pie de la primera colina, donde ya el comandante Jiménez Moya había pasado, dejando un hombre de enlace para señalar la ruta que seguirían. Había satisfacción entre todos por el éxito alcanzado hasta el momento, la llegada había resultado menos complicada de lo que esperaban. Notaron que varios grupos de compañeros aún no habían alcanzado el lugar: la retaguardia entera, incluyendo los cinco hombres que desembarcaron primero. Durante el operativo de desembarco no se logró la organización adecuada para mantenerse juntos. En el corre corre, los hombres se habían esparcido por toda el área, algunos en grupo, otros por su cuenta, con una noción de dirigirse hacia el noreste para concentrarse más tarde alrededor del comandante Jiménez Moya, como habían acordado. Al principio rechazaron todo contacto con los extraños que se les aparecían, todavía no acostumbrados a distinguir al soldado del civil, al enemigo del amigo, sabiendo que ya los perseguían. Publio José se concentró en no perder su ecuanimidad. El bulto de carga estaba resultando más pesado de la cuenta, y al principio se sintió torpe y siempre a punto de caer, corriendo por entre terrones de hortaliza o brincando empalizadas de alambres de púas. Deseó superar esta etapa del aterrizaje. Ya entre los árboles de los montes sería más cómodo. Tendrían que hacer una caminata a paso rápido, pero para eso estaban entrenados.
Un individuo corrió hacia ellos; le dispararon, sin averiguar por quién simpatizaba. El hombre se alejó. Luego capturaron uno de los soldados enemigos que los rastreaban. Más tarde, en un rancherío, reclutaron a varios campesinos para ayudar con la carga. Algunos se resistieron y fueron sometidos contra su voluntad. Pasaron chozas aisladas, con sus conucos aledaños; siguieron caminos que iban en la dirección que buscaban. Entraron en el monte de árboles cerrados y vegetación espesa, donde había que abrirse paso a machetazos. Habían llegado cerca de las seis y media de la tarde, aún de día. El viaje desde El Aguacate, en Cuba, les tomó tres horas y veinticinco minutos, pero sólo necesitaron media hora para subir a las lomas. A las siete de la noche, ya iban en fila india, con los campesinos acompañándolos.
Oscureció. Publio José quería hacer contacto con Guarionex, preguntó a algunos sobre su paradero, y le dijeron que probablemente venía detrás o delante. Fue dejando que los hombres le pasaran a ver si uno de ellos era el primo, pero no lo encontró. Tenía que esperar a que se detuvieran a descansar, para entonces localizarlo y averiguar cómo le había ido. El muchacho debía estar bien. Que se supiera, no había bajas aún entre los expedicionarios.
Penetraron la tenebrosidad sin fantasmas de la noche, calladamente. Habían sorprendido al enemigo, y en esos momentos no había peligro inmediato. Por seis horas y media caminaron entre las sombras imprecisas del monte, rotas de repente por un claroscuro de cielo con luz de luna. Era el tiempo de estar alerta y de pensar. Sólo del futuro; el pasado culminaba en el presente, y el presente era una etapa que había que superar.
Zaida fue la primera visión que dominó la imaginación de Publio Joé. Zaida, esposa y señora. Sonrió, mientras la veía con su cabellera suelta domada por su mano, y su cuerpo maravilloso bajo el suyo. Era hermoso pensar ahora en ella, despejada de su inminencia, resaltando en su mente cada pequeño gesto, cada bello atributo, cada manifestación espontánea de esa personalidad suya que él adoraba. La había pensado así muchas veces, durante el entrenamiento en Mil Cumbres; ahora la sentía envolviéndolo con su voz, alentándolo, proponiéndole un futuro juntos, aunados en propósitos, integrados en motivos.
Tendría otro hijo, quizás una hija. En una carta que recibió en el campamento, Zaida le decía, a modo de chiste, que se juntaba a menudo con Xiomara para hablar, tête à tête, de zapaticos y abriguitos tejidos, de camisoncitos de hilo o de algodón, de pañales, baberos, gorritas y mediecitas, de azabaches. ¡A eso la había reducido su amor por él! Eran evidentes su alegría y su orgullo. Publio José sonrió. A él no se le ocurrió nunca que Zaida tendría tino, mucho menos vocación, para ser madre. Pero, ¿por qué no? Madre, esposa, amante, promotora, compañera, asesora, amiga, todas las mujeres en una sola. Aunque hubo muchas otras, y aunque vinieran algunas más, sólo Zaida sería siempre la mujer a su lado.
—¡Como debe ser! —dijo en voz alta, rememorando la frase de Publio, su padre, y sonriendo otra vez, por el paralelismo de tantas cosas en las vidas de padre e hijo. Mujeres, ambiciones, pero, sobre todo, voluntad.
—¿Cómo? —preguntó el compañero que iba delante, creyendo que lo interpelaba.
Publio José iba a explicar, pero se dio cuenta que debía decir algo impersonal.
—Estaba pensando, Carlitos, que todo está saliendo como lo previmos.
Carlitos era de Pimentel, sobrino de Aurelio Reinoso, un exiliado famoso, de los que tuvo que expatriarse desde el comienzo del trujillato. Su papá, don Emilio, no aguantó la presión a la que lo sometió constantemente la Dictadura. Se trasladó a Ciudad Trujillo, pero allí fue a pasar penurias. Al fin pudo salir del país con toda su familia hacia Venezuela, en 1949. Carlitos tenía once años y su hermano Alejandro catorce. Después de diez años en ese país, los dos hermanos parecían venezolanos. Hablaban el español con una entonación y unas expresiones raras. Eran negros, pero Carlitos no tenía complejos o no lo demostraba. Estuvieron metidos en la conspiración contra Pérez Jiménez. Carlitos era un tirador impecable. Parecía imposible que los dos hermanos tuvieran ese amor irrefrenable por su país, un país que ellos realmente no conocían, pero lo tenían, y hablaban de la liberación de Santo Domingo como si se tratara de una cruzada para la que habían nacido, igual que Jackie Almonte. Publio José los vio en el campamento, pero apenas tuvo contacto con ellos entonces. Ahora era fácil entrar en conversación.
—Todo está saliendo como lo previmos —repitió Carlitos—. Pero preparémonos, vale, que ya mañana nos caerán arriba con todo lo que tienen.
La moral era alta; la disposición, de lucha. Hablaron un rato especulando sobre un posible enfrentamiento con el enemigo. El desembarco había sido sólo una escaramuza. Tuvieron que pelear con los soldados, pocos y sorprendidos. No era bueno un cuerpo a cuerpo con ellos; debían escabullírseles, aparecérseles donde menos los esperaban; esa era la guerra de guerrillas. Este tiempo era precioso para poner distancia entre ellos. Hablaron del otro operativo de ese día, en algún sitio de la costa, donde estarían ahora don Polo Contreras y Alejandro Reinoso.
—¿Como cuándo tú crees que nos juntaremos? —preguntó Carlitos, asumiendo que Publio José conocía mejor de distancias en el país.
—Bueno, depende. Estamos en línea directa como a unos cien kilómetros de la costa por los dos lados, hacia el norte o hacia el sur. Con todos los culebreos que habrá que hacer, y partiendo en dos la diferencia, ellos subiendo lomas y nosotros montándolas, y asumiendo que hacemos veinte kilómetros diarios, que no son muchos realmente, yo creo que nos debemos juntar en cinco días, una semana a lo sumo. (Carlitos se quedó callado y Publio José entendió que no estaba satisfecho con sus cálculos). ¿Tú piensas que sea menos tiempo?
—En El Aguacate nos dijeron que en tres días.
—Tres días teóricos, oquey, pero también podemos no juntarnos por mucho tiempo y terminemos formando dos focos guerrilleros en las montañas, que yo creo que es hasta mejor.
Hablaron más sobre eso, sobre la carga que llevaban, el soldado que tenían prisionero y los campesinos que los acompañaban.
—¿Tú has hablado con ellos? —preguntó Carlitos.
—No, todavía.
—Algunos no quisieron cooperar. (Sonó crítico).
—Bueno, me imagino que si a mí me agarran estando tranquilo en mi casa, y me sacan de mi conuco sin yo estar pensando en eso...
—¿No estás de acuerdo en traerlos?
—No, todo lo contrario.
Publio José pensó en lo incómodo que se sentía antes de que le aligeraran la carga. Además, no valía la pena entablar una discusión ideológica con Carlitos Reinoso en ese momento, dilucidando que una vez más los infelices habían sido esclavizados; quizás no se entenderían. Había que suponer que el hombre era demócrata, por su lucha en contra de las dictaduras, pero eso poco importaba ahora. La supervivencia era lo que importaba, el compañerismo, la colaboración entre ellos, las tomas de decisiones ágiles y certeras. Ya Reinoso y él no hablaban. Volvió a sus pensamientos. ¿En qué estaba? Coincidía con su papá. Analizaba paralelismos entre ellos, o más claramente, identificaciones, igualdades entre ellos.
Publio Santamaría, su papá, no era un hombre excepcional. En ese momento en que Publio José caminaba fusil en mano hacia un destino impreciso, podía juzgarlo sin resquemores ni ambigüedades, más bien con amor filial. Realmente no había afinidades entre ellos, sólo acercamiento, respeto y cariño. Coincidían en algunas cosas, pero no en las fundamentales. Sin embargo, Publio José reconoció que amaba a su padre y que adoraba a su madre, que era otra cosa. El siempre supo que podía contar con las mujeres, y su madre no escapó a esta premonición. Contó con ella, la usó, pero todo el tiempo queriéndola, sabiendo que el bien que ella le hacía, la satisfacía, la llenaba. Era un intercambio mutuo de utilidades, una asociación de querendones. ¿Qué estarían haciendo los dos, Publio y Tontón, en ese preciso momento? Miró la esfera de su reloj fosforescente. Eran las dos de la madrugada. Zaida le había escrito del matrimonio de Nereidita en el Palacio Nacional, según le había mandado a decir Tontón, sabe Dios cómo. El acto debió ser esa misma tarde; había pensado en eso mientras iban en el avión. Seguramente Nereidita debía estar ahora en plena luna de miel, con su alférez de la Marina, en el Hotel Jaragua, y Tontón comentando la boda con Publio, en intimidad. Era así. La vida seguía su curso, mientras ellos caminaban en la oscuridad en estos montes llenos de silencios humanos y de sonidos naturales.
Se detuvieron media hora después. Tenían seis horas y media corridas caminando. Se sentaron donde estaban. Los que quedaban cerca entre sí comenzaron a hablar y a hacer café, pero las órdenes eran de descansar y dormir. Tenían cerca de veinte horas en pie, en actividades fuera de lo común. Se habían preparado para esto y eventualmente se tendrían que habituar; por ahora, sentía una especie de sublevación a aceptarlo. En el entrenamiento, nunca se dio la tensión de la asechanza. Publio José cerró los ojos, sintiendo a Reinoso como un bulto que se arrellanaba en las raíces de un árbol vecino. Luego, no averiguó más y se rindió al sueño.

Al despertarse, la luz del día le hirió en los ojos. Vio el reloj, era temprano, no tarde en la mañana como supuso. Reinoso no estaba frente a él. Se sintió vagamente abandonado, pero se repuso. Oyó voces. Se acercó con cautela hacia donde provenían; eran los compañeros. Estaban en vivaque, en un claro, algunos hablando acaloradamente, otros comiendo su ración de la mañana, y otros más, sólo mirando. Le atrajo la atención un mulo cargado de armamentos, la solución para evitarse el problema de los campesinos rebeldes. Al lado estaba el comandante Jiménez Moya, tranquilo, abarcándolos a todos. Atento. Era un hombre gentil pero firme. Fue herido durante las últimas refriegas de la Sierra Maestra, en las que participó, y se unió al campamento de Mil Cumbres hacía sólo un mes, después de recuperarse en un hospital en La Habana. Discutían sobre la situación en que habían quedado. Había un problema. De los cincuenta y cuatro hombres que descendieron del C—46 en el aeropuerto de Constanza, sólo treinta y cuatro habían seguido a Jiménez Moya en la vanguardia. Había veinte de la retaguardia que se habían separado en un segundo grupo, dirigidos por el comandante Gómez Ochoa, que decidió no seguir al mayor Jiménez Moya e instruyó al hombre de enlace para que diera las razones que lo guiaron a eso. Según éste, y si el mapa que tenían estaba correcto, la dirección que llevaba la vanguardia los conduciría directamente hacia una explanada y muy probablemente a un enfrentamiento con el enemigo. Era preferible desviarse hacia el sur. El mayor Delio Gómez Ochoa era cubano y vino en la expedición como asesor militar, experto en guerrillas, para orientar al mayor Jiménez Moya. Lo mandó personalmente Fidel Castro, confiando en su pericia para guiar adecuadamente a los dominicanos. Tenía vasta experiencia en guerra de guerrillas, y su mensaje y la acción tomada por él, la noche anterior, eran prácticamente una conminación a los de la vanguardia para que no continuaran por donde iban. El problema se complicó, porque el capitán Nené López, otro cubano, se había separado del grupo de la vanguardia con siete hombres, cruzando la carretera que iba a Tireo Arriba. Si querían devolverse o desviarse como prevenía Gómez Ochoa, debían avisarle. A eso se añadía que algunos de los campesinos reclutados habían escapado esa madrugada, incluyendo al dueño del mulo.
Así de repente, todo parecía conspirar en contra de ellos.
Publio José llegó al vivaque en el momento en que Carlitos Reinoso argumentaba en favor de una estrategia que lograra la unificación de los grupos dispersos.
El comandante Jiménez Moya lo oyó con tranquilidad.
—Estoy de acuerdo. ¿Alguien quiere sugerir cómo hacerlo? (Hubo algunas propuestas, incluyendo la de Reinoso, que se ofreció como voluntario para rastrear el grupo del capitán López y volver con ellos al punto adonde el Comandante dijera). Parece como si nosotros domináramos este territorio —observó Jiménez Moya al final, poniendo otra vez las cosas en una perspectiva dudosa.
—¿Qué está pasando? —preguntó Publio José a uno que tenía al lado, mientras trataba de localizar a Guarionex entre los presentes.
Le explicaron.
—¿Quiénes se fueron con López?
Le dijeron. Ninguno era Guarionex. El muchacho debió quedarse con Ochoa. Publio José quiso asegurarse y fue donde el hombre de enlace que vio por última vez a los de la retaguardia. Le preguntó por Guarionex.
—Creo que anda en la retaguardia. Los del Pequeño Comando estaban con Ochoa.
El Pequeño Comando era el grupo que se formó con siete u ocho muchachos entre diecisiete y dieciocho años, en Mil Cumbres. Fue idea de Guarionex. Los más grandes se mantenían burlándose de ellos, de que eran muy jóvenes, de que no iban a poder con el entrenamiento. Su respuesta fue el Pequeño Comando, que competía con quien quisiera en lo que fuera, y muchas veces ganaba. Así se hicieron respetar. Algunos de ellos venían por Constanza y otros por la costa.
—¿Qué decidió el Comandante sobre replegarnos y alcanzar a Ochoa? —preguntó Publio José a Reinoso, mientras descansaban. Le interesaba, le molestaba haberle perdido la pista al primo.
—Lo está discutiendo con su Asistente, pero yo creo que seguiremos por donde vamos.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Piénsalo bien, Publio José. Los dos grupos andamos dispersos uno del otro, en direcciones contrarias. La distancia entre nosotros es ya de varias horas. Sólo los alcanzamos si nosotros caminamos horas extras y a marcha forzada, desandando lo andado y recorriendo el camino que ya ellos hicieron. No creo que el Comandante nos va a exponer a esa sobrefatiga. Yo creo que el Comandante se va a transar porque nos juntemos todos dentro de dos o tres días, en el punto de reunión establecido con los de la costa.
—¿Y entonces, para qué forzaste tanto por la reunificación?
—Yo creo que la unidad es un principio que se debe defender siempre.
Otro loco, otro idealista, a él le tocaban.
—¿Y el peligro que corremos, según Ochoa, si seguimos en esta dirección?
—Estamos en peligro desde que pisamos tierra dominicana, vale.

El Asistente del Comandante vino a buscar a Reinoso. Publio José lo vio hablando animadamente con Jiménez Moya y, al final, dándole una palmada de compañero en el brazo. Reinoso volvió donde estaba Publio José.
—Ven conmigo —dijo.
—¿Qué pasa?
—El Comandante quiere tres voluntarios para una misión de reconocimiento.
—¿Con él?
—Con el Asistente.
Publio José se levantó.
—¿Qué vamos a reconocer?
—El centinela del norte alertó sobre una posible emboscada. Cree que hay guardias en una rancheta que se ve desde donde está. Tenemos que constatarlo.
—Estos montes están mucho más poblados de lo que uno piensa —observó Publio José, mientras caminaban hacia donde estaba el Asistente—, por dondequiera hay ranchitos, conucos, enramadas, caseríos.
—Publio José, te lo tengo que confesar, vale. Nunca pensé que mi país fuera así.
—¡Pero no es así, Carlitos; estos son los montes! Debes conocer al Cibao y a Santo Domingo. Hay mucho que hacer, eso sí. Yo tengo estudiado un modelo económico...
—¡Hay tanta pobreza, pues! —observó el otro, interrumpiéndolo—. Y nosotros venimos a ayudar, pero no nos entienden. Mira esa gente que se fue esta madrugada.
Llegaron donde estaba el Asistente, y Publio José prefirió no seguir elaborando el tema.
El centinela del norte los esperaba y los llevó por un trecho; se detuvo y señaló hacia una rancheta.
—Ahí, donde está esa lona. ¿Lo ven? Ahí está escondido alguien. Creo que es un guardia, y deben haber más por aquí mismo, quizás dentro.
La rancheta la construyeron para pernoctar. Era de tabla de palma con techo de cana; a un lado tenía un cuartico cerrado con una puerta y una ventana, y el resto era una especie de pórtico abierto, una enramada realmente. Ahí se veían amontonados varios haces de leña, y sobre la leña, la lona que señaló el centinela, que no parecía tal.
—¿Debajo de ese perol es que están? —preguntó Reinoso al centinela, buscando aclarar bien la situación.
—Es una hamaca —aclaró Publio José—, y es raro que esté afuera, sobre esa leña.
Tras la leña, debajo de la hamaca, podía esconderse alguien, como sospechaba el centinela.
El hombre apuntó hacia los haces, luego miró al Asistente.
—¿Qué hago, tiro; no nos delatará el ruido si hay más guardias por los alrededores?
—Traje estos compañeros para que fueran a ver.
Indicó a Publio José y a Reinoso para que procedieran a investigar.
Los dos hombres se tiraron al suelo y comenzaron a arrastrarse hacia el objetivo. Publio José se concentró en evitar que lo detectaran desde la rancheta, para sorprender al que estuviera allí. Podían ser campesinos cautelosos o muertos de miedo, que no se habían querido dejar ver de los expedicionarios; pero podían ser guardias, una patrulla de exploración o de rastreo. A lo mejor ya habían avisado al contingente de tropas que los expedicionarios estaban por este lugar y se habían escondido en la rancheta para asechar al centinela, asegurándose de que éste se mantenía en su puesto cuidando a los demás. De pronto sonó un tiro, venía de los árboles donde estaba el centinela. El hombre se había precipitado. Publio José vio que la hamaca se movió y dejó al descubierto el cuerpo de un guardia muerto. Del cuartico salieron dos más, disparando. Hubo un tiroteo cruzado. Publio José apuntó con su fusil a uno de los guardias, ahora escondido tras los haces de leña, y apretó el gatillo. El hombre lanzó un grito y cayó de espaldas al suelo; el otro se medio alzó como para entregarse, pero lo agarró una ráfaga que venía de donde estaba Reinoso. Luego, silencio.
—Creo que no hay más —gritó el centinela. (Publio José y Reinoso se levantaron y caminaron hacia la rancheta, fusil en mano)—. Sigan, nosotros los protegeremos.
Los tres guardias estaban muertos; ni en el cuartico de la rancheta ni en los alrededores había indicios de que hubieran más. Reinoso avisó al centinela y al Asistente que no había ya peligro.
El centinela revisó a su víctima; era un muchacho joven.
—¡Compadre, le di entre ceja y ceja!
El Asistente lo miró con cierta ironía, sabiendo que se le salió el tiro.
—¡Pura casualidad, compadre! —exclamó.
—¿Qué hacemos? —preguntó Reinoso al Asistente.
—Hay que avisarle al Comandante.
No hubo necesidad. Jiménez Moya venía con varios más, fusil en mano, a unirse a los cuatro. Hizo una evaluación rápida de lo sucedido y dio instrucciones para irse de allí.
No se volvió a hablar más de la reunificación.

— 3 —

No caminaron muy lejos. Según las conclusiones de Jiménez Moya, los tres soldados muertos pertenecían a una patrulla de rastreadores que los siguieron desde Constanza. Los demás integrantes de la patrulla seguramente dejaron a estos tres vigilando los movimientos de los expedicionarios y habrían vuelto a la base para reportar. Las tropas regulares debían aparecer en cualquier momento. La pena era que los tres vigías habían sido aniquilados. El prisionero que tomaron informó sobre el número de soldados, oficiales, armas y municiones del puesto militar del aeropuerto y en la fortaleza de Constanza; pero eso había sido el día anterior, ya San Isidro tenía que haberse movido mandando tropas y armas por avión. Hubiera sido bueno averiguar si éstos sabían algo de eso.
Publio José no se intimidó. En la refriega, nadie se propuso tomar prisioneros, sino defenderse. Además, nunca estuvieron seguros de que había soldados en la rancheta hasta que mataron el primero y los otros dos salieron disparando como condenados. Fue una sorpresa, aún estando a la expectativa. Sería la próxima vez, sólo que eso podría ocurrir muy pronto. El comandante Jiménez Moya localizó un monte conveniente para la defensa, y aunque algunos no quisieron escalarlo, la mayoría subió con él hasta donde indicó. Publio José condenó la indisciplina de los renuentes. Si algo había aprendido con su papá era que el militar debía seguir las órdenes de su superior. Aquí algunos actuaban como si no hubiera jerarquía. Lo que proponía Jiménez Moya como estrategia parecía lo más lógico para resolver la situación peligrosa en que estaban, donde tratar de escapar era lo mismo que quedarse a pelear.
Terminaba la mañana. Carlitos Reinoso ahora no se le apartaba. Compartían la gloria de haber dado muerte a los primeros enemigos que se les enfrentaron en el monte, y el baldón de no haberlos tomado prisioneros para sacarles información. La espera los hacía sensibles al diálogo. Arrellanado en el suelo bajo un árbol y a la vera de una roca, Reinoso volvió a hablarle de sus reminiscencias, de cómo había idealizado a su país, a su pueblo y a su gente.
—Yo era ya grandecito cuando salimos de Santo Domingo, pero sólo tengo recuerdos vagos de sitios y cosas. No recuerdo mucho lo que me pasó allá, cuando yo vivía en Pimentel. Sólo que una vez eché una carrera a caballo con mi hermano Alejandro, para lucirnos delante de una muchacha de San Francisco de Macorís. Yo tenía como siete años, y al doblar un recodo del camino salí volando con todo y silla y me rompí el brazo. Mira, todavía lo tengo deformado. (Publio José se había dado cuenta). Recuerdo otras cosas, como estar debajo de un árbol como éste donde estamos ahora, cerca de un aljibe con Bico, un trabajador de Papá. Yo estaba sentado ahí con él porque me invitó a comer naranjas, y la primera que me dio era agria de verdad, vale. Yo la iba a botar, pero Bico lo impidió. "Cuando están agrias —me dijo—, clávales los dientes hasta adentro, muérdelas y chúpalas rápido. Tú verás que sientes menos el agrio". Lo hice, y se me salieron las lágrimas de lo agria que estaba, pero me comí la naranja. Es un consejo que aplico siempre, como ahora, vale. Lo malo hay que enfrentarlo, entrarle el diente, chico. (Publio José aceptó la sabiduría con un ademán de cabeza). En nuestra casa de Venezuela, siempre nos manteníamos hablando de nuestro país. Hasta de lo que no recordábamos. Papá nos sentaba a Alejandro y a mí a su lado, y nos hablaba de Pimentel, de Cotuí, de San Francisco de Macorís. Dice que es la tierra más hermosa del mundo, llana como un plato y verde como la esmeralda. La casa donde nosotros vivíamos era grande, de clavó, y parecía como un capullo, según Mamá. Papá explicó que era por el techo de tablitas y de mucha pendiente, y como con muchas aguas. En el frente del "capullo" pasaba el tren en una época, pero ahora sólo quedan los rieles. ¿Tú sabías que en Pimentel hubo una estación de tren una vez, y la gente se iba de paseo a Sánchez, y hasta a Puerto Plata? Hay un río, el Cuaba; pero para bañarse Papá prefería un sitio en el Yuna llamado El Badén, que es una playa de cayaos. ¿Tú entiendes, vale? (Reinoso se detenía como saboreando esta información; luego evocó): Yo a veces pienso que recuerdo ese sitio. (Publio José hizo un comentario, y Reinoso siguió): Papá nos hablaba de la gente. ¿Tú sabes que en Pimentel hay cooperativas agrícolas de campesinos? La gente es organizada, buena, alegre; no huraños, como los que hemos encontrado aquí. Tú que conoces mejor el país que yo, ¿qué piensas?
Publio José aprovechó y habló de sus experiencias, de sus planes, de lo que se podía hacer con el país si realmente se organizara el Estado Dominicano y se explotara toda la riqueza de su territorio en beneficio de todos.
—Vale, ¿y qué piensas del comunismo, pues? —preguntó Carlitos, haciendo una asociación de ideas.
En el campamento de Mil Cumbres, en Pinar del Río, se dieron intrigas de todo tipo. Grupos de derecha que acusaban a la izquierda de querer infiltrar la invasión para convertirla en una revolución comunista; grupos de izquierda que acusaban a la derecha de patrocinar asonadas privadas caudillistas; idealistas en el medio que no entendían por qué se peleaban, cuando la empresa que tenían de por medio no era ideológica sino patriótica. Por encima de este maremágnum de intereses contradictorios dominó la unidad impuesta por el MLD. El tema del comunismo se había discutido mucho, en pro y en contra, abiertamente o por lo bajo. Publio José recordó su tesis expresada con talento en las reuniones con Bo Bo Bobadilla y sus compinches, en Santiago. Cuando eso, la lucha ideológica entre el capitalismo y el comunismo no lo tocaba, y él la descartaba en favor de una posición futurista, cuando los obreros ya tuvieran sus reivindicaciones y la automatización sustituyera la lucha de clases. Y el hombre se pudiera liberar del trabajo, de su destino cíclico y de su dependencia de la tierra. Recordaba la observación que hizo a Julito Lench, de que sólo una dimensión mágica lograría que el hombre pudiera abrirse a una percepción universal del mundo, hacia su antípoda; de otra manera estaba condenado a la visión de su entorno inmediato, plana como la concepción euclidiana del espacio. El hombre sería siempre limitado, animalesco, a menos que su propio ingenio lo empujara a una superación, que era casi imposible. De ahí la necesidad de la magia. Eran buenas teorías, sentados en un salón de reuniones, con un trago en la mano; pero ahora era distinto, ahora había que tomar partido. Él había visto, oído y participado en las grandes discusiones que se dieron en el Campamento. En Cuba, el Partido Socialista Popular había colaborado en el derrocamiento del dictador Batista y se decía que un hermano de Fidel, Raúl Castro, pertenecía al Partido. La manifestación del primero de mayo de ese año en La Habana, organizada por los sindicatos dominados por los comunistas, fue apoteósica, a pesar de que Fidel no estaba en el país. La doctrina comunista se discutía libremente, y la mayoría de las veces, a favor. Había un antiyanquismo rampante, como una herida supurante que no había manera de curar. La democracia, en Cuba, había perdido su perfil por el mal uso que habían hecho de ella nacionales y extranjeros. Por lo menos, eso era lo que se sentía, aquí y en el campamento de Mil Cumbres.
—No soy comunista, Carlitos, pero no me iría de aquí si viene el comunismo.
Era su posición mediatizada de no decir ni sí ni no, a lo diplomático, para tener una pata en cada campo, que no lo llevaría a nada a la hora de un enfrentamiento por el poder entre los seguidores de las dos ideologías. Pero aún no había llegado el momento de definiciones; había tiempo.
Reinoso levantó la cabeza, alerta de repente.
—¿Tú oyes?
Se pusieron de pie rápidamente: estaban bombardeando por ahí cerca.
—Es la Aviación Militar Dominicana —dijo Publio José, sabiendo que era innecesario señalarlo.

El comandante Jiménez Moya los convocó a todos.
—Tienen calculada nuestra posición, pero no nos han detectado. Deben estar tirándole al sitio donde hubo la refriega esta mañana. Eso significa que tienen retenidas las tropas de infantería en algún sitio entre este lugar y Constanza, para evitar bombardear a su propia gente. ¡A lo mejor piensan que pueden liquidarnos de una vez, con bombas y napalm! (Era un chiste y algunos sonrieron). Señores, estamos mejor de lo que pensaba. Podemos darnos el lujo de descansar con tranquilidad el resto de la tarde y fajarnos esta noche para poner una buena distancia entre este sitio y nosotros.
Lo de la tranquilidad resultó simbólico. El ataque fue continuo durante toda la tarde. Las bombas llegaron a caer a unos cien metros de donde estaban. La tierra se estremecía y el estruendo a veces era ensordecedor. Se oyeron también ametrallamientos. Y esto los llevó a pensar que habían detectado al grupo de Ochoa, que después de todo, a lo mejor no estaba tan lejos como ellos pensaban. Pero podía ser la gente de López. ¡Maldita la inseguridad!
Al principio todos estaban atentos al estruendo de la próxima bomba. Luego, como pasa siempre, se familiarizaron con la situación y se relajaron. La atmósfera adquirió el olor acre de la vegetación en llamas, algunos tosían. Por suerte, el viento soplaba en dirección favorable a ellos, echando los nubarrones de humo lejos de donde estaban.
—¿Tú sabes lo que es bombardear indiscriminadamente esta zona, acabando con todo, árboles, animales y gente? ¡Hombre! ¿Tú sabes lo que es bombardear ranchitos y conucos con napalm? —Carlitos resopló—. La verdad es que el General hijo de Chapita debe ser puro genio militar, vale —concluyó, irónico.
Publio José corroboró con la cabeza.
—Conociéndolo, apuesto peso a morisqueta a que está ahora mismo sentado en San Isidro, en aire acondicionado, rodeado de sus incondicionales, tomándose un trago y esperando que lo llamen de Constanza para decirle que ya eliminaron la invasión. Para gloria del padre y del hijo.
—Eso es lo que yo digo, vale. ¡El hombre es puro genio! —Reinoso guiñó un ojo—. ¡Nosotros aquí jodidos por el fuego, y él en su tremendo aire acondicionado, con su tremendo trago en la mano, y a lo mejor con una tremenda hembra esperándolo para celebrar, que se va a quedar esperando!
Publio José rió. Carlitos tenía humor, después de todo.

— 4 —

La situación por la que acababan de pasar había sido demasiado peligrosa. Un poquito más y un napalm de ésos les hubiera podido caer arriba.
Se sintieron vulnerables.
Les subió la moral el hecho de que no les pasó nada y de que esa noche pudieron salir de la loma y caminar sin tropiezos en la dirección indicada por el comandante Jiménez Moya. También ayudó que entre los campesinos capturados se decía que los expedicionarios mataban de un solo tiro en la frente. Podía ser el comienzo de una leyenda, y ayudaba a sentirse mejor.
Andaban sin brújula, haciendo caminos por la maleza, a veces a media ladera de una montaña, a veces bajando al pie, otras siguiendo la cresta. La luz de la luna se filtraba por entre los árboles e iluminaba trechos de vegetación de hojas grandes, resplandecía sobre una cascada de enredaderas secas o resaltaba la figura de los compañeros más adelante.
Reinoso miró hacia arriba.
—Me gustan las noches de luna. En Maracaibo, donde vivo, lo bueno es bajar al lago para disfrutarlas.
—¿Con tu novia? —preguntó Publio José, aceptando ya la familiaridad del otro.
Reinoso rió.
—Con mis novias, vale.
—¿Tú eres una especie de don Juan Tenorio, eh?
—No tanto, soy un guate modesto. Cuando salí de allá tenía sólo una.
—¿Venezolana?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Por nada, sólo pensé que no debía haber muchas dominicanas en Maracaibo. Pero retiro lo dicho, debe haber dominicanas hasta en el centro de la ballena.
Reinoso rió otra vez.
—Sí, vale, es verdad. Radaisis es una catira dominicana, y va conmigo al lago a ver la luna, ¡y nada más, pues, sin más peroles!
Publio José quiso embromar.
—¿Y entonces?
—Es interesante, vale. Cuando se está a la orilla del lago de Maracaibo se oyen truenos y se ven relámpagos todo el tiempo, como si fuera a llover, pero es un fenómeno atmosférico por las nubes cargadas de electricidad en las montañas cercanas. Ahora, de noche, y a la luz de la luna, es espectacular, viendo los relámpagos a lo lejos y con la catira al lado.
—Yo no digo eso.
—Yo te entendí, vale. Oquey. Allá es como en todas partes; uno se tira las mujeres que uno puede, y la que no, ¡es tu novia, pues!
Hicieron un alto, acatando una orden transmitida de uno a otro, que partía, supuestamente, del comandante Jiménez Moya. No era la primera vez que se paraban.
—Carlitos —interpuso Publio José—. ¿No te parece que vamos lento? Si queremos poner distancia entre donde estábamos y un punto más seguro, debiéramos caminar más.
—Hay gente todavía afectada por la tensión de esta tarde, supongo. La gente se cansa más cuando está en peligro y tiene que estar alerta todo el tiempo —justificó Reinoso.
Además, había algunos que no aguantaban mucho estas caminatas. Pero esto último no se expresaba; era parte del handicap aceptado por todos, cuando se lanzaron a la expedición.
Mientras Publio José más lo conocía, más se convencía de que Reinoso era otro muchacho de buenos sentimientos, sanas costumbres e ímpetu fogoso. De los que establecían su posición de principios con autoridad y hasta arbitrariedad, luego se convertían en una masa de pan. Como Jackie Almonte. Pensó en Polo Contreras; estaba en el desembarco en la costa, entre los expedicionarios que avanzaban desde allí para ocupar una zona de operaciones permanente en algún sitio en la Cordillera Central del país; quizás se verían pronto.

La dirección predominantemente norte que había tomado el comandante Jiménez Moya hasta ese momento indicaba que el lugar de encuentro entre los dos focos guerrilleros debía estar en alguna parte más allá de Jarabacoa. Si era que se iban a juntar. Los que tomaron el avión sabían desde el principio que a ellos les tocaba la parte de distraer y dividir las fuerzas regulares del Ejército enemigo. El Jefe del Ejército del Movimiento de Liberación Dominicana estaba con ellos, lo cual indicaba la importancia que se le dio al aterrizaje por Constanza, en la estrategia global de la expedición. También lo importante de juntarse. De otra manera el Ejército de Liberación tendría dos jefes... Debía estar casi amaneciendo, pero la luna seguía brillando como si nada. Iban bordeando la ladera de una loma inmensa que no tenía fin, ni hacia arriba ni hacia abajo, ni hacia alante ni hacia atrás. Un paso que daban y como si no se hubieran movido: aparecían los mismos árboles, la misma vegetación, los mismos trechos iluminados que dejaban ver los despeñaderos hacia abajo y el monte continuo hacia arriba. De nuevo vino la orden de parar, pero esta vez, según la iban pasando de uno a otro, la voz era de alarma. No eran aún las 5:30 de la mañana.
—¿Oíste, Publio José? Están tirando, y no somos nosotros.
—¿Será que detectaron el grupo de Ochoa y están peleando?
—No, eso es aquí mismo, más abajo, al pie de la loma.
Pronto averiguaron. El comandante Jiménez Moya mandó dos exploradores a investigar lo que pasaba y volvieron informando que había un contingente de guardias tras ellos. También, que el mejor sitio para pelear era donde estaban.
—Los tiros son entre ellos —dijo uno.
Eso les sirvió de aliciente, saber que el enemigo estaba tan desorganizado que se confundían unos con otros, tirándose entre ellos mismos.
Hubo un reconocimiento rápido del terreno; solamente los podían atacar de frente, subiendo la colina. Hacia abajo había un pelado grande, como de un potrero abandonado donde encerraban ganado suelto en el monte, para contarlo y marcarlo. A un lado había una enramada desvencijada, techada, a medias, de yagua. Lo más importante eran las empalizadas de alambres de púas que dividían el potrero en varias partes; por ahí tendría que pasar la infantería enemiga si quería hacerlo en masa, en un asalto frontal, y lo más seguro era que trataría, con la mentalidad confundida que traía. De otra manera, para atacarlos, los fusileros tenían que abrirse brecha por los costados del potrero, en columna, uno tras otro, por entre la maleza, para luego desparramarse entre los árboles y disparar, en una maniobra de emboscada que les podía costar la vida, si no sabían hacerla. Sería fácil detenerlos apostando parejas de francotiradores en sitios escogidos.
El comandante Jiménez Moya trazó la estrategia, poniendo centinelas en los recodos por donde pudieran sorprenderlos. Se dividirían en pequeños grupos, que defenderían las zonas penetrables.
Antes de separarse, Jiménez Moya los arengó.
—Sin tregua. Esto puede durar un cojón, pero ellos no saben pelear y nosotros sí. Esto es un sitio, como si estuviéramos rodeados dentro de una fortaleza inexpugnable. Recuerden: cada uno debe estar en su lugar para resguardar, defender y no dejar pasar a nadie por su zona. Cuando esto termine, nos juntaremos otra vez. ¡Saldremos bien, ya lo verán! Eviten descuidos, eviten excitaciones, eviten desalientos, eviten sobreconfianza. Compañeros, Dios, Patria y Libertad. ¡Viva la República Dominicana Libre; viva el Movimiento de Liberación Dominicana; acabemos con ellos!
No era el discurso de campaña glamoroso, con palabras escogidas y frases nobles. pero fue efectivo. Cualquier cosa era efectiva, si se mezclaban adecuadamente las instrucciones con el patriotismo, pero Jiménez Moya tenía como un aura paternal y se le sentía acogedor y firme, informal y exigente.
Un centinela vino a avisar que las tropas enemigas se estaban movilizando. Unos doce hombres se encargarían de defender el claro del potrero; entre ellos estaban Publio José y Reinoso. Jiménez Moya, junto con el Asistente, se colocó en la retaguardia para recibir mensajes de la situación y dar órdenes tácticas cuando fuera necesario; también podía reforzar cualquier punto cuando lo considerara conveniente. Los demás se distribuyeron como se les había indicado. Eran veintiséis hombres, hacia ellos venían doscientos. Ocho a uno.
La pelea comenzó enseguida. Las tropas enemigas avanzaron abriéndose camino con machetes, un poco desconfiadas de lo que pudiera haber delante de ellos. Los guerrilleros les tiraron, para atortojarlos y hacerse sentir. La pelea fue intermitente desde el amanecer hasta entrada la tarde.
Las tropas enemigas trataron de filtrarse por varios sitios a la vez, como estaba previsto. Por algunos de éstos, el ataque fue más tenaz, por otros, menos; pero no pudieron penetrar la defensa por ninguno. También, como estaba previsto, el potrero abandonado se convirtió en un área de nadie, con ambos bandos atrincherados en lados opuestos. Los guerrilleros, apostados en sus sitios, esperaban que los guardias pretendieran cruzarlo para cazarlos como a hurones; los fusileros, en cambio, trataban de eliminar unos cuantos guerrilleros antes de hacerlo. Un teniente enemigo salió corriendo al medio del potrero seguido de once guardias, con el propósito de cortar las alambradas y facilitar el paso a los demás. Fueron abatidos.
Pasó el tiempo, no se veían los guardias. Los guerrilleros verificaron con júbilo que el enemigo se retiraba; se habían dado por vencidos, juzgaron. Aún así, mantuvieron sus posiciones por si se trataba de un truco. Al poco rato oyeron el ruido de los aviones de la AMD acompañado de ametrallamientos, zumbidos de cohetes y estruendos de explosivos; pero no sobre el área donde los guerrilleros estaban ubicados, sino sobre campo abierto, contra sus propios fusileros caminando en retirada. De nuevo primó la confusión entre las distintas facciones del ejército regular y los que manejaban las metralletas en los aviones tomaron por enemigo a sus propias tropas. Hicieron una gran carnicería. Cuando rectificaron, los guerrilleros estaban prevenidos y habían tomado medidas, escondiéndose bien dentro de la maleza, para evitar ser detectados desde los aviones. La estrategia militar del ejército regular era obvia: si no podían conquistar con un asalto de la infantería, conquistarían desde el aire, arrasando el terreno donde se escondía el enemigo, sustituyendo así a los tanques de la artillería, por la imposibilidad de estos para penetrar al área de combate. El ametrallamiento y bombardeo de cohetes desde el aire fue continuo. Las ráfagas de ametralladoras venían y los cohetes explotaban; había que encontrar sitios más protegidos. Los guerrilleros se arrastraron por el suelo sin ningún orden especial, buscando refugio adecuado. Se perdió el ordenamiento estratégico que se había establecido para la defensa. Aún así, ni la infantería regular, ni los mercenarios españoles y cubanos que la reforzaban, ni los Cocuyos de la Cordillera que la acompañaban, pudieron penetrar al área defendida por los guerrilleros. Finalmente el Comandante de las tropas mixtas enemigas entendió que no podía conquistar con armas y decidió exterminar con fuego. Le pegó candela a la falda de la loma, contando con el viento para azuzarla y suponiendo que pronto la ladera entera estaría en llamas, donde no se salvaría ni un solo guerrillero, atrapado por el fuego o por los fusileros. Eso pensó él. Comenzaba a oscurecer y era difícil adivinar qué estaba pasando con los guerrilleros. Las llamas se posesionaron de todo lo que fuera combustible por ahí cerca. La semioscuridad se aclaró y la noche pareció no llegar. El humo se formó como una nube negra sobre el cielo amatista.

El fuego era el último recurso del enemigo para sacarlos de sus escondites. Sólo había un sitio a donde ir: arriba, pero mientras más subieran la loma, más tupida e impenetrable sería la maleza y más difícil de escalar sería la pendiente. Tenían que definir el plan para escapar de la situación. Se fueron arrastrando hasta el cuartel del comandante Jiménez Moya en la retaguardia.
El Comandante no estaba; encontraron a su Asistente.
—El Comandante se fue con unos exploradores a buscar una ruta de salida y a recoger cuatro hombres que había mandado en un comando especial para evitar que un grupo de mercenarios entrara a la zona. Debe volver en cualquier momento.
Esperaron. El lugar se hizo inaguantable ya que el humo los asfixiaba y les hacía lagrimear los ojos. Las chispas de fuego llegaban volando hasta ellos y prendían pequeñas llamaradas entre las raíces y las ramas de los árboles. Había que ir corriendo a apagarlas con los pies, con ramas, con lo que apareciera a mano.
—¿En qué dirección se fue el Comandante? —preguntó uno.
El Asistente indicó con la mano.
—¿Por qué no salimos por ahí? —preguntó otro, adivinando lo que pretendía el primero.
—Si vuelve, de seguro que volverá por ahí. Así que vamos en su busca.
—No necesariamente —aclaró el Asistente.
Esperaron un rato más. El sudor les corría por la frente. Se habían preparado para desplazarse en cualquier momento y cargaban parte de sus avíos. La ropa mojada se les pegaba al cuerpo y el calor del fuego los estaba asando. El guardia preso movía la cabeza de un lado para el otro, como no queriendo aceptar lo que sucedía, y los campesinos reclutados miraban a los guerrilleros con alarma en los ojos. El mulo se movía descontrolado, sin poder zafarse de donde lo tenían amarrado.
Uno de los campesinos se decidió. Se levantó y se internó por uno de los senderos que los guerrilleros habían hecho en su ir y venir por el área. Lo dejaron ir. Los otros quisieron hacer lo mismo.
—¡Un momento —gritó el mismo hombre que quiso averiguar la dirección por donde se había ido el Comandante—, esta gente sabe cómo salir de aquí!
Los aviones seguían ametrallando y lanzando cohetes. Uno de los campesinos cayó muerto, alcanzado por una ráfaga que terminó justo a los pies de uno de los guerrilleros. Los demás campesinos, desesperados, se movieron hacia el sendero por donde se había ido el otro, jugándose el todo por el todo con tal de no quedarse donde estaban. El guardia prisionero pidió que lo dejaran ir. El mulo comenzó a patear al aire, como si con eso hiciera su propio reclamo. La situación era insostenible.
El Asistente se levantó.
—¡Síganme! (Agarraron a los campesinos). ¿Cuál de ustedes es quien sabe dónde hay un paso por aquí?
La Guamita, donde estaban, era una loma que formaba cresta con otras lomas. Para escapar había que subir y buscar la cresta, que en muchos sitios era apenas un filo, con precipicios de lado y lado, dijo el campesino que sabía. De noche, era mucho más difícil cruzarla, pero había luna.
—Al monte es malo de entrar; pero después que uno está dentro, se queda sin secretos, como una virgen el día de su desposorio. Yo sé andar por estos montes como si fuera mi propia casa. Quien conoce un sitio, conoce un sitio, y todo lo otro es "pendejá".
Hacía mucho tiempo que el campesino había andado por ahí la última vez, pero como camarón que se duerme, ¡se lo lleva el diablo!, era mejor perderse subiendo a la cresta, que asarse quedándose; mejor, tal vez, despeñarse por el precipicio, que quemarse donde estaban.
Alcanzaron la cresta de La Guamita a eso de las nueve de la noche. Los aviones seguían ametrallando y lanzando cohetes, por allá abajo, donde la ladera era un infierno en llamas.

— 5 —

—Vale, ¿te imaginas a Dios desde el cielo contemplando la loma de La Guamita, en éxtasis ante su obra, como yo, notando que la luz de la luna ilumina la cresta?, y, de repente, ¡zas, un resplandor imprevisto! ¡La loma está en llamas por un costado; otra vez Adán jodiendo! ¿Qué tú crees que hará, eh, Publio José?
Publio José no rechazó la alusión a Dios. Había que tomarlo en cuenta, por muchas cosas: porque habían salido sin un sólo rasguño de la contienda, porque habían encontrado una vía de escape, porque estaban vivos cuando otros estaban muertos y de otros más no se sabía. Publio José pensó en la devoción de Antonio Concepción por Dios. ¿Hasta cuándo le duraría? Sonrió, añoraba más la alegría de su guitarra que la solemnidad de su santidad.
Iban en fila, siguiendo al guía; cuando el sendero se ampliaba, se emparejaban y hablaban. No habían tenido problemas en alcanzar la cresta. La imaginación es más peligrosa que la realidad. Los cacareados precipicios estaban ahí; los fueron dejando detrás. La cresta de la loma se amplió, y a Publio José le volvió la sensación que tuvo antes de que apenas se movían, sólo que ahora el cielo estaba sobre ellos, estrellado, inmenso.
La batalla de La Guamita la ganaron los expedicionarios porque obligaron a las tropas enemigas a retirarse y pudieron escapar conforme a la táctica guerrillera, a pesar de tiros, cohetes y fuego. Sin embargo, les costó otra dispersión. Al terminarse la jornada, de los veintiséis expedicionarios que amanecieron juntos ese día, uno había muerto, seis se disgregaron, incluyendo al comandante Jiménez Moya, y sólo diez y nueve seguían juntos por las escabrosidades de esta loma. Ya nadie pensaba que se podrían reunir de nuevo rápidamente. Había por lo menos cuatro grupos de guerrilleros con el fusil al hombro, con la carga y la mochila en la espalda, proponiendo libertad por las lomas de Constanza. Quizás tantos grupos era bueno porque dividían la concentración del enemigo, pero a lo mejor no, porque perdían la fuerza del número. No se sabía, nunca se sabía. Fidel Castro logró mantenerse en la Sierra Maestra con doce compañeros, luego se les fueron agregando otros, hasta triunfar.
Iban ahora más tranquilos, enormemente cansados, oyendo a sus espaldas el traqueteo de las ametralladoras, el zumbido de los cohetes y el chasquido del fuego, pero indiferentes a estos ruidos. El problema ahora era cómo podrían descansar. La victoria teórica de La Guamita sería tal si habían logrado debilitar al enemigo, conquistando una tregua. Tenían ya más de veinticuatro horas en pie, activos y excitados; el cuerpo humano no aguantaba tanto. Había una voluntad que los movía a resistir más allá de los límites físicos normales, empujándolos a seguir adelante hasta quedar convencidos de que estaban fuera de peligro... por el momento.
En el camino, se fueron los campesinos, un poco escapando, un poco dejándolos ir. El guardia permaneció prisionero. Anduvieron hasta el amanecer, sintieron el ruido de aviones y, de nuevo, ametrallamientos, justamente delante de ellos, por arriba de la loma que planeaban subir. La AMD debía haber detectado otro de los grupos, quizás el del comandante Jiménez, o simplemente se aseguraban de mantener bajo fuego un circuito donde ellos presumían debían estar los guerrilleros, sospechando o sabiendo ya que habían escapado de La Guamita. Se detuvieron y discutieron qué hacer. Algunos opinaron que convenía subir la loma de todos modos, otros que no. Había cuatro de ellos que estaban realmente exhaustos, y el guardia no podía más. Combinaron que éstos siguieran por terrenos bajos, con el mulo, mientras el grueso del grupo seguía por terrenos altos, fijando un punto en el mapa de campaña donde debían reunirse al mediodía. Cada uno se fue por su lado. Los ametrallamientos seguían, algunas veces se oían más cerca, casi encima de ellos, otras veces más lejos, a muchos kilómetros. Se acostumbraron al ruido; era como el que producen vecinos molestos a los que no se puede mandar callar, pero con los que sacarán cuentas en los próximos días.

Llegaron al lugar de la cita poco antes del mediodía; no había nadie, ni los cuatro compañeros, ni el guardia prisionero ni el mulo. El sitio que escogieron para acampar era húmedo y umbroso, acogedor y reposante. En un extremo, borboteaba una cascada de entre la vegetación, cayendo sobre un macizo de rocas en pendiente. El líquido saltaba, hasta convertirse en arroyuelo de agua limpia que atraía, fluyendo y sonando y, sobre todo, tapando el ruido de los aviones allá arriba. En sus bordes, se acumulaba una arena fina y blanca y, alrededor, los árboles dejaban huecos que se llenaban con malangas y helechos.
Se dispusieron a esperar y a descansar; bebieron agua fresca del arroyo. Algunos se quitaron la ropa y se bañaron, otros se tiraron entre las raíces de los árboles y se durmieron antes de acabar de acomodarse. El Asistente y otro compañero hablaron y organizaron turnos de vigilancia.
Ya mediada la tarde, uno de los centinelas oyó un ruido. Se cuadró, acechando el punto de donde provenía y vio que la maleza se abrió y apareció un campesino. Lo dejó caminar un poco para ver si venía acompañado, pero iba solo.
—¡Alto! —gritó.
El hombre se detuvo, poniéndose instintivamente la mano al cinto, donde tenía el machete.
—Identifíquese —el centinela lo apuntó con el fusil.
El hombre lo miró sin entender; el centinela insistió:
—¿Quién es usted, qué busca por aquí?
—Yo tengo un conuco por aquí cerca —respondió el campesino, captando la situación—, y vine a la chorrera a bañarme.
El centinela bajó el arma.
—¿Tú no sabes lo que está pasando por aquí? —preguntó.
—Los guardias andan por aquí, dando vueltas, pero yo no les hago caso. ¿Tú eres uno de ellos?
El centinela rió; el hombre era auténtico, no había engaño en su hablar ni en sus gestos. Lo llevó donde el Asistente, lo dejó allí para que lo interrogaran y volvió a su puesto de vigilancia.
Entre sueños, Publio José oyó la voz y le pareció familiar. Abrió los ojos y levantó la cabeza para mirar hacia el lugar de donde provenía. El Asistente y el otro compañero interrogaban a un campesino, y ésa era la disonancia que lo había despertado. Se fijó en el intruso, y ahora fue la figura del hombre la que le pareció familiar. Se incorporó adivinando ya quién era, planteándose que era imposible eso, que tenía que ser su imaginación. Se acercó al trío compuesto por el Asistente, el otro compañero y el campesino. Los inquisidores insistían en aclarar con el hombre si era espía, colaborador o simpatizante del enemigo. Cualquiera que se les acercara de ahora en adelante sería un sospechoso hasta que demostrara lo contrario.
—¿Qué enemigo? —preguntaba el campesino.
Publio José interrumpió a los otros.
—¡Honorio, qué tú haces por aquí? Yo conozco a este hombre —aclaró.
Era el tío de Altagracita, Honorio Castillo, el que la había llevado a Piedra Blanca. Honorio no reconoció a Publio José enseguida. Con la barba que tenía, el uniforme de campaña, la situación insospechada, era demasiado pedirle; pero cuando se convenció, abrió lo ojos, medio palideció, y finalmente lo abrazó, emocionado.
—¡Compadre, compadre, yo no pensaba encontrarlo por aquí, nunca, nunca!
Publio José sintió el afecto del otro y se conmovió, devolviéndole el abrazo. Los otros dos se lo entregaron, responsabilizándolo de lo que el campesino hiciera dentro del campamento.
—Ve a ver si reclutamos a éste de verdad —sugirió el Asistente.
Se sentaron a hablar.
Publio José quería saber cómo estaban todos, pero antes le preguntó qué hacía tan al noroeste.
—Yo creía que ustedes eran de más para abajo.
—El hambre, don Publio José. Nos hemos tenido que ir moviendo y subiendo lomas para las quemas.
—¿Y la familia?
—Bien, todos.
—¿Don Nando y doña Honoria?
—Bien, todos.
—¿Y Altagracita y mi hijo, Publio Fernando, los has visto últimamente? —preguntó al fin.
—No hace mucho, yo diría que hace como un mes. Están bien, viviendo en Cotuí, ahora. ¿Usted sabía eso? La hija de don Cijo y el marido se mudaron a Cotuí, y Altagracita y su hijo se fueron con ellos. Allá les va bien.
Publio José asimiló la noticia sin darle mucha importancia, dándose cuenta después que Altagracita se había alejado de Villa Antonia y del contacto con su papá y su mamá, si fue que lo tuvieron realmente alguna vez.
—¿Y mi hijo, cómo está?
—El niño está bien. Yo diría que igualito que usted, sólo que no tiene pelo. Tiene la cabeza pelada como un huevo. ¿Qué usted piensa de eso?
Publio José rió, imaginándose al bebé sin pelo, quizás con una pelusa rubia. Su mamá decía siempre que él era rubio cuando chiquito y que se le oscureció el color después que le dio el sarampión.
—Debe ser un machito de verdad —comentó por comentar, refocilándose en su orgullo de padre.
—Jodón sí es, y gritón.
—Berrea mucho.
—¡Guay! Cuando comienza a darle al galillo, no hay quien lo pare, sólo su mamá.
—¿Qué más, Honorio?
—¿Qué más, nada más! A menos que usted quiera oír un chisme.
Honorio lo miró fijamente.
—¿Chisme, qué chisme?
—Bueno, no es un chisme en realidad, es algo que está pasando, que a lo mejor a usted no le guste.
—Dímelo.
—Hay un hombre que se llama Efraín Cordero, que le propuso matrimonio a Altagracita. Él es de Cotuí, y está bien, con su terrenito cerca del pueblo. Pero Altagracita se negó. Negá, negá. No le dio ni ji de esperanza. Ella dice que cuando usted vuelva, usted decidirá lo que se deba hacer con ella. Mientras tanto, na de na.
Publio José sintió alivio. Por un momento pensó que Altagracita tenía problemas con su papá o con Cijo.
—Cuando pueda bajar a Cotuí, lo primero que voy a hacer, Honorio, es reconocer a mi hijo. Él es un Santamaría, y ése va a ser su apellido. Quiero que se eduque bien, en Santiago o en Santo Domingo, todavía no sé.
—¿Se lo van a quitar a Altagracita?
Publio José barajó la pregunta; su respuesta resolvía no sólo la situación de su hijo, sino también la de Altagracita.
—¿Tú piensas que Efraín la quiere y la cuidaría?
—La quiere. De si la cuida, el tiempo es el que dice.
—¿Qué tú piensas de Efraín?
—Está bien. Tiene su terrenito.
—Sí, ya eso me lo dijiste. Yo te pregunto si tú piensas que sería un buen marido para Altagracita.
—Seguro. (El tono era de convicción). Ahora, a quien ella quiere es a usted.
Publio José se pasó la mano por la barba. Era un gesto que se le había pegado sin darse cuenta.
—Se le pasará, Honorio.
—Así sea.
—Yo me casé, Honorio. Mi mujer se llama Zaida, mírala.
Le enseñó la foto que traía en la cartera.
—Linda de verdad, se parece a la mamá de usted.
—¿A mi mamá, la conoces? (Quizás Tontón había depuesto su actitud intransigente contra Altagracita y Publio Fernando y los había visitado estando Honorio con ellos; a lo mejor ya su mamá había aceptado a su nieto).
—No, es un dicho: la mujer con quien el hombre se casa se parece a su mamá.
Publio José rió. Era un buen cumplido, pero Zaida y Tontón se parecían como el sol y la tierra. Bueno, los comentarios familiares se habían hecho y ahora había que dilucidar con Honorio la situación en que estaban.
—Honorio, me imagino que te has dado cuenta de lo que está pasando por aquí.
—Los guardias andan por todas partes, y hay aviones volando y hay tiros, pero yo creía que eran las maniobras. Usted sabe, lo que hacen los guardias para aprender. Hace tiempo que suben y bajan por aquí y por allá. Hace una semana que estoy metido en el conuco con mis sobrinos Ñico y Memelo, y no nos percatamos de nada.
—Pues déjame explicarte.
No era fácil hablarle a Honorio de dictadura, libertad, patriotismo. Sus valores no eran iguales a los de él. Eso resultaba más evidente ahora que Publio José palpaba y dependía del medio en el que el otro había tenido que depender y subsistir desde que nació. Un medio hostil, aislante. Un medio impresionante por momentos, para disfrutar, pero no para vivir, trabajar y morir. Honorio no iba a entender esos conceptos. Sin embargo, le habló de las reivindicaciones de los campesinos, contenidas en el Programa Mínimo aprobado por el Movimiento de Liberación Dominicana. De la reforma agraria, con la cual los campesinos tendrían su propia tierra "de acuerdo al principio que establece la función de la propiedad privada"; de la organización de los campesinos en asociaciones, cooperativas o cualquier otra forma que asegurara se oyeran sus demandas; de la garantía al trabajo para toda la población, incluyendo a los campesinos, con una política económica equilibrada a nivel nacional.
Se sorprendió, Honorio lo captó todo, a su manera.
—Entonces usted está aquí peleando contra el Jefe —dijo.
—Así es.
—¿Y usted piensa que ustedes van a ganar?
Publio José sonrió, era una buena pregunta.
—Así es —repitió, dándole la única respuesta que le podía dar.
—Si es así, entonces yo estoy con usted —propuso Honorio, y añadió—: Usted sabe que siempre le he tenido respeto, don Publio José; lo que usted diga, por ahí me voy yo.
En eso, Honorio era muy coherente. En esta situación, Publio José era su caudillo, y se hacía lo que él mandara.

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