Wednesday, September 22, 2010

14 Anacaona la Reina del Nuevo Mundo, de Fernando Hernández Díaz


Grabado de Caonabo y Anacaona


LA CONVIVENCIA ES LA PAZ

o ANACAONA EN EL PARAÍSO PERDIDO

Sobre la novela Anacaona la Reina del Nuevo Mundo, de Fernando Hernández Díaz
en la presentación de la novela, 2003

Por Manuel Salvador Gautier

En su ensayo Análisis e interpretación de la novela, Javier del Prado Diezma entiende “por materia narrativa todos los elementos —anecdóticos, ideológicos, simbólicos y metadiscursivos— que contribuyen a darle un cuerpo substancial a la novela, sea cual sea su organización formal y procedan de donde procedan: experiencia personal del autor —consciente o inconsciente, existencial o cultural—, historia y estructura social, fuentes antropológicas —mitos, símbolos, arquetipos—, datos tomados de lecturas y del conocimiento de las demás artes, etcétera”.
En Anacaona la Reina del Nuevo Mundo, Fernando Hernández Díaz utiliza estos recursos narrativos de manera magistral, para presentarnos una novela de corte histórico, que nos atrapa por la fuerza de su elocuencia y nos obliga a revisar nuestras posiciones con relación a un hecho que transformó al mundo: la Conquista de América.

EL METADISCURSO
La historia de la conquista de América está vertida en cientos de tratados, disposiciones y papeles que descansan en los Archivos de Indias, entre los cuales, de mayor fama, están La historia de las Indias, de fray Bartolomé de las Casas, la Historia general y natural de las Indias, de Gonzalo Fernández de Oviedo, y Las décadas de orbe novo, de Pedro Mártir de Anglería. En éstas, particularmente, y en las demás, se recogen distintas impresiones de los acontecimientos relatados por sus autores, según lo que cada uno de ellos quería demostrar.
Para escribir a Anacaona la Reina del Nuevo Mundo, Hernández Díaz recoge todas estas impresiones, las interioriza, y nos dice (en su Prólogo), que en esta novela “nada se exagera, más bien, todo se concilia”, en un tono poco conciliador, ya que a continuación explica que esto ocurre de la misma manera que “el tiempo, los intereses y la evolución de las relaciones entre hombres y naciones, han conciliado la esclavitud de los negros como un extraordinario aporte a la conformación de la identidad del nuevo mundo, de la América de hoy”. Es decir, que un acontecimiento macabro, humillante, totalmente denigrante para quienes lo llevaron a cabo, como lo es la esclavitud y el exterminio de los indios en la isla Española, por medio de un trastrocamiento a ultranza, se quiere convertir en un hecho positivo, cambiando los valores con los cuales se evalúa, o, quizás, escogiendo los valores que más convengan para dicha evaluación.
Ocurre, que ésta ha sido la situación que ha primado en la elaboración de todas las historias del mundo, reales o ficticias, desde la Biblia, con sus historias contradictorias donde prima un comportamiento guerrerista (luchas tribales) sobre una ética pacifista (no matarás); hasta Don Quijote de la Mancha, con la historia de un loco que parece más cuerdo que todos los que lo rodean; desde el relato sobre la muerte de Sócrates, acusado de corromper a la juventud ateniense, situación que ponemos en duda desde nuestra perspectiva histórica, hasta el Informe Oficial sobre el asesinato de John F. Kennedy, donde se habla de un sólo asesino, hecho que se ha demostrado es incierto. Siempre hay y habrá interpretaciones más o menos interesadas o desinteresadas, más o menos deformadoras o conformadoras de la verdad.
Hernández Díaz no escapa a su propio juicio. Él también ha elaborado una historia desde las perspectivas de sus propios valores. No exagera nada, sólo escoge; no desautoriza la verdad, la concilia, estableciendo “su” verdad.
¿Cuáles son los valores con los cuales Hernández Díaz quiere que evaluemos la historia de Anacaona, la cacica de Jaragua, y, de paso, la conquista de América?
Primero: Los indios eran pacíficos; tenían costumbres distintas a las de los europeos, que debieron ser respetadas.
Segundo: Entre los españoles había aquellos que no tenían problemas en establecer lazos de convivencia.
Tercero: El respeto y la convivencia entre los europeos y los aborígenes debieron crear una raza mestiza con todo lo bueno de una y otra.
El hecho que esto no ocurriera lleva, a posteriori, a una conclusión: Los indios se equivocaron al juzgar a los españoles; creyeron que la tecnología que traían, más avanzada que la de ellos, favorecería el desarrollo de sus medios de subsistencia; debieron defender su territorio y expulsarlos, antes de que se hicieran fuertes.
La pregunta a hacerse es: ¿Cómo sería ahora una América mestiza, si desde un principio el propósito de los conquistadores hubiera sido la convivencia pacífica? ¿si hubiera habido tolerancia religiosa, cultural y racial? ¿si el desinterés por lo material hubiera primado sobre el materialismo?
¿Es posible, como pretende Hernández Díaz, que el ejemplo negativo de la Conquista nos sirva para lograr ahora un mundo mejor? ¿Es en esta revisión o nueva visón de la Conquista donde encontraremos la conciliación de esa experiencia traumatizante, contraponiéndola a nuestra propia experiencia, carcomida por la desesperanza; con nuestras ideales que nadie respeta, basados en la democracia representativa, la institucionalidad y la constitucionalidad; con nuestros aspiraciones por una paz duradera, por un mundo sin abusos ni perversiones, que no acaba de cuajarse?
¿Un mundo con estas condiciones, sigue siendo una utopía?

LA IDEOLOGÍA
Hernández Díaz es un hombre íntegro, que no acepta mediatizaciones. Estas condiciones de carácter lo ayudaron a desempeñarse por cinco años como presidente de la Federación Nacional de Maestros y a presidir, en siete ocasiones, la Asociación y el Colegio de Abogados de la República. Como dirigente gremial ha respetado siempre la ley, hecho las interpretaciones adecuadas a los reglamentos, indicado el camino recto a seguir. Nos preguntamos: ¿Cómo, un hombre de esta naturaleza, objetivo y racional, propone una utopía casi imposible de materializar?
La realidad es que el mestizaje que el autor propone ocurrió; es un hecho. En la República Dominicana, los europeos se mezclaron con los indígenas y con los africanos, produciendo un pueblo mulato con una cultura que combina lo mejor de cada una de esas razas, pero que contiene, también, lo peor.
El idealismo de Hernández Díaz hace que escoja, para su novela, la instancia en que se inició ese proceso y proponga la tesis de que aún es posible lograr lo que entonces no se consiguió.
En los dos párrafos finales de la novela, aparece esta propuesta. Dicen:
“El Cacique (Cotubanamá) fue al cielo aunque rechazó el bautizo. Los dioses indios y cristianos se unieron para recoger sus miembros y allá se los devolvieron. La mayor gloria del cacique fue saber que allí, en el cielo de todos los hombres buenos sin importar su religión, o sin tener alguna, no irían aquellos malvados españoles.
“Es que Dios guarda un pedacito de cielo a los hombres de paz y buena voluntad aunque no crean que Él existe; porque el cielo no es patrimonio de las religiones sino de la bondad de los seres humanos”.
Aquí, el mestizaje está en la unión de los dioses “indios y cristianos”. La utopía está en la convivencia, en un cielo donde van los hombres buenos, no importa las características raciales, religiosas y/o culturales de donde provengan.
Hernández Díaz cree que los hombres “de paz y buena voluntad” tienen su retribución y que los malos tiene su castigo; que la bondad está, entre otros atributos, en no sentir discriminación por las diferencias que encontramos entre nosotros y los otros; que si actuamos con rectitud, con bondad, se logrará la convivencia que llevará hacia la verdadera felicidad entre los humanos. De hecho, en el capítulo titulado “Jaragua” (pp. 54-80), se hace una descripción del país ideal.
Es un país dirigido por Anacaona, una reina justa; con habitantes que sólo conocen la bondad y la comprensión entre ellos. Es la utopía que al autor le gustaría ver implantada en todo el planeta tierra. Esta utopía es invadida por los conquistadores. Bartolomé Colón llega a Jaragua para doblegar a los indios. Sin embargo, inconscientes de la destrucción que los amenazaba, los habitantes lo reciben “con muestras de alegría”. El lugar es paradisíaco: “Cuanto más (Bartolomé) se acercaba a la capital (de Jaragua) mayor era su fascinación, no sólo por sus impresionantes cascadas rodeadas de bellísimas flores silvestres, verde vegetación y exóticas aves, sino también por la sinceridad y generosidad de aquella gente que se desprendía de todo lo que tenía para obsequiárselo…”
Ante tanto afabilidad, Bartolomé pierde su agresividad y acepta la paz que le ofrecen Bohechío y Anacaona.
En la utopía, los hombres de “buena voluntad” son sinceros y generosos, no ocultan sus sentimientos, no son materialistas; con su ejemplo, logran hacer aflorar los mejores sentimientos en los demás.

LOS SÍMBOLOS
Los símbolos son metáforas. El narrador utiliza el recurso de los símbolos para expresar mejor su mensaje. La narrativa se hace con imágenes, y los símbolos son imágenes que comprueban la ideología del autor y el metadiscurso que quiere hacer llegar al lector.
Hernández Díaz recurre a varios símbolos.
1. El cacicazgo de Jaragua, dirigido por Bohechío y luego por Anacaona, simboliza el paraíso terrestre, el lugar donde la justicia impera y los hombres de buena voluntad medran. Es descrito por don Pedro de las Casas, amante de una india y protector de los indios, de la siguiente manera:
“Cuando sintáis un aroma especial en el aire que os embriague y veáis cruzar por el cielo aves de muchas especies distintas, largo plumaje, bellísimos colores; cuando vuestros ojos alcancen a ver un valle verde y rojo, cuando probéis frutas variadas de maravillosos sabores y bebáis de las aguas más puras y limpias, cuando sintáis el calor de su gente que os saluda, vos mismo diréis: Estamos llegando”.
2. La raza que debe primar en el mundo está simbolizada por la hermosura de los indios y de las indias, debe salvarse y defenderse de toda la maldad humana. Los ejemplares más destacados de esta raza son la cacica Anacaona, hermosísima, pacifista, que acepta a todos los desamparados que vienen a su reino en procura de ayuda, acosados en otros sitios, sean estos españoles, judíos o indígenas; y Cotubanamá, un gigante de fuerza sobrenatural, que acepta a Juan de Esquivel como su guaitío y cumple con el compromiso que le hace de no tomar armas en contra de los españoles, para ser, luego, agredido por las ambiciones de estos.
3. El poder de la cacica Anacaona, y más que eso, la calidad de la producción artesanal de los indígenas, comparable con cualquiera de la orfebrería europea, están simbolizados en las joyas de Anacaona, descritas con minuciosidad en varias ocasiones (en las visitas de Bartolomé Colón y de Nicolás de Ovando a Jaragua, durante el juicio a Anacaona en Vera Paz/Azua). Cuando Anacaona recibe a Ovando, el Gobernador que llega a la isla en 1502, enviado por los Reyes Católicos para iniciar la conquista definitiva de América, el autor la describe como sigue:
“Anacaona vestía sus joyas, adornos y ropa muy ligera, a excepción de un largo manto que llegaba hasta las ancas del caballo. Sobre su frente llevaba su corona de oro de los dos cacicazgos, con dos hileras de ámbar y perlas. Su cabellera se movía con la brisa. Gruesos aretes y collar de oro, con incrustaciones de piedras verdes, resaltaban la belleza de su rostro y de su pecho, brazaletes de oro con iguales incrustaciones en sus brazos y muñecas. Cubría su pecho con serpentinas de oro, atadas a la espalda y una blusa corta en forma de triángulo abierta a los lados… Un cinturón dorado sujetaba su corta falda abierta… destacando sus caderas y bellas piernas, calzando sus pies con sandalias cerradas de taco alto, orlas y cordones rojos…”
4. Las escenas donde los indios y las indias dominan el caballo, los montan con agilidad y con soltura, que encontramos en varias ocasiones, simbolizan la posible adaptación del indígena a la cultura europea.
5. La figura complaciente de la reina Isabela, tratada con comprensión, simboliza el hecho de que hubo la posibilidad de que se diera la convivencia pacífica, si no se hubiera interpuesto la maldad. En una escena en que llevan a la corte de Castilla un grupo de princesas vírgenes para matrimoniarlas con nobles de España, el rey Fernando encuentra a la Reina jugando divertida con las indias inocentes, actuando con la placidez de una niña. En el último momento, Isabela trata de salvar a Anacaona mandando un emisario a Ovando con órdenes de que la enviara a su corte.
6. Fernando y Ovando son los símbolos de la maldad, que por Razón de Estado, es decir, por la meta que tienen de crear un imperio para España, a como dé lugar, cueste lo que cueste, están dispuestos a sacrificar las posibilidades de la convivencia.
7. En cambio, Hernando de Guevara es el símbolo de la convivencia, se casa con la hija de Anacaona, tiene una hija con ella, Mencía; trata por todos los medios de hacerle comprender a los conquistadores que el pueblo indígena no merece la destrucción que los amenaza. Es, sin lugar a dudas, el personaje más simpático de la novela.

LAS ANÉCDOTAS
Hernández Díaz debió hacer una investigación exhaustiva de la época en que se desarrolla la historia: o sea, los diez años que transcurrieron desde la llegada de Cristóbal Colón a la isla de Babeque o Haití en 1492, hasta la muerte de Anacaona a manos de Ovando, en la ciudad de la Vera Cruz (Azua), en 1503. La cantidad de datos históricos de todo tipo (acontecimientos, fechas, nombres, objetos, etcétera) que aparecen, uno tras otro, son el resultado de un estudio minucioso para no omitir detalles. Sin embargo, el manejo que hace el autor de estos datos es natural, sin implicaciones de dar lecciones de historia.
La recreación de una época en narrativa no es una empresa fácil; hay que escoger los datos representativos que el lector relacione con esa época y que, de ser inventados por el autor, tengan características que lo asocien a ésta. En este sentido, el autor hace un uso magistral de su imaginación. Adopta episodios reales, mitos y leyendas en una trama continua que despierta interés desde su inicio, y que absorbe al lector por lo atractivo de los acontecimientos narrados, la nitidez de las escenas y la claridad del lenguaje.
La pregunta que el lector se hace es la siguiente: ¿dónde hay ficción y dónde realidad?
La diferencia entre historia novelada y novela histórica se ha discutido en varias ocasiones, durante actividades literarias, sin que se llegue a establecer claramente una diferenciación. Los que argumentan que hay una diferencia, la establecen como sigue: En una historia novelada, los personajes, los acontecimientos y los escenarios son reales, y la ficción o producción imaginativa del autor entra en la organización de este material para darle un cuerpo coherente y atractivo, donde los personajes y los acontecimientos cobren vida; en una novela histórica los protagonistas son personajes ficticios que se desempeñan en escenarios reales con anécdotas ficticias, enmarcados dentro de los acontecimientos históricos ocurridos.
Si tuviéramos que definir a Anacaona la Reina del Nuevo Mundo dentro de una de estas clasificaciones, tendríamos que considerarla una historia novelada.
Todos los personajes son reales, con excepción de algunos muy secundarios.
Toda la trama es real, con el don adicional de ser ágil, secuencial y entretenida.
Todos los acontecimientos son reales, con excepción de alguno que otro hecho para lograr coherencia argumental.
Todos los escenarios son reales, aunque algunos se idealicen.
El hecho que la obra se lea con fluidez, atraiga y capte al lector, es el gran mérito del autor, que es un fabulador dotado de una fuerza literaria extraordinaria para crear escenas, mover los personajes, dar explicaciones, hacer descripciones, introspecciones y, a veces, anotaciones sobre su propio parecer o ideología. Crea así un conjunto maravilloso, un producto literario sumamente interesante, pocas veces presentado en el panorama cultural de la República Dominicana.
Para encontrar algo similar sobre la historia de los indígenas en la literatura de la República Dominicana, habría que remontarse a finales del siglo XIX y adentrarse en el movimiento hispánico–indigenista que se desarrolló entonces culturalmente, motivado por el rescate de lo autóctono a nivel hispanoamericano, y, en el caso de nuestro país, con reconocimiento de los aportes hispánicos e indígenas a nuestra cultura, en desmedro de los aportes africanos. En ese momento todos nuestros grandes escritores, narradores, ensayistas y poetas, crearon una o varias obras con el tema. Este fue el caso de Manuel de Jesús Galván con su novela Enriquillo, que algunos críticos literarios a finales del siglo XX consideraron, por un lado, una apología a la conquista española (Conde Sturla), y, por otro lado, una denuncia en contra de las guerrillas montoneras que nos azotaban y no permitían que se consolidara la democracia en la República Dominicana (Bruno Rosario Candelier). También tenemos el poema de nuestra eximia poeta, Salomé Ureña de Henríquez, Anacaona; y las leyendas de José Joaquín Pérez, El voto de Anacaona y Quisqueyana; y así, las obras de varios autores más.
La obra de Hernández Díaz, igual que el Enriquillo de Galván, podría tacharse de pro–hispánica. La reina Isabel se presenta como una mujer preocupada por el bienestar de los indios y dispuesta a pelear por que se les diera un tratamiento digno, cosa que jamás ocurrió. La Razón de Estado que argumentaba su esposo Fernando para que se cometieran las atrocidades que permitió, era tan importante para ella como para él, y la aceptaba, aunque a regañadientes, si se quiere. Igual que en el Enriquillo, hay españoles muy buenos y españoles muy malos. El personaje de Hernando de Guevara es atractivo, auténtico, un español positivo, que se enamora de una india y reconoce los valores de su cultura. Todos los indios son buenos, hombres y mujeres de “buena voluntad”. Hay una diferencia, no hay indios de malos sentimientos, considerados traidores a los españoles por el autor, como ocurre con Galván, y esto, aunque parezca trivial, es fundamental, porque Hernández Díaz, en su trama, no trata de empujar a los indígenas a una pacificación obligatoria, como hace Galván. El entendido entre españoles e indígenas debe ser por mutuo reconocimiento de sus valores, sin imposiciones, sin obligaciones de transformaciones y asimilaciones de una cultura por la otra, con mutuo respeto de uno por el otro.
¿Cuál es, entonces, la diferencia, por lo cual la obra de Hernández Díaz logra su cometido y se presenta como un aporte importante a la literatura dominicana de principios de siglo XXI? La diferencia está en el metadiscurso de la convivencia para lograr la paz, un mensaje actual, proclamado por el Papa Juan Pablo II y reclamado en las Naciones Unidas por todos los países del mundo, aunque a espaldas de estas reclamaciones, varios de ellos traicionen estos propósitos.
Celebremos, pues, el quinto centenario del regicidio perpetrado a Anacaona por Nicolás de Ovando, argumentando Razones de Estado para hacerlo, con una visión de lo que esta mujer quiso aportar a la paz y a la convivencia mundial, según nos lo refiere Hernández Díaz, y acojamos en nuestro corazón este mensaje para lograr un mundo mejor, por Razones de Estado y supervivencia de la raza humana.

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