Friday, September 24, 2010

13 Viaje a Italia de tres escritores dominicanos


En la ceremonia en el Palazzo Ducale de Lucca, MSG con Eleonora y María Antonietta y Jaime a un lado

VIAJE A ITALIA DE TRES ESCRITORES DOMINICANOS

Crónica

2 de noviembre de 2007

Por Manuel Salvador Gautier

PRIMERA SEMANA

Viernes 21 y sábado 22 de septiembre.
Llegada.

Miguel Solano y Jaime Tatem Brache, narradores y poetas, y yo, narrador, tomamos un avión en el AILA (Aeropuerto Internacional Las Américas José Francisco Peña Gómez), con la complacencia de quienes tienen una tarea extraordinaria pendiente: íbamos a Italia a llevar un poco de nosotros y de la literatura dominicana.
El viaje a Pisa, por Iberia, resultó menos traumático de lo que yo presentía. Temía pasar por los controles de la aduana y sonar como una campana de iglesia en Semana Santa; pero nada, cada vez que llegaba a uno, enseñaba el Informe del doctor Reinaldo Vargas explicando mi operación de corazón abierto y mi esternón amarrado con alambres de metal, y no tenía que cruzar la casetica.
Durante el viaje, Solano se inspiró con una compañera que le quedó al lado y creó un pequeño poema.

Quise despertarla con mis besos
La miré
Me contuve
Y entonces abracé su sueño,

Fue el portal a todo un mundo fascinante: Italia y España, la Europa rica en tradiciones milenarias, de monumentos y ciudades y paisajes de una gran belleza, y de gente maravillosa.
En Pisa nos esperaba Maria Antonietta Ferro, la traductora que ha resultado ser la más capacitada propulsora de la literatura dominicana en Italia, con varias traducciones de novelas, cuentos y poemas de autores como Avelino Stanley, Guido Riggio, y, por supuesto, sus “tres mosqueteros”, como nos llama a Tatem, a Solano y a mí. Empujada por su tesón de mujer decidida, veníamos a la presentación de nuestras obras traducidas al italiano por ella: yo, mi novela Asesino de las lluvias; Tatem, su poemario Rituales de la lluvia, y Solano, algunos de sus cuentos y poemas. Teníamos por delante un calendario de actividades en Roma, Lucca, Florencia y Génova y de visitas a Viareggio y Pisa. Solano nos acompañaba para presentar sus obras, en los distintos lugares a donde íbamos.
Recorrer en vehículo las calles de Pisa y la campiña toscana para llegar a Lucca fue mi primer momento de nostalgia, una experiencia conmovedora. Volvía a Italia después de cuarenta y siete años de una estadía de cuatro años, que disfruté enormemente. Me golpearon de repente las imágenes de Roma que sucumbían en mi subconsciente, los momentos que pasé mientras hacía el doctorado en Arquitectura, la gente, los amigos y las amigas, el color, los espacios, los ambientes, las edificaciones italianas.

Sábado 22 de septiembre
Lucca

El apartamento de Maria Antonietta es amplio y muy cómodo.
Nos levantamos. No siento molestia por la diferencia de hora, que nos ha acortado un día en seis horas. En Lucca son las nueve de la mañana y en Santo Domingo las tres de la madrugada.
Nos saludamos Maria Antonietta, Solano y yo. Tatem duerme aún.
—¿Has visto que Jaime ha puesto un sillón recostado al ,manubrio de la puerta para impedir que alguien entre a la habitación? —observa Maria Antonietta.
Reímos. Es el poeta perseguido por sus fantasmas.
Conocemos a Lorenzo, el hijo de Maria Antonietta, un muchacho de dieciocho años, alto y bien puesto. Tiene una relación muy relajada con la mamá. Se lo dije unos días después a Tatem, el psicólogo.
—A lo mejor tú no te das cuenta porque no entiendes el italiano, pero cada vez que Lorenzo llega a la casa, le hace una pregunta corta a su mamá, ella le responde con otra, él le hace otra, y así se van relacionando de la manera más natural en un diálogo de sobrentendidos.
En el desayuno y en la comida, tratamos de incluir a Lorenzo en nuestra conversación, pero él no colabora. No demuestra rechazo, sólo parece que no desea inmiscuirse en las cosas de su mamá.
Al final, logré que se tomara una fotografía con nosotros.
—No sé cómo lo conseguiste. A él no le gusta tomarse fotos —observa Maria Antonietta.
Creo que Lorenzo es más despierto e interesante como persona que como lo aprecia su mamá, que todavía lo ve como el pequeño bebé que acurrucó en su pecho.
Conozco también a los dos gatos barcinos de Maria Antonietta. Los observo. No me gustan los gatos.
Esa noche Tatem recordó la reunión del Ateneo Insular dedicada a Blas Jiménez.
—Son las siete aquí; allá debe ser la una. Deben estarse preparando para viajar a Santiago.
Más tarde, veo la hora y alerto:
—Ya comenzó.

Domingo 23 de septiembre.
Lucca.

Maria Antonietta vive a cuatro cuadras de los muros medievales que encierran la ciudad antigua de Lucca. Caminamos hasta llegar a los muros de unos tres a cuatro metros de alto (la altura varía, no sé por qué, lo más probablemente por las ondulaciones del terreno, pero, por ahora, quiero ser soñador), pasamos por una de las puertas, la de San Jacobo (San Jacopo), y nos montamos a un coche tirado por un caballo llamado Attila (Atilas), negro y brilloso “como el azabache” (aquí pega el símil ya gastado), y guiado por un argentino que hablaba mal el argentino (que no es exactamente español) de tanto tiempo que tenía en Europa. Fue impresionante el recorrido por el tope de los muros, donde hay un paseo para vehículos y peatones (era así de ancho originalmente) y está sembrado de árboles altísimos. Desde allí se ve la extensión de la vieja y la nueva Lucca, la primera cerrada, con edificaciones que parecen estar una sobre otra, todas renacentistas, y la segunda extendida, con chalets tipo liberty o modernos, y separándolas, un área verde, sencillamente y poderosamente deslumbrante, con secciones de grama o agrupaciones de árboles que son un refresco para los ojos. Tatem vio un pequeño edificio adosado al muro en la parte interior y se detuvo. Es un museo de monedas y él es coleccionista de monedas, sellos y no sé cuántas cosas más (campanas metálicas). No había tiempo para entrar, pero luego lo visitó con Solano. Encontraron allí a un especialista en moneda que había escrito un libro que les regaló. Tatem estaba orondo y, en intercambio, le llevó su poemario traducido al italiano.
Attila es sensacional. Obedece al argentino por simples señales que el espectador casi no nota. Sin embargo, es efectivo. Cuando quiere hacer sus necesidades, lo manifiesta con un movimiento de cabeza o una patada. Yo, en realidad, no me daba cuenta; pero se hacía notorio cuando el argentino se detenía para sacar una funda o una cubeta, la colocaba en su sitio, ocurría lo que tenía que ocurrir, el argentino completaba su cometido, y luego Attila seguía con su trote y su elegancia.
Dejamos el coche (que es amplio y recio, nada parecido a los del Malecón) y nos fuimos a caminar por las calles de Lucca antigua. En una tienda vi una corbata. Es a rayas verdes y negras. Sigo y me detengo. La tengo que comprar. Será el recuerdo que guardaré de este viaje; pero no me devuelvo para hacerlo.
Maria Antonietta nos sorprende. Nos lleva a una heladería. Allí hay un dominicano, José Antonio Astacio, casado con la hija del dueño. Es un hombre fuerte, bien parecido, proveniente de San Pedro de Macorís (como los peloteros). Nos sentamos con él. Mientras tomábamos nuestros helados, hablamos. Conoció a la esposa en la República Dominicana. La enamoró, casó y vino con ella a Europa; tiene ya veinte años de matrimonio, un hijo (que habla español, pero, según el padre, no tiene identidad, pues no es dominicano, pero tampoco italiano; yo pienso que es italianísimo). Creo que siente nostalgia por volver, deseo de que su hijo ame a la República Dominicana, pero se conforma sólo con darle mente.
Ya cayendo la tarde, viajamos a Pisa, a ver la famosa torre inclinada. Es un conjunto impresionante constituido por la catedral, la torre y el baptisterio, con una arquitectura que parece encaje. Mármol blanco. Columnatas que se destacan de la pared. Detalles del románico local de una obra que tomó dos siglos en construir, del XII al XIV, con intervenciones posteriores.
Había un concierto esa noche y no se podía ver su interior. El costo de entrada para el concierto era muy alto (25 euros) y decidimos no ir.

Lunes 24 de septiembre.
Portovenere.

Pasamos por la Policía (Questura) para conseguir el permiso de estadía (permesso di soggiorno). Maria Antonietta trabaja ahí, así que nos entró directamente a las oficinas y nos presentó a sus compañeros, entre los cuales está Maria Angela Mora. En lo que nos preparaban los documentos, fuimos a tomar un café y ahí averiguamos que el periódico Il Tirreno, de Lucca, había sacado una pequeña crónica sobre nuestra llegada a la ciudad.
Cuando hablo italiano con los nativos, me asombro de lo mucho que lo recuerdo. Algunos me dicen que lo pronuncio a la perfección. Sin embargo, estoy consciente de que hay muchas palabras que antes manejaba y que ya ni reconozco; otras que nunca supe. El italiano se parece al español sólo en apariencia. Al principio, cuando empecé a dominarlo, a veces no sabía si hablaba español o italiano. Me di cuenta que lo comprendía bien cuando comencé a entender todas las películas a las que iba.
El paseo de ese día era a Portovenere (Puerto Venus), uno de los tantos recodos de la ribera italiana donde, sobre un acantilado, se asienta una pequeña población que tiene de borde un malecón y un puerto. Están en un golfo o una bahía preciosa. Iguales sitios hay en Portofino, Portobello, Amalfi, en fin.
Nos detuvimos en Viareggio, donde está localizada la Giovanne Holden Editori. Subimos al piso tercero de un edificio moderno, y allí encontramos al asociado de la editora Miranda Biondi, Marco Palagi, un joven que me recordó a alguien. Le entregan a Maria Antonietta cincuenta copias de nuestros libros, para la venta en los distintos lugares donde los presentaremos. Averiguamos que aún no estaban listos los contratos de Tatem y mío y unas copias de los poemas de Tatem, Solano y mío (del Asesino de las lluvias) hechos en forma artística para exhibir en la entrada del salón de belleza, al cual iremos el 28. Quedamos en que a la vuelta de Portovenere los procuraremos, y así fue.
En Portovenere, nos estacionamos ante un muro de contención forrado de piedras. Del otro lado de la calle, atracados al puerto, estaban los barcos que hacen el recorrido por todo el “Golfo de los Poetas” (como lo llaman), un pedazo de costa punteado de caseríos que se vuelcan sobre el mar, entre los cuales está el que visitamos. En la cumbre de la loma donde se recuesta el pueblo, hay un fuerte que perteneció, supuestamente, a la familia Doria, famosa por sus andanzas durante y después del Renacimiento. En 1822 vivió allí parte de su exilio el poeta inglés Byron (Lord George Gordon Byron: 1788 a 1824). Se dice que durante su estadía no sólo se dedicaba a escribir sino también a nadar, una práctica deportiva de la cual era un apasionado. Una anécdota cuenta que Byron atravesó a nado el Golfo, cubriendo ocho kilómetros y medio hasta San Terenzo, para encontrar a otro poeta inglés, Shelley, que había conocido en Ginebra (de aquí el nombre de “Golfo de los Poetas”).
Portovenere tiene el encanto de los lugares lleno de turistas, que, aún así, mantienen incólumes sus características básicas: paseo a lo largo del malecón y del puerto con restaurantes y comercios pequeños y típicos; casas de varios pisos, coloridas, que caen desde arriba en cascada hasta la orilla; y allá, en el tope de la loma, como un penacho, el fuerte de los Doria, empedrado y solemne.
Hicimos el paseo sobre la cubierta del barco. Curioso: en un cayo que cubre el mar han colocado una estatua de la Virgen (una “madonna”) que parece flotar sobre el agua y alerta a los marineros desaprensivos. Imponente: en una roca alta, la más saliente hacia el mar, ubicaron una iglesia románica, con sus arcadas de piedras blancas y negras y su torre desafiadora. Inquietante: al pie del fuerte de los Doria hay unas grutas misteriosas que visitaban los poetas, que aún están ahí, persiguiendo con sus voces a los visitantes.
Maria Antonietta, Solano y Tatem deciden subir al fuerte. Yo me quedo en un bosquecito con asientos de madera, desde donde, en una perspectiva de película de Fellini, contemplo el muelle y el malecón. Unas sombras refrescantes. Una somnolencia. Me despierta Tatem. Pregunto cómo les ha ido.
Los tres entraron a la iglesia de San Pedro, cerca del fuerte. Luego bajaron a las cuevas donde enfrentaron la realidad que idealizamos desde lejos, durante el recorrido en barco: había mucha basura y malos olores. A Tatem le dolió que el lugar estuviera en esas condiciones deplorables. En cambio, para Solano, fue un regocijo disfrutar del espectáculo que daban tres bellas “ragazze” bañándose en las aguas claras y azulosas en la orilla (de hecho, ante esta visión encantadora, Tatem se recuperó pronta y totalmente de su decepción).
En el último momento, Portovenere queda atrás con su movimiento y alegría.

Martes 25 y miércoles 26 de septiembre
Visita a Roma.

Cruzo la estación de tren frente a Piazza Cavour, con sus características de arquitectura moderna. Busco las estructuras del techo construidas por Pier Luigi Nervi, mi profesor de Strutture. Allí están, unas vigas prefabricadas colocadas una al lado de la otra a lo largo de un rectángulo, con su curvatura que permite uno de los voladizos más grandes hechos en hormigón armado. Es realmente una belleza.
En el Hotel nos recibió el Embajador ante la Santa Sede, Ing. Rafael Marion Landais, muy amigo mío, con quien hice varios trabajos profesionales en urbanismo y arquitectura. Fue el primer deleite, pues nos regaló un recorrido por Roma. Visitamos la Basílica de San Juan de Letrán, la sede del Obispo de Roma que es la del Papa; vimos de cerca el Coliseo, el Monumento a Vittorio Emmanuele, en fin, nos detuvimos en el Giannicolo, desde donde se aprecia una panorámica de Roma maravillosa.
Comimos en la residencia del Embajador Marion Landais, donde nos esperaban otros turistas dominicanos que visitaban Italia, un funcionario de la embajada dominicana en Rusia y algunos funcionarios de las embajadas dominicanas en Roma y la Santa Sede. También las encantadoras esposa e hija del Embajador Marion Landais, doña Isabel y Marie. Fue como encontrarse en Santo Domingo, pero a lo italiano: habladera a todo dar sobre distintos tópicos de interés, con picadera dominicana (semillas tostadas de cajuil, otras); luego pasta, carne a la romana y helado, acompañados de un vino exquisito.
Llegó el acto de presentación de mi novela y del poemario de Tatem, en el Instituto Italo-latino-americano, situado en el Palacio Santa Croce. Estuvo el embajador ante la República de Italia, don Vinicio Tobal; el Embajador Marion Landais; algunos funcionarios de las embajadas, entre los cuales se encontraba León Bosch, el famoso pintor, hijo de Juan Bosch, la Arq. Julia Vicioso, e Ignacio González, uno de los funcionarios de la embajada en Roma que me pareció muy eficiente; un nutrido grupo de dominicanos y algunos italianos.
El Embajador Tobal habló.
—Este acto sienta un precedente cultural. Nunca antes se había hecho algo así en Italia, con tres intelectuales de tanta importancia que representan lo mejor de la literatura dominicana.
Bosch presentó las obras, luego yo leí el texto que llevaba. Tengo uno largo y uno corto, en español y en italiano (traducido por Maria Antonietta), para leer dependiendo de la ocasión; el público era mayoritariamente latino, así que leí la versión larga en español. Fui muy aplaudido, también Tatem, que leyó su texto y luego recitó uno de sus poemas. Después, un brindis con vino y una picadera excelente. Y entonces otro paseo nocturno con el Embajador Marion Landais.
En un recorrido nostálgico, quise pasar por la Facultad de Arquitectura, ubicada en vía Bruno Buzos en Parioli; por la Piazza Ungharia, donde hay un Café en el que nos juntábamos Rafael Calventi, Víctor Bisonó, Porfirio Carías (Choli) y yo a discurrir sobre la inmortalidad del cangrejo, y por Viale Regina Margherita, donde viví por varios años. También por Via Veneto, que está espléndida, recuperada de cuando la vi en 1968 (fue renovada no hacía mucho para conmemorar no sé qué cosa y están de nuevo las cafeterías en las calzadas, las magníficas tiendas, los grandes hoteles, y la gente disfrutando el paseo). El Embajador Marion Landais quiere darme una sorpresa y conduce el auto por las avenidas de Roma, a lo largo del Parque de Villa Borguese. Creo que me lleva hacia las estructuras maravillosas del Palazzetto dello Sport de Nervi, pero lo pasamos y llegamos al Auditórium, el único edificio nuevo en Roma, de enorme tamaño, tres bóvedas de corte postmoderno que se enfrentan una a la otra como el conjunto del Metropolitan Opera House en Nueva York. Seguimos y nos detenemos para caminar por un puente sobre el río Tévere donde los enamorados ponen un candado para recordar que el amor es eterno (nadie tenía candado para poner, así que gozamos la eternidad de los otros).
Al día siguiente el Embajador Marion Landais no nos pudo acompañar pero lo hizo la Arq. Julia Vicioso, antigua discípula mía, que nos llevó por la Basílica de Santa Maria Maggiore, donde el techo está recubierto por el primer oro sacado en América (de la Isla Hispaniola, actualmente Santo Domingo); el Campidoglio, el más antiguo ayuntamiento del mundo (desde la época romana); las ruinas de Roma antigua y la Iglesia de los Florentinos, donde hay una imagen muy bella de la Virgen de la Altagracia, pintada por León Bosch. Comimos en ‘Gusto, un restaurante frente al Augusteo, la tumba redonda de varios emperadores romanos, y pasamos por la Ara Pacis (Altar de la Paz), un monumento romano protegido por una edificación muy moderna (de un famosísimo arquitecto italiano, Ernesto Rogers) que no cumple con su cometido de hacer resaltar el monumento que tiene dentro. Finalmente, visitamos la Basílica de San Pedro, y pudimos entrar a las criptas para rezar ante la tumba de Juan Pablo II. En esta obra cumbre de la arquitectura manierista (fachada de Maderna y cúpula de Miguel Angel, y un atrio barroco de Bernini), todo sigue igual de extraordinario: la dimensión del templo la ornamentación, la estatua de la Pietá de Miguel Angel.
Después, quise hacer de nuevo mi recorrido nostálgico, pero de día, por Parioli, Via Bruno Buozzi, Piazza Ungharia, Viale Regina Margherita. Reconocí el edificio donde había vivido, que la noche interior no pude identificar. Fue renovar una experiencia que guardaba con mucha nostalgia en mi corazón.

Jueves 27 de septiembre.
Visita a Campi Bisenzio.

Está en los alrededores de Florencia. En el Liceo Científico AME Agnoletti (nombrado para honrar a una partisana de la Segunda Guerra Mundial), inaugurado hace sólo siete años, nos esperaba su Director, Franco Mattesini, y la profesora Samantha Taruffi, organizadora de la actividad. Se aplicó un protocolo muy hermoso que hace tiempo desapareció en la República Dominicana. Nos recibieron dos estudiantes edecanes, con sacos azulmarinos y emblemas escolares en las solapas; nos llevaron a un salón donde se encontraban los profesores y una delegación de estudiantes que representaba a los demás; allí saludamos a todos. Luego los guías nos dieron una gira por las aulas, los laboratorios y otras dependencias, todo muy espacioso, organizado y limpio (“dar clases en uno de esos salones debe ser una experiencia gratificadora”, dijo Tatem). Volvimos a donde salimos, tomamos un refrigerio. Luego continuó el protocolo. Organizamos una fila. Los edecanes tomaron la delantera para anunciar nuestra llegada. Seguíamos los invitados, los profesores y los guías. Entramos al aula donde nos esperaban unos cincuenta estudiantes de término de Secundaria, se pusieron de pie (la última vez que viví esta cortesía respetuosa de los menores a sus mayores fue cuando estaba en la Primaria, hace ya más de setenta años, y yo era uno de los estudiantes). Entramos, nos colocamos en los lugares donde nos indicaron, y ocurrió lo inesperado. Después que los estudiantes cantaron el Himno Nacional italiano, cantaron el Himno Nacional dominicano… ¡en español! Fue increíble cantarlo junto a los estudiantes. Una sensación de potencia y, a la vez, de ternura. Tatem dice que se emocionó tanto que casi llora, pero se contuvo (él es muy emotivo, como POETA al fin, con mayúsculas). Siguieron las presentaciones de mi novela y del poemario de Tatem. Luego, vinieron preguntas muy pertinentes de los estudiantes. Habían leído los textos y tenían muchas inquietudes por satisfacer. Había una gran espontaneidad e identificación de los estudiantes con lo que hacían, como si se tratara de una tarea en la que participaban gozosos porque creían en ella.

Viernes 28 de septiembre
Lucca

Maria Antonietta nos lleva al salón de belleza Marco & Andrea, donde estaremos el día entero (de 9:30 a. m. a 7:00 p. m.) vendiendo libros a los parroquianos. Es un salón deslumbrante, lleno de luz, con una decoración moderna basado en espejos y materiales lustrosos.
Tatem y yo nos sentamos a una mesa colocada a la entrada, en un pequeño vestíbulo. Pasan los parroquianos y llamamos su atención, explicamos la razón de nuestra presencia allí y abrimos los libros de Tatem, Solano, Maria Antonietta (La isla cabeza abajo, una crónica sobre sus estadías en la República Dominicana) y mío. Hay dos bellas señoras que se interesan, una joven, de pelo castaño, perfil aquilino y ojos rasgados, y una rubia, más entrada en años, con las características faciales de las europeas del norte. Revisan, leen, pero, al final, entran a hacerse el pelo, salen, y no compran nada.
Solano debe ir a la casa en carro con Maria Antonietta a buscar un documento y yo lo acompaño, luego ellos vuelven al salón y yo me quedo.
A su regreso, traen la gran sorpresa. Durante el tiempo en que Tatem estuvo solo, vendió siete libros, tres poemarios, tres novelas y una crónica.
—¿Cómo fue que vendiste tantos libros, Jaime? —le pregunté.
—Yo no sé la verdad de lo que pasó, pero saliendo ustedes por esa puerta, comenzaron a llegar mujeres a comprar libros y a repartir besos. Como yo estaba solo, los recibí todos.

Sábado 29 de septiembre
Lucca

A las 5:30 p. m. es el acto de presentación en Lucca de mi novela y del poemario de Tatem en el Palazzo Ducal, actualmente de la Provincia, un edificio renacentista muy hermoso; se hará dentro de un acontecimiento más amplio, el anuncio de los ganadores del Premio de Traducciones “Mis palabras ajenas” en poesía y cuentos, patrocinado por Giovane Holden Editor (una propuesta que les hizo Maria Antonietta que acogieron). En este concurso participan Tatem con dos poemas, “Silencio en alta mar” y “He tendido mis manos a la noche”; y Solano con el cuento “Mi madre es la violencia”. Aparecen carteles que anuncian una actividad que tiene que ver con la literatura de José Luis Borges. Nos encontramos entre amigos.
Llegamos y el salón está vacío. Pronto se llenará.
Miranda Biondi, la editora de Holden, y Marco Palagi, su asociado, organizan la mesa principal con los certificados, libros y otros documentos. Más tarde, informan que, entre novelas, poemas y cuentos, ha habido una participación de unos trescientos trabajos en lenguas como el ruso, el griego, y, por supuesto, el inglés, francés, etc.
El Maestro de Ceremonias, Stefano Pasquinucci, es un caso. Habla, pide al otro que hable, interrumpe, da su opinión, hace un chiste, en fin, es el perfecto presentador, animoso e irreverente, típico de la TV (sólo que aquí no estaban grabando).
Arriban la profesora Samantha Taruffi, su esposo y dos de los estudiantes del Liceo Agnoletti.
—Los muchachos tienen dos días que sólo hablan de la novela. Les ha encantado la presentación que usted hizo —nos dice la profesora Taruffi.
A la mesa principal se sienta el jurado, compuesto por Maria Antonietta Ferro (que se ha abstenido de participar en la decisión sobre el premio de poesía) y Maria Angela Mora (falta Maria Cristina Ercina). También están Pasquinucci, una declamadora que leerá las obras ganadoras, la editora Biondi y el asociado Palagi.
Se me acerca una muchacha preciosa. Me saluda. Es Eleonora Andreuccetti, la otra traductora de mi novela. Se sienta a mi lado.
Viene la aclamación de los premios de poesía. Anuncian el cuarto lugar, el tercero, el segundo. Estamos a la expectativa. ¡Solamente queda una última oportunidad para Tatem! En efecto… ¡su poema “Silencio en alta mar” es el ganador, traducido por Samantha Taruffi! Aplausos, Taruffi va al micrófono y hala a Tatem para que se ponga a su lado. El rostro de Tatem cambia de color a cada instante. Está emocionado. Leen su poema traducido. Al final la gente aplaude: una ovación.
Siguen los premios de cuentos. Solano queda entre los finalistas, el sexto. Cada vez que presentan a un traductor (la mayoría son mujeres jóvenes, algunas muy bellas), Pasquinucci le pide que le describa el cuento brevemente.
Viene la presentación de la novela y el poemario.
Me doy cuenta que el tiempo que tengo me impedirá leer el texto que he preparado (ni el corto, ni, mucho menos, el largo); escojo dos párrafos y los agradecimientos. Me llama Pasquinucci para que hable de mi novela. Me paro, comienzo a hacerlo, y de repente me ponen una silla para que me siente.
—¡No soy tan viejo! —protesto, pero me siento.
Todos ríen. Leo un párrafo y los agradecimientos. Todo allí tiene que ser breve. Me acompañan Maria Antonietta y Eleonora, mis dos traductoras.
Es la fiesta de la traducción.
Presentan el poemario de Tatem; pero Pasquinucci no lo deja hablar. Lo hace Maria Antonietta, su traductora, que lee en italiano el poema “Tríptico de la lluvia”, del libro que se presenta; luego lo lee Tatem en español. Ovación.
Terminamos en una “pizzeria” de Lucca. Dice Solano que la pasta “al pesto” que pidió en Portovenere era mejor que la que le sirvieron aquí; yo, en cambio, me deleité con un magnífico “calzone al tonno” (“calzone al atún”).
En conversación con Marco Plaga supimos que había escrito una novela y que la publicaría para noviembre. Me di cuenta entonces a quién me recordaba: a Erwin Rafael, el hijo de Erwin Cott,. Trato de entrar en una conversación literaria con Marco. Le cuento que estoy pensando escribir una novela sobre cosas curiosas que me están pasando o que se me están ocurriendo. La corbata que me gustó no la volví a ver en la vitrina. Una carta metida a medias por el cartero debajo de una puerta. Le digo que con estas dos cosas he comenzado a elucubrar una trama sobre un hombre que ve una corbata en una vitrina, le gusta, pero no se decide a comprarla, sigue, luego la busca, pero ya no está en la vitrina. Camina y ve la carta, bajo la puerta. Siente el impulso de tomarla, sabiendo que no es de él, y encuentra un mensaje misterioso dirigido a él o a alguien con su nombre, continúa caminando con la carta en la mano y ve a un hombre que lleva puesta la corbata, lo sigue, y el hombre lo conduce a una casa donde encontrará parte de la respuesta al misterio en la carta. Y así sigue.
A Marco le parece interesante la historia, pero no se abre más a discutirla y a contar sus experiencias como escritor. Después me dicen que es muy retraído.
Luego de despedirnos de nuestros acompañantes con muchos abrazos y besos (además de la editora y su asociado había dos traductoras y sus parejas), Miranda Biondi se acerca a mí y, de nuevo, con sendos besos en las mejillas, me despide a lo italiano. Me hace sentir que su saludo es una demostración de la admiración que siente por mi obra. Me emociono.


SEGUNDA SEMANA

Domingo 30 de septiembre y lunes 1 de octubre
Venecia

En la estación vemos cómo un globo color naranja baja a tierra. En los recorridos, hemos disfrutado de varios globos en el aire, muy hermosos. Parece que es un deporte de moda entre los italianos.
En el tren cantamos la canción de Nicola de Bari “Venecia sin ti”.
El movimiento de gente en la estación es un hervidero.
Ya desde el tren hemos contemplado un poco las lagunas marinas que rodean y entran a la ciudad; pero el impacto de las casas a orilla de las aguas es impresionante, con sus características románicas, góticas y renacentistas aún así, creando una textura homogénea de piedras. Esas ventanas ojivales que parecen mirarte, esos portales con escalones que se meten en las aguas, las góndolas (sí, las góndolas) son únicas en el mundo. Dice el portal TurItalia.com de Internet: “Sólo se pueden explicar el contenido y la riqueza que contiene Venecia si se visita la ciudad y se vive por dentro de ella: 411 puentes, 118 isletas, 150 canales —de los cuales el "Grande" tiene una longitud de 3.800 metros— formando la trama urbanística que actualmente tiene la ciudad”.
Tomamos el “vaporetto” (barco) que nos lleva por los canales de una estación a otra, hasta muy cerca de la Plaza San Marco, lo dejamos y nos metemos por los vericuetos estrechos hasta llegar al hotel. Los escaparates son deslumbrantes, con sus exhibiciones de todo lo que la mente puede imaginar, y más, porque en Venecia se da el Carnaval más hermoso del mundo, con caretas y trajes de un lujo excepcional.
Dejamos nuestro equipaje en el hotel y salimos a caminar. Estamos cerca de la Plaza y para allá vamos. Pasamos por tiendas Boss, Ermenegildo Zegna. La enorme Plaza nos recibe con su abrazo repetido de arcadas y ventanas renacentistas; la Torre—Campanario, roja, esbelta y relajada; la Basílica de San Marco, con sus cúpulas redondas y doradas que parecen cacharros barrigones vestidos de fiesta; y en un lado, como quien vitilla, una esquina del Palacio del Doge (Palacio Ducal). La gente juega con las palomas, que vuelan a las manos, los hombros, las cabezas, se concentran por cientos donde les tiran comida.
No hay cola para entrar a la Basílica. Por fuera, el rejuego de la arquitectura bizantina es poderoso, impresionante; por dentro, es más opaco, a pesar de que las bóvedas están recubiertas con miles de mosaicos de oro. El sol hace la diferencia.
Pasamos por delante del Palacio Ducal y buscamos el puente de los suspiros. Ahí nos perdemos. Tatem y Ferro siguen de largo, mientras Solano y yo buscamos acomodo para tomar la fotografía. Nos juntamos en el hotel.
Por la noche buscamos un restaurante económico que nos ha indicado la recepcionista; no lo encontramos, pero, finalmente, entramos a uno que resultó de chinos y, por lo tanto, con comida muy buena y barata. Paseamos por los caminos de Venecia que llevan todos a un canal. Cruzamos el puente Rialto, también con locales comerciales a lo Ponte Vecchio, pero más amplio, y con pasos con barandillas a los canales.
Volvemos cansados al hotel
Al día siguiente decidimos visitar la isla de Murano, donde hacen los cristales famosos. Una viejita se sienta a mi lado en el “vaporetto”. Hablamos, me indica los lugares más interesantes por donde pasamos. Pregunto por una isla que aparece antes de llegar a Murano.
—Es el cementerio.
—Me gustaría quedarme ahí —dice Tatem, inmerso en una de sus brumas poéticas.
Lo traduzco a la viejita, que se turba. Luego entiendo por qué. Iba precisamente de visita al lugar, a limpiar o a rezar ante la tumba de algún familiar.
Vamos a una de las fábricas, donde vemos a tres horneros hacer un vaso de cristal. Nos explica los detalles una colombiana que trabaja allí. Lugo visitamos la tienda, donde Maria Antonietta se enamora de un par de aretes y los compra.
Caminamos a lo largo del canal grande, luego de uno menor. Entramos a un callejón sin salida, hay flores en la ventana, queremos retratarnos, pero la cámara nos traiciona.
De nuevo en la estación, veo los objetos que venden a los turistas y, de repente, decido que tengo que comprar regalos para mi gente: Josefina, Daisy, Wellington, Andrea y Elpidio. Ya comienzo a sentir nostalgia por volver.

En Lucca, Jaime y MSG con el cophe abierto halado por el canallo Attila

Martes 2 de octubre
Génova

Tengo que hablar de los dos gatos de Maria Antonietta; parecen de raza. Uno es muy blanco con una mancha negra en la cabeza; es el macho, se llama Milky. El otro es jaspeado de gris; es la hembra, se llama Cleocallas, un invento que une a Cleopatra con la Callas. Me he acostumbrado a verlos y a apreciarlos. Son preciosos. Con ojos azules y cuerpos estilizados (aunque un poco gordos) que recuerdan las estatuas de gatos que aparecen en las tumbas de los Faraones. Si alguna vez tuviera un gato, me gustaría uno así. Andan por toda la casa, se meten por todas partes: sobre el escritorio de la computadora, sobre el asiento de las sillas de la mesa de comer, se suben al quicio de la ventana, entran por una puertecita en la puerta que da al balcón del patio, en fin.
Solano pregunta:
—¿Qué tienen los zapatos de Doi que cada vez que los gatos entran a la habitación se quedan mirándolos?
¿Será que huelen a Max, mi perro también barcino (es una mezcla de doberman con quizás irish setter, cuando me preguntan su raza les digo que “doberish”)?
Saldremos a Génova temprano en la tarde y yo decido recorrer por la mañana las calles de Lucca para buscar mi corbata de líneas verdes y negras.
Entro a la tienda donde aparecía en la vitrina, pregunto por la corbata.
—Lo sentimos, pero debe haberse vendido. Sólo traemos dos corbatas iguales para la venta, y la otra parece que también se vendió, pues no tenemos nada verde.
Nada verde. Tatem tiene el relajo de que las corbatas verdes maduran y se ponen amarillas. Estas simplemente desaparecieron.
La autopista a Génova es una sucesión de túneles y puentes, una obra de ingeniería que sólo podía realizarse en el siglo XX, por la precisión que requerían los cálculos para hacer su diseño y luego su construcción. Cuando nos acercamos a la ciudad, vemos el mar y algunos puertos. Por alguna razón el nombre de Rapallo me suena de cuando viví en Roma, pero no recuerdo en qué ocasión.
Encontramos un parqueo público, tomamos un taxi, y llegamos a la Facultad de Lenguas y Literatura Extranjera, de la Universidad de los Estudios (la universidad pública) de Génova. Nos espera la profesora Silvina Dell‘Isola, amiga de Maria Antonietta, quien ha advertido que no hay clases hasta finales de octubre pero que ha prometido reunir a algunos de sus discípulos. Saludamos a la profesora Mara Morelli, Jefa del Departamento de Traducción Literaria. Hay tres estudiantes, que, por una razón u otra, les interesa tener contacto con escritores dominicanos.
No leo mi conferencia sino que hablo.
—¿Todos entienden el español? —pregunto.
Todos lo hablan (o lo entienden),
Tatem hace su presentación; Solano y Maria Antonietta también, luego las estudiantes hacen sus preguntas.
Descubro que una de ellas ha escogido para su tesis la literatura infantil dominicana. Entre Tatem, Solano y yo le hacemos la lista de autores que recordamos, algunos con los nombres de los libros escritos: Aída Bonnelly, Rafael Peralta Romero, Julio Adames, otros.
Génova es la ciudad donde se inventó el “pesto”, la salsa de pasta basada en aceite, albahaca y semillas de pino (piñones). Solano pide que lo lleven a un restaurante donde pueda comerla, pero la profesora Dell‘Isola dice que no hay restaurantes vecinos que la tengan, llama al marido, averigua dónde hay uno, y nos lleva por las calles de la antigua Génova, estrechas, con edificaciones altas, de cuatro o más pisos, donde el peatón se siente canalizado por pasadizos antiguos, muy oscuros (no como los soleados de Lucca) por donde sólo transitaban caballos y carretas, y ahora apenas caben pequeños camiones y motos (y la gente, por supuesto).
Entramos a una “trattoria” típica italiana, con gente sentada a mesas estrechas, sobre taburetes, hablando y comiendo rápido porque tienen que volver a sus trabajos. Mantel de papel, mozos corriendo. Está atestado, pero encontramos mesa. Pedimos espagueti al “pesto”; lo saboreamos, pero Solano insiste: el de Portovenere era mejor.

Miércoles 3 y jueves 4 de octubre
Florencia

En Florencia viven las hermanas de Maria Antonietta (son mucho mayores que ella, pues nacieron en el primer matrimonio de su papá; ella es la más pequeña, hija de un segundo matrimonio; algunas de sus sobrinas son de la misma edad que ella) y los primos y sobrinos. Dormiremos huéspedes en la casa de una de las hermanas.
La cita para la presentación de nuestros libros es a las cinco de la tarde en el Ristorante Storico Letterario Giubbe Rosse (Restaurante Histórico Literario Camisas Rojas), famoso desde el siglo XIX por las tertulias literarias que se dan allí. Yo quería salir de Lucca temprano en la mañana, para dar tiempo a hacer un recorrido extenso por Florencia, pero Maria Antonietta tiene diligencias que hacer y viajamos a mediodía. Estacionamos en las afueras del centro histórico, en un parqueo cerca de una de las puertas antiguas a la ciudad, aislada ahora, ya que los muros fueron demolidos para permitir construcciones.
Maria Antonietta va al taxímetro a poner las monedas que cubran el tiempo que estaremos allí. Vuelve. Caminamos por una de las calles, la que pasa por la puerta antigua. Noto una farmacia.
—A la vuelta, recuérdenme comprar un jabón.
Llegamos al río Arno.
Comento que, durante la Segunda Guerra Mundial, al retirarse de la ciudad, los alemanes dinamitaron todos los puentes sobre el Arno menos el Ponte Vecchio (Puente Viejo), que vemos a lo lejos (debía hacerlo un soldado pero cuando iba a empujar la palanca de explosión, decidió no destruir esa obra de arquitectura, imposible de rescatar por su complejidad, y desobedeció la orden, un acto que nadie notó en el momento por la anarquía de la huida, pero que todo el mundo agradece ahora).
—Éste que vamos a pasar lo reconstruyeron piedra por piedra, sacándolas del río. ¿Cómo es que se llama? —creo que es Il Rinascente, pero no me atrevo a decirlo, porque no estoy seguro.
Los otros tampoco saben.
Cruzamos el río y seguimos caminando hacia la Catedral.
—¿Cuál es el plan (para visitar la ciudad)? —pregunto.
—No hay plan —responde Maria Antonietta—. Sólo vamos en dirección a la Catedral; luego a Giubbe Rosse.
—¿Están en una misma dirección?
La respuesta es afirmativa. He visitado Florencia varias veces, y, para el tiempo que tenemos, se me ocurre rápidamente un plan
—Entonces volvamos atrás y vayamos a la Plaza de la Signoria y veamos la copia de la estatua de David de Miguel Ángel y el original de la de Donatello, y vemos si podemos entrar al Palazzo degli Uffizi (donde está una de las más célebres pinacotecas de Europa). Luego seguimos caminando hasta la Catedral.
—Al Museo degli Uffizi es imposible entrar. La cola que hay que hacer dura por lo menos tres horas —aclara Maria Antonietta, y cuenta la anécdota sobre una amiga que visitó Florencia y vino a ver el museo con una de las primas; a las dos horas de hacer la cola de pie, la prima se desmayó y tuvo que irse, entonces llamaron a otro primo a su trabajo (a Antonio, que vino a Santo Domingo la primera vez que Maria Antonietta estuvo allá) para que siguiera con ella en la visita al Museo.
La fachada principal del Palazzo della Signoria se presenta en todo su esplendor. A un lado aparece la torre medieval, alta y estrecha, coronada por un paseo en voladizo con setos almenados. A sus pies están las estatuas colosales del David de Miguel Ángel y de Neptuno, a un lado la Loggia (galería) con estatuas diversas en la que se destaca el David de Donatello: el primer David, relajado, vencedor, con la honda que mató a Goliat tirada sobre el hombro; el segundo, furibundo, mostrando la cabeza de Goliat, dos obras maestras.
Vemos las dos colas que hay para entrar al Museo degli Uffizzi. Las dos son largas (una, larguísima).
—La más corta es la de los que tienen cita, la otra de los que vienen a ver si entran —explica Maria Antonietta.
Desistimos visitarlo. Caminamos por la plaza estrecha que forman los dos cuerpos paralelos del Palazzo, unidos al final por un puente edificado que permite la vista al río. Llegamos de nuevo al Arno.
—Vamos a Ponte Vecchio, aquí cerca.
Está como siempre, lleno de gente, con pequeños negocios a ambos lados que no dejan ver el río. Sólo en el centro hay un espacio para divisarlo.
Recuerdo que cerca, del otro lado del río, está Palazzo Pitti, y trato de verlo. Pero me equivoco. No está en la orilla de Arno sino a dos o tres cuadras hacia dentro. Veo desde aquí el puente que pasamos antes, con su arco de proporciones hermosas y detalles sencillos; hicieron bien en reconstruirlo.
Caminamos por Florencia antigua, un área llena de negocios, la mayoría de objetos finos, aunque de vez en cuando aparece el puesto para los dispendios turísticos.
Mientras caminamos se desarrolla la escena de un policía que persigue a vendedores ambulantes de copias, sin mucho valor, de cuadros famosos, tiradas por el suelo, hechas para el consumo de los turistas. El vendedor (parece moro) ha visto a otro que pasa corriendo; no tiene tiempo de recoger su mercancía y huye. El policía las pisa y las maltrata, envolviéndolas en un rollo.
—¡No haga eso! —protesta Solano, defensor de las minorías, pero el policía enseña su insignia y hay que callarse.
—A mí me gustaba uno de los cuadros con unos caballos desbocados —opina Tatem. Es su manera de protestar.
Llegamos al conjunto románico de la catedral, el baptisterio y la torre. No sé cuál es más hermoso, si el de Pisa o el de Florencia. Por supuesto, el de Florencia es más imponente, más voluminoso, más rico. Mientras Pisa es un encaje en blanco, Florencia es un desborde de trazados en colores. Vemos la fila para entrar al baptisterio: pero en el mismo momento que llegamos, cierran la puerta. También está cerrada la Catedral. Nos sentamos a un costado, en unos bancos; pero damos las espaldas a la mole fascinante.
Seguimos camino hasta llegar al Ristorante Giubbe Rosse. Está en una plaza enorme, medio oculto por los toldos que cubren las mesas al aire libre; junto con otro café ocupa un costado de la plaza. Del otro lado hay un edificio renacentista con la fachada oculta parcialmente por un cartel publicitario con un rostro de mujer enorme que anuncia algo (el pago que hay que hacer a la sociedad de consumo).
Es aún temprano. Entramos al Ristorante. Pasamos por el bar y las mesas apretujadas a las paredes; el ambiente tiene sabor de antigüedad; hay cuadros con fotografías del siglo XIX que muestras los grupos de intelectuales que tertuliaban allí. En el fondo, han arreglado las mesas para nuestra presentación. Maria Antonietta nos introduce al dueño, un hombre relativamente joven, muy agradable, que nos saluda con gentileza.
—No hace mucho estuvo aquí un grupo de Chile —nos dice—. Esperemos que venga mucha gente (auguri).
Cerca de las cinco comienzan a llegar los familiares de Maria Antonietta, un nutrido grupo compuesto por hermanas, sobrinos y sobrinas, amigos. Nos sorprenden la presencia de algunos estudiantes de AME Agnoletti, que vuelven para oírnos; también un grupo de jóvenes españoles. Tenemos una audiencia de unas cuarenta personas.
Maria Antonietta introduce la actividad. Tatem y yo hacemos nuestras presentaciones. Solano habla de interiorismo, y viene el turno de preguntas.
Un joven que se identifica como argentino levanta la mano.
—Nunca había oído hablar del interiorismo, ¿tiene algo que ver con el realismo mágico de García Márquez?
Tatem aclara. Es un movimiento que tiene representantes en otros países, además de República Dominicana, pero que aún no ha abierto un círculo en Argentina. Se trata, precisamente, de un rechazo al realismo mágico, por no encontrar en éste la espiritualidad que el Movimiento pretende valorizar a través de una interiorización y un encuentro con uno mismo, dentro de una trayectoria metafísica, mística o mítica.
El argentino no queda satisfecho; pero se calla.
Los muchachos del Liceo de Bizancio han venido con el encargo de comprar una buena cantidad de mi novela, que no da tiempo a que yo se las dedique, pues tienen prisa en coger un transporte para regresar. Ya me lo había dicho la Sra. Taruffi, que mi presentación había causado una enorme conmoción entre sus estudiantes. Me sorprendo… y caigo en cuenta. El pasaje que leí, que me encanta, donde describo por primera vez a Silvina, incluye una parte sexual que posiblemente los atrajo, pues, definitivamente, el sexo vende (no lo hice expresamente, yo mismo me sorprendí cuando comencé a leerlo delante de los muchachos, pensando que no era adecuado y, al mismo tiempo, imposibilitado de detenerme sin terminar el pasaje; es cuando dice: me mira y siento ráfagas de una conmoción que desconozco, que quizás presentí una vez, en aquel primer beso calenturiento que di en mi mocedad de diecisiete años a la mujer que me sedujo, abrazándome, introduciendo su lengua en mi boca como una serpiente desesperada que encuentra la salida a su prisión, desabotonando mi camisa para dejar al descubierto mi piel escocida por brasas, abriéndome la bragueta y sacando mi pene erecto para masturbarlo, chuparlo hasta dejarme exhausto, expectante, demasiado deseado para no desear, demasiado amado para no amar)… ¿o de verdad los ha impresionado la trama, el lirismo, la sorpresa final? Nunca lo sabré.
Conocemos a los familiares y amigos de Maria Antonietta. Son encantadores. Nos acogen como si fuéramos viejos amigos.
Debemos regresar al carro para ir a alojarnos a la casa de la hermana de Maria Antonietta. Caminamos.
A la vuelta, deslumbrado por los acontecimientos, se me olvida comprar el jabón.
Donde vamos es un edificio de tres plantas que compró el papá de Maria Antonietta, y que repartió entre sus hijas mayores, las cuales viven, una en la segunda planta y otra en la tercera; la primera planta está dedicada a negocios (a Maria Antonietta el papá le compró un apartamento cercano que ella vendió para adquirir el de Lucca).
Subimos a la segunda planta, donde nos recibe la hermana, una mujer ya entrada en años, encantadora, que ya conocimos en la presentación y que nos trata con afecto de familiar. También está Lucía, su hija, una joven ya madura que, según Tatem averigua, tiene un gusto extraordinario en escoger libros de poesía; luego vendrá a saludarnos la otra hermana que vive arriba, y Antonio, el hijo.
Resulta que donde nos hospedarán es en un apartamento que queda enfrente, que se alquila pero que en este momento lo tienen para nosotros tres: Tatem, Solano y yo. Nos acomodamos. Comemos opíparamente. Aparecen unas granadas enormes, como jamás las había visto. Tomo una y la corto, la desgrano. Saben igual a las criollas. Son del patio, me dicen y nos llevan a ver el árbol. Tatem quiere llevarse una para sembrar en Salcedo; al final, decide no hacerlo para no tener problemas en la aduana.
Ya es de noche. Decidimos dar una vuelta por los alrededores. Entramos a una calle sin salida. Es donde está ubicada la iglesia parroquial. También un gimnasio donde se oye a un grupo de muchachos que juegan basquetbol.
Dormimos en las camas asignadas. Tatem, como siempre, pone una silla delante de la puerta de entrada.
Nos despedimos de la hermana de Maria Antonietta y de su hija Lucía, pues no la veremos más. Salimos a la calle. La señora se asoma por la ventana para despedirnos.
—Mira qué cuadro tan hermoso haría —dice Tatem, señalándola.
Vamos al mismo parqueo del día anterior. Maria Antonietta se acerca al taxímetro. Vuelve.
—¿Tienen cambio? El que tengo no alcanza.
Todos sacamos las monedas en los bolsillos, pero estamos escasos de ellas, y nos retiramos con la preocupación de encontrar una multa, ya que con las que pusimos sólo cubrimos hasta las dos de la tarde y Maria Antonietta asegura que estaremos por lo menos hasta las cuatro.
Nos juntaremos con Samantha y varios de sus estudiantes (Lorenzo, Christian, Melisa y Claudia) para ir a un restaurante-teatro, donde hay un buffet que se disfruta frente a un escenario donde, de noche, pueden presentar un espectáculo de variedad o una pieza teatral. Lamentablemente, al mediodía no haya actividad, sólo la comilona, que disfrutamos como Dios manda. Me satisface el hecho que la mayoría de la comida expuesta es sin grasa, y me sirvo opíparamente.
Solano hace preguntas filosóficas sobre la vida que Lorenzo responde brillantemente; Christian es ameno, me habla de su actuación como Dante en una obra que prepara Samantha (que se multiplica en actividades creativas); Claudia y Melisa participan activamente en la conversación; averiguamos que entre los cuatro Christian es el único que sabe lo que hará cuando termine el Liceo.
Pasamos un buen rato en la compañía de Samantha y sus estudiantes.
Más tarde llega el hijo de Samantha, que igual a Lorenzo, se arregla a lo punk (pantalón y camisa negros, con un pelado rapado a los lados y el cabello restante levantado de distintas maneras con grasa, barba exótica). Noto una relación muy estrecha entre madre e hijo. Evidentemente, Samantha no tiene prejuicios contra la facha de su hijo.
A la vuelta Samantha nos acompaña. Pasamos de nuevo por la Plaza de la Signoria. Contemplo la fachada del Palazzo; la torre parece un brazo levantado que me dice adiós, y yo alzo el mío; me despido con la mano.
—¡Adiós¡! ¡No nos volveremos a ver más!
Es un acto consciente de añoranza anticipada.
Recorremos Ponte Vecchio. Pasamos por delante del Palazzo Pitti. Es una mole de grandes piedras, un poco tosca, pero muy significativa en la historia de la arquitectura.
Llegamos al estacionamiento. Como anunciado, hemos sobrepasado por dos horas lo estipulado.
—No importa —dice Maria Antonietta—. Simplemente pagaré la multa.
Pero no hay billete de multa, y volveremos a Lucca sin esa preocupación.
Nos despedimos de Samantha. Es una persona increíble. Creo que me he enamorado un poco de ella (definitivamente, me gustan las mujeres creativas y decididas… ¿dominantes?)..La manera en que maneja a sus estudiantes demuestra que será recordada para siempre por ellos; la gozan, la estimulan, y finalmente, la aprecian a cabalidad.

Viernes 5, sábado 6 y domingo 7
Lucca y Viareggio

El viernes Solano decide irse y va con Maria Antonietta a Pisa a cambiar el billete de avión para salir el sábado (creíamos que a Nueva York, pero luego averiguamos que a Santo Domingo).
Tatem había dicho que quería ir a Asís, pero el día que estaba planeada la gira se combinó la comida en Giubbe Rosse y no fuimos. Como tenemos el día sin ninguna actividad planeada, le digo que podemos irnos en tren por nuestra cuenta, pero él prefiere abandonar la idea y hacemos un recorrido por la calle principal de Lucca, Via Fillungo, un río de turistas. Vuelvo a averiguar sobre la corbata a rayas verdes y negras. No aparece por ningún sitio. Completo los regalos para mi gente. Busco con Tatem la plaza donde había comercios interinos bajo toldos pues allí había algo que le gustó y no compró. No la encontramos.
Por la tarde vamos a Viareggio, a juntarnos con Miranda Biondi y devolverle los libros que no se han vendido. La Editora nos regala cinco copias, pero Tatem quiere dos más y está dispuesto a comprarlos con el descuento que nos dan según el contrato. Cuando lo habla con la Biondi, ésta dice que los tome como cortesía de la casa. Tampoco hace cuentas con Maria Antonietta sobre el resultado de la venta de los libros.
—Marco (Palagi) se ocupará de cuadrarlo todo.
Parece que está satisfecha con la promoción de los libros que Maria Antonietta ha organizado y nos trata con la mayor gentileza.
El sábado despedimos a Solano.
En la tardecita, hacemos un paseo por los alrededores de Lucca que debía concluir con una cena formal en un restaurante de la ciudad. Una despedida que Tatem y yo quisimos darle a Maria Antonietta. El paseo es una preciosidad. Resulta que el segundo esposo de Maria Antonietta salía en bicicleta todos los días y quería que ella lo acompañara; pero ella no aguantaba la tanda. Sin embargo, con él conoció los caminos que suben a las montañas, los lugares donde están las villas de los ricos, inclusive, de varios personajes famosos como actores de cine y políticos (está también la traductora al italiano del escritor chileno Luis Sepúlveda, famoso por su novela El viejo que leía novelas de amor), y las panorámicas del valle de Lucca. Sencillamente impresionante. Eran caminos a veces de una sola vía, que subían y bajaban bordeados de árboles hermosos.
Nos detuvimos a ver el valle y Tatem cruzó la carreterita para admirar un olivar. Arrancó la fruta de una mata, la mordió y la botó enseguida.
—¡Qué amarga!
Salimos del otro lado de Lucca, cerca de donde vive Maria Angela, y fuimos a saludarla e invitarla a comer con nosotros, pero no estaba.
Pasamos por un restaurante muy bonito, pero era demasiado temprano, no parecía que estaba abierto. Teníamos tiempo, así que decidimos visitar el dominicano de la heladería, Astacio, para despedirnos. Allí él sugirió que fuéramos al restaurante “Il Lupo e il Poeta”.
—¿Dónde está el lobo? —preguntó Tatem cuando llegamos, para asegurarse de no ser él el plato principal del día.
Al ordenar, me di cuenta que, en todo el tiempo pasado en Italia, no había comido pizza, y decidí hacerlo. Encontré en el Menú una con cebollas y atún. ¡Qué cosa tan rica! Cuando Tatem la vio apostó a que no me la comía entera, pero yo me la fui sirviendo a pedazos y cuando vine a ver no quedaba uno solo.
El domingo Tatem y yo tomamos el avión para Madrid.

No comments: