Friday, September 10, 2010

09 Un árbol para esconder mariposas


UN ÁRBOL
PARA
ESCONDER MARIPOSAS


Canto
al mulato


Novela
Por Manuel Salvador Gautier


Primera Edición: 2009

Editorial Santuario

Santo Domingo, República Dominicana


***

A Frances Ursúa
por maravillosa



***


Un longino de piedra clava lanzas oscuras
al costado del mundo
Oh, mi joven amigo, camarada
ya es hora de partir cantando hacia la tierra
donde florece el árbol de las nuevas palabras


Franklin Mieses Burgos
Clima de eternidad


***

Él
Tinyó Alahué y ella


Por lo menos el día comenzó sin mariposas negras. Su calor provocador se aferra al techo plano con la desfachatez de una prostituta ebria que separa las piernas y deja ver su sexo apetecido. Día de bajezas, día para hacer elucubraciones torcidas y despertar ansiedades inconfesables, te retorceré el pescuezo hasta dejarte sin aliento, destrozado a mis pies, sólo carne de sacrificio en la ceremonia que llama al espíritu.
Me desvisto hoy frente a nada, abatido por ser hijo de serpiente. Toco mi sexo, puñal persistente, y entiendo el mandamiento. ¡Ah, pereza! ¡Ah, orgasmo de la masturbación que exige compañía!
Dejo el lecho y la mancha de semen. Abro el grifo. El agua traspasa la rejilla y salta en hilos, un líquido perenne que brota de mil sinuosidades. Mi piel es trayecto para su materia fluida. Mi piel es su piel ahora, transitando sobre mí como ocurría antes, al llamado que lancé tanta veces en un vértigo de adoración.
Recuerdo la hora y me abro a sus consecuencias.
Sé que alguien, igual que yo en aquellos momentos, está a la orilla del mar, de pie sobre las rocas, y encara su inmensidad para apresar el aliento del dios. La ofrenda surge en el ardor de sus labios que murmuran las palabras del rito, aparece en la impasibilidad de sus manos que extienden el recipiente pletórico, y aflora en la entrega de su cuerpo que recibirá el azote del avance inasible.

Acógeme, señor de las aguas, Tinyó Alahué
Lo ruego a ti, señor
Ayúdame a vencer el deleite de los sentidos
cuando el placer nos impone visiones desaforadas
que son estímulos para continuar con la vida
y estorbo para obtener tu aceptación de nosotros
los hombres nacidos de tu voluntad
Lo ruego a ti, dios de las aguas, dios que da aliento
Soy la esencia de tu espíritu
en una gota minúscula,
señor de las aguas, Tinyó Alahué


Así dice, así se manifiesta, así espera el hombre ante el mar prolongado.
Sé que ese hombre, igual que yo en aquellos momentos, está y ora, desnudo e impotente, con hilos de sudor que recorren su piel desde las sienes, las axilas y el escroto; desde la curiosa finitud de sus poros abiertos, vencidos por el calor estirado del día.
El mar finalmente lo enfrenta, sus aguas se mueven, las olas se encrespan; y él, como yo una vez, acepta sus lamidas líquidas y alcanza el éxtasis de la consagración, que lo hace pleno en el torbellino de una incandescencia ácuea.
Soy el resultado de lo que me han hecho y de lo que hago. Transijo sólo cuando amo, mas hoy no amo; hoy me domina el apetito sexual, el llamado de la forma femenina, la elucubración por el placer de la penetración. Es tan sencillo como eso.


¡Ah, Ana Isa, excesiva y astuta,
conjuro el daño que me haces
con la fricción maldita sobre mi sexo excitado!
El día, rastrero como tú,
es carne para castigar y producir alaridos de dolor
¡Ah, Erzilié, desbordante y amada
oculto el bien que me prodigas
con esta sensación de necesidad perentoria!
La noche, desenfrenada como tú,
desterró mi sueño y me obligó a desearte
Por eso te llamo, señor
Ahora, en este momento te llamo, señor
Ahora, que la he visto y la deseo,
señor de las aguas, Tinyó Alahué


Ella está en mi pensamiento.
Ella me castiga con su hostilidad de mujer dominante, nacida para vencer. Mas la venzo en la masturbación. La venzo. Es mía. Acaricio su piel blanca y percibo el mensaje de su suavidad ardiente; lamo sus senos blancos con pezones rosados como ofrendas redondas de carne simbólica; aparto sus piernas y la traspaso. ¡Erzilié, hembra escandalosa, coqueta, sensual, promesa de embrujo y de placer! Eres única y eres múltiple. ¡Ana Isa, mujer imaginable, acariciable, penetrable, siempre probable! Eres tú y eres todas las mujeres. En la sagacidad de cada una de ustedes reposa mi imaginación perturbada. No las ofenderé, seguiré sus exhortaciones. Enséñenme a amarla.
La veo. La he visto varias veces antes. Sale de la boca tubular del subway con un paso rápido y acompasado. Me atrae el movimiento de su cintura, su caminar de negra antojadiza que domina la pisada con su ritmo impertinente de abeja zumbadora. Sólo que ella es blanca.
La miro. La sigo con la vista. Su pelo suelto cae sumiso sobre el cuello; mas a veces brinca, se incorpora, da latigazos al viento, y ella, entonces, hace el gesto intolerante de Erzilié o el procaz de Ana Isa en un arranque de espontaneidad para seducir al espíritu. Sólo que ella es blanca.
La contemplo. Su vestido encierra carnes que se abultan con la agresividad de una diosa megalítica, grande aquí, más grande allá, en un arrebato que se equilibra y seduce como la negra gorda que va riendo al río con la batea de ropa sobre la cabeza. Sólo que ella es blanca.
Me atrae. No es una mujer hermosa, pero me atrae. Tiene labios que podría besar. No son finos, tampoco gruesos. Terminan como una pisada al borde de un precipicio, con la violencia del asombro. La he visto morderlos en un momento de angustia, desaparecerlos con una mueca de duda, sacarlos en el calor de una burla, extenderlos por la excitación de la risa. Son labios rosados, bien marcados, pigmentados como si estuvieran embarrados de pintura; mas ella no se pinta. Ella es auténtica, natural.
No la mentalizaba a menos que la tuviera por delante cuando pasaba corriendo; entonces la seguía con la mirada e inventaba historias sobre su urgencia.
Es una secretaria que llegará tarde y la regañará su jefe.
Es una escolar que estudia para especializarse, quizás en computadora. No, en medicina.
Es una mujerzuela que teme al amante o al chulo que la espera para que le entregue el dinero que hizo prostituyéndose la noche anterior.
Es una princesa alada.
Una bruja que perdió su escoba.
Una jodida que debiera salir más temprano de su casa para no andar corriendo por la calle.
Así la calificaba dependiendo del temperamento en que me encontrara; luego la relegaba al inconsciente. Sin embargo, ayer me atreví. La llamé:
¡Miss!
Ella se acercó y se detuvo junto a mí. Y noté sus pequeños movimientos: la manera en que extiende su brazo y hace sonar las pulseras de metal en su muñeca; el gesto de querer apoyar la barbilla sobre el cuello sin alcanzarlo; la agitación de su pecho al respirar, estirando y plegando la tela del vestido. Y la oí hablar, con ese tono de voz grueso, sonoro, de campana de catedral antigua que no renuncia a la oración. ¡Ah, Ana Isa, Erzilié! ¡Cómo el encanto de deidad humanizada que ustedes exhalan se apodera de los hombres sin que podamos resistirlo! Sentí una flojedad en el cuerpo, un estremecimiento, un querer disimular mi atracción, un sonreír como un güebón sin experiencia. Y fui su maldito esclavo.
Me precipité en atenderla. Asumí que le atraería una de las tallas que vendo y le mostré mi favorita: una cajita redonda de madera olorosa forrada con láminas de carey, usada para guardar cosas pequeñas: hilos enroscados de distintos colores o pétalos secos de rosas perfumadas.
Ella miró mi mano y recorrió con sus ojos verdes mis dedos que abrían la tapa de la cajita y mostraban la madera interior, rosada como sus pezones.
—¿No desea algo? Tengo de todo —y le hice el gesto del prestidigitador que hará aparecer el objeto de sus sueños.
Entonces le mostré el abalorio de cristal.

Hoy sufro la aprensión de quien ha tenido la abundancia del mundo en sus manos y las encuentra vacías. Hoy siento que vendrán a importunarme las mariposas negras.



***



Ella
El encuentro

La pareja abrazada camina por la Quinta avenida de Nueva York con las cabezas airosas, el paso firme. Los escaparates se suceden uno tras otro con su asalto al inconsciente. La pareja se detiene, se acerca a la inalterable transparencia del vidrio y contempla el maniquí con su posición retorcida, imposible de imitar por un ser humano.
—Te gusta, ¿eh? —él señala el vestido vaporoso de novia que lanza su mensaje luminoso.
—No lo necesitamos —ella ríe y lo besa en la boca.
Él devuelve el beso.
Los dos permanecen un rato frente al maniquí, los cuerpos entrelazados, las caricias insistentes. El trato contagioso entre ellos es una demostración de amor.
Él es negro y ella es blanca; él viene de un poblado de negros y mulatos, por los alrededores de San Juan de la Maguana, en la República Dominicana; y ella de un barrio exclusivo de Santo Domingo, la capital del país. Al gentío que pasa por las aceras de la Quinta avenida, no le interesa el color de piel de la pareja, de dónde es o si desborda amor; sólo desea que se mueva, que no lo detenga en su meta indefectible hacia la diaria repetición de su inconsistencia.


Así actuábamos siempre durante el tiempo en que nos amamos. Había una naturalidad en hacer que iba más allá del entendimiento, un regocijo en estar que trascendía el lugar. Fueron momentos de manifestaciones sencillas y resultados encantadores. Lo entiendo ahora.


Ella pasa por delante de él todas las mañanas en su recorrido por la avenida de las Américas, del subway a la escuela de arte donde estudia. Mira siempre hacia donde él está, detrás de la banqueta de madera donde expone la artesanía que vende. Siente curiosidad por observar estos trabajos; le encanta admirar una cerámica realizada con buen gusto o una talla de madera con detalles exquisitos; mas, en su prisa por llegar a tiempo a la clase, no puede detenerse a apreciarlos.
Ésta vez él no la deja escapar.
—¡Miss!
La llamada la paraliza.
Él sonríe; toma una pieza de la banqueta abarrotada de mercancía; le enseña una cajita de madera forrada con conchas de carey, y la abre mostrando su interior pulido.
Ella se entretiene apreciando la tosquedad de sus dedos, el movimiento de los músculos en el arranque de su antebrazo.
—¿No desea algo? Tengo de todo —él está mortificado por la indiferencia de ella, entonces saca algo del montón de objetos sobre la banqueta—. Esta es la pieza para usted, señorita. Mírela bien. Es justo su color.
Es un abalorio rosa pálido, esférico, del tamaño de una avellana, con un gancho de plata incrustado en su masa que permite colgarla del cuello con una cadena. De lejos, parece una piedra semipreciosa. Tiene un bajorrelieve: el dibujo diminuto de una boca trazada en una sola línea. Ella se sonroja sin saber por qué y él cambia la pieza rosa por una encarnada.
—Ahora le conviene ésta —ríe estrepitosamente.
Es hermoso el negro, con sus facciones de talla etíope y su cuerpo de discóbolo griego. El pecho lo cubre sólo con una camiseta oscura que resalta sus pectorales y deja a la vista los bíceps y parte de los dorsales, y ella siente un calor que la obliga a ruborizarse aún más.

Me acechaba desde hacía tiempo. Me veía alada, huidiza, y quería retenerme de alguna manera. El abalorio fue la excusa para lograrlo. Yo lo tomé entre los dedos y lo hice balancear como si fuera una campanita de plata. Era una bola de cristal, pequeña y hueca. Tenía dibujado un ojo que parecía examinarlo todo a su alrededor.
Me sentí tonta y satisfecha al mismo tiempo.
—¿Cuánto cuesta?
Él no respondió. Rozó mis dedos para quitarme la pieza. Sentí la callosidad de sus manos.
—Tome ésta. Ésta es la que le va.
Volvía a ofrecerme el abalorio rosa pálido con el trazado de la boca.
Un ojo no besa, me dijo después mientras me besaba, sólo contempla, y yo quería más. Eras como un pequeño colibrí que se me escapaba cada vez que lo veía. No lo permití.
El negro me lisonjeaba, me hacía sentir bella, más bella que mis dos hermanas, Lucía y Mercedita. No voy a ocultarlo. Desde pequeña comparé mi rostro y mi figura con las de ellas, y no había dudas, yo no me acercaba a la delicadeza de su facciones ni a la proporcionalidad de sus cuerpos. Yo era el “patito feo”; había heredado las orejas grandes de mi abuelo Juan Manuel, los ojos saltones de mi papá Modesto y la gordura de Mamá Fella, mi abuela por parte de madre, no importaba que esta fuera una gordura balanceada, “estética”, como ella la describía. En realidad yo no me sentía fea, tampoco bonita. De hecho, me consideraba excepcional: una mujer de piel rosada, ojos verdes y pelo rubio, que había acaparado los genes de un antepasado europeo lejano, italiano o español, contrario a mis otras hermanas de piel tintada, pelo castaño y ojos oscuros. Esos atributos me daban confianza, me hacían sentir que sería atractiva para algún hombre, de ésos que las prefieren “llenitas”. Lo cierto es que nunca me sentí obligada a ponerme al acecho en busca de “enamorados” para “conseguir marido”, como hacían mis hermanas y la mayoría de mis amigas y condiscípulas. Mi afán siempre giró alrededor de los libros sugestivos, los objetos hermosos, los ámbitos armónicos. En mi época de primaria pensé ser decoradora; luego en la secundaria me decidí por la arquitectura, una carrera más ambiciosa. Al final escogí el estudio de las artes. Compaginaba más con mi temperamento curioso e investigador.


Ella toma el abalorio rosa y, con la intención de pagarlo, saca su monedero del bolso. Él la detiene con la mano.
—Es un regalo.
De nuevo ella siente el contacto áspero de sus dedos, acompañado ahora por el espectáculo singular de una sonrisa de dientes blancos entre labios gruesos, hoyuelos en las mejillas, luminosidad en los ojos y una expresión de retozo que le brinca por todo el rostro, evidencia de un impulso indetenible hacia el juego. A pesar de un deseo inmenso que ella siente por poseerlo, deja el abalorio sobre la mesa.
—Gracias, pero no puedo aceptarlo.


Me alejé de él; pero no logré deshacerme del efecto de su presencia. Había quedado fascinada con la intensidad de su masculinidad y una noción impaciente de apoderarme de él y disfrutarlo. Fue algo que me maravilló, nunca antes sentido: el deseo intenso por un hombre.
En la clase de Arte Comparativo no pude poner atención a lo que decía el profesor. Sentí la necesidad de analizarme, de investigar sobre esta emoción que me acaparaba de pies a cabeza. ¿Por qué este hombre me había sacudido como lo hacía? ¿Qué poseía él en particular que me atraía? ¿Era una fantasía sexual por su cuerpo o una relación entre él y yo, muy extraña, que entreví cuando me ofrecía el abalorio en forma obsequiosa y al mismo tiempo desafiante?
—Miss Nadal.
El profesor me obligaba a salir de mi ensimismamiento.
—Excúseme, pero no puse atención a lo que usted decía.
—Eso notamos.
—¿Cuál era la pregunta?
—No era una pregunta. Deseamos que usted explique la relación entre el rito y el arte como lo propone Hindemith en su Apología de la sacralidad. Además debe ofrecer su parecer al respecto.
Se impuso la disciplina. Me había preparado para la lección, así que respondí sin titubeos.
—La “sacralidad” es una noción desarrollada por Joseph Hindemith a principios del siglo veinte, basada en los descubrimientos arqueológicos y las investigaciones antropológicas y sociológicas que se hacían entonces sobre distintas civilizaciones prehistóricas e históricas esparcidas por el mundo, donde se demostraba que varios grupos desarrollaron creencias similares, con variaciones de los mismos mitos y con rituales parecidos. Para Hindemith, el hombre tiene una disposición intrínseca a mitificar su relación con el mundo y lo demuestra por medio de la creación de las diversas religiones, tanto las existentes como las desaparecidas, y con la concretización de éstas en objetos significativos, usados en los rituales de esas religiones, algunos simplemente decorativos o didácticos, y otros, con poderes mágicos o simbólicos. El arte como nosotros lo entendemos tras varios siglos de racionalismo, o sea, el hecho de la apreciación del objeto por su valor puramente estético, despojado de simbolismos, entraría en contradicción con los significantes religiosos; sin embargo, Hindemith señala que cuando los objetos religiosos son evaluados en nuestra época racionalista, si esa religión ha desaparecido se convierten en objetos de arte, donde su mayor valor radica en su esteticismo, y pasan a formar parte de una colección museística; si no han desaparecido mantienen su carácter sacramental, aunque sean en sí piezas de arte y se tengan fuera del alcance de los museos.
Pausé, tomando conciencia de que el significado de la “sacralidad” de Hindemith, estudiado a fondo la noche anterior, era lo que había radicalizado mi experiencia con el negro. ¿Era parte de un ritual el abalorio que me ofreció? ¿Creaba yo un ritual, dándole un significado más allá de un encuentro entre un hombre que deseaba una mujer y la atraía con lo que tenía a mano, y una mujer que se dejaba sorprender por esta acción?
—En las propuestas de Hindemith sobre la “sacralidad”, el hecho de que las piezas lleguen o no a los museos es incidental. Lo importante de este supuesto es que hoy día identificamos lo que es arte con lo que está en los museos, y lo que no es arte con lo que está fuera. Esto, a pesar del esfuerzo que hicieron los artífices del Art Nouveau y el Art Decó y los racionalistas de la escuela del Bauhaus, a finales del siglo XIX y principios del XX, de requerir una solución altamente estética para los objetos de uso diario y darles así la dimensión de piezas de arte; y la posición contraria que surgió más tarde, la cualquierización del arte con las propuestas de pop art de Andy Warhol. La posición de Hindemith presenta un argumento interesante sobre los valores que sustentamos hoy día del arte. ¿Cuál es el verdadero significado del arte para el hombre? ¿Podemos separar el motivo del resultado? ¿Son todos los objetos que produce el hombre piezas de arte, porque de una manera u otra los crea para formar parte de la interpretación y uso de su mundo?
—¿Cuál es su conclusión, miss Nadal?
—Creo que la respuesta está relacionada con su significado. Todo objeto producido por el hombre es sacro si una persona lo incluye, consciente o inconscientemente, como parte de un ritual para interpretar su mundo.
—Es decir, usted personaliza la interpretación. Para usted no existe el significado absoluto de las cosas.
Enrojecí. En ese momento yo sólo pensaba en el significado que tenía el abalorio para mí, y me parecía que adquiría, cada vez más, connotaciones rituales.
—Así es.

A la vuelta de la clase, cuando ella pasa de nuevo por delante de la banqueta de madera donde él expone los objetos artesanales que vende, no lo encuentra. Ella siente un vacío enorme, un desgarramiento que la hace detenerse por un momento y ponerse la mano en el pecho. Quería tocar de nuevo el abalorio. Recibirlo de él. Analizar ese acto empírico desde la dimensión que acaba de definir en la clase junto al profesor. Su frustración la apesadumbra por un momento. Luego se repone. Lo verá seguramente al día siguiente; en ese lapso tendrá tiempo de asimilar mejor el impacto del incidente con él y podrá decidir si pasa por su lado sin tomarlo en cuenta, o si se detiene a intercambiar y a afianzar el “ritual” que ella ha creado.
Esa noche duerme mal. Tiene un sueño extraño. Se encuentra rodeada de burbujas enormes que se mueven peligrosamente en la dirección donde ella está con el propósito de aplastarla. Alarga la mano y toca una. La burbuja explota. Toca otra; ocurre lo mismo. Las burbujas se acercan cada vez más. Comienzan a oprimirla. Ella trata de explotar una tercera, pero la falta de espacio le impide alargar la mano. Da un topetazo a la burbuja con el cuerpo y es absorbida. Empuja la superficie interna de la burbuja para romperla; pero no cede. Es áspera, como la mano del negro del abalorio. Comienza a jadear, a hacer contorsiones desesperadas con el cuerpo, a sudar. Entonces se despierta consciente de una ansiedad que oprime su pecho. La define. Por primera vez siente la necesidad de amar, de tener un hombre a su lado que la posea, que la tome, la estruje y la deje jadeante como las burbujas de su sueño. Se toca los senos; tiene los pezones sensibles al tacto, erectos. La abruma la tentación de masturbarse, tan sólo la tentación.


El sueño me convence que estaba bajo la influencia de los “poderes” de los dioses, alimentados en mi imaginación por toda la lectura que había hecho de antropólogos y sociólogos, y que esos poderes me conducían hacia una sexualidad desbordante, nunca antes percibida por mí. Me conducen hacia el negro.
Me estremezco. ¿Por qué no?, me pregunto irresponsablemente, abandonando el sentido del decoro.
Esta mañana, en mi trayecto a clases, no puedo vencer el deseo de acercarme a él. Me esperaba. Le hablo del abalorio que deseo adquirir. Él sonríe. Hace con las manos el gesto del experto que tiene una explicación para todo.
—Son cinco los abalorios. Corresponden a los cinco sentidos. La persona que los lleva adquiere un poder especial para disfrutar cada uno de ellos. El cristalino con tintes rosa es para no perder el oído; el rosa pálido es para regocijarse con el sabor; el rosa encarnado es para mantener la vista; el púrpura es para apreciar el olor, y el morado para aprovechar el tacto. Los colores no guardan relación con sus cualidades, aunque sí derivan uno en otro.
Inspecciono cada una de las piezas. No tienen peso; parecen de plástico, no de cristal como asumí. Por un momento me alarmo, me siento insegura. ¿Es toda esta situación una imitación de la realidad? Lo miro.
Él me lee el pensamiento.
—Son de un cristal muy fino, por eso son tan ligeros. Son burbujas que explotan si el viento que las transporta es muy fuerte o el pensamiento que las eleva es negativo. Entonces pierden sus poderes, y la persona deja de ver, oír, saborear, oler y tocar. Es decir, ve, oye, saborea, huele y toca lo que no le conviene, lo que le hace daño. Confunde su camino, se extravía. ¿Capisce?
Estoy en una situación irracional muy similar a la ocurrida durante el sueño de la noche anterior. Me siento atrapada, envuelta en una red tenue de palabras y actitudes.
Me rebelo. Recupero mi equilibrio mental. Reacciono con humor a la frase italiana del negro, aprendida en Brooklyn o en el Bronx, de donde viene probablemente.
—Debo ser cuidadosa entonces. Tratar estos abalorios con aprecio —digo jovialmente.
—Tratarlos con amor.
Él me mira y yo tiemblo. Estoy atrapada de nuevo.
—¿Cómo te llamas? —me abro a su mundo.
—Tian. ¿Y tú?
—Liliana.
—Estaré aquí cuando pases de vuelta.

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