Thursday, September 23, 2010

06 Jorge Edwards y su narrativa



Jorge Edwards en un discurso


JORGE EDWARDS Y SU NARRATIVA

Feria del Libro 2001
18 de enero de 2001, Puerto Plata

Por Manuel Salvador Gautier

El Chile dividido, el Chile roto, el Chile que destruirá, con un puñetazo autoritario, su propia enajenación idealizada, aparece claramente delineado en la narrativa de Jorge Edwards (n. 1931), uno de los escritores chilenos más destacados de la generación de los 50/60. Junto con José Donoso (n. 1925) y Mauricio Wacquez (n. 1939) se ocupó en su obra de la crisis de la clase alta de su país. En Edwards, es una obsesión heredada, ya que provenía de una de estas familias. “Ser escritor... y llamarse Edwards es una cosa muy difícil”, le aseguró el poeta Pablo Neruda una vez, aludiendo, nos dice el mismo Edwards, “a ese carácter de símbolo de poder económico que tiene el apellido entre nosotros, (los chilenos n. del a.), un símbolo que empezó a fraguarse a mediados del siglo pasado (XIX, n. del a.) en la rama rica de la familia, la que desciende de Agustín Edwards Ossandón, hermano de mi bisabuelo e hijo del primer Edwards llegado a Chile, y que proyecta una sombra entre áurea y problemática sobre todo el resto de la parentela, cualquiera que sea su situación de fortuna, ricos más o menos antiguos, pobres o nuevos pobres”. Sin embargo, antes de Jorge, ya existía un escritor de apellido Edwards, Joaquín Edwards Bello, con un “lugar sólido en la literatura chilena de este siglo (XX, n. del a.)”, que, quizás, influyó en que al nuevo autor se le facilitara el acceso al mundo literario.
Edwards admirará a Mario Rivas González, periodista que lo introdujo al círculo nerudiano, “porque era un formidable memorialista e historiador privado, de esa clase chilena provinciana y a la vez extravagante y divertida, un poco delirante, de la que salían nuestras familias”. Así se auto clasifica Edwards socialmente, un poco en juego, un poco en broma, mientras disminuía y desactivaba un poco su verdadera posición en los estratos de la clase alta, contra la cual pugnaban ya las clases más bajas para lograr una reestructuración social en su país, una lucha de clases con la cual él, finalmente, se identifica, tomando partido por la izquierda política.
Edwards estudió en el Colegio de San Ignacio, "en el edificio antiguo, ahora demolido, de la calle Alonso de Ovalle”. En esa vieja y respetada institución jesuita, desafiado por los guapos (“futbolistas”, los llama Edwards) y refugiado en la acogida que le da el grupo de los “estetas aristocratizantes”, el escritor oyó por primera vez los nombres de personajes reales, mágicos, que lo fascinaron enseguida; en especial, el de Neruda, de quien le recitaron:

Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega,
mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar al hijo del fondo de la tierra...

Edwards debió de sentir en esos versos un llamado al hombre básico, envuelto en la sexualidad primigenia que lo excita y lo enfrenta con sus limitaciones y desamparos. Será una actitud que Edwards manejará siempre en su narrativa, en sus momentos más brillantes de protesta en contra, o de entendimiento con, la realidad.
No sabemos si este arrimo temprano a un grupo de intelectuales con el cual no se identificó es el despegue hacia el acopio de su imaginación. Quizás la falta de afinidad con estos primeros compañeros estimuló en él un arrinconamiento que lo llevó simplemente a codiciar lo que aún no tenía, pero que deseaba y sabía que podía conseguir.
Los “estetas aristocratizantes” formarán la primera tertulia con la cual Edwards comprometerá su interés en la literatura en particular y en la cultura en general. Más tarde, se introducirá en el círculo de Neruda, que, con el tiempo, cambiará de acento y de componentes según el Maestro transforma su credo de un comunismo de stalinista convencido a uno de revisionista disimulado, pero que será siempre vibrante, creativo, estimulador, sorprendente. Todo el tiempo habrá alrededor de Edwards un movimiento cultural que trascendería su empeño ideológico, izquierdizante, nunca definido categóricamente, quizás por su origen burgués. En París compartirá con Mario Vargas Llosa, por nombrar un escritor de derecha. En La Habana el régimen castrista lo considerará inaceptable por convertirse en el centro de la inconformidad intelectual de los estrangulados por el poder absoluto (Edwards aseguraba que Castro desconfiaba de TODOS los intelectuales). Lo importante para Edwards no era la convicción política del hombre literario sino la sinceridad y el convencimiento en las opiniones que tenía sobre el manejo de la literatura y, finalmente, la demostración de su apropiación de esas convicciones, convertidas en páginas escritas, geniales en forma y contenido. Mario Vargas Llosa lo desconcierta. Con relación a este dirá: “Leí uno de los primeros ejemplares de La ciudad y los perros y me asombró, sobre todo, la capacidad de hacer ficción de Mario y su habilidad para crear y mantener en suspenso, algo que mi generación, en España y en América, más bien había desdeñado y que él, con su curiosa independencia intelectual, con su indiferencia por la moda, reivindicaba”. Sobre Julio Cortázar explicará: “Ahora (en 1992, n. del a.) me parece que Julio Cortázar, a quien Mario me presentó algún tiempo después, probablemente en la segunda mitad de ese año 1962, sabía más que nosotros, sobre todo respecto a narradores del género fantástico, de precursores del surrealismo o, en general, de la modernidad, como se dice hoy, y de autores, en algún sentido, marginales, contemporáneos o antiguos, tales como Sterne, el marqués de Sade, Fourier o Marcel Schwob, Georges Bataille o Macedonio Fernández y José Lezama Lima. Nosotros iniciaríamos procesos de lectura, conoceríamos determinados escritores, a partir de una cita, de un comentario, de una simple insinuación suya”.
Es importante señalar que Edwards, siendo muy joven aún, fue testigo de la enorme actividad literaria de los finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta que propició el “apogeo de una implacable guerrilla entre los poetas chilenos. La vida del país estaba dividida entre los devotos nerudianos; los discípulos de Vicente Huidobro, el poeta de Altazor...; y los compadres, parientes, amigos y amigotes de Pablo de Rokha, otro de los fundadores de nuestra vanguardia, del Canto épico a las comidas y a las bebidas de Chile. Circulaba en manoseadas copias a máquina un poema inédito de Neruda, no publicable de acuerdo a las normas de aquellos años, llenos de epítetos contra 'el De Rokha' el Perico de los Palotes de algunos escritores posteriores, y en que Vicente Huidobro, el afrancesado, el decadente, el señorito, tragaba semen 'en las valvas de la prostituta'”.
Estas rivalidades, prosaicas a veces, descarnadas, otras, eran verdaderos desafíos que obligaban a sus patrocinadores a mantener un alto nivel en su producción literaria. Con el tiempo no amainarían, todo lo contrario, a este trío de intelectuales se añadirán otros con rivalidades similares, en una excitación y exaltación de la literatura que hace de Chile uno de los países latinoamericanos más importantes y explosivos en el marco de la cultura latinoamericana. Estas rivalidades, sin embargo, no apasionan a Edwards, que se mantiene cauto, enardecido, siempre, por Neruda, a quien busca y proclama, pero en quien reconoce defectos personales y aberraciones poéticas. Este ser sincero con el Maestro le hace condescendiente, casi justo, con los demás intelectuales, lo mantiene con una disposición de entendimiento, de receptividad que le permite reconocer los valores de los otros, aunque, literariamente, no coincida con ellos. Edwards leerá a Neruda apasionadamente, pero no descartará a Huidobro ni a De Rokha; también los estudiará y los incluirá en su disposición a asimilar todas las formas literarias, una disposición que lo ayudará eventualmente a producir su propia obra, a ser un exquisito analista de la literatura en general y de propiciar el reconocimiento de las obras de otros.
En sus inicios literarios, siendo aún un párvulo en la escuela de jesuitas, Edwards escribía poemas que descartaba por inadecuados. Insatisfecho, en un proceso lento que le tomó años, se fue inclinando, poco a poco, hacia la narración. En una expresión eufemística que pinta por entero a Edwards, al Edwards de transiciones y de transacciones, al Edwards que no acepta violencias ni imposiciones, este explica el fenómeno con una anécdota. "Continuaba con mis estudios de leyes, sin entusiasmo alguno, desde luego, pero con un mínimo de disciplina, y encontraba espacios en el día, sobre todo en la segunda hora de la mañana, la del curso de derecho procesal de don Ramiro Méndez Brañas, para escribir mis primeros cuentos, ya que había pasado de un modo natural, sin mayor conciencia del asunto, de la poesía a la prosa".
A los 21 años, en 1952, cuando estaba en el cuarto año de Leyes, reunió los ocho mejores cuentos, “unificados alrededor del tema de la infancia y la adolescencia”, y los publicó con el título de El patio. Edwards no lo explica, pero el hecho de que haya podido publicar un libro siendo aún tan joven y en un medio literario tan competitivo como el chileno implica varias cosas. Primero, tenía acceso a los editores; segundo, posiblemente procuró el financiamiento de gran parte de la publicación entre familiares y amigos; tercero, se aventuró, finalmente, en el mundo que lo atraía, sabiendo que entraba a rivalizar con los intelectuales reconocidos y a luchar por establecerse como uno de los jóvenes valores.
Uno de los comentarios que recibió sobre El patio fue de un periodista de El Siglo, el diario del Partido Comunista, donde aceptaba que Edwards, en su narrativa, se mostraba como un crítico de la sociedad, pero se quedaba en “un airecillo de insatisfacción, de inadaptación al orden establecido. 'Jorge Edwards no se atreve a pelear'”, concluyó el periodista, y era cierto. Edwards no estaba dispuesto a enfrentar su propia clase en una lucha política, pero sí a combatir con las armas que fueran para ubicarse literariamente donde consideraba que le correspondía.
Me imagino al joven Edwards, ponderando febrilmente cómo lograr esto último. En ese momento crucial el escritor demostró su gran iniciativa, aletargada por la imposición burguesa de su familia de convertirlo en un profesional tradicional. Lo explicará como sigue: “Después de repartir ese libro a los suscriptores de la edición, que habían contribuido a financiarla, a la familia y a los amigos, a la crítica, puse cuatro ejemplares en el correo, como quien lanza una botella al mar, para tres de los escritores de la lengua que más admiraba y para el gran crítico chileno de esos años: Gabriela Mistral, que se encontraba de cónsul en Nápoles, y Hernán Díaz Arrieta, más conocido por su seudónimo de Alone, que se hospedaba en su casa; Jorge Luis Borges, leído entonces por una ínfima minoría, y que era alcanzable en la dirección bonaerense de la revista Sur, y Pablo Neruda, que acababa de regresar de su famoso exilio en esos meses finales del régimen de Gabriel González Videla, y cuya dirección del barrio de Los Guindos había encontrado de la manera más simple: consultando la letra N en la guía telefónica".
Para lograr el reconocimiento al que aspiraba, Edwards sólo se conformó con la cumbre de la intelectualidad de entonces y de hoy. Un comienzo auspicioso. Su atrevimiento le abrió las puertas de Los Guindos: Neruda lo invitó a su casa, tal vez porque era amigo del otro Edwards escritor y tenía curiosidad por tratar la nueva versión escribiente de la familia. "Yo no conocía, en la ingenuidad de mis veintiún años, los usos y los estilos de la comunidad literaria, y menos los de sus vertientes de izquierda", escribirá nuestro autor sobre ese primer encuentro con el Maestro. Esos usos y estilos los dominará rápidamente y se convertirá en uno de los que impondrá sus recetarios.

Jorge Edwards y Juan Carlos, rey de España

Sobre el grupo de intelectuales que surge con Edwards, este hace observaciones definitorias.
Algunas de ellas son las siguientes:
"La gente de mi generación, recién salida de la adolescencia, se hallaba muy cerca de la vanguardia y el surrealismo".
“Mi generación era lectora y discursiva, literaria hasta el tuétano, filosofante, proclive a la pedantería".
"El Poeta (Neruda, n. del a.) observó... que nosotros, la gente de mi tiempo y yo, formábamos una generación más intelectualista, más lectora, que sentía curiosidad por todo y que, según su conclusión irónica, 'lo sabía todo'”... “...quedaría demostrado que esa conclusión implicaba, además de una ironía, una crítica".
Sobre la influencia de Neruda en su obra Edwards dirá: “...el nerudismo” es una “enfermedad que devoró en parte... a diversos personajes de mi tiempo, y de la que yo conseguí escapar no sin algunas cicatrices visibles y más o menos profundas”.
En otra ocasión, cuando la izquierda preparaba el Congreso Continental de la Cultura, Edwards se auto definirá como “un joven rilkista e intelectualista, que ahora se hallaba embarcado, además, en la aventura de leer a gente tan sospechosa (para los comunistas, n. del a.) como T.S. Elliot, Ezra Pound, William Faulkner y hasta el decadentísimo Truman Capote”.
Edwards abandonó la profesión de Leyes, después de ganar un concurso en el Ministerio de Relaciones Exteriores en el que optó por la carrera de diplomático, entendiendo que esta disciplina le permitiría continuar su obra literaria. Fue una decisión inteligente, un artilugio con el cual se engañaba a sí mismo: pretendía que hacía lo que quería, que desafiaba el statu quo, pero, en realidad, mantenía su condición social, ya que la diplomacia es reconocida por la alta sociedad como una tarea adecuada al nivel intelectual de sus miembros. “Tras destinos como París y Lima, en 1971... fue enviado como encargado de negocios a La Habana” por Salvador Allende, luego fue nombrado “ministro consejero en París, junto al entonces embajador de Chile en Francia, Pablo Neruda. En 1973, tras el golpe militar, dejó la diplomacia y, en Barcelona, se dedicó en especial a escribir”. Volvió a Chile en 1978 y asumió la Presidencia del Comité de Defensa de la Libertad de Expresión, dispuesto a luchar por la protección a su profesión, en beneficio propio y en el de todos los que, como él, se dedicaban a escribir sin cortapisas.
Es interesante la manera en que Edwards se defiende de la posible influencia de Neruda en su obra y en su vida. En 1962, ya casado, después de estudios que había hecho en la Universidad de Princeton con una beca del Ministerio, dice: “Yo tenía... la sensación difusa, pero permanente, de que el escandilamiento nerudiano postergaba el momento de comenzar el trabajo de mi propia obra”. Le parecía que “no recuperaría jamás la soltura con que había escrito los cuentos de El Patio”. ¿Qué hizo, entonces? Para escribir su segundo libro de cuentos, se mudó, junto con la esposa, a un lugar retirado en Isla Negra, atraído, sin lugar a dudas, por el recogimiento que encontró en la casa del Poeta, ubicada en esa misma isla.
Edwards recuperó su soltura.
En 1967 publicó el volumen de cuentos Las máscaras. En 1973 (ampliada en 1983) publicó una “novela política sin ficción” sobre su experiencia como diplomático en La Habana, titulada Persona non grata, que se convirtió en un escándalo para la izquierda ortodoxa, inconforme con los comentarios negativos sobre Fidel Castro. En 1974 presentó su primera novela, El peso de la noche, donde se evidencia la crítica a la clase alta chilena. Posteriormente, en 1978, publicó Los convidados de piedra, y, en 1980, El museo de cera. En 1990 presenta Adiós, poeta..., ganadora del III Premio Comillas, unas memorias muy detalladas sobre su relación con Pablo Neruda. Entre sus últimas obras (1992), está el libro de cuentos Fantasmas de carne y hueso. En total tiene publicados cuatro libros de cuentos, uno de escritos ensayísticos, cinco novelas y dos de memorias.
Habría que ser un nerudiano muy versado para detectar la influencia del Maestro en la obra de Edwards y poder oír "una vaga música nerudiana” como la que él percibió en la obra Rayuela, de Cortázar, a quien consideraba “un admirador apasionado de Neruda”.
Los años 40 y 50, período en el que a Edwards le tocó formarse e iniciar su obra, son culminantes de un hacer literario mundial en el que se definió la narrativa con la publicación de obras geniales, escritas por autores como William Faulkner, Ernest Hemingway, James Joyce, Franz Kafka y Henry Miller, totalmente distintas en técnica y enfoque de las obras maestras del siglo XIX. A Edwards le tocó seguir los caminos que abrieron estos genios.
En un ensayo sobre la literatura hispanoamericana, Jean Franco propone: “En la enorme variedad de la novela contemporánea hispanoamericana sobresalen dos aspectos: en primer lugar, la necesidad casi universal que han sentido los escritores de romper con el molde de la literatura lineal; y en segundo lugar, el uso del mito, la fantasía del humor y la parodia”. En su narrativa, Edwards no escapa a este señalamiento.
El trabajo del narrador es crear imágenes que puedan ser apropiadas por el lector. Si no hay comunicación entre los dos no hay reconocimiento. En Fantasmas de carne y hueso Edwards desarrolla un estilo claro, directo, atractivo, que logra atrapar al lector, interesándolo inmediatamente en la trama, aunque esta sea absurda o incoherente, como sucede en el primer cuento, La sombra de Huelquiñur, donde el narrador omnisciente es real o imaginario, es y no es el personaje principal, y donde hay cambios de tercera a primera persona en ese contar surrealista. La técnica narrativa que usa es muy simple. El narrador entra directamente en la mente del personaje principal sin ningún tipo de descripción que prepare al lector para saber quién es, cómo es y dónde ocurre el hecho narrado; todo se conocerá a través de la acción. Es una técnica desarrollada en el siglo XX, que se impondrá, sobre todo en los cuentos, para obligar al autor a ser preciso y conciso y al lector a estar atento.
Para asegurarse de que el lector entienda lo que el escritor oculta, Edwards hace una introducción a cada uno de los ocho cuentos, con lo cual inserta un elemento que distorsiona la apreciación de la obra, puesto que el lector cree entender lo que finalmente entiende, pero no de la manera en que el escritor lo ha propuesto. Es un juego absorbente entre las dos inteligencias que se identifican con la narración, la del escritor y la del lector, a quien el primero no da tregua.
En estos cuentos hay varios temas que se repiten. Uno es la experiencia de la primera vez en la relación sexual y el chorro de semen tras el coito que cae sobre la carne o sobre la sábana. Otro tema es la situación de desastre al final del acontecimiento narrado que provoca la crisis y la conclusión, por ejemplo, un terremoto en el lugar de los hechos, tan frecuente en Chile, o la desaparición del túnel surrealista, con la destrucción del jardín que la protagonista se había apropiado. Otro tema recurrente es la desaparición de la amante o de la persona con quien el protagonista se ha relacionado, a veces, dentro de un clima real maravilloso. Encontramos frecuentemente la pasión de los celos como la perturbación emocional que motiva y enturbia las relaciones entre el protagonista y otros personajes.
En la narrativa de Edwards hay indicaciones que muestran su simpatía hacia los sectores oprimidos de la sociedad con la formulación de adjetivos, distintas maneras de presentar a los personajes, la selección de las escenas y las descripciones de los hechos y el medio ambiente. Por ejemplo, siempre el personaje de mayor categoría social, o el Jefe, es el maligno y el de más baja categoría es sano y puro; las putas están en proceso de regeneración y los campesinos son sagaces, aunque no lo que aparentan.
Un tema único, que aparece sólo en el primer cuento, es del escritor dentro del escritor dentro de otro escritor, como una caja china. Edwards dentro de Edwards dentro de Faulkner. El escritor consciente de ser escritor, lo demuestra al lector. El narrador omnisciente declara, de entrada, que el protagonista es novelista, admirador de William Faulkner, y que trata de hacer una novela que se asemeje a Mientras yo agonizo, ambientándola en el Chile de Chillán, introduciendo “... el chirrido de los goznes de las carretas de Chillán, prolongación de un convoy por el sur inundado, anegado por el aluvión, de las orillas del Mississippi. Las truchas plateadas del río Cato y el personaje del convoy que se convertirá en pescado, que creía que se había convertido en pescado”. Y continúa con imágenes de ese ambiente criollo que desea ilustrar “de moscas, cortinas corridas para protegerse del calor, ojos como bolitas de cristal de color verdoso celeste, cerdas canosas en las mejillas huesudas, mal afeitadas...”. Nos parecería una caricatura del estilo natural, casi coloquial de Faulkner si no fuera por la extraordinaria sencillez y belleza de las frases y de los motivos que estas presentan, como cuando el protagonista recuerda al abuelo al oír el crujido del balancín de la mecedora. “Era la silla predilecta de su abuelo. Los pies pequeños de su abuelo, casi infantiles, metidos en botas altas, con espuelas inglesas, producían al tocar el suelo un sonido metálico, el de las espuelas de plata, y se daban un nuevo impulso”.
Jorge Edwards es un autor chileno en quien debemos reconocer una inmensa voluntad de escribir; de hacerlo con todos los recursos de que dispone, intelectualizado, producto de las transformaciones narrativas desarrolladas en el siglo XX, de las cuales él fue, en Latinoamérica, uno de sus protagonistas; y de presentar experiencias propias e imaginación en una combinación fascinante y con una sencillez y sinceridad que nos atrae.


NOTA:
La información sobre Jorge Edwards, las referencias entre comillas y el análisis de su narrativa provienen de tres obras:
1. Franco, Jean. HISTORIA DE LA LITERATURA HISPANOAMERICANA. Edición revisada y puesta al día. Editorial Ariel, S.A., 7ma Edición, 1999. 1ra edición 1973. título original: A LITERARY HISTORU OF SPAIN, p. 354.
2. Edwards, Jorge. ADIOS, POETA... Colección Andanzas, TusQuets Editores, Barcelona 1990.
3. Edwards, Jorge. FANTASMAS DE CUERPO Y HUESO. Editorial Sudamericana S. A. , Santiago, Chile, 1992

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