Saturday, September 11, 2010

05 Cuentos espiritistas: EL MENSAJE


EL MENSAJE
Por Manuel Salvador Gautier

Publicado en el libro
El Interiorismo
Doctrina estética y creación literaria

Ateneo Insular, Moca
República Dominicana, 2001
P. 264


A tía Oliva Alfonseca de Gautier

La historia la conocía toda la familia: Cuando abuelito Payeyo murió, su espíritu fue a despedirse de mí. Sucedió mientras yo dormía tranquilamente en la habitación que compartía con mi hermano Tato en nuestra casa, entonces me desperté, sentí un ruido, me levanté de la cama y fui a prender la luz. Antes de tocar el interruptor, una mano me agarró y una voz me habló sin que yo entendiera lo que decía. Pegué un grito aterrador, se despertaron los que dormían, vinieron a averiguar lo que me pasaba, y les conté.
De acuerdo a cálculos realizados posteriormente, la mano que me tocó lo hizo en el momento preciso en que abuelito Payeyo expiraba. Habían sido días agotadores para todo el mundo. Abuelito estuvo muy enfermo por largo tiempo, y los miembros de la familia iban y venían, pasándose horas en su habitación, en una semioscuridad que no permitía conversación. Abuelito estaba en una cama de hierro pintada de blanco, como una isla en medio de la habitación octagonal de su casa. Era un hombre tan querido por todo el mundo, que, cuando ya se sabía que le restaba poco tiempo de vida, el tráfico de la calle fue desviado para que el ruido de los vehículos y animales pasando no le molestara.

En esos días de pena me juntaba con mis hermanos Tato y Luisita y con mis primos Leoncio, Agueda y María Cristina, y me sentaba con ellos en el patio, debajo de un guanábano, donde abuelito Payeyo había colocado unos bancos de madera para estar a la sombra y tomar el fresco. Allá conversábamos un poco, abandonados de todos, contagiados por la tristeza de los mayores. Éramos más o menos de una misma edad, entre los seis y ocho años, aunque Leoncio, el mayor de todos, debía tener ya once, y María Cristina, la más pequeña, sólo cuatro.
El primo Leoncio era quien mejor conocía las interioridades de lo que pasaba.
-¿Tú sabes qué tiene abuelito? —me preguntó en uno de esos intercambios.
Le dije que no.
—Cáncer —informó, de sopetón—, todos nosotros moriremos de cáncer también —añadió, mirándome con sus ojos que parecían brasas.
Tragué en seco; no sabía lo que era eso, pero me imaginé lo peor, aceptando que mi agonía sería lenta y dolorosa como la de abuelito.
El asunto era demasiado importante para desecharlo sin comentarios, así que lo hablamos entre todos.
Mi hermana Luisita dijo que una de sus amiguitas tenía una tía que había muerto de cáncer, y mi prima Agueda contó la película de una muchachita a quien no quisieron decirle que su mamá sufría de esa enfermedad por lo terrible que era, y ella creía que su mamá estaba loca.
Fueron días de horror. La única que se mantuvo tranquila fue la pequeña María Cristina. Cuando nos oía hablar, ella se reía y nos enseñaba una guitarrita de juguete que le pusieron los Reyes Magos en la casa de abuelito.

En el entierro, hubo de todo: mujeres histéricas que gritaban como si las estuvieran matando; hombres sobrecogidos que andaban con el sombrero en la mano y una cinta negra amarrada en la manga del brazo izquierdo, por respeto al muerto; y nosotros, los muchachitos, agarrados de las manos de sus papás y de sus mamás, o de quien fuera que nos brindara su protección ante tanto dolor.
Recuerdo que a mí me tocó la mano de tía Aminta. Era la viuda de un hermano de abuelito Payeyo y vivía sola, al lado de mi casa, una señora de mucha edad, medio petiseca, vestida siempre de negro, un luto imperecedero en honor a tío Miguelito, su marido, de quien ella no pensaba olvidarse jamás. Mi hermano Tato y yo, de vez en cuando, nos subíamos en un mamón que había entre su casa y la nuestra, y nos poníamos a espiar, creyendo que descubriríamos algunos de los misterios que la envolvían. Desde allí veíamos la galería trasera, donde nos golpeó el cuadro de tía Aminta sentada junto a otras señoras; hablaban como gallinas cluecas, mientras bebían de unos vasos altos, conteniendo mucho hielo y, a nuestro entender, refrescos de jagua, por el color ambarino. A Tato y a mí nos entraron ganas de brincar la cerca y acercarnos a las mujeres para que nos brindaran de la bebida, pero no nos atrevimos por el respeto que nos inspiraba la anciana señora.
Cuando tía Aminta me tomó de la mano en el entierro de abuelito Payeyo, me sentí como desubicado. Yo quería que fuese papá o mamá quien me consolara, pero mi papá Abelardo, hijo único de abuelito, estaba recibiendo todavía los pésames de la gente, que lo abrazaban y le decían cosas, y mi mamá Victoria tenía las manos ocupadas con las de Tato y Luisita, que se me habían adelantado; así que suspiré y me conformé.
Oí la misa de cuerpo presente que daba el cura ante el féretro, en la habitación octagonal llena de gente que aplastaba las coronas de flores pegadas a las paredes; luego caminé, con tía Aminta a mi lado, acompañando el féretro hasta la calle, donde los hombres se separaron de las mujeres y de los niños, se colocaron detrás del coche fúnebre y formaron una procesión que iría a pie hasta el cementerio. En la casa las mujeres se amontonaron alrededor de mi abuelita Emilia en la galería delantera, para rezar un rosario con ella, excepto tía Aminta, que me llevó a un rincón de la habitación octagonal, ahora vacía y desolada, con florecitas y ramitos de follaje tirados por el suelo, y un pozo de agua deshelada en el centro.
—¿Qué fue lo que te dijo Payeyo anoche, Tito? —me preguntó tía Aminta.
Le expliqué que sólo tuve una sensación: me pareció oír algo y grité porque me asusté cuando una cosa me tocó la mano.
—Tú eres un muchachito muy sensible, Tito —dijo tía Aminta, y me dio un beso frío en la frente.

Pasó el tiempo. Como dos meses después, o quizás más, no recuerdo bien, yo estaba durmiendo como un bendito, cuando me dieron una sacudida.
—Despiértate, Tito —decía mamá Victoria.
Alcé la cabeza un poco azorado, sin saber qué pensar.
—¿Qué pasa, Mamá? —pregunté.
Tato se movió en la cama a mi lado.
—¿Qué pasa, Mamá? —preguntó él también.
—Sigue durmiendo, Tato —ordenó Mamá, y a mí—: Tú, Tito, levántate y vístete; tía Aminta quiere verte. Ponte el flusito de ir a misa.
Me asusté. Sentí el beso frío que tía Aminta me dio en la habitación octagonal de abuelito Payeyo, que se mantuvo en mi frente como un pedazo de hielo.
—Mamá, no quiero ir —dije.
—Déjate de cosas, Tito; tía Aminta te necesita.
¿Para qué? Recuerdo que me vestí sin ganas, pensando lo peor. Unos días atrás había comentado con mi primo Leoncio la inquisición de tía Aminta sobre lo que abuelito me dijo la noche en que murió. Leoncio se pronunció:
"Eso es que tía Aminta es una bruja. ¿Tú sabías eso?"
Era mentira.
"Tía Aminta no es ninguna bruja —argumentó mi hermana Luisita—. Ella sólo se junta con sus amigas para invocar a los espíritus. Mamá dice que ella llama a tío Miguelito y habla con él."
Leoncio rió.
"¿Eso es lo que dice tu mamá, eh? Pues mi papá dice que tía Aminta se monta en una escoba."
Ese era el cuadro: tía Aminta hablaba con los muertos, andaba tras su marido donde estuviera y, ahora, eran cerca de las doce de la noche y me mandaba a buscar. ¿Para qué me necesitaba?

Mamá me acompañó a la casa de tía Aminta y me dejó en la puerta.
—Sube las escaleras, que ella te espera allá arriba.
En el camino, me había tranquilizado. Razoné un poco la cosa; si Mamá era quien me llevaba adonde tía Aminta, yo no podía correr ningún peligro. Mi mamá me quería, de eso estaba seguro.
Subí las escaleras agarrándome de la balaustrada, lentamente, escalón por escalón. Cuando me acercaba a lo alto, divisé la figura de tía Aminta. Estaba envuelta en un manto oscuro de la cabeza a los pies. Sacó su mano de la tela que la envolvía y aferró la mía. Sentí la misma sensación de rechazo de la vez que se puso a mi lado en el entierro de abuelito Payeyo... y más cosas, como premoniciones de desamparo y calamidad.
—Tito —dijo, halándome con una fuerza inesperada—, tu abuelito Payeyo te llama.
Palidecí, el corazón me comenzó a brincar a galope, sentí un vacío en la boca del estómago.

No recuerdo bien qué pasó después.
Mamá me preguntó y le dije:
—Tía Aminta me llevó a una habitación donde había otras doñas sentadas alrededor de una mesa, agarradas de las manos. Los bombillos de la habitación estaban apagados, pero había iluminación de muchas velas largas y cortas, prendidas frente a un altar con muchos santos. Tía Aminta me presentó: "Aquí está Tito"; un reloj de pared comenzó a tocar las doce campanadas de la medianoche... y de ahí en adelante se me forma una nube.
—¿Y don Payeyo, habló contigo? —preguntó mamá, no aceptando mi desconcierto.
—Tía Aminta dice que yo soy muy sensible —dije, anteponiéndome al disgusto de mamá, pero ella no consideró el desvío.
—¿Qué te dijo tu abuelo? —exigió entonces.
Traté de atenuar la cosa con verdades a medias.
—Tía Aminta no me dijo, Mamá. Después que tía Aminta me sentó a la mesa entre sus amigas y topé las manos con las de ellas, perdí el conocimiento. Tía Aminta dice que yo entré en trance...

Mamá averiguó con tía Aminta lo que abuelito Payeyo mandó a decirle a la familia esa noche, pero yo nunca lo supe. El día que le pregunté se armó una batahola.
Papá no estaba en la casa la noche en que tía Aminta me mandó a buscar; se encontraba en provincias, en uno de sus viajes de trabajo, y no sabía lo que había pasado.
—¿Qué fue lo que le hicieron a Tito, Victoria? —dijo a Mamá, al oírme preguntar.
Mamá le explicó y Papá se enfureció.
—Tía Aminta puede tener todas las sesiones espiritistas que ella quiera para hablar con tío Miguelito, o con el diablo, si ella lo busca; pero que no meta a mi familia en eso.
Con el pleito que siguió entre Papá y Mamá, no se llegó a aclarar la pregunta que hice. La confrontación duró varios días, con golpes de puertas, silencios impenetrables durante las comidas y caras serias por todas partes.

En una reunión en su casa, mi primo Leoncio me encaró.
—¿Tú sabes qué le dijo abuelito Payeyo a tía Aminta la noche que te llamaron?
El asunto se había regado por toda la familia.
—No, ¿qué le dijo? —pregunté, asumiendo que Leoncio no podía saber... o quizás sí.
—¡Que con su llamadera tenía a tío Miguelito alzado, como un alma en pena; que lo dejara tranquilo!
Leoncio se echó a reír con tanto aspavientos que casi me tumba. Yo no le hallé gracia al asunto, dudé de sus palabras y hasta hoy sigo preguntándome si abuelito Payeyo dijo algo importante a tía Aminta esa noche. Gracias a Dios, hasta ahora, mi abuelito no ha reaparecido otra vez para aclararlo, ni a tía Aminta se le ocurrió volverme a llamar. No que yo crea en esas cosas; en revelaciones del futuro y cuestiones del más allá, he sido muy estricto conmigo mismo. Nunca he dejado que me lean la mano, la taza o las barajas, tampoco he ido donde un brujo o una vidente... y eso que he tenido muchas oportunidades.

No comments: