Friday, September 10, 2010

10 dimensionando a dios




DIMENSIONANDO A DIOS

Novela
Por Manuel Salvador Gautier

Primera Edición: 2010
Editorial Santuario
Santo Domingo, República Dominicana
ISBN: 978-9945-460-65-0



***


A

JUAN PABLO DUARTE

PADRE DE LA PATRIA
PRÓCER DE LA INDEPENDENCIA

Con respeto y admiración


***


Juan Pablo Duarte nos dice:

¡No hay que perder la fe en Dios,
en la justicia de nuestra causa
y en nuestros propios bríos,
pues nos condenaríamos, por cobardes,
a vivir sin Patria,
que es lo mismo que vivir sin honor!

Juan Pablo Duarte
En carta a Félix María Del Monte
18 de marzo de 1865


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Apuntes para la Historia de Santo Domingo y para la biografía del general Juan Pablo Duarte (Borradores)

Transcripción textual hecha del libro
de Rosa Duarte

Cuando Juan Pablo empezó a viajar era un adolescente, papá, como comerciante y contando que se dedicaría al comercio lo puso a aprender teneduría de libros e idiomas. Dn. Pablo Pujol era catalán y se embarcaba para el Norte de América y pensaba ir a varios puntos de Europa a arreglar sus asuntos comerciales. J.P. quiso viajar con él y papá por que convenía a sus intereses y por darle gusto, le permitió que se embarcara confiado en que Don Pablo Pujol, como amigo que lo quería mucho, lo cuidaría al igual que a sus hijos.
Juan Pablo nos dijo varias veces, que el pensamiento de libertar su patria se lo hizo concebir el Capitán del buque español en donde iba para Norte de América en compañía de Dn. P. Pujol; nos decía que al otro día de embarcados, el capitán del buque y D. Pablo se pusieron a hablar de Sto. Dgo. Sumamente mal y el capitán le preguntó a él si no le daba pena decir que era haitiano. J. P. le contestó: yo soy dominicano; a lo que con desprecio le contestó el capitán: tú no tienes nombre, porque ni tú ni tus padres merecen tenerlo porque cobardes y serviles inclinan la cabeza bajo el yugo de sus esclavos. La vergüenza, la desesperación, que me causó tal confesión de que merecíamos ser tratados tan sin ninguna consideración me impidió pronunciar una palabra, pero juré en mi corazón no pensar ni ocuparse de proporcionarse los medios, sino de probarle al mundo entero que no sólo teníamos un nombre propio, dominicanos, sino que nosotros (tan cruelmente vilipendiados) éramos dignos de llevarlo. Desde entonces no pensó sino en ilustrarse; lo primero que emprendió para poder realizar su noble proyecto fue perfeccionarse en el estudio de los idiomas. De Nueva York pasó a Inglaterra, estuvo en Londres, el puerto por que entró, y en Francia, fue el Havre, estuvo en París, pasó por Bayona a España; la última ciudad que visitó fue Barcelona (de España). De ese punto pasó a Puerto Rico; de Puerto Rico a San Thomas, de Sn. Thomas a Santo Dgo. A su llegada le preguntó el Dr. Manuel Ma. Valverde, padre, que era lo que en sus viajes le había llamado más su atención y le había agradado, “los fueros y libertades de Barcelona, fueros y libertades que nosotros un día daremos a nuestra patria”. Sus condiscípulos, sus amigos que le rodeaban acogieron sus palabras con entusiasmo, y el Dr. Valverde le dijo: “en tan magna empresa cuenta con mi cooperación” ofrecimiento que cumplió religiosamente el muy digno patriota…

Apuntes de Rosa Duarte. Archivo y Versos de Juan Pablo Duarte Instituto Duartiano, Colección Duartiana. Volumen VII. Gráfico William, C. por A., Santo Domingo, República Dominicana. Cuarta Edición 2006. Pp. 151, 152 y 153.

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Este episodio sobre la juventud de Juan Pablo Duarte se inspira en los datos sobre su estadía en Barcelona, de 1829 a 1831, obtenidos en la investigación realizada por las tataranietas de Vicente Celestino Duarte, Leonor y María Teresa Ayala Duarte, publicados en el libro de Leonor G. Ayala Duarte:

Juan Pablo Duarte y Diez,
Fundador de la República Dominicana
Datos inéditos para la Historia de Europa y América
(páginas nuevas para la Historia de España
con un manuscrito irlandés).



PRIMERA PARTE

EN LA BÚSQUEDA


De principios de julio a mitad de septiembre de 1829


1

El bergantín


El bergantín está ahí, esperándolo. Juan Pablo lo contempla desde el paso de ronda sobre la puerta del muro de la vieja atarazana. Allí se instala cuando quiere pensar, un lugar donde todos lo ven y a nadie le importa. Es una de sus atalayas. El bergantín luce majestuoso anclado en medio del río Ozama, sus dos mástiles erectos, solitarios; su aparejo de velas cuadradas en descanso, aún sin desplegar; su proa saliente, puntiaguda, amenazadora. Hacía unos días lo visitó. Tenía curiosidad por revisarlo: es un modelo nuevo, norteamericano. El negocio de la familia es una ferretería, donde se venden artículos asociados a la marina, por eso le interesó verificar las novedades que traía. Vamos. También quería conocer el barco donde esa tardecita iniciaría su viaje a Barcelona, acompañado de su tutor, don Felipe Aguedó Calcull, sus tres hijos y sus dos sirvientes. Aprovechó que don Juan José, su padre, quiso hablar con el capitán y se ofreció para ir y notificarle sobre la visita, tomó un bote y montó por uno de los costados. Notó que todo era nuevo y reluciente, acabado de limpiar para el viaje. Cuando alcanzó la cubierta, se sorprendió de lo amplia que era, de la buena disposición y estabilidad de las maromas, de lo ingenioso del amarre de las velas. Es el resultado de la creatividad del hombre, un reflejo de la grandeza de Dios, pensó. Lo recibió el capitán Donald Sheridan, un caballero desaliñado, que oyó su solicitud, señaló el día y la hora para la reunión con don Juan José y luego lo dejó porque tenía algo pendiente en otro lado. Juan Pablo siguió en su escrutinio de la nave, pasó por los camarotes, bajó a la bodega. Un marinero lo vio y le preguntó qué hacía allí y él le dijo que inspeccionaba el barco para conocerlo. El hombre rio y le explicó varias cosas que le interesaron. El bergantín se llama “George Washington” en honor al general que hacía unos cincuenta años logró expulsar a los ingleses de las colonias y creó los Estados Unidos de Norteamérica. Fue el primero en independizar un país en el continente americano. Siguió el general Jean Jacques Dessalines con la República de Haití, luego el general Simón Bolívar con la Gran Colombia y don José Núñez de Cáceres con el Estado Independiente del Haití Español. Pero ya eso es historia: lo que le enseñaron en clase. Juan Pablo suspira; rasga la guitarra en sus manos. En ese momento, no lo mortifica la independencia de un país, de su propio país.
Sé lo que dejo, pero no sé a lo que voy. No estoy seguro. Y eso me crea un malestar. Siempre he estado seguro de mí mismo, de lo que hago. De lo que pretendo. Mi hermano mayor Vicente bromeaba con eso. Si ustedes quieren que ese asunto se haga, pongan a Juan Pablo al frente y verán. Mi padre reía, mis hermanas reían y mi madre, doña Manuela, me miraba como para protegerme de esa eventualidad. Pónganme, que yo lo hago. Pónganme. Fue siempre el desafío.
Y en eso está. Lo han puesto y él hace.
A los seis años lo pusieron a leer y aprendió, mal que bien, pero aprendió. Tenía una mente privilegiada para memorizar, recordar.
A esa misma edad, lo pusieron a leer el catecismo y lo recitaba con gracia, según decía la gente, porque acentuaba las palabras donde no debía y a veces omitía un párrafo. Solo que eso último lo hacía deliberadamente, simplemente porque no le gustaba lo que decía el libro. Él era así. Desde pequeño. Lo que no le gustaba lo echaba a un lado. ¡Te pasaste!, le advertían, pero él seguía su recitativo como si no fuera con él. Y la gente reía. Le hacía gracia el niño vehemente, con su cuerpecito robusto, su melena rubia hasta los hombros y su voz, su voz impregnada de sabiduría infantil. Un hombrecito. Un hombrecito “dulce y afable”, así era como lo calificaba la gente y reían.
Los demás siempre reían. No entendían.
Juan Pablo mira de nuevo hacia el bergantín. Hay gente sobre cubierta. ¡Una mujer! ¿Qué busca? Los marineros la rodean. Uno la toma de la mano y baja con ella hacia las cabinas; los otros esperan. Es una prostituta. El corazón le late precipitadamente. Rasga la guitarra, entona la canción del marinero que va por los mares cantando sus amores, en cada puerto un amor. ¡Vaya! ¡Amores como esos hay a patadas! Se agita. Presiente que va a entrar en una nueva crisis.
—¡Juan Pablo!
No es una voz real. Es su conciencia que lo llama a que recapacite. Siente un presagio.
No es nada, Juan Pablo. No es nada. Estás bien. Sigue en lo que estás, sigue en lo que te pusieron.
Me puso el padre Gutiérrez. Nunca sé dónde comenzar.
Estábamos todos juntos en el salón de clases; había unas sillas medianas que formaban un círculo y un sillón al frente, en el que se sentaba don Manuel Aybar, el dueño de la escuela primaria de varones donde me inscribieron cuando tuve siete años. Había muchachos más grandes y más pequeños. Éramos los hijos de las familias prestantes de la plaza y de los militares y funcionarios del gobierno español de ese año del Señor de 1820. Un puñado de mozuelos, más dispuestos al juego que al aprendizaje. Nuestros padres habían decidido que debíamos instruirnos en la gramática castellana, la aritmética y la teneduría de libros, las tres disciplinas del saber que nos ayudarían a ser hombres de bien, y don Manuel estaba dispuesto a lograrlo.
—¡Duarte, diga! ¡Juan Pablo Duarte, responda!
Duarte para aquí y para allá. Juan Pablo para esto y para aquello. Pronto don Manuel se dio cuenta que yo era el eje sobre el cual apoyarse: el niño genio, el niño de siete años que conocía las respuestas a todas las preguntas. Los demás me miraban con asombro, se sometían disciplinadamente cuando don Manuel los recriminaba: ¡Aprendan de Duarte! ¡Así es como se estudia!, y se la desquitaban en el recreo con pellizcos, empujones. Había un gordo, grandote, de unos once años, que me odiaba. Una vez me tomó por el cuello. ¡Mariquita! ¿Cuándo vas a aprender a callarte la boca? Yo no me arredré, lo así con fuerza por las muñecas. ¡Cuando me dé la gana! ¡Si me vuelves a tocar te mato, desgraciado! El gordo rio. ¡Anjá! ¿Y cómo piensas hacerlo? Logré liberarme de una de sus manos. ¡Te acecho y cuando menos lo esperes, te tiro una pedrada y si no te doy, busco quién te la dé! No era una simple amenaza; si me seguía estorbando, lo acosaría. El gordo lo entendió.
Corrió la voz. Aprendan de Duarte a ser un jodoncito, aprendan a ser un hijo de la gran puta. Me respetaron. Me hicieron el claro. Fui un solitario.
No me di cuenta de los intríngulis que armaron los patriotas independentistas para la deposición de don Pascual Real de la gobernación de la Provincia de Santo Domingo. Mi padre era español, nacido en Cádiz, Andalucía, y no vio bien que destituyeran el gobierno legítimo para proclamar una supuesta nación que tenía que afiliarse a la Gran Colombia para existir. Un suicidio, lo llamó y así fue.
En mi casa, el golpe de estado de don José Núñez de Cáceres no se celebró. Claro, noté la bulla en la calle y oí los gritos de los independentistas: ¡Viva, viva! ¡Viva la independencia! ¡Vivan los dominicanos libres! La escuela cerró por unos días y nos recluyeron en la casa. Nuestros padres protegieron del desorden a sus hijos pequeños, pero no pudieron con Vicente, el mayor, que se involucró a favor del golpe y se unió al bando del general Manuel Carvajal, la mano derecha de Núñez. Días después, cuando Vicente volvió a la casa, mi padre lo recibió en su oficina y hablaron. Mi hermano mayor le dijo que ser independiente era mejor para comerciar que ser una provincia española donde había que estar a la espera de un barco de España o de Tierra Firme o, si acaso, de un mercante inglés, los únicos con los que podíamos interactuar. En vez, si éramos libres, podríamos negociar con quien nos diera la gana. Vicente me lleva diez años y era entonces un hombre de dieciocho, a punto de casarse. Podía hablarle a nuestro padre de igual a igual, con respeto, por supuesto. El argumento que usó fue el mejor; apuntaba hacia fortalecer y ampliar nuestra ferretería. Nuestro padre no quedó muy conforme, pero aceptó a Vicente en la casa y consintió sus correrías.
Entonces, a principios de 1822, aparecieron los haitianos encabezados por el general Jean Paul Boyer y, apenas dos meses y ocho días después de instalado Núñez, lo sacaron del gobierno. Nuestro padre se negó a firmar el documento de pleitesía que enviaron a las nuevas autoridades los comerciantes catalanes, entre los cuales estaba su buen amigo don Felipe Aguedó Calcull, que trató de convencerlo de unirse a ellos. Yo soy andaluz, argumentó mi padre, y se negó rotundamente a la petición. Pero había un hecho concreto: los haitianos estaban ahí y había que contemporizar con ellos si quería mantener el negocio, y mi padre no estaba dispuesto a emigrar como hizo, hacía unos veinte años, cuando otro haitiano, el general Toussaint Louverture, ocupó el territorio español en nombre de Francia; fue una experiencia muy dura. Aguedó hizo finalmente que mi padre aceptara las nuevas autoridades. Aunque pienso más bien que lo convenció el peligro que corría Vicente. Mi hermano mayor estaba en la lista de los “mal vistos” por los nuevos gobernantes, con la amenaza de ser apresado en cualquier momento por cualquier motivo. Creo que Aguedó obtuvo para mi padre una entrevista con el general Degrotte, el gobernador que dejó Boyer, y se pusieron de acuerdo. Mi padre seguiría en su comercio sin problemas, pagando los impuestos y las comisiones, pero sacaría a Vicente de Santo Domingo. Vicente casó y se fue con la esposa a San José de los Llanos, donde sería protegido por unos parientes de mi madre. Todavía anda por allá. Hace negocios de madera y de reses e instaló una tienda de detalles. Un éxito. Vicente es muy eficaz, será el heredero perfecto de nuestro padre. Un comerciante de los mejores. Ayer vino de Los Llanos con su mujer y sus hijos pequeños a despedirse de mí. Nos veremos a solas dentro de un rato, quiere hablar conmigo “en serio” antes de yo subir al bergantín y zarpar hacia el extranjero.

Conocí a Juan José Duarte y Rodríguez en las reuniones de mercaderes que hacíamos en el gremio que formamos. Es un hombre a quien se le puede tener confianza, aunque no es tan agresivo como yo: en 1802, al ocupar la Provincia los franceses, se trasladó a Puerto Rico, donde no le fue bien en los negocios y tuvo que volver cuando se instaló el gobierno español de la Reconquista, una lección que tomó en cuenta para quedarse cuando entraron los haitianos y depusieron un gobierno republicano de dos meses que, a su vez, había depuesto al gobierno español. Yo me hubiera quedado todo el tiempo en defensa de mis intereses, negociando con quien fuera, como, en definitiva, hicimos con los republicanos, primero, y con los haitianos, después. La gente me pregunta, ¿y cómo usted se lleva tan bien con esos negros, don Felipe? Los que mandan son negros, les digo, pero no brutos; conocen el valor del dinero y saben que para conseguirlo hay que negociar, y el negocio es mi especialidad.
Hace un tiempo, Juan José me procuró para una encomienda muy especial. Había decidido enviar a Juan Pablo, su segundo hijo, a estudiar a Barcelona y me pidió que lo ayudara a obtener una plaza en la institución que había elegido. Él es muy cortés y se excusó conmigo, me dijo que esta solicitud me causaría muchísimos problemas. Nada de eso, le dije. ¡Vamos! ¡Para qué son los amigos!
Traté al hijo, parecía dispuesto a cumplir con la decisión del padre. Hice las diligencias que me solicitaron. Finalmente se comprobó que aceptarían al mozo en la institución escogida. Yo tenía planeado un viaje de negocios a Barcelona para la misma fecha en que el mozo debía partir a realizar sus estudios, por lo que se determinó que me acompañaría. Le ofrecí la plaza de clerk para que me asistiera por las diferentes ciudades donde debía desplazarme en mis negociaciones. Había constatado que el mozo estaba preparado en contaduría y que me serviría bien.
Dejo mi casa en manos de mi cuñada Otilia, que fue el ángel que cuidó con amor y esmero los últimos días de mi adorada María Micaela. Tengo mucho qué agradecerle, pero debo cuidarme para evitar que ese agradecimiento ella no lo interprete a su manera. Yo sé lo que digo. Vamos. Soy un hombre de mundo. Otilia aún está soltera, sin perspectivas de matrimonio, y puede ocurrírsele que mi viudez implica que estoy libre para un nuevo matrimonio, lo cual no contemplo, por ahora. Este viaje, hasta cierto punto, lo hago para liberarme de todas esas ataduras personales. Entiéndanme; no para deshacerme de mi recuerdo por mi amada María Micaela. No podría. Pero sí de esa telaraña que se teje alrededor de los hombres que llegan a mi edad y comienzan a sentir que se están perdiendo las mejores cosas de la vida, que ya nada es lo mismo, que no hay por qué seguir viviendo. El aburrimiento y la desidia nunca han sido mis compañeros. My mate, oh, my mate, my mate is my luck, dicen los marineros ingleses en la cancioncilla que entonan a todo galillo cuando le cantan a su nostalgia, una nostalgia curiosamente dirigida hacia el futuro, no hacia el pasado. Eso me pasa ahora. No sé por qué, tengo el presentimiento de que este viaje no será igual a los otros. My mate, oh, my mate, I wish my mate to siege me, to reach me. Es lo que quiero, que mi suerte me lleve a una vida nueva. Soy un aventurero, lo soy. Me siento bien cuando me lo digo. Me hace vibrar, reconocer que tengo los pies sobre la tierra. Felipe Agustí Aguedó y Calcull, me digo, ¡nunca cambies! ¡Nunca decaigas! ¡Mantén siempre la mano sobre tu corazón, que palpita porque vives!
En este momento, viajo con mis tres hijos en un bergantín norteamericano. Usamos bandas negras en el brazo. Mi esposa, mi adorada María Micaela, murió hace apenas un mes y yo aproveché este viaje para llevarme los niños a España. A Barcelona, donde mi hermano Manuel, para que se eduquen allá y sean españoles, como yo. Mis hijos y yo hacemos un grupo apretado en la borda; están a nuestro alrededor Juan Pablo, mi valet Mojica y la aya de los niños, la señora Donaldson. Es una tarde hermosa. El sol se ocultará pronto en el horizonte. Miro las instalaciones vetustas de la costa, construidas hace cientos de años. La ciudad se aleja. Aspiro el olor acre del mar, que penetra mis pulmones y me regocija, y oigo el batido del viento en las velas del bergantín, que me conducen a un nuevo destino. De repente, siento que mis sentidos corporales me alertan sobre una realidad: mis hijos abandonan indefectiblemente la tierra donde nacieron. Señalo la silueta ya borrosa de la ciudad. Mira, Felipito, le digo a mi hijo pequeño, nunca olvides a Santo Domingo. Es más una salida emocional que otra cosa. Mi hija mayor, Manuela, interviene. No lo haremos nunca, padre; olvidar a Santo Domingo es como olvidar a nuestra madre. Manuela siempre tiene estas ocurrencias audaces, que no parecen provenir de una niña de trece años. Mi otra hija, Micaela, me mira azorada. No sé qué han entendido con mis palabras o, quizás, no he tomado en cuenta debidamente sus preocupaciones infantiles, obligados en lo adelante a desempeñarse en un lugar desconocido y entre gente extraña, sin una madre que los guíe. No puedo dejarlos así, tan desorientados. ¡Vamos! ¡Está claro!, digo. ¡Santo Domingo será toda la vida nuestro recuerdo más preciado, el que compartiremos siempre entre nosotros y nos unirá! Mis hijos sonríen, me abrazan afectuosamente; me siento complacido. Juan Pablo, evidentemente afectado, quizás piensa en su propia situación, aunque él volverá a su país natal. Sonrío. No me retracto de mis afanes anteriores: aspiro a experiencias inéditas, quizás insólitas; pero el aventurero que olvida su pasado corre el riesgo de extraviar su futuro.

La prostituta acaba de salir a cubierta. Solo uno de los marineros la acompaña. La ayuda a bajar por la borda, y ella entra a un bote que la espera. Se sienta y deja que el remero la conduzca a la playa del río. Permanece tranquila, impasible. Una estatua. Una estatua de carne. Es muy joven, quizás una niña. A Juan Pablo le atrae. No debiera, pero le atrae. A sus dieciséis años, Juan Pablo no ha tenido experiencias con mujeres, pero sabe de qué se trata. Vicente le contó. La primera vez, el acto de penetrar a una mujer se hace sin problemas, aunque con un poco de susto; después, te sientes bien y lo recuerdas siempre. Vicente ríe y añade: Sin embargo, las otras veces son las que valen. ¡El placer, hermanito! ¡El placer! ¡Mientras más lo haces, mejor es! La prostituta ya se acerca a la playa, un poco más allá del puerto. Lo comprueba: es una niña. Me deleita contemplarla. Yo podría correr hacia allá y esperarla a que pise tierra, y ahí le canto cualquier cosa con la guitarra, una serenata en plena mañana. Ella reirá.
—¡Juan Pablo!
La conciencia vuelve a intimidarlo.
Está bien. Está bien. No pienso en eso, realmente. Ya me sobrepuse. Ahora sé lo que quiero. Estoy seguro.
Rasga la guitarra y ahuyenta los pensamientos malsanos de su mente. Debe mantenerse casto de cuerpo y mente. Es muy importante. Entona las variaciones para guitarra de la sonata Claro de luna de Beethoven, el compositor alemán que todos aplauden. Se las enseñó un italiano que visita la ferretería y lo oyó tocar el instrumento. Es su pieza favorita. Lo apacigua, lo mistifica. Es una música para acompañarse de ángeles. Ríe. Ahí están ellos. Lo rodean. Por hablar demás, los convocó.
¡Atención Ángel número uno! ¡Actúe! El ángel señala en el río un estallido de luz que deslumbra a Juan Pablo. ¡Atención Ángel número dos! ¡Actúe! El ángel lo envuelve en el viento que sacude y hace cantar las copas de los árboles. ¡Atención Ángel número tres! ¡Actúe!, pero ese ángel no está, se ha extraviado, entonces lo ve en medio del río, vuela sobre el mástil del bergantín, se posa allí, lo saluda, le da la bienvenida. ¡Ja, ja! Son soldados a sus órdenes, hacen lo que su naturaleza les indica o, más bien, lo que él cree que su naturaleza les indica. ¡Ja, ja! Su imaginación no tiene límites. Puede concebir lo que quiera, ángeles, fantasmas, ogros. Lo hace cuando le apetece jugar consigo mismo o cuando quiere castigarse. Tiene también la habilidad para cavilar sobre lo que sea, las ideas de Platón o las argumentaciones de Santo Tomás. Lo hace cuando quiere actuar con circunspección frente a los demás, lograr que se asombren, que lo admiren. Él conoce la diferencia entre la ficción y la realidad. Él la maneja. Aunque a veces lo asaltan pensamientos inesperados, incontrolados. Y reacciona. Reacciona. Como cuando lo enfrentan y pierde el control. Se subleva y amedrenta al otro. Al gordo de la escuelita lo amenazó con caerle a pedradas, pero el caso fue aún más alucinante: mientras lo hacía, en su mente lo vio tendido, cubierto de sangre, cumplida la amenaza. Se horroriza. Tiene que aprender a controlarse. Lo hará. Cuando se impone algo, lo logra. Solo debe poner de su parte. Mas queda tocado.
Vuelven las dudas. Vuelve esa sensación de hacer lo que no debe.
Ya sé. Ya sé. No pienses en eso. Debo sobreponerme. Debo estar seguro.
Lo puso en eso el padre Gutiérrez. El gobierno haitiano cerró las escuelas y la universidad. Sólo se podía hablar francés o, mejor todavía, patois. Su madre, doña Manuela, se preocupó. Juan Pablo debe seguir sus lecciones, es un niño demasiado inteligente. Su padre, don Juan José, lo confirmó. Mientras tanto, que estudie idiomas, tiene mucha facilidad para eso.
Aprendió francés con el maestro haitiano monsieur August Brouat y más tarde inglés con mister Groot. Surgieron nuevas opciones. Algunos sacerdotes abrieron escuelitas para los niños y los jóvenes: en el convento de Santa Clara el padre José María Sigarán dio clases de latín; el padre José Antonio Bonilla abrió una escuela primaria en casa de la familia Correa-Cruzado y el padre Gaspar Hernández, una secundaria en el convento de Regina Angelorum. Juan Pablo pasó por todas. Se preparó intelectualmente con ahínco insuperable, logró una educación esmerada que lo hacía capaz de competir con los mejores alumnos de las escuelas españolas, donde decían que se preparaban los genios. Y lo demostraría. Lo haría. Hubo otros efectos, menos contundentes para su educación académica, mas igual de atendibles para su formación general. Entre enseñanzas y habladurías, supo de decisiones que le hicieron madurar. Le razonaron sobre las medidas tomadas por los haitianos tan pronto ocuparon el territorio español de la isla: emanciparon a los esclavos, repartieron las tierras productivas entre los pobres y fomentaron la agricultura. El resultado fue el gran auge que adquirió la producción del cacao en el Cibao y la explotación de la madera en el Sur. Parecía que el gobierno de los negros se consolidaría para siempre, hasta que comenzaron los problemas. El Gobierno puso impuestos impopulares y se hablaba que vendrían más y peores. El presidente vitalicio Boyer y sus adláteres se proponían pagar la deuda de guerra de Haití con Francia, una cantidad enorme de dinero que saldría principalmente de los bolsillos de los dominicanos. Hasta ese momento, solo era cháchara, pero lo harían.
Eso ocurre mientras mi padre prospera en su negocio de ferretería en Santo Domingo y mi hermano Vicente en los suyos de madera y reses y su tienda de detalles en Los Llanos. He crecido en un ambiente de alusiones ambiguas, donde la familia se felicita por los bienes que recibe y se lamenta por la situación poco propicia para disfrutarlos. Me di cuenta muy pronto. Estamos bajo las garras férreas de una dictadura. Dios nos protege, repite muchas veces mi madre. Dios está con quien no debe, dice muy pocas veces mi padre. Son opiniones que parecen inocuas, más dirigidas a desahogarse que a protestar; sin embargo, en otros lugares se discute de nuevo sobre la independencia: una independencia firme, nada efímera como la anterior, respaldada ahora por todos los sectores que han crecido bajo el yugo haitiano y sufren sus consecuencias. Y actúan. Han habido varios atentados contra el Gobierno. Tienen diversas causas: volver a la República, retornar a Francia, a España, en fin. En uno de esos atentados, mi padre tuvo que esconderse, acusado de estar entre los que lo idearon. Sin embargo, todo se arregló. Entró en componenda, pagó. Pudo ser que la acusación fuera falsa, para sacarle dinero a mi padre. No lo sé. Hasta hoy, nunca lo hemos hablado. Así están las cosas.
Tendremos una conversación seria, me dice Vicente, una advertencia que no me intimida. Vicente y mi hermana María Josefa tienen el don de ponerme al garete cuando quieren. Son mayores que yo y se creen con derecho a apostrofarme con lo que se les antoje. Los demás hermanos, Filomena, Rosa, Juana y Manuel, son muy pequeños para siquiera intentarlo. Vaya. Sé cuál es el tema que Vicente quiere discutir conmigo: intentará convencerme de cambiar los estudios que planeo realizar en Barcelona por los que, según él, realmente convienen a la familia. Eres demasiado inteligente para no entender que tu camino es otro, me ha dicho antes. Lo convenceré sobre mi absoluta dedicación a lo que me propongo hacer.
Lo puso en eso el padre Gutiérrez, un religioso que es todo entrega. Juan Pablo lo conoció en la escuelita del padre Bonilla, donde lo inscribieron cuando cerraron la de don Manuel Aybar. Era para varones y enseñaban las mismas asignaturas que en la anterior, con menos alumnos, pues muchos de sus compañeritos emigraron con la llegada de los haitianos. El gordo se fue y Juan Pablo al fin respiró lejos de la prepotencia de un niño mayor que pretendía embrutecerlo, manipularlo. ¡Ja, a él! ¡Nadie, jamás, lograría eso! Y aquí, como en la otra escuela, siguió demostrando su capacidad intelectual. Pero ya los otros conocían su maña y fueron indiferentes. Menos el padre Gutiérrez, que impartía las clases a su grupo. Duarte posee un talento natural; si hubiera nacido en Europa, a esa edad sería un sabio. Palabras del padre Gutiérrez al padre Bonilla, el director de la escuela. Juan Pablo tenía nueve años y, a partir de ese momento, recibió la atención continua del presbítero, que se convirtió en su mentor. Nunca tomes nada como la única verdad, excepto a Dios, le decía. Ama a la Virgen María, añadía, es tu madre espiritual. Le hablaba de muchas cosas religiosas, también de algunas sentimentales. Somos tristes los curas si no tenemos amigos. Tú eres mi amigo Juan Pablo y haces mi felicidad. Lo llevó a las clases de latín del padre Sigarán para que oyera el sonido de la lengua madre del español y le dio a leer libros, muchos libros, más libros de los que él, tan pequeño que era, podía manejar. Acogió su interés por la geografía. Veo que te interesa la gente que vive en los lugares que estudias. Eres sensible a las necesidades del mundo. Eres capaz de asimilar todo, Juan Pablo, lo material y lo espiritual. Eres un prodigio. Debes dedicar tu potencial a Dios. Solo Dios te entiende. Usted me entiende, Padre, arguyó Juan Pablo. Yo solo te estimulo; Dios me puso a tu lado para estimularte.
En el último año ocurrió algo inesperado. El padre Gutiérrez se enfermó y recomendó que Juan Pablo lo sustituyera mientras él estuviera en cama. El padre Bonilla sometió a Juan Pablo a un escrutinio intelectual y se convenció de su capacidad para cumplir con la tarea. Fueron unos días en que sus condiscípulos eran sus alumnos y resultó, sobre todo con los más pequeños. Juan Pablo se dedicó a ellos, los orientó sobre lo que les inquietaba, inventó juegos para que aprendieran las lecciones con mayor facilidad. Dejó que manosearan su Atlas, sus libros. Los embrujó. El acercamiento con los pequeños hizo que los más grandes también buscaran sus explicaciones y fueron amigos todos. Algunos, los que siguieron con él en la secundaria, lo fueron por mucho tiempo. Varios de ellos vendrían al puerto a despedirlo.
Fue el padre Gutiérrez quien convenció a sus progenitores de inscribirlo en la escuela del padre Hernández que, como quiera, era la única aceptable que había para continuar los estudios: la otra era una escuela pública abierta por los haitianos para imponer a los dominicanos su lengua, sus creencias y sus costumbres. El padre Gutiérrez quiso ser profeta. Allá te orientarán sobre lo que debes hacer por el resto de tu vida. Allá también hizo más amistades. Juan Pablo se dio cuenta que podía usar su genio como instrumento para acercar a los demás, no para repelerlos. Entre otras materias, allí impartían latín, filosofía, teología dogmática y moral, la base para una carrera religiosa. Juan Pablo entendió lo que su mentor pretendía que hiciera “por el resto de su vida”, lo cual sus padres aparentemente aceptaban. Como en muchas familias de ascendencia española, Vicente, el mayor, sería el heredero de la fortuna comercial, el apoyo de la familia cuando sus padres desaparecieran: su provechosa experiencia en Los Llanos así lo garantizaba. En cambio, Juan Pablo, el segundón, los honraría con una carrera sacerdotal. Su deber sería escalar, hasta donde pudiera, los más altos peldaños del escalafón en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y establecer en Santo Domingo, para siempre, la fe en Dios y en la Virgen, librarla de todo mal: su prodigiosa inteligencia y su dedicación a los estudios así lo presagiaba.
Juan Pablo pone el codo sobre el borde del muro y contempla la escena del puerto. No hay mucho movimiento. Para zarpar, esperan el atardecer cuando llegará el viento del norte que empujará las velas del bergantín norteamericano y las de dos goletas, una holandesa que va a Curazao y otra venezolana que tocará La Guaira. Son los nuevos tiempos. Los haitianos hacen negocios con todos los países del mundo: en ocasiones, han habido hasta diez, doce embarcaciones que entran y salen del puerto. Pero últimamente no. Don Felipe Aguedó Calcull, el comerciante catalán amigo de su padre, a quien acompañará en el viaje, tiene la misión de hacer contacto con varias compañías extranjeras para conseguir algunas facilidades que ayudarían a intensificar el comercio.
He pasado varias veladas con don Felipe, mi tutor. Me prepara para el viaje. Mientras vayamos de un país a otro, de un puerto a otro, me ayudarás en mi encomienda; te utilizaré como clerk, me dijo. Tendré que preparar las notas para cada una de sus visitas, hacer listados de materiales a negociar, redactar actas, organizar y proteger los documentos que se firmen y más diligencias. No es una tarea que me indispone. Vicente tiene razón: yo sería excelente en el negocio de la familia. Pero no es lo que quiero. A Vicente que se encargue de eso. Yo voy a lograr en la vida algo de más impacto, algo trascendental, algo que realmente afecte el cuerpo social de nuestro país. La organización de la Iglesia en Santo Domingo es una meta sumamente ambiciosa, una meta hecha para mí. Actualmente la Iglesia está sometida a un vasallaje inicuo, donde apenas se le permite realizar las tareas mínimas. Desposeída de todas sus propiedades, es dependiente de las escasas limosnas que proporcionan los fieles. Tiene que enfrentar la religión de los haitianos, el vudú, que atrae enormemente a los ignorantes, y hay muchos, demasiado dominicanos que lo son. No he discutido esta meta con nadie, ni siquiera con el padre Gutiérrez, aunque él fue quien la inspiró. Cuando íbamos a la iglesia de Regina Angelorum o a la de Las Mercedes se entristecía. Mira, Juan Pablo, el estado en que está todo esto. El altar desvencijado, el tabernáculo un adefesio. Todo allí era burdo, sustituido a última hora, porque las autoridades habían expropiado las piezas de oro y plata y la fina mantelería y hasta los trabajos en madera labrada y, por supuesto, no había fondos suficientes para hacer las reparaciones ni las reposiciones como se requería. Mira quiénes vienen a misa diaria: beatas y locos mansos. Solo los domingos, si acaso, se presentan los señores. Necesitamos el furor de un príncipe de la Iglesia que remueva la conciencia de nuestros cristianos. Nuestro obispo está en el exilio y ha relegado su mando. Fue cuando concebí mi meta. Un poco dudando de las posibilidades, un poco sustentándome en mi ilustración, un poco ambicionando ¿más de la cuenta?, pero ¿y qué? ¿Por qué no? ¡Ja! Vamos. Lo lograré si me lo propongo de veras. Me demoraré un tiempo. Quizás otros se me adelanten. Es el riesgo que tomaré.
Juan Pablo da puñetazos sobre el muro: su pensamiento lo enardece.
—¡Juan Pablo!
Esta vez es una voz verdadera. Su hermana María Josefa lo procura. Sabe dónde encontrarlo.
Juan Pablo asoma el cuerpo por el muro.
—¡Voy!
Es la hora de comer: la familia está reunida.
La casa está cerca.
—Bendición, padre. Bendición, madre.
Lo miran. Su madre, doña Manuela, se levanta del asiento, lo abraza y lo besa en las dos mejillas. Juan Pablo siente la demostración de su cariño palpitante, el anuncio de su inconformidad por su ausencia. Es un momento emocionante, un momento íntimo, solo de la familia. Su padre, don Juan José, lo abraza y lo besa también, y lo hacen Vicente, su cuñada, sus otros hermanos y sus sobrinos, pequeños como son. Todos arman un tumulto alrededor de él: una algarabía. Te amamos, le dicen, y él siente una flojera, un pesar. En realidad, ¿tiene que partir?
Ilústrate, Juan Pablo. Esperamos de ti grandes cosas.
Conviértete en el Duarte que reivindique el apellido. Hemos sido gente de ascendencia por siglos. Demuestra que lo seguimos siendo.
Capacítate y vuelve con nuevas ideas; muéstranos nuevos rumbos.
Sí, sí.
Juan Pablo acaricia el pelo a la pequeña Rosa de apenas nueve años. Es su hermana favorita. La que se pone a su lado y le pregunta: Juan Pablo, ¿qué sientes? Juan Pablo, ¿qué quieres? Es tan pequeña y se preocupa por él. Sus manecitas le acarician el rostro y él se conmueve. Es una mujercita hecha y derecha. Yo siento que el mundo es inmenso y quiero dominarlo con mi pensamiento, le dijo una vez. ¿Qué crees? Ella lo miró. Si te propones hacerlo, lo haces, lo dice Vicente. Ríen. Saben que comparten un secreto que es de todos, pero que también es solo de ellos. A ella y a sus otros hermanitos Juan Pablo les recita fábulas, les hace cuentos. Juan Bobo y Pedro Animal. Grimm. Anderson. Les toca la guitarra. Cantan. Juegan. Brinca la tablita ya yo la brinqué. Bríncala tú ahora que yo me cansé.
Para la comilona de despedida, le han preparado sus platos favoritos y han procurado el mejor vino. El almuerzo pasa lleno de bullicio: Vicente cuenta anécdotas sobre su estadía en Los Llanos que hacen reír a todos; su esposa las confirma; los niños dicen sandeces que también hacen reír; su padre habla de las virtudes de don Felipe Aguedó Calcull, a quien endosa su hijo para que lo guíe en el viaje a Barcelona y, luego, lo encamine en esa gran ciudad. Solo su madre guarda silencio. Y Juan Pablo.
Todo termina. Los mejores momentos. Los peores.
Vicente encara a Juan Pablo.
—Ven, te dije que quería hablar contigo —Vicente lo toma con afecto por el hombro y lo empuja hacia su inquisición.
Se retiran al despacho de su padre. Se sientan en los sillones delante de la escribanía, uno frente al otro. De repente, la puerta se abre y entra don Juan José. Serán tres, como la Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero basta de burlas, de cinismo. Esta es una reunión para puntualizar.
Habla el padre de pie ante los hijos.
—Juan Pablo, hemos querido reunirnos contigo para conversar sobre tus estudios. Vicente quiere saber más. Está preocupado.
Don Juan José se sienta. Se pone al mismo nivel de los hijos. Ha autorizado la indagación de Vicente; ha dicho lo que tenía que decir y se dispone a oír.
Juan Pablo mira a Vicente en el rostro. Siempre ha sentido desazón por la mancha de nacimiento que tiene sobre la nariz, que su hermano lleva con la mayor naturalidad del mundo, pero esta vez ni la nota. Va directamente a sus ojos, a penetrar su pensamiento.
Vicente sonríe.
—Nuestro padre exagera un poco, Juan Pablo. No estoy preocupado, solo intrigado.
Juan Pablo calla, entiende: su hermano se irá por la tangente.
—Tan pronto nuestros padres decidieron que harías estudios mayores en España, sentí una gran dicha. Nadie como tú, en nuestra familia, merece ese privilegio. Y es un privilegio, Juan Pablo. Has demostrado una inteligencia y una dedicación a los estudios que sobrepasa las mayores expectativas. Dedicas el día a las clases, estudias hasta altas horas de la noche. Arengas, disertas, declamas en clase y fuera de clase: ante tus profesores, entre tus condiscípulos, ante los amigos de la familia. Eres un prodigio, hermano, una lumbrera y te lo mereces. Vamos. No tengo por qué seguir en eso, ya lo habrás oído de nuestro padre.
Así era, algo parecido le había dicho don Juan José cuando le anunció su intención de enviarlo a estudiar fuera, después que el padre Gutiérrez lo propusiera y lo convenciera de poner el plan en marcha. Pero basta de seguir dando vueltas al asunto. Juan Pablo decide facilitar a su hermano la entrada al meollo de lo que quería tratar.
—Yo sé que sorprendí a nuestro padre cuando le anuncié que quería ser sacerdote; usted no lo esperaba, padre. Tú tampoco, Vicente.
—Yo tampoco. Sabía de ti, de lo diligente que eras ayudando a nuestro padre en el negocio cada vez que te necesitaba. He llegado a pensar inclusive que quien debía heredar el negocio eres tú, Juan Pablo. Creo que lo harías mejor que yo. Yo puedo seguir trabajando y expandiéndome en Los Llanos, quizás extenderme a Hato Mayor y a Higüey. Yo podría trabajar el este del país y tú a Santo Domingo. ¿No te parece mejor idea que meterte a cura?
—Es mejor idea si lo que voy a hacer es simplemente “meterme a cura”, hermano. Pero yo no voy a ser un cura cualquiera.
Notó sonrisas a su alrededor.
—No se rían. No aguanto que no me tomen en serio.
Estaba por alterarse. Su padre le puso una mano en el hombro.
—No nos reímos, hijo. Solo disfrutamos de tus consideraciones.
—Serás un simple cura primero, Juan Pablo. Si los que están en el poder piensan que puedes hacerle sombra, te enviarán a un lugar perdido donde te desgastarás en naderías. Es lo que ocurre en la Iglesia con los que pretenden ser más de lo que pueden o deben. Los aplastan. Si crees que encontrarás abierto el camino a lo que deseas, te equivocas. En la Iglesia hay tanto o más egoísmos, envidias y menosprecios que en cualquier otro lugar. En cambio, en nuestro negocio, estarás respaldado y protegido por nosotros. Serás, desde el primer momento, un comerciante de primera. Fíjate si no: don Felipe, tu tutor, ha anunciado que en el viaje te usará como clerk en sus diligencias comerciales. Él sabe por qué lo hace: primero, porque estás muy bien preparado para eso; pero también, y no es de segunda importancia, porque perteneces al gremio, al círculo de los conocedores.
—Asumo que nuestro padre está de acuerdo con estas argumentaciones —don Juan José no hace seña—. Ustedes no toman en consideración mi absoluta entrega a Dios nuestro Señor. Mi dedicación a la religión católica. Padre, explíquele a Vicente mi comportamiento de los últimos años.
—De un año para acá, vamos, desde que se decidió que estudiaría en Barcelona, Juan Pablo se ha dedicado totalmente a Dios nuestro Señor. Ayuda a la Iglesia en todo lo que puede; no solo en la misa, haciendo casi de diácono, sino asistiendo a los necesitados y compartiendo con los desvalidos, asegurándose de avivar su fe y su esperanza en Dios y la Virgen. Ha organizado a sus amigos para que contribuyan con esta tarea y es loable el esfuerzo. Vuestra madre está orgullosa, muy satisfecha con este comportamiento. Ella está de acuerdo con la disposición de Juan Pablo de asumir el sacerdocio. Tiene un tío sacerdote y cree que en una familia debe haber por lo menos un varón que tome los votos.
—Pero usted no, padre, y ahora es que me lo manifiesta.
—Yo respeto la voluntad de mis hijos. Cuando tu hermano Vicente quiso ser independentista, lo respaldé, aunque yo no creía en la República que él ayudó a instaurar.
—Usted piensa, entonces, que no debo seguir adelante con mi disposición. Es un gran peso moral que me impone, padre. Su oposición me llena de incertidumbre.
—No, no, no. No me opongo, Juan Pablo. Vamos. Te lo hubiera dicho antes. Hubiera impedido que los compromisos contigo llegaran hasta donde han llegado. No habría hecho todas las diligencias que hice para que te aceptaran en el Seminario Conciliar de Barcelona. Dio trabajo, mucho trabajo. Pero ya todo está arreglado. Sin embargo, tu hermano tiene dudas y quise que las verificara. He criado una familia unida, solidaria. Si alguno tiene dudas de lo que el otro hace, debemos discutirlo hasta convencernos, los unos a los otros, de lo que está en juego.
Firmeza, hay que demostrar firmeza en todo momento.
—Yo no cederé mi posición.
Vicente hace una mueca de decepción.
—Entonces me pliego a tu voluntad, hermano. Si cambias o no cambias de parecer, estaré junto a ti. Nuestro padre tiene razón. Somos una familia unida y debemos respetar la voluntad de cada uno para entendernos siempre. Pero, para concluir, te diré algo: preferiría que te unieras a mí en mi lucha por la liberación de nuestro país. Nuestro padre sabe que, a pesar de haberme alejado de los hervideros políticos, sigo animado y dispuesto a respaldar los movimientos independentistas. Lo hemos discutido, se ha intentado y no se ha logrado. Pero lo lograremos un día. Crearemos una república independiente como lo fue Haití Español, más organizada, más consolidada, más confiada en su poder y, ese día, nuestro país necesitará de los esfuerzos mancomunados de todos sus hombres preparados. Te necesitará, Juan Pablo.
—Y estaré aquí para respaldarlo, pero como sacerdote.
Firmeza ante todo.
Pero algo ha ocurrido.
La mente de Juan Pablo bulle. ¡Vicente acaba de admitir que su padre y él han conspirado contra el gobierno haitiano! ¡Y que seguirán conspirando!
No sé. No sé.
Vicente sonríe.
—Ya veremos. Yo te ofrezco la libertad, la verdadera libertad, hermano. Te ofrezco ser forjador de un país independiente. Tan pronto pertenezcas al cuerpo de la Iglesia Católica no tendrás la libertad para escoger lo que quieras, serás un peón del que dispondrá la alta jerarquía, tendrás que obedecer lo que deciden por ti. ¿No te das cuenta? ¿No lo ves? No eres un insensato. ¿Qué haces entonces, hermanito? ¿Qué haces?
Juan Pablo no cede.
—Ya veremos, ya veremos. Siempre hay maneras.
¡Fuera las dudas! Todo está decidido. Tranquilízate, conciencia, tranquilízate. Seré y haré. Lograré lo que me propongo.
—Sí, siempre hay maneras —el padre advierte que la discusión entre los hermanos no conduce a nada y decide terminarla—. Vayámonos ahora; el resto de la familia nos espera.
Como si lo oyeran: la puerta se abre y entra doña Manuela. ¿Ha escuchado toda la conversación?
—Ven, Juan José; Vicente y Juan Pablo, vengan. Basta de tratar asuntos serios. Los niños quieren oír a Juan Pablo tocar la guitarra por última vez antes de que tome el bergantín. Pero primero… ven, ponte a mi lado, Juan Pablo —se quita del cuello la cadena que siempre lleva consigo de la que pende un medallón con la imagen de la Virgen de la Altagracia.
Juan Pablo se le acerca, y la madre le coloca la cadena al cuello, aún tibia de su cuerpo; luego toca el medallón sobre su pecho.
—La Virgen de la Altagracia te cuidará en tu viaje y te dará fuerzas para realizar tus propósitos. Nunca la abandones. Recemos. Dios te salve, María…
No hay dudas: doña Manuela lo quiere sacerdote.
—Madre, será como usted lo desea.

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