Thursday, September 9, 2010

07 Balance de tres

Segunda Edición
Primera Edición

BALANCE DE TRES
Ganadora del Premio de Novela UCE de 2001
Universidad Central del Este

NOVELA

Por Manuel Salvador Gautier

Primera Edición: 2002
Impresión: Editora de Colores
C/Juan Tomás Mejía y Cotes No 8
Distrito Nacional, República Dominicana
ISBN: 99934 – 73 – 15 - 4

Segunda Edición: 2007
Editorial Santuario
Santo Domingo, República Dominicana
ISBN: 978-9945-068-32-0


A mi tío
Herminio Ricardo,
soldado y gavillero,
muerto en 1920
durante

la invasión
norteamericana


Primera Parte

TEONIL


Anverso

Por mucho tiempo Teonil no se movió de donde estaba. Sintió la estrechez del camarote con paredes extrañas de hierro fundido, notó lo cerca que se encontraba de un techo que la amenazaba con su pasmosa superficie pulida, sin un poro ni una protuberancia, sin siquiera una pequeña grieta que lo humanizara.
Se sacudió de la modorra que la enervaba. Se alzó y tocó el techo liso, era sólo metal. Se vistió. Abrió la puerta. Salió a cubierta y recibió de lleno el impacto de la ventisca húmeda, que hizo aletear su falda corta y levantó los pliegues de su blusa. Se dobló un poco para sortear la situación y advirtió que el sombrerito de paja con la cinta roja se aflojaba y desprendía. Lo quiso atrapar con la mano, pero éste voló y rodó, hasta que saltó fuera de borda y desapareció en las aguas profundas de un mar agitado.
Se apoyó en la baranda, sobresaltada por la carrera que había dado para alcanzarlo. Se tocó los cabellos con las manos, sacándose los alfileres perlados que lo habían sujetado y, en un arranque, se soltó el moño sobre la nuca, sacudiendo la melena que se desparramó por todas partes. Miró hacia el cielo. La luna acababa de salir de entre nubarrones oscuros que presagiaban más aguaceros. Reía con su carota contenta. Ella rió también.
—Usted es una de las hermanas Ubiera —dijo alguien a sus espaldas.
Ella giró el cuerpo. Era el anciano que ocupaba todos los días uno de los sillones colocados contra la pared. Lo había visto sentarse, ajustarse una frazada alrededor de las piernas y mirar a la gente que pasaba, luego colocaba una carpeta sobre el regazo y sacaba papeles y libros de un bulto en el suelo. Esta vez no tenía el sombrero de fieltro que se encasquetaba hasta las orejas, ocultando sus facciones, y ella se sorprendió de lo apuesto que era. Sonrió, sin demostrar su turbación, y saludó con una genuflexión, como la señorita de sociedad que era y debía representar.
—Soy Teonil, la más pequeña —dijo, aceptando la intromisión.
—Usted se parece mucho a su mamá —indicó el anciano.
Era una observación para conversar sobre su familia, quizás para descubrir historias sobre un antiguo admirador de su progenitora, pero ella no se interesó. La seducía más el juego que hacía el viento con los mechones del anciano. Podía hundir sus manos en la cabellera canosa que volaba locamente, detener su aleteo sobre la frente, o evitar que se alzara para volver a posarse al instante, en el mismo lugar. No hizo nada de eso. Alzó las manos sin prisa, se recogió el pelo suelto, lo enrolló y lo fijó en un único gajo.
—Usted perdió su sombrero igual que yo —observó, y se sintió una idiota tan pronto lo dijo.
El anciano sonrió.
—Se me extravió en el camarote, pero anda por ahí. Nilo lo encontrará. Nilo es mi hijo —calló rápidamente, como si ocultara un desliz.
Si el hijo fuera tan apuesto como el padre, pensó ella. Se volteó bruscamente, dando la espalda al anciano.
—Hay otro barco allá —señaló un objeto iluminado, cerca del horizonte—. Es más grande que éste.
El anciano no hizo comentario y ella lamentó no haber entablado la conversación relativa a su familia. Quizás habría averiguado algo más sobre Nilo. Giró el cuerpo otra vez. El anciano la miraba fijamente. Ella hizo otra genuflexión para despedirse.
—Hasta luego, don...
—Licinio —completó el anciano—, Licinio Gómez, para servirla.
El anciano hizo el gesto de alzarse del sillón para completar la presentación.
—No se moleste, don Licinio.
Él la obedeció y pasó la mirada hacia el papel que tenía en sus manos.

Teonil no volvió a ver al anciano sobre cubierta, ni pudo adivinar cuál de los hombres atractivos que encontró más tarde en los salones era el hijo.
Le contó el incidente a Mariana, su tía, que la acompañaba en el viaje.
—¿Quién es esa gente? El señor parece que nos conoce.
—Son del Este, parientes por algún lado de los Pumarol, amigos nuestros. He oído hablar de ellos a Delia. Me los presentaron una vez, quizás dos —sonaba reservada.
—¿Has visto a Nilo, el hijo? —preguntó ella, esperanzada.
La tía sonrió.
—No lo he visto en el barco, si a eso te refieres.
—¿Cómo es él?
—Casado.
—¡Ah! —exclamó Teonil, desencantada.
—¡Ah! —repitió irónicamente la tía—. No debes pensar en otros hombres, Teonil. Ya basta. En la Capital te espera Andresito.
—¡Andresito!
Era una discusión que habían tenido antes y que no llevaba a nada.

Al día siguiente el barco entró a la bahía y atracó.
El mal tiempo no cesaba. Una cerrazón amenazaba enchumbarlo todo con una lluvia copiosa que podría durar días, semanas. Los pasajeros se movían en el muelle con rapidez, tratando de adelantarse a la eventualidad. Identificaban sus equipajes, hacían que se los montaran en los cargadores y se dirigían hacia los vehículos que esperaban en la calle. Teonil vio de nuevo a Licinio con su sombrero calado hasta las cejas. Un mulato le hablaba. “Ése no puede ser Nilo”, se dijo, sonriendo. Caminó hacia ellos. Había quedado impresionada por este hombre apuesto que podía ser su padre o su abuelo. Lo obligaría a que descubriera la cabeza y le besaría la frente, los ojos, la boca. Acariciaría sus mechones húmedos de lluvia. Rió, era sólo una fantasía.
—¡Teonil! —gritó su tía—. Ya estamos listas. ¡Detente, ven para acá, nos vamos!
—¡Un minuto, tía, vuelvo enseguida!
El mulato se separó del anciano dirigiéndose hacia donde estaban unos baúles. Entonces, Teonil vio a Nilo.
¡Tonta, qué tonta! ¡Caía en su propia trampa! Había decidido no enamorarse otra vez, y aquí estaba, frente a un hombre que la atraía, como pulpa dulce.
—¡Teonil, por Dios!, ¿adónde vas?
Nilo no la había notado todavía, y Teonil tenía tiempo de evitar el encuentro, pero el anciano no lo permitió.
—¡Señorita Ubiera, Teonil! —llamó.
—Venía a despedirme —dijo ella, cuando estuvo a su lado.
El anciano sonrió ampliamente.
—Probablemente nos veremos en el vapor que sale pasado mañana hacia la Capital.
—¡Ah, claro! —dijo ella, y se decidió—. Pero usted tiene que hacerme un favor —el anciano la miró extrañado—. No es nada especial, sólo que me gustaría verlo sin el sombrero, así no lo reconozco. Me parece estar hablando con un desconocido.
—¡Por supuesto! —el anciano la obedeció. Su pelo canoso estaba ahora aplastado, inerte; era una decepción. Él la miró complacido—. Le voy a presentar a mi hijo —hizo señales, lo llamó; el otro se acercó—. Este es el hijo que le mencioné, Teonil.
Nilo era un hombre pálido y extenuado que había pasado todo el viaje metido en su camarote, agobiado por el mareo y la necesidad de combatirlo con alcanfor, según explicó Licinio. Alto, de facciones finas y cuerpo atlético, sus movimientos tenían un atractivo que fascinaba al instante, como el de la luz, ella lo sintió desde que lo vio a lo lejos. Pero lo resistió. Esta vez se proponía luchar contra su instinto natural, enfrentar su apetencia sexual, que la había llevado a excesos, pasando de abrazo en abrazo, de amante en amante. Era una pena.
—Consiga unos medicamentos que hay ahora contra el mareo. El alcanfor lo va a indisponer aún más —recomendó. Había adquirido conocimientos de auxiliar médico en París, en los cursillos que ofrecía a sus colaboradores la recién creada Cruz Roja europea. No sabía para qué, pero lo hizo. Era el resultado de esa atracción casi morbosa que la empujaba hacia los que padecían. Su otra manía.
Nilo sonrió, diluyendo su aire melancólico.
—El exceso de alcanfor podría matarme, pero es mejor que los excesos paternales —dijo.
Exponía una picardía que era, al mismo tiempo, una intimidad.
Ella ignoró la franqueza familiar. Si había problemas entre padre e hijo, que no la utilizaran de comodín.
Uno de los marinos norteamericanos que custodiaban la salida a la calle se acercó para dar el visto bueno al equipaje, revisando los sellos que un aduanero había pegado a los baúles y maletas, y el rostro de Nilo cambió a una expresión de dureza, muy lejana a la que acababa de poner para ella.
—¡Teonil! —Mariana volvía a la carga, reclamándola.
—Debo irme. Hasta pronto —Teonil alargó la mano; Licinio la tomó.
Ella saludó con la cabeza a Nilo, rehusando hacer contacto carnal con él, y se alejó de los dos hombres.
Antes de salir por el portón del depósito de aduana, Teonil miró hacia donde estaban los Gómez. El anciano aún tenía la cabeza descubierta y el hijo le hablaba, con los pasaportes en la mano. El marino norteamericano aguardaba el resultado de la conversación.
La lluvia comenzó a caer en el momento en que ella subió al vehículo, donde la esperaba su tía.
—¡Llueve otra vez! —dijo ésta, molesta.
Teonil miró las gotas que rodaban por el parabrisas del carro.
—Es agua pura, cristalina, tía. En París la recogen para limpiar la piel. Tiene poderes naturales.

° ° °

El viaje prolongado que acababan de hacer desde Hamburgo las había fatigado. Mariana decidió quedarse unos días para presentarse a su familia “fresca y rozagante”. Zarparían en el vapor de cabotaje que les permitiera pasar por lo menos una semana en el puerto atlántico donde se encontraban. Se alojaron en la casa de una amiga de la familia.
Teonil no volvió a saber de los Gómez hasta que se tropezó en el parque con el mulato que vio al lado de Licinio. Había escampado, después de varios días interminables de lluvia, y todo el mundo aprovechó para salir a solearse.
—¡Oiga! —lo llamó.
—Diga usted, señorita —respondió el hombre, acercándose.
—¿Usted no es el sirviente de don Licinio Gómez?
—Sirviente, no.
—¡Pero yo lo vi a usted hablando con él, el día que llegamos!
El mulato bajó la vista, luego la alzó y la miró fijamente.
—Usted, ¿quién es?
Ella no entendió enseguida.
—¿No me recuerda? Soy la joven que fue a despedirse de don Licinio en el muelle. Usted estaba con él, luego...
Él la interrumpió.
—¿Usted quiere ver a don Licinio?
Ella se sorprendió.
—¿Está aquí, todavía? —el mulato frunció el ceño, demostrando impaciencia. Ella tomó una determinación—. Sí, me gustaría.
—¿Ahora?
Ella buscó con la vista a su tía. La localizó cerca de la glorieta, comprando alguna bagatela de una vendedora ambulante. A su lado, la amiga anfitriona le contaba algo, probablemente los méritos del producto local que regateaban.
—Espere aquí —dijo al mulato.

Licinio tenía una habitación en una pensión cerca del parque y a sólo dos cuadras de donde Teonil y Mariana se hospedaban. En ese pueblo todo quedaba a pocos pasos. Después de vivir tantos años en Europa recorriendo ciudades milenarias, ricas en arquitecturas antigua y moderna, estas poblaciones de su archipiélago antillano le parecían a Teonil pequeñas y desajustadas. Destartaladas.
El anciano se sorprendió al verla llegar.
—¿Y su tía? —preguntó.
—Está bien. La dejé en el parque. Le pedí que me permitiera volver adonde estamos hospedadas; está cerca. No podía decirle que venía donde usted.
Él sonrió, dándose cuenta de que ella no había entendido la pregunta.
—¿Usted vino sola, nadie la acompaña, entonces? —insistió él.
—¿Usted teme que alguien me siga? ¿Qué ocurre, don Licinio?
—En Europa usted podía actuar sin miramientos, pero aquí no es conveniente.
Al fin comprendió. ¡Ah, las costumbres! ¡Los hombres que las imponían, tan severos en público! El regaño venía de uno que ella había considerado, por lo menos, neutro. Pero todos eran iguales, probablemente, hasta el extenuado Nilo. No le dio a entender que lamentaba la infracción a las reglas, como él pretendía. Uno de los principios que ella defendía era mantener con firmeza la potestad de actuar según su propio criterio. Era lo que hacían los hombres, ¿por qué no las mujeres?
—Aproveché la oportunidad que me brindó este señor —señaló al mulato—. Pensé que usted había seguido de viaje, como dijo. Cuando me enteré que se había quedado...
Se atajó sin saber cómo seguir. Se sintió vulnerable en su extroversión. ¿Qué venía a hacer, realmente, a la casa de estos hombres? ¿No había decidido rehuir al más joven?
El anciano le quitó la palabra, resolviendo el problema; parecía turbado.
—Mi hijo Nilo está preso. Lo detuvieron en la aduana, después que usted nos saludó. Investigan una acusación en su contra. Por eso estoy aquí todavía, Teonil. Usted es muy gentil en venir a confortarnos.
Ella reaccionó airada, como si le incumbiera el asunto.
—¿Detenido, después de tantos días? ¿No hay un juez que le fije una fianza? ¡Si estuviéramos en Inglaterra, hace rato que su hijo estaría suelto! —se asombraba de sí misma.
—Sí, claro.
El anciano rehusaba explicar para no dar los detalles del caso, pero era obvio, el hijo estaba en la cárcel por razones políticas. Entonces, Nilo entró al salón donde estaban, desconcertándola totalmente.
—Mi hijo Lino, Teonil. Viajó hasta acá, para recibirnos. Por suerte. Ahora trata de sacar a su hermano de la prisión. Es uno de los mejores abogados del país.
¡Inaudito! ¡Lino era tan parecido a Nilo que confundía a cualquiera!
—Lino y Nilo son gemelos —explicó Licinio, notando su asombro—. Lino, la señorita Teonil Ubiera. Viene de Hamburgo, acompañada de su tía, doña Mariana, esposa del Cónsul, en esa ciudad. La señorita Ubiera ha estado en París por un tiempo y ahora vuelve con nosotros.
Teonil quedó sorprendida. No esperaba que el anciano conociera tantos detalles de su vida. Significaba que había inquirido sobre ella. ¡Bueno! ¡Ella también se había interesado por él y, sobre todo, por su hijo Nilo!
—¿Conoce a Europa, don Lino? —preguntó, por hacer conversación.
El hermano de Nilo la saludó con galantería. Sí, había estado, dijo. Dio sus impresiones, coincidieron en algunas cosas. Mientras él hablaba, ella miraba desde el anciano al hijo presente, y pensaba en Nilo, el ausente. ¡Qué apuestos eran estos hombres! ¡Cuánto le habría gustado hacer amistad con ellos, ganar su confianza, pero no parecía probable! En todo este problema con Nilo, había unos sobreentendidos masculinos que ella sentía virtuales, omnipresentes, arropándolos en ese instante de intercambio educado.
—¿Por qué encarcelaron a su hijo, don Licinio? —preguntó Teonil, al fin, soltando sus demonios.
Los dos hombres la miraron curiosamente, como si ella hubiese tocado algo sagrado, no merecedor de esa irrespetuosidad. El silencio que mantuvieron no la turbó. Todo lo contrario. Los miró en forma inquisidora, impertinente.
—Bueno, tengo que irme —dijo al fin, levantándose—. Ha sido un gran placer saludarle, don Licinio, y conocerle a usted, don Lino. Por lo que usted me ha dicho, sería preferible que no volviera sola a mi casa —miraba al anciano—, aunque apenas está a dos pasos. ¿Me podría acompañar su criado?
—¿Se refiere al hombre que la trajo? Daniel no es mi criado.
Cierto.
—Yo la acompañaré —propuso Lino.
En ese momento ella se dio cuenta de la diferencia fundamental entre los gemelos. Éste era de los hombres presumidos que dedicaba horas a su arreglo personal. No que eso fuera nada malo, sólo que Nilo no lo hacía, y se veía más natural, más acariciable, igual que ella, con su piel lozana, labios rosados y pelo ondulado, todos sin afeites. Siempre pensaba en el dilema de los hombres cuando tenían que hacerle el amor a una mujer con la cara pintada, el pelo arreglado en moños, las joyas colocadas en orejas, garganta, muñeca y dedos, el cuerpo reconstruido con miriñaque o polisón. Seguramente parte del placer era desarreglarla. Hacer lo mismo a los hombres no parecía igual faena, aunque nadie sabía.
—Gracias, pero no se moleste. Quizás haya aquí una criada.
—No es molestia.
Para ella, sí lo era. Tendría que hacer conversación, y este hombre no le interesaba. A menos que pudiera sonsacarle lo de Nilo.
Caminaron al paso. Oscurecía, había un puntito desvaído de luna en el cielo.
—Mi padre está muy impresionado con usted, Teonil.
—Conoce a mi madre, ¿lo sabía? —tratarían sobre la familia, un tema neutral
Lino sonrió.
—Sí. Mi padre me habló de usted.
—¿Anjá? —¡otra vez con el tema ambiguo!
—La vio varias veces en el barco. Le habló de mí, ¿verdad?
—No. En realidad, no. Me habló de su hermano Nilo —decía la verdad, y entraba al tema que le interesaba.
—¿De Nilo? —el gemelo pareció asombrado.
—Sí. Me dijo: “Nilo lo encontrará. Nilo es mi hijo” —recordaba bien las palabras. Rió.
—¿De qué se ríe?
—Perdón —se llevó la mano a la boca delicadamente, para ocultar el buen humor que le surgía. Se controló—. Dígame, don Lino, ¿qué es lo que ustedes ocultan con esta persecución a su hermano? ¿Es algo muy serio?
Lino parecía cada vez más incómodo.
—No es un secreto —sonaba despechado—. Si usted estuviera al tanto de lo que ocurre en el país se daría cuenta.
—¡Ah, pero lo estoy, don Lino! ¡No me crea tan ingenua!
Él pareció recapacitar.
—¡Por supuesto! —volvió a sus galanterías—. Perdóneme, pero estamos todos los de la casa un poco quisquillosos. ¿Qué quería decir mi padre con que “Nilo lo encontrará”?
Ella le explicó, y rieron. No era un hombre desagradable, después de todo. Hablaron del viaje. De Hamburgo a Baltimore habían tenido días de calma, pero en cuanto salieron del puerto norteamericano comenzó el mal tiempo.
—Causándole a su hermano un mareo que lo postró. ¿Cómo sigue él?
—Usted se interesa mucho por Nilo, Teonil.
—No mucho. Bueno, llegamos.
Miró a Lino. Se le ocurrió que una escapada con él podría ser agradable, aunque con demasiados compromisos. Habría que ver, no era lo mismo una aventura amorosa en París que en este país antillano, con costumbres machistas que ponían a la mujer en un segundo plano. Se dio cuenta que la atracción que sentía por los gemelos venía de su experiencia con el amigo chileno que le presentó a una dama de la alta sociedad parisina (una señora de muchas conexiones). La mayoría de sus hombres se parecían en la concavidad de los ojos, en los pómulos, en el pelo negro y suelto, en los cuerpos proporcionados; pero más, en el alcance de su intelecto, en su formación, en su cultura.
—¡Volviste! ¡Ya comenzábamos a preocuparnos! —Mariana había aprendido bien su papel de diplomática, esposa del cónsul.
—Me detuve donde los Gómez. Me acompaña don Lino, tía. ¿Lo conoces, verdad?
—Sí, por supuesto, sé quién es. Mucho gusto, don Lino. Me imagino que se habrá dado cuenta de las extravagancias de mi sobrina Teonil.
—Su sobrina es un ángel del cielo, señora.
Teonil estuvo a punto de reír.
—No lo dudo —dijo su tía, también divertida—. ¿Quiere quedarse a cenar con nosotros? Estoy segura que nuestros anfitriones estarán encantados de recibirle —veía al gemelo como a un pretendiente eventual. Si no podía ser Andresito, el escogido, que fuera Lino, el improvisado; lo importante era que ella se casara, ¡ya!... ¡Ah, la familia cuando se entromete!
—Don Lino tiene que volver a su casa, donde lo espera su padre, don Licinio —dijo ella.
—Ustedes piensan tomar el próximo vapor, me imagino. Nosotras partiremos también. ¡Qué bien! Así nos acompañarán.
Cuando la tía decidía insistir, no había manera de acallarla.
Lino optó por abandonarlas sin mayores explicaciones, encubriendo su retirada con frases corteses.
—¡Qué bueno, Teonil! ¡Conseguiste al hermano soltero! No se me había ocurrido que andabas en eso.

° ° °
El tiempo había mejorado notablemente y el océano Atlántico, siempre turbulento, presentaba su mejor aspecto. El vapor frente a Teonil tenía una inminencia imposible de ignorar. En su navegación de cabotaje, se detendría en varios puertos de la costa este de la isla, hasta llegar a la Capital. Un periódico local la despidió en su columna social. “Después de pasar con nosotros una temporada llena de halagos y regocijo, parte hacia su ciudad natal la delicada señorita...”. Teonil miró hacia el andén. El mulato estaba ahí, pero los Gómez no llegaban. Se suponía que soltarían a Nilo esa mañana, dándoles tiempo a embarcar. Según manifestó Lino, los Gómez habían perdido ya suficientes días, más de una semana, en este quehacer poco remunerativo, y deseaban llegar a su pueblo, uno de los puertos que tocarían.
El gemelo la volvió a visitar. Confesó que había quedado sumamente impresionado con su belleza. Le llevó un poema de su inspiración, faena obligada para los admiradores de una dama. “No podía dormir anoche pensando en usted —dijo—. Me levanté y lo escribí”. Teonil rió cuando lo leyó. Su hermana Adalgisa, crítica literaria exigente, habría desechado el engendro por meloso, desfasado, pero no se le podía exigir al mejor abogado del país que también fuera el mejor poeta, ni, mucho menos, que descartara esas costumbres finiseculares. ¡Dios! En lo adelante Teonil estaría rodeada de estos trogloditas sentimentales que creían mitigar sus imposiciones machistas con frases admirativas, obvias y banales. “Ah, quién Amor la dicha prodigara...”. ¡Pobre Lino! ¡Si pensaba conquistarla con estas bobadas, perdía su tiempo! Ella no intentó que le revelara el misterio que envolvía a su hermano. Lo había averiguado por su lado. Era público, había salido una protesta en el periódico del pueblo; pero ella no se enteró enseguida porque, realmente, no se interesaba en política. Le costaba bastante adaptarse a las maneras provincianas de las mujeres criollas, para también inmiscuirse en lo que hacían sus hombres, siempre dispuestos a armar una montonera para deponer el gobierno de turno o alzarse para formar bandas de forajidos, según afirmaba su padre. Nilo era de los que no había aceptado la invasión norteamericana y la combatía dentro y fuera de su país. Formaba parte de un grupo llamado Comisión Nacionalista y venía de un recorrido por algunas naciones americanas que concluyó con una visita al Departamento de Estado, en Washington. Su apresamiento se debía a alguna delación de un enemigo personal, que le quiso crear un inconveniente, o, más probablemente, a un sometimiento preventivo para intimidarlo, ideado por los cerebros de la ocupación. “Lo soltarán enseguida”, dijeron los que sabían de eso.
Un jinete gallardo e imponente apareció por una bocacalle. Teonil creyó que era Nilo. Un absurdo, porque el gemelo no vendría solo. El jinete se acercó al mulato, se desmontó y habló con éste. Ella lo identificó entonces. Era Lino. La confundió un sombrero de ala ancha, que no le había visto antes. El gemelo dejó el caballo con el mulato y caminó hacia donde ella se encontraba.
—Estoy aquí para despedirme —dijo, sombrero en mano, después de saludar cortésmente a todos los que la acompañaban.
—¿No vendrán con nosotras, entonces, usted y sus familiares? —preguntó Mariana.
Lino sonrió, y, por primera vez, ella sintió una real atracción por el hombre. Era una sonrisa dulce, melancólica semejante a la de Nilo.
—No, señora.
—¿No han soltado a su hermano? —preguntó Teonil.
—Aún no.
Una respuesta tan simple presagiaba dificultades.
—Dígale a su padre, de mi parte, que lamento mucho esta situación, y que espero que no dure mucho.
—Así haré —Lino se acercó a ella aún más—. ¿Me permite hablarle en privado por un momento? ¿Puedo? —dijo, dirigiéndose a los demás.
Mariana puso una expresión de madame a punto de recibir un cliente para sus putas.
—Puede, por supuesto. Teonil, te esperaremos en el salón de pasajeros.
La dejaron a solas con Lino, en un bullicio que los aislaba. Pero ella sintió la mirada del mulato por encima del movimiento de la gente, y la preocupación de Lino.
—Tardaré un tiempo en volver a la Capital, Teonil. Me gustaría visitarla.
—¿Se dará pronto la excarcelación de su hermano Nilo?
—No sabemos —sonaba un poco airado. Quizás pensaba que ella ponía el tema para desviar la conversación. A lo mejor estaba celoso—. Mientras tanto, debo hacer una diligencia.
—¿A caballo?
Él sonrió.
—A caballo.
—Con Daniel, su amigo.
—Con Daniel, nuestro amigo.
—Usted repite lo que digo. ¿No me quiere decir más nada?
—Perdón —la miraba con ojos de macho lleno de apetencia velada, tras pestañas largas y gestos corteses—. Le diré. Será muy difícil conseguir que suelten a mi hermano Nilo. Más de lo que pensaba. Voy en procura de ayuda donde un señor, conocido de mi padre, que está en una finca cercana.
Teonil no le preguntó por qué cabalgaba cuando era tan fácil moverse en máquina. Era obvio; el conocido de su padre estaba metido en un monte de esos.
—Espero que consiga lo que busca. Cuídese de los bandidos que andan por ahí.
—¿Se refiere a los “gavilleros”? —él sonreía, complacido—. Que yo sepa, no hay por aquí.
—Cuídese, comoquiera. Estaré atenta a su visita en la Capital.
—¿De veras? —él pareció sorprendido por las atenciones de ella.
—“Ah, quién Amor la dicha prodigara, con flechas ardorosas buscando el corazón...”. Yo espero que usted no haya sentido esos flechazos por mí, Lino. Mis padres han hecho una especie de compromiso con un amigo de infancia.
—Lo sé.
—¡Claro! Mi tía Mariana se encargó de informárselo. Entonces entre nosotros sólo habrá amistad, pura y simple.
—Amistad pura y simple —murmuró él, tomando una mano de ella y reteniéndola en las suyas—. Teonil —dijo—, usted no quiere reconocer los sentimientos profundos que ha despertado en mí.
De repente, el mulato estaba frente a ellos.
—Lino, debemos irnos ya. The man is expecting us —dijo.
El gemelo lo miró casi con odio.
—Tengo que dejarla —dijo, dirigiéndose a Teonil—. Piense en lo que le he dicho. Conozco a su pretendiente. Le aseguro que no estoy por debajo de él.
—¿Usted me ofrece matrimonio? —dijo ella, impertinente, burlona, sabiendo que trastrocaba el clima romántico que su interlocutor deseaba crear.
Éste se sonrojó.
—Lino —insistió el mulato, agarrándolo por el brazo—, vayámonos.
El gemelo pareció a punto de responderle malamente, pero no lo hizo. Se zafó del agarre del otro, sin soltar la mano de ella. Luego la miró. Las pestañas largas sombreaban sus ojos húmedos, intensos y alertas.
—Nos veremos en la Capital, Teonil —dijo—. Y, sí, le propongo matrimonio —alzó la mano de ella a sus labios y la besó.

—¿Qué te dijo Lino Gómez? —le preguntó Mariana, cuando se juntaron en el salón de pasajeros.
—Me propuso matrimonio.
La tía rió.
—¡Teonil! ¡Tienes que corregir tus extravagancias y exageraciones! La gente aquí no te va a entender.
Ella sabía eso, pero, por ahora, no importaba. Eventualmente, se enterarían que había venido a desafiarlos.
Desde que abandonó su pequeño país en las Antillas, hacía ya varios años, la avasalló una vida que no soñó. Estuvo primero en Suiza, en una escuela para señoritas, junto con su hermana Adalgisa. Cuando terminó los estudios, comprendió que no podía regresar enseguida a su tierra. Había descubierto su capacidad como diseñadora, un don que la dominó en lo adelante. Luchó para desarrollarlo en contra de la voluntad de sus padres y del desafío de los hombres con los cuales vivió. Adalgisa, impulsada por su deseo de desarrollar su propio talento literario, participó con ella en ese pugilato. Juntas, lograron imponerse. Las dos hermanas se establecieron en París. Allí Teonil creció, maduró. Se formó. Trató de entender a fondo cuáles eran sus aspiraciones, sus deseos más íntimos. Había algo en ella que la impelía a luchar por su condición de mujer, por sus derechos como ser humano. Deseaba profesionalizarse, alcanzar el éxito por sus propios méritos. Logró codearse con los mejores talentos de la carrera que escogió, en la cual era creativa y vanguardista; compitió con gente de mucha capacidad; estaba al punto de triunfar, ser reconocida, aupada, mimada por esa sociedad cosmopolita, culta y rica, que encumbra a los genios; pero, un día, inesperadamente, se sintió incompleta. Debía regresar. Tenía que enfrentar la pesadilla.
La tuvo por primera vez muy pequeña. Soñaba que estaba frente a un cañaveral al que debía penetrar, pero no entendía por dónde. El viento movía los tallos florecidos, sembrados en hileras rectas que dejaban caminos intermedios. Ella podía escoger cualquiera de éstos, pero no se decidía. Había un espacio sobre los plumones que era cielo plomizo y también horizonte infinito, donde un sol apagado simulaba ser luna. Había planos verdes, masa azul, luminosidad blanca. El sueño se desvanecía y ella quedaba deseosa, impaciente. Tenía el presentimiento de lo que la atraía, pero no lo definía.
En el tiempo que acababa de pasar en Europa, la pesadilla se había diluido. Se desvaneció frente a su afán de dedicar su vida al diseño de modas. Durante ese tiempo, el sueño venía a su mente cuando lo invocaba, usualmente en los días de nostalgia y desesperanza. Lo pintó en la clase de artes plásticas, en Zurich, alentada por su maestra. Parecía un cuadro de Van Gogh. Había esos trazos en ondas creando sensaciones de una brisa huracanada que golpeaba la caña, mientras de un cielo con luz mortecina se descolgaba un sol alunado, pálido. Estaban ahí las hileras de plumones y los colores de su sueño: el verde turbio, el azul desparramado, el amarillo blanquecino. “Es una buena aproximación —dijo la maestra—. Tienes talento. No es exactamente un Van Gogh. Hay algo que él no hubiera hecho”. Se refería a la fila de hombres en el horizonte. En vez de árboles doblados por el viento, ella pintó negros en escala desproporcionada, y tras ellos, más grande que el sol, un círculo marrón, humeante, que representaba la máquina del tren. En su imaginación los hombres regresaban del corte, cansados, perturbados por la inmensidad del trabajo que le quedaba por delante, conscientes de que, tras de ellos, venía, atropellándolos, el monstruo de acero. La maestra lo interpretó a su modo, pero ella quiso mezclar su sueño con el accidente que presenció en uno de los ingenios la vez que asistió al pasadía de cumpleaños de la hija del administrador. Fue horroroso. Murieron varios de los picadores. El tren los aplastó. La fiesta fue suspendida. Todos los vehículos fueron requisados para llevar los heridos al hospital de la ciudad cercana. Los invitados tuvieron que esperar a que se los devolvieran ya tarde en la noche, algunos con rastros de sangre en los asientos, como ocurrió con el de su familia. Fue una velada tétrica, de espera insensata, donde no había nada qué hacer ni qué decir. Desde entonces surgió en ella el interés por los lesionados.
Traía el cuadro en uno de los baúles. No era para contemplarlo sino para ayudarla a reflexionar. Arrorró mi niña, arrorró mi amor. A veces necesitaba volver a la ternura de su infancia... y a la falta de definición.
Su tía Mariana la contemplaba como si esperara una reacción a las palabras que acababa de pronunciar. Teonil sonrió.
—No se preocupe porque no me entiendan, tía. Preocúpese porque me lleguen a entender demasiado —digo, enigmática, sabiendo que la mujer mayor despacharía su agudeza como una más de las tantas que había tenido que soportar últimamente.
Los marineros desenredaron la maroma que amarraba el vapor al puerto, el capitán dio órdenes para que los mecanismos de la máquina comenzaran a accionar, y el mastodonte de hierro zarpó, abandonando un lugar que Teonil siempre recordaría por lo inesperado de los sucesos que protagonizó.

Esa misma tarde navegaron hasta una bahía extensa, con playas que formaban una línea continua de cocales y arena blanca, donde el azul añil del mar cambiaba a turquesa. Teonil salió a cubierta. Después de tantas emociones encontradas, se dolía, anticipando obstáculos enormes, desviaciones, fracasos. Ella era, después de todo, vulnerable. Llegó hasta la terraza de popa. La gente se había aglomerado allí para ver un fenómeno que sólo se daba en ese lugar y en esa época del año. Las ballenas jorobadas venían a aparearse y jugaban sobre el agua lanzando sus alaridos. ¡Uiiiiiiii!... Una, dos, tres. Los cuerpos enormes, con agilidad increíble, brincaban, se zambullían, volvían a la superficie. Eran libres para hacerlo. El Atlántico les ofrecía ese regazo profundo, inmenso. ¡Ah, cómo las envidiaba! Quería ser así de independiente, así de espontánea en su desempeño. No se lamentó de su postración momentánea, ella era más fuerte que eso. Venía a retar, no a ser vencida. Entonces pensó en Nilo Gómez, metido en una prisión, perseguido por los invasores de su país. Había situaciones peores que la suya.

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