Saturday, September 11, 2010

06 Cuentos espiritistas: EL ACCIDENTE




EL ACCIDENTE

Por Manuel Salvador Gautier

A Sua Eccellenza, la Signora Ambasciatore Campagna


Tú sabes cómo ha sido todo siempre entre nosotras. Desde chiquita, mi prima Concepción y yo nos tratamos como hermanas. Donde quiera que ella iba, yo iba, y viceversa. Creo que me “agenté” un poco antes de la cuenta por eso. Concepción me lleva dos o tres años, y hay una edad, entre los doce y los quince, en que esa diferencia se siente. Aún así, después de grandes, seguimos juntas; y fui la primera que supo cuando ella se metió en amores con Virgilio, y todo lo que hacían para encontrarse, aunque en esa época buscaban sólo lugares inocentes. ¡Figúrate!. El lugar más escandaloso que encontraron era la playa de Long Beach, porque, según las viejas doñas, los hombres en traje de baño se ponían a hacer gestos indecentes (aunque traté, nunca vi nada especial). Puerto Plata era un pueblo donde todo el mundo se conocía; hasta las venduleras y los paleteros eran gente de la familia que se habían criado con fulana o perenseja. Ahora bien, había una cosa con Concepción que nunca compartí con ella. Esa muchacha era entonces, y sigue siendo ahora, la más creyente en asuntos de brujerías. Nada más había que decirle de una mujer que leía las barajas y para allá cogía. Era como una sed nunca satisfecha. Aveces yo la relajaba diciéndole que sentía un espíritu que se me montaba y hablaba en mil lenguas, y le hacía la representación retorciéndome con los gestos que yo suponía debieron haber hecho los endemoniados parlanchines que aparecen en la Biblia; en mi caso, decía una sarta de disparates, mezclando palabritas de francés con italiano con inventos del momento. Concepción me oía y se quedaba siempre impresionada por mi experiencia trascendental. No importaba que después le asegurara que todo era un cuento para demostrarle que cualquiera podía engañarla con todas esas tonterías, ella quedaba en ascuas.
Creo que una de las cualidades que a mí me gustó cuando traté a Tito, mi esposo, fue que no creía en esas cosas. Con Concepción metida en eso, yo tenía más que suficiente. Eventualmente, Concepción se casó con Virgilio y yo, mucho después, con Tito; y nos separamos. Ella se quedó en Puerto Plata y yo me mudé a la Capital; pero siempre nos escribíamos, sabíamos los pormenores de nuestras vidas y, aunque pasaran meses entre cada reunión, nos juntábamos por unos días. No fue sencillo lograrlo, sobre todo durante esos años de la segunda guerra mundial en que viajar de un pueblo a otro era sumamente difícil por la escasez de combustible y gomas.
Me parece que fue en el año cuarenta y cuatro que nos reunimos en Santiago, en casa de tía Mercedes. Tito tenía un trabajo por Salcedo y yo lo acompañé a sabiendas de que lo vería poco, pero entusiasmada porque había combinado un encuentro con Concepción. Fue realmente divino. Concepción y yo volvimos a pasarla como cuando éramos solteras, con ese humor tonto de vírgenes inocentes a punto de dejar de serlo, en que todo causa gracia y de todo una se ríe. Fueron tres días de gozo continuo. Durante las mañanas nos íbamos a la calle de El Sol a ver tiendas y a echarle el ojo a los hombres, esos cibaeños, hija, que una no se cansa de mirar. Concepción y yo habíamos decidido entre nosotras que no ofendíamos a nuestros maridos discutiendo cuál de los hombres que veíamos era el más buenmozo, o cuál el más feo pero con compensaciones; era así de tontas que estábamos. Por la tarde, siempre había una visita en casa de alguno de los primos. Hubo paseos encantadores en coche a Garabito y a Licey, y una vez nos fuimos por La Herradura a la finca de un tío abuelo de Virgilio que le tenía un potro de paso fino (fue de las diligencias que Concepción tuvo que hacer para cumplir con Virgilio). Por la noche, jugábamos bingo con tía Mercedes y la familia. En esos bingos, no recuerdo haber ganado una sola mano, pero sí gozaba un mundo con las ocurrencias de Concepción, que hasta escandalizaban a tía Mercedes (quizás la menos encerrada de las hermanas de mamá). Eran ratos agradables, sencillos, tan cerca de la niñez.
En eso Concepción decidió que debía volver a Puerto Plata pues ya había pasado el tiempo que acordó con Virgilio para estar conmigo. Le pedí que se quedara hasta que Tito volviera de Salcedo el sábado siguiente; pero ella había tomado su decisión y comenzó a buscar transporte. Sin embargo, todos los vehículos estaban llenos para ese día; en esos tiempos no había la cantidad de movimiento que hay ahora en las carreteras. Para mí fue la mejor noticia; todo seguiría igual.
—¿Tú ves? —le dije yo.
—Eso es el destino que nos mantiene juntas por unos días más.
Esa noche, antes de que comenzara el bingo, Concepción me dijo que sería el último, pues le habían avisado de un puesto en una guagüita que saldría temprano al día siguiente. Alguien canceló, y a ella le tocó en suerte. Sentí una gran desilusión. Tenía tantos deseos de prolongar este interludio de inocencia. Durante el bingo, estuve distraída; creo que hasta dejaba pasar los números.
Tía Mercedes lo notó.
—¿Qué te pasa? —me preguntó.
Se me ocurrió entonces que invocaría el espíritu de las mil lenguas y, con ese cuento, haría que Concepción se quedara; sería muy fácil conseguirlo.
—Nada, tía. Me siento sólo un poco vana.
El juego siguió. De repente me puse tiesa. Todos se alarmaron, pero Concepción sabía.
—Es el espíritu de las mil lenguas. A ella le da —dijo, ante el asombro de los otros.
—Concepción —dije, supuestamente en trance, y largué un lenguaraje poco ininteligible, con la voz profunda que usaba para representar al espíritu de las mil lenguas.
Concepción, vuelta un manojo de nervios, solicitó al espíritu que explicara lo que quería decir.
Yo condescendí, interesada.
—Veo un accidente —dije en mi tono de voz, pero aún en trance.
Concepción palideció.
—La guagüita que vas a tomar mañana tendrá un accidente en el kilómetro veinticinco. Se le van a ir las ruedas de alante. No le va a pasar nada a nadie. Sólo a ti, si vas. Lo veo. Se te partirá el brazo, se te romperán los dientes, y te harás una herida profunda en la frente que no se te quitará nunca.
Describía una escena impresionante que asustó hasta a tía Mercedes. El bingo se detuvo. Todos estaban alrededor mío tratando de sonsacarme el futuro que pronosticaba el espíritu de las mil lenguas.
—¿Qué más? —preguntó Concepción.
—Eso es todo.
Fingí que salía del trance y pregunté qué ocurría, que por qué todos estaban alrededor mío. Me explicaron.
—¿Este no es de los juegos tuyos? —quiso asegurarse Concepción.
Con mi cara más seria le dije que no, que el espíritu de las mil lenguas me había poseído, y que la prueba era que no sabía lo que había dicho.
Concepción no durmió bien esa noche. Para mi gran satisfacción, canceló el viaje en la guagüita. Me lo dijo en el desayuno, y planeamos ir tarde en la mañana al Gurabito Country Club para juntarnos con algunas de las primas y sus amigas. En eso, vinieron a avisarle que le habían conseguido otro puesto en un carrito de línea que salía a medio día, y se fue. Mi truco del espíritu de las mil lenguas no valió de nada.
Poco tiempo después recibí una carta larguísima de Concepción agradeciéndome en el alma lo que había hecho por ella. Resultó que la guagüita que debió tomar tuvo el accidente en el mismo sitio que señalé. Se le fueron las ruedas de alante y, gracias a Dios, no le ocurrió nada a nadie. Claro, que si ella hubiera estado, se hubiese roto el brazo, los dientes y la frente. Ella vio el vehículo accidentado cuando, más tarde, pasó por ahí en el carrito de línea. Fue exactamente como el espíritu de las mil lenguas lo había predicho. Yo la había salvado de un terrible daño.
He visto a Concepción muchas veces después de eso, y por más que le digo que lo del espíritu de las mil lenguas ha sido siempre una invención mía, que aproveché esa noche en Santiago e hice todo un montaje para obligarla a quedarse conmigo unos días más, aún sintiendo mi vehemencia, ella no lo cree. Hay un hecho. El accidente ocurrió tal y como lo predije. La última vez que hablamos de eso, me dijo que a lo mejor es como yo digo y acepta que lo fingí todo; pero que, todavía tratándose de un hecho fingido, el espíritu de las mil lenguas me poseyó de verdad y puso en mi boca las palabras que le advertirían a ella del accidente. No quise discutirle. Ahora bien, después de pensarlo con cuidado, el asunto es tan absurdo que, a veces, me pregunto si Concepción no me estará engañando... que ella no vio ningún accidente de la guagüita camino a Puerto Plata y se lo inventó todo para embromarme a mí, a su vez. Tú sabes, la gente que cree en brujerías es capaz de cualquier cosa con tal de convencer a los otros de lo que ellos creen.



Marzo 1991

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