Saturday, September 11, 2010

11 La fascinación de la rosa



LA FASCINACIÓN
DE LA ROSA


Novela
Por Manuel Salvador Gautier

***


A Ana Teresa Espaillat
in memoriam




***


Rosa en vigilia que delira en vano
desde el alto silencio de su orilla.
Aurora vegetal que maravilla
más cerca de lo azul que de lo humano.


Franklin Mieses Burgos
Rosa en vigilia


***

PERCEPCIÓN

Tú también eres pulga sobre un perro callejero que deambula, buscando comida en la basura y recostándose donde pueda para descansar. Tú también andas entre pelos y llagas, sin saber con exactitud qué te lleva (sabiendo con precisión qué te mantiene), chupando sangre y masticando microbios, sin que nada te intoxique ni te destruya. Porque en esta materia animal que pisas... que pisamos... sólo permanecemos si nos aferramos con dientes y garras, con succiones y agarres. Así vives. Así vivimos. Pertrechados entre nuestros pelos y llagas, atiborrados de sangre y de microbios. Sin saber lo que es la esperanza, ni el deseo, ni siquiera la codicia. Sólo conscientes de pegar la boca a la materia que nos alimenta. Sólo atentos a no despegarnos, porque lo otro... lo otro es esperar a que el perro se rasque y nos aplaste o nos lance en el vacío con una sacudida de su lomo... o, simplemente, constatar que nos multiplicamos y luego perecemos.
¿Cómo muere una pulga?

***


PRIMERA PARTE

EXTROVERSIÓN



***

En días sencillos

Hoy salí temprano de casa a hacer diligencias. Siempre tengo cosas por hacer. Atravieso la ciudad y cumplo con mis compromisos, los que me mantienen en movimiento. Tengo sesenta y tantos años y manejo mi propio vehículo; no necesito chofer ni mensajero; me siento bien. Santo Domingo, extensa e intransitable, es un paraíso para los conductores que justifican la pérdida de su tiempo. Esta vez entré a la farmacia y pagué la basura y el agua. Después, me detuve en una terminal de autobuses para enviar un paquete de libros a Jarabacoa (son los títulos que prometí al grupo médico que atiende la clínica rural allá). Luego visité el local del patronato de beneficencia del que soy vicepresidente, y traté con la directora la rifa para recaudar fondos. Concluí la gira en mi consultorio, dispuesto a cumplir con mi horario de médico en retiro que atiende por la mañana sólo a los viejos pacientes (son más de los que yo pensaba). Me queda pendiente volver por la tarde a supervisar su administración (en realidad, la clínica la dirige mi hijo Juan, que hace muy buen trabajo).
Al llegar a casa a mediodía, Mencía, mi ama de llaves, me informa que me llamó la señora Grey Cartagena. Trato de ubicarla en mi memoria. La familiaridad del nombre no me ayuda a recordar quién es. Marco el número de teléfono que dejó.
—Galería Cartagena, a sus órdenes.
—Tengo una llamada de la señora Cartagena.
—Un momento.
—¿Aló?
—Habla el doctor Federico Nadal.
—Sí. ¡Qué bueno que haya llamado!
La mujer me cita para verme esa tarde en su estudio. Sabe quién soy y lo que quiere de mí. Por lo que me dice, le advierto que es mejor hacer la reunión en mi casa y percibo en su voz que ha tomado una decisión.
—No, no es necesario, realmente.



Cada vez que me veo en el espejo estoy más viejo, aunque no me dé cuenta de ello. Es una porfía entre cómo luzco y cómo me siento. Me siento bien. Luzco mal, con orejas grandes y fondillos petisecos. Las mujeres que he tenido no se han quejado por eso. Me amaron por lo que soy, como soy, o quizás por cómo creyeron que soy o pensaron que podían hacerme. Son muchas historias acumuladas, sin trascendencia ahora, porque estoy solo. Mi esposa Isis me abandonó. Como siempre, no fue un asunto de “rompe y raja”. Partió hacia Miami en uno de sus viajes fantasmas para visitar a nuestro hijo Arturo. “Una temporadita para botar el golpe”. Por medio de intermediarios, había hecho contacto con unos cubanos que manejan un negocio de muebles en Miami Beach; se entusiasmó con la tienda, trató con los dueños una participación en el negocio y se quedó allá. Arturo me escribió diciendo que su mamá estaba feliz, que nunca la había visto así. Parece que no le preocupaba mucho el estado de su papá, porque ni siquiera preguntó. Decidí ir a buscar a mi mujer. La llamé por teléfono, y me advirtió que no me acercara a ella. No me acerqué. Conozco a Isis; había que dejar que se desgastara en el vórtice de sus entusiasmos. Nos divorciamos finalmente. Hace mucho de eso; pero mantengo abierta la herida. Después... temporadas casuales con mujeres que comparten conmigo su desatino; también, el cumplimiento de un deber familiar, instalando en mi casa a mi anciana tía Aurita (murió ya, la pobre, atendida por la fiel Mencía, quien ahora, como antes, sólo me cuida a mí).



Bía ha venido a visitarme. De mis nietos es la única que lo hace. Llama por teléfono: “Voy para allá”, llega y me cuenta sus cosas. Es la menor de todos; la que, pequeñita como era, se apesadumbró por la trastada que me hizo su abuela y se acercó para decírmelo.
Está de humor pesado. Ya comenzó el cuatrimestre de septiembre en la universidad y, según sus propias palabras, no se siente preparada para enfrentar a sus profesores y condiscípulos, mucho menos a las cátedras de literatura que la convertirán en una intelectual de fuste, sin improvisaciones. A veces, esta muchachita inquieta menoscaba sus cualidades, aunque parece que ese no es el caso de hoy.
—Fue un día terrible. Me vi como el patico feo del cuento.
Nadie notó en clase su estado de ánimo. Al final imaginó que todos estaban un poco como ella, espantados con el inicio de cátedras y amenazados por un profesor nuevo en Semántica Generativa, de quien cuentan horrores. Esa conclusión no la tranquilizó.
La veo sentada en su silla mientras contempla el plato de comida que se ha servido, uno de sus manjares favoritos (carne molida con pasas). Lo preparó Mencía, para consentirla.
“Me gusta lo sencillo”, es el argumento de mi nieta para todo: para comer, vestir, escoger una carrera, enamorarse. Mencía la ha complacido desde que era pequeña y está preocupada por ella. La causa de su desánimo no puede ser la que dice, la universidad, los estudios. Siempre ha sido una alumna brillante.
Imagino lo peor. Mi nieta está embarazada o ha peleado con el “marinovio”, “un pedazo de pan”. El muchacho debe haberse extralimitado con una puja incomparable de soltura y riesgo. Bía, pequeña. No importa lo que ocurra contigo, te respaldaré. Saldremos y hablaremos tranquilamente.
—¿Qué vas a hacer esta tarde? —no me responde—. ¿Por qué no me acompañas a una diligencia que tengo en una galería de arte?
—¿Cuál galería de arte?
Su interés repentino me sorprende.
—La Galería Cartagena.
—¡Ah!
No es la galería que le interesa.
—Me llamó la dueña. Creo que me hará un ofrecimiento por los Giudicelli.
Pienso que Bía reaccionará ante esta situación. Ella ama mi colección de cuadros de Paul Giudicelli, sobre todo los dibujos a tinta con sus trazos precisos.
—¿Vas a venderla?
—No lo sé; depende.
—¿Necesitas el dinero?
Es su desaliento, no hay dudas; o quizás mis descendientes comienzan a pensar que no tengo las entradas de antes.
— Por ahora, no.
—¿Para qué vas, entonces?
—Quiero saber cuánto me ofrecen.
Bía calla. Luego:
—Iré contigo; no dejaré que te engañen.
Ha picado el anzuelo.



Un boletín médico que hojeé esta mañana me recordó que el ser humano tiene veintitrés pares de cromosomas en cada una de sus células. Deduzco: soy otro hombre común con veintitrés pares de cromosomas. No había asimilado eso hasta ahora. Como muchas otras cosas en la vida, quizás no tenía necesidad de hacerlo. Ante la evidencia expuesta en el boletín, enfrento su significado banal.
Dejo eso. Un pensamiento me involucra, me lleva a otro cada vez más confuso, más fantástico. ¿Es un síntoma de desquiciamiento o, simplemente, de vejez? ¿Me engaño a mí mismo, para no mortificarme, vivir tranquilo, sin emociones desconcertantes?
Bía está a mi lado. Mientras yo echaba la siesta, tuvo un “conversao” con Mencía. Ríe ahora. Me ha dicho un chiste sucio. Es muy hermosa mi nieta. Su pelo rizado y abundante empequeñece su rostro fino, redondo, pero enmarca tremendamente sus ojazos negros, vivos como camaleones perseguidos. No sé si compararla con mamá o con Isis. Tiene algo de las dos, también de Alicia, su mamá (y mi única hija). Nada de Pablo, su padre, ni de su ascendencia. La culpa es de mis cromosomas. Esos ingeniosos veintitrés pares se mantuvieron en acecho para sobreponerse a lo efímero del hombre y repetirse, repetirse.
Prendo el celular. Espero una llamada de uno de los muchachos. Nos juntamos a jugar póquer todos los jueves por la noche, aunque siempre lo confirmamos, por si acaso alguno no puede.
Para llegar a la Galería Cartagena, recorro la avenida 27 de Febrero. Después del túnel, su amplitud crea un espacio que multiplica mi sentido de estar.
—¿Qué hablaban Mencía y tú?
—Cosas.
Bía se aísla. No ha logrado relajarse. Es evidente su incapacidad de comunicarse conmigo, aunque sé que desea hacerlo.
—¿Qué te pasa, mi amor?
—Estoy bien, abuelo. Sólo quería estar contigo. Tú me tranquilizas.
Me pasa la mano anillada por la nuca con afecto, y el contacto me hace pensar en mis hijos. En Alicia y su sabiduría que la llevó a casarse con un hombre rico. En Arturo y sus ausencias que comenzaron antes de que nos dejara. En Juan, el mayor, que siguió mis pasos a pesar de que le advertí que la medicina ya no era una profesión noble. Mis hijos, que no entendí ni entiendo. Son desconocidos por los cuales siento derechos adquiridos, como el finquero por sus vacas o el dueño de cuadras por sus caballos. Debieron obedecerme, ser consecuentes con los sacrificios por los que pasamos Isis y yo para darles educación y mantener la condición social que los encausaría por el mundo. El hecho de que cumplieran con su cometido no me satisface para nada. Es de las contradicciones que trato de explicarme.
—¿Tienes problemas con Fermín? —digo.
Siento la mano en mi nuca que aprieta; luego zafa y acaricia.
—Sigue guiando y te diré.
Pasamos por delante de una heladería que siempre me llama la atención. Me distraigo. Soy goloso.
Detengo el vehículo.
—Tomemos un helado. La señora Cartagena que espere.
Bía se deja arrastrar.
Miro el escaparate con los contenedores de helado. Bía no desea acompañarme en mi pequeña y apetitosa aventura y se ha sentado a una mesita estrecha, pegada a la pared. La siento lejana, arropada en su intimidad. Yo tomo la barquilla de la mesera y doy un lengüetazo por los lados a la bola suculenta.
Me siento al lado de mi nieta, que me hace espacio.
—Dime qué te pasa.
Mientras Bía me revela su secreto, noto en otra mesa a una señora canosa, cuidada, que me mira y sonríe. Es de una elegancia sencilla de mujer acostumbrada a lucir bien, ya sea de gala o en bata de casa. Habla animadamente con un joven frente a ella.
Pequeña Bía. Ha caído en un absurdo. Conoció a un hombre que la desconcertó en el mismo momento en que clavó sus ojos en ella.
—Un filósofo, abuelo, un maldito filósofo. Soy una mujer práctica. Por ahora, busco hombres dóciles como Fermín. No quiero complicaciones.
El encantamiento ocurrió en el sitio menos plausible: al cruzar una calle.
—¿Cómo se llama?
—No sé; no hablamos.
—¿Y cómo sabes que es un filósofo?
—Lo sé.
La señora canosa me mira, y me fascinan sus ademanes insistentes. Hay empatía entre los dos, algo inmanente, psíquico. Me ocurre lo mismo que a Bía, sólo que ella perseveró y persiguió a su encantador hasta la Escuela de Bellas Artes, frente al parque Colón.
—¿Qué es él, realmente, pintor, escultor?
—No, nada de eso; oye. Lo seguí a una de las aulas; entré también. Era un salón de dibujo con atriles y taburetes. Había un profesor y varios estudiantes; me senté frente a un atril y esperé.
El encantador hablaba con el profesor; oía instrucciones. Luego se quitó la ropa y quedó en slip.
—Me fui. No pude soportarlo. Era demasiado tropezarme con un desconocido en la calle, quedar fascinada con él y, momentos después, verlo medio desnudo sin poder hacer nada —pequeña Bía, te desesperaste antes de tiempo—. No lo he vuelto a ver. Podría averiguar quién es; pero no quiero.
—¿Y eso es todo?
Bía ríe. Me muestra su hilera perfecta de dientes blancos. Empuja hacia atrás los rizos que se le montan en el rostro.
—¿Crees que debí esperar a que terminara la sesión de dibujo, seguirlo, cortarle el paso y decirle que me gustaba?
—Bueno, no. No necesariamente; pero pudiste hablarle. Ver a un hombre en slip no es gran cosa ni lo único en la vida. A lo mejor cotorrea o tiene un tic nervioso que le pliega media quijada, ¿tú entiendes? Hasta que no se hace contacto, no se sabe si la persona es como la imaginamos.
—No tengo que imaginarlo. Tiene una voz sonora y no tiene tics. Sólo un cuerpo formidable y un rostro maravilloso. Es mulato, abuelo. De un color uniforme.
—Okey, entendí. ¿Por qué el agobio y la pesadumbre?
—¿Nunca te pasó algo igual?
Miro a la señora canosa. Amor a distancia, ansiedad por lo imposible. Sí. ¡Me pasó miles de veces, cada vez que me gustaba una mujer! Hasta que la conseguía.
—Una vez. Con una europea. Fue muy triste.
—No me lo cuentes.
Bía ha recuperado el color en las mejillas. Le ha hecho bien hablar con Mencía y conmigo de sus problemas. Me da en el hombro un empujoncito suave, de compinche.
—¿Lo busco?
Es el momento de ser juicioso, correcto, moral.
—¿Qué ganarías con eso?
Bía no ríe ahora.
—Complicarme la vida.
La señora canosa se levanta y viene hacia mí. Se detiene; me dirige la palabra.
—Lo he estado observando. Usted es un hombre que se preocupa por demasiadas cosas y hace demasiadas actividades a la vez.
¿Una iluminada? ¿Una vidente? ¿Por qué viene a decirme eso esta mujer atractiva e insidiosa, con ínfulas de meterse en lo que no le importa? La toreo.
—¿Lo sigo haciendo o no debiera?
—Lo seguirá haciendo, no puede evitarlo; pero yo puedo ayudarle a encausar su vida hacia cumbres nunca antes exploradas por usted.
La señora hace ademán de continuar su camino: ha dejado su mensaje. El joven que la acompaña va tras de ella; mira a Bía.
—Son los cromosomas –es un grito de desesperación–. ¿Usted sabía que cada uno de nosotros tiene veintitrés pares?
—Los pares son impares cuando son veintitrés, ¿no? (lenguaje para místicos iniciados o para pervertidos satánicos) –la señora se devuelve; me pongo de pie–. Yo lo conozco a usted, aunque usted no me conoce a mí. Usted es el doctor Nadal, de la Clínica Nadal. Yo soy de La Romana; mi hijo trabaja allá, en el Ingenio.
El joven sigue contemplando a Bía.
—Mucho gusto.
María de la Caridad, como se llama, me explica detalles de su vida en La Romana con su hijo (señala al joven, que no deja de mirar a Bía). La señora me entrega una tarjeta para que pueda localizarla cuando lo desee, en Santo Domingo o en La Romana. Acepta que ha sido un encuentro placentero.
—Voy a estar aquí por un tiempo. Llámeme –dice, y se va, llevándose al hijo.
Me acomodo en la silla. Bía me da un codazo.
—¡Anjá! –está totalmente recuperada. No sé si ha decidido buscar a su encantador o si se dará un compás de espera, en lo que su eros se afianza para enfrentar el deseo. Por otro lado, tiene a Fermín para desquitarse. Yo no tengo a Isis.
—¡Anjá! –señalo hacia el hijo de la señora y sorprendo a Bía.
—No, no –Bía es una pícara cuando hablamos en clave; pero esta vez descarta el juego. Ha tomado una decisión. Sonríe emancipada–. Lo buscaré, abuelo. Es la única manera de satisfacer lo que siento.
Es una conclusión lógica, si los sentidos son los causantes de nuestros desempeños. Responde a la actitud de una juventud que se ha quedado sin restricciones. Desafió las condicionantes de la ética decimonónica, vapuleada por las generaciones de las dos guerras mundiales. Venció los tabúes de nuestra vieja sociedad agraria, precapitalista; los estremeció con la claudicación de los ideales, tras la guerra de abril en los años sesenta del siglo pasado, y los aniquiló con la corrupción entronizada desde entonces. Me pregunto qué pensarían los que dieron sus vidas por una patria limpia de lacras, como un soldado olvidado de la época de las montoneras, primo de papá, que balearon a mansalva en un motín porque no pudieron doblegar su integridad. La tolerancia y la impunidad han permeado todos los estamentos de la sociedad postmoderna. Ya no hay moral, ni siquiera doble moral. Como consecuencia, todos somos inmorales. Desde el político que traiciona a quien sea para mantenerse en el poder, hasta mi pequeña Bía que no atina a definir una situación extraña, un temor que la inhabilita a optar por una racionalidad deseable, puesto que no hay lógica en lo que le sucede ni hay parámetros con los cuales enfrentar sus excesos. Pienso en la tarjeta que me entregó María de la Caridad. La afinidad entre los dos es igual de inusitada, hasta que me consuma.



No aspiro a ser extremadamente capacitado ni inopinadamente obtuso. Sólo alguien normal con veintitrés pares de cromosomas en cada célula. Acepto las verdades universales en todos los niveles, morales y físicos, sus percepciones y sus relaciones; pero a veces me descorazono. Por ejemplo, me informé en el periódico de esta mañana que el universo percibido por nosotros, los seres humanos, existe por la fuerza de la gravedad. Es la comprobación de científicos insospechables, reveladores de los secretos cosmológicos. Todo maravilloso. Sólo que ninguno de ellos puede explicar la fuerza de gravedad, ni con las conjeturas de la ciencia newtoniana ni con las explicaciones cuánticas actuales, y quedamos en lo mismo. El universo es un misterio indescifrable para el hombre. Cuando se revela un enigma, aparece otro que nos mantiene igual de perplejos. Tan pronto esto ocurre, los científicos construyen otra hipótesis para encontrar la solución, y los sabios la aprovechan para crear una nueva filosofía o un rito distinto. Debió pasarles a los hombres de las cavernas. Detectaron las estaciones temporales, los ciclos de la luna y la conformación fija de las estrellas; se tropezaron con lo inexplicable más allá de estas revelaciones y crearon la astrología. Inventaron los meses, los años, las constelaciones y el poder de los iniciados. Desde entonces, nuestro destino depende del movimiento de los astros en el firmamento, y nos fascina lo desconocido, las predicciones, los ceremoniales. Nos compenetramos con el sacrificio humano, oculto en la espiritualidad esquizoide de la misa; con la instalación de los espíritus en cuerpos vivos, perpetuada en la enajenante ceremonia vudú, o con la vida intelectualizada por una muerte contemplativa, en la pasividad del yoga o la impresionabilidad del santo. Estoy consciente de esa dualidad que interactúa entre los preceptos de la física y los de la moral, en sus relaciones improbables que concluyen en religiones trascendentes. Por eso me desesperan y atormentan los ojos descarados de María de la Caridad. Me penetran: sondean mis posibilidades, manejan mis incapacidades. ¿Cómo, de tan sólo mirarme por unos instantes, pudo darse cuenta del significado de mi hiperactividad? ¿Por qué hizo contacto conmigo? Pudo haber pasado delante de mí, sonreírme otra vez y continuar con su hijo a rastras. Yo habría pensado en una conquista más, en la celebración de una posible relación con otra mujer atractiva con quien pasar una temporada de intimidades. Prefirió hablarme, revelar mis misterios y dejarme en suspenso, incapaz, enfrentado a mil preguntas sin respuestas: ¿Por qué soy así? ¿Por qué tengo que serlo? ¿Qué fuerza me impide cambiar? ¿Debo inventar una hipótesis ante este enigma, como hacen los científicos ante el misterio?



En la Galería Cartagena hay una enredadera de paragüitas chinos en flor. Pétalos pequeñitos, color salmón, se abren entregando el néctar a quien lo procure. Colibríes, abejas, moscones. Mis manos dañinas. Bía y yo subimos corriendo la escalinata barroca de doble brazo; ella toma un lado y yo el otro. Reímos. Acariciamos la enredadera que envuelve la balaustrada. Se nos llenan los dedos de polvo amarillo, vida diminuta que pierde el respiro al tocarla. Encontramos la puerta. La hoja está pintada de rojo y el marco de verde, antesala a un deslumbramiento de colores. Presiono el timbre. Un resorte eléctrico suelta el cierre. Empujo. Me inunda la luz incandescente.
Nos recibe una secretaria tras un mostrador; maneja papeles. Hay revistas de arte a un lado, cuadros a sus espaldas, una computadora delante de ella. El aire acondicionado refresca mi piel sudada; me insufla un bienestar que aumenta el buen humor que traigo. Presiento que mi celular va a sonar e interrumpir este momento.
—Soy el doctor Federico Nadal. La señora Cartagena me espera.
La secretaria me mira; luego atiende a Bía, que ha abierto el programa de una exposición con reproducciones de pinturas. Le ha impresionado una con unos rayones azul celeste acompañados de otros amarillo fuego. Pregunta si el folleto está en venta.
—Puede tomarlo.
Debemos esperar. En ese momento la señora Cartagena responde a una llamada internacional en su oficina: me atenderá tan pronto termine. La secretaria nos invita a que recorramos los salones de la galería, donde hay una exposición colectiva de pintores jóvenes. Una música ambiental desmenuza adaptaciones orquestales de un barroco accesible. En el salón inmediato, un hombre calvo y su interlocutor, delgado y oscuro, discuten frente a un canvas abierto sobre una mesa cargada con rollos, marcos vacíos y papeles. Bía los asedia, les da vueltas, mira el canvas por sobre sus hombros, los interrumpe con una pregunta. El hombre delgado frunce el ceño; el calvo sonríe.
Me concentro frente a un cuadro donde se mezcla el impresionismo con la abstracción: el eclecticismo es la continuidad de las tendencias. Bía se acerca. La sigue el hombre oscuro y delgado.
—Abuelo, te presento a Fernando Azogue. Él es el autor de esa maravilla –me señala el cuadro de los rayones azules y amarillos que cuelga en una esquina–. Te dejo. Fernando va ahora a Bellas Artes, y le dije que lo acompañaría.
Bía me abandona; olvidó que vino conmigo a impedir que me engañaran en el negocio de los Giudicelli. Ha improvisado un plan para cautivar a su encantador. Fernando, su víctima, no sabe lo que le espera o no le importa. Han entablado un pacto de intereses, él para ver qué obtiene de ella, ella para lograr su objetivo a través de él.
Bía me besa en la mejilla; me abraza. La siento trepidante.
—Adiós.
Le devuelvo el abrazo con cariño. Se va.
Mi celular suena en el mismo momento en que la señora Cartagena sale por la puerta de su oficina. Llevo el aparato al oído. Sonrío a la mujer que viene hacia mí. La reconozco; es la profesora que dirigía las clases de computación hace varios lustros, cuando pretendí dominar el engendro final del siglo XX.
Alguien ha comenzado a decir algo por el auricular. No es la llamada que espero.
—Un momento.
Doy la mano a la señora Cartagena; le explico por señas que debo hablar por el aparato. Ella entiende, espera. El señor calvo se le acerca.
La llamada es de un productor de televisión que me invita a aparecer en un programa de panel muy cotizado, donde los médicos dan sus opiniones sobre distintas situaciones que incluyen desde las huelgas de la Asociación Médica hasta las bondades de la última medicina milagrosa . Pregunto cuál será el tema a tratar. Me indica que el que yo escoja. Acepto. Soy el médico anciano cuyas opiniones todos respetan... por ahora.
Mientras hablo por teléfono, evalúo a la señora Cartagena.
Es una mujer interesante. Una dama. Trajeada con un modelo de marca. Pulseras de oro que le llegan a mitad del antebrazo. Delgada. Su nariz fina sobresale del trabajado acondicionamiento de su rostro. Sus bellos ojos verdes quedan divididos por esta protuberancia, causando un efecto singular al mirar. Siento su fijeza. Aguardan, acechan a que yo concluya mi conversación por el aparato.
Termino de hablar y cierro el celular. Sonrío de nuevo; es el momento de hacer contacto.
—Excúseme –digo.
—Podemos ir a mi oficina.
Nos sentamos en un rincón de la oficina donde hay unos muebles de piel roja y una mesita con tapa de vidrio y marco verde lacado (es el tema cromático de la galería).
—¿Me reconoce, verdad? –la señora Cartagena suelta sus encantos.
Hay un intervalo en que hablamos de inanidades. Nos tanteamos. Yo he sido siempre el doctor Federico Nadal, médico de prestancia en su clínica privada. La señora Cartagena ha navegado como en Internet, en la incertidumbre de ofertas y de proyectos. Profesora de programación en computación. Vendedora de hard y software, cotizadora de destrezas y veleidades, hasta caer en esta galería de arte donde se evidencia un gran refinamiento en el gusto y excelente orientación cultural.
Entramos en materia.
—Quise que viniera a mi galería para que se diera cuenta de cómo manejo el arte y comprendiera la propuesta que le voy a hacer.
Se detiene, espera mi intervención; pero no tengo nada qué decir por el momento.
—Le hablé por teléfono de su colección de Giudicelli. La vi por televisión la vez que pasaron la serie de documentales sobre colecciones privadas en el país, y conozco el cuadro principal que usted tuvo en exhibición por mucho tiempo en el Museo de Arte Moderno.
Espero el desenlace. Presiento que la señora Cartagena me sorprenderá.
—¿Qué le parece si llevamos “El grito del gagá” a París?
Mi mente se queda en blanco.
Reacciono. Advierto a mi interlocutora sobre la inseguridad que hay en el traslado de piezas de arte por nuestra aduana.
—¿Quién auspiciaría el viaje y la estadía allá? ¿Qué garantías dan?
La señora Cartagena ofrece los detalles. Trata de convencerme de la bondad del proyecto. Su voz cadenciosa insinúa facilidades, éxitos. Su mirada desviada se convierte en una provocación de águila a punto de atacar.
Yo debería sentirme complacido. Compruebo una vez más que la pieza que poseo es fundamental en la obra del pintor; mas me resisto. Me siento decepcionado. Creí que venía a oír una oferta por una cantidad de dinero que, cuando se la dijera a Bía y a los muchachos del póquer, los llenaría de asombro.
No me comprometo; dejo pendiente la decisión.
La señora Cartagena insiste.
—Hagamos una cosa. Llame a la persona que se hará cargo del embalaje y transporte de su obra y haga una cita con ella. Así verá el procedimiento que se sigue para enviar una pieza de esa calidad y comprobará que toda la operación es muy segura. La persona que le menciono se llama Luisa Escobar y es encantadora –me endosa una tarjeta–. Estoy segura de que, al hablar con ella, usted quedará satisfecho y aceptará mi propuesta.
Hago el gesto de rechazar la tarjeta; pero, ante la insistencia de la señora, la tomo. Leo el encabezamiento: Escobar Traveler’s El servicio completo. Sigue: Luisa Escobar, presidenta y las señales para localizarla.
—Le daré también el celular de la señora Escobar. Así la conseguirá más fácilmente
Tomo nota; no quiero ser desatento. Estoy atrapado entre las garras de mujeres ejecutivas que no ceden ante nada para lograr lo que quieren.
La señora Cartagena me acompaña a la salida. El señor calvo me mira sonriente. Lo saludo. Ante una situación de agresión femenina, insisto en crear la imagen de un hombre educado y cortés.
La profesional del arte abre la puerta de hoja roja y marco verde.
—Piénselo. No deje de llamar a Luisa Escobar. Ella le dará todas las garantías.
Es la despedida de una mujer decidida que amenaza con insistir.
Sonrío, persuadido de que estoy demasiado apegado a mis cuadros para aceptar su propuesta, convencido de que me mantendré en el regateo hasta ver adónde Grey Cartagena lo llevará.
Paso el umbral. Afuera, la enredadera de paragüitas chinos me da su bienvenida vegetal. Trazo con la mirada el arco de la escalera barroca que desciende con su propósito trivial. Me hace falta Bía para salir corriendo a ver quién llega primero a tierra.



Es el momento de ir a la clínica a discutir con mi hijo Juan el movimiento económico del día. Lo llamo por el celular y le digo que pospongamos la reunión. No es la primera vez que lo hago. Juan acepta sin discusión; pregunta cómo me siento. Le digo que bien, que estuve con Bía. Mi hijo ríe; sabe lo mucho que me satisfacen las visitas de mi nieta (sus propios hijos andan desperdigados, estudiando en los Estados Unidos y Europa).
Manejo instintivamente. La seguridad del vehículo me devuelve el arrojo. Fantaseo, no pienso. Lo que viene a mi mente son imágenes, no ideas. Lo que siento es nostalgia. La vida se me va cada vez más precipitadamente. Quiero emplazarla, asegurarle que aún hay tantas cosas por hacer. La engaño. Le recuerdo el árbol de laurel en la plaza de Jarabacoa, frente a la casa que papá alquiló para que mamá pasara una temporada de reposo por órdenes médicas. Allí, muy pequeño aún, convertí un pegote de barro rojo en una escultura y me sentí creador; jugué al médico con mis hermanos y definí mi vocación. Al atardecer, bajo el árbol, una muchacha del lugar me abrazaba, me cargaba, y yo percibía un florecimiento en el cuerpo que no se repitió más, ni siquiera en los mejores momentos de acoplamiento con cualquiera de mis mujeres. Eran experiencias que yo asimilaba y ocultaba de los demás, substratos de una intimidad que no quise compartir con nadie. Con el tiempo, la madurez hizo estragos en mi emotividad, y dejé de tenerlas. Es hora de volver a la sensibilidad de entonces. Contemplo al pequeño Federico, afanoso, tierno, dispuesto a vivir y entender. Los días eran largos para hacer y las noches cortas para descansar. Después de tantos años, las noches son largas y los días cortos, para repetir lo mismo.
Desafío a mi monólogo. Aún puedo amar. Ahí están los encuentros de hoy con María de la Caridad y Grey Cartagena. Quedaron cosas pendientes. Un empujoncito, y sabe Dios lo que podría ocurrir. Mi creatividad y mi sensibilidad están todavía a la expectativa. Cumplí con mi profesión; ahora quiero cumplir conmigo mismo. Mi vida no se escurrirá sin antes experimentar con esos descubrimientos emocionales bajo el árbol de laurel que pospuse hace tantos años y ahora reencuentro.
Me decido. Saco la tarjeta con la anotación del celular de la Escobar. Llamo por mi celular.
—¿Aló?
—¿Sí?
Es una voz suave, reposada. Me complace.
—¿Es la señora Luisa Escobar?
—Sí, así es. ¿Con quién hablo?
Me identifico. Explico con detalle la invitación de Grey Cartagena para llevar mi cuadro de Giudicelli a la exposición de París y su recomendación de hacer contacto con ella.
—Me gustaría verla para tratarle el asunto. La señora Cartagena confía en que una conversación con usted eliminaría mi reticencia a aceptar la propuesta.
Ella sabe quién soy; la Cartagena se comunicó con ella para advertirle que yo la llamaría.
—Me encantaría verle. Usualmente estoy en mi oficina después de las nueve de la mañana.
—Quizás pase mañana. La llamaré antes.
Hay voces que, tan pronto oímos, nos inspiran distensión: la de Luisa Escobar es una de estas. La he oído y he quedado tocado. Iré a verla al día siguiente y veré qué tal es en persona; presiento que llenará todas mis expectativas.
Durante el trayecto de vuelta a casa suena el celular. Es Tavito para decirme que no habrá póquer porque a Ezequiel se le ha presentado un parto de urgencia, pero que Jaime está dispuesto a tomar unos tragos en algún sitio si yo estoy de acuerdo. La alternativa es sentarme a ver televisión en mi sillón, que no me acomoda tanto cuando hay otra cosa por hacer. Acepto.



En la terraza que da al jardín de mi casa me espera Mendoza. Fue chofer de papá cuando éste bregaba como Comisionado de la Frontera. Hace unos meses se presentó una tardecita, igual que ahora, con dos fundas llenas de melones, lechosas, guineos y aguacates. Noté las canas en sus cejas y un círculo luminoso alrededor del iris, síntomas inapelables de vejez. No obstante, lucía bien. Me contó su vida; me aseguró de su lealtad a papá y me pidió que lo ayudara. Le asediaban mil achaques; necesitaba medicina. Lo dirigí a la clínica para que le hicieran los análisis y lo diagnosticaran. Confirmaron lo que me dijo: sufría de la próstata. Ordené que le dieran medicinas cada vez que las necesitara. Es un padecimiento que requiere tratamientos continuos que él tendrá que soportar de alguna manera. Ahora, agradecido, me visita cada tanto tiempo. Sabe que no lo voy a rechazar. Ha descubierto mi debilidad por los recuerdos y quiere compartirlos. Viene también a buscar dinero. Tiene familia aquí y en Nueva York y maneja un carro destartalado. Es explosivo, dinámico, insistente. En realidad, lo recuerdo poco. Cuando trabajaba con papá, yo tenía cerca de catorce años y él alrededor de veinte. Yo despertaba a mi sexualidad y él despilfarraba la suya.
Llego hasta donde está.
Mendoza se pone de pie. Sonríe ampliamente; mueve sus brazos en un gesto que detiene el aire.
—¡Usted sí se parece a su papá!
Nos parecemos todos sus hijos, Juan, Modesto y yo. La marca de familia en los hombres son las orejas grandes y los ojos pequeños; en las mujeres, la belleza. Mejor así.
—¿Y cómo están sus hermanos?
—Bien.
Busco el sillón de hierro y me siento; él se queda de pie. Ha puesto las fundas sobre una mesa y las abre; saca las frutas.
—Aquí le traigo para que las coma. El melón es bueno para la vejiga, ¿usted sabía, verdad?
Digo que sí, aunque no tengo la más mínima idea al respecto. Hoy día, con la popularidad de las dietas vegetarianas y la medicina natural, le sacan virtudes insospechadas a frutas, víveres y vegetales.
Mendoza me cae bien, y él lo sabe. Se sienta frente a mí; sonríe. Tiene unas contusiones en la frente que me llaman la atención. Pregunto qué las causó.
—¡Ay, doctor! La última vez que vine donde usted, cuando llegaba a casa, me chocó una guagua por atrás y por poquito me mata. ¿Usted se acuerda de mi carro? Quedó “listo y servido”. A mí me llevaron al hospital Darío Contreras.
—¿Y por qué no me avisaste?
—¡Ay, doctor!, ¿y cómo le avisaba, “destutanado” como estaba? Ahora fue que pude venir. Eso sí, estoy entero, como si no me hubiera pasado nada. Cuando usted me necesite, llámeme; usted tiene mi teléfono –es un ofrecimiento que ha hecho ya varias veces: quiere ser mi chofer aunque sea sólo en ocasiones—. Su papá no tenía reparos conmigo. Para donde quiera que iba me llevaba.
Me viene en mente el muchachito de seis o siete años que se escondía en el fotingo de papá para acompañarlo a los viajes que daba. Papá me descubría, reía y prometía que la próxima vez me llevaría. Una vez lo hizo. Fuimos a la construcción de un puente que él hacía en un río de Baní y descubrí algo que antes se me escapaba: allí mi papá era obedecido y respetado por todo el mundo: otros ingenieros, capataces y obreros. Y caí en cuenta que lo mismo ocurría en mi casa, donde él solo se doblegaba a una persona: a mi mamá.
Mendoza continúa hablando de la época en que trabajaba con papá en la Frontera, donde era difícil llegar a cualquier sitio, y ellos pasaban miles penurias. Sonríe; mira a su alrededor, el jardín, la casa.
—¡Esto sí es bonito y grande! ¡Pero usted es multimillonario! ¡Por esta propiedad deben pagarle al menos veinte millones de papeletas! ¿No es así, doctor?
—Si consigues quién me la pague por ese precio, avísame. La vendo enseguida.
—¡Uuú! Por aquí mismo vendieron una casa, la mitad de esta, por doce millones. Anímese, doctor.
Mis hijos han insistido en que me mude a un apartamento; pero me resisto. Mi casa no la dejo. Mi habitación, mi rincón de leer y ver televisión, mi patio y mi jardín.
—Búsquese un apartamento. Ahí estará mejor cuidado. Ahora hay muchos atracos, ¿usted sabe?
—En los apartamentos también.
Mendoza no insiste; se adentra por otro vericueto.
—¡Su mamá, doña Lucía, qué buena señora era! Siempre me decía: “Mendoza, cásate y ten tus hijos, para que te cuiden cuando seas viejo!”, y así hice. Me casé jovencito; tuve los hijos con mi mujer; pero, ¡caramba!, ni los veo. Vivo donde una ahijada…
—Bueno. Piensa que te diste gusto viajando por donde te dio la gana; que hiciste lo que tenías que hacer criando bien a tus hijos. ¿Cuántos hijos tienes, de verdad?
—Tres con la mujer y dos por la calle. Mire –saca la cartera y, de esta, una fotografía pequeña, de pasaporte. Es la de un hombre bien parecido, ojos galanos, sonrientes, bozos a todo lo largo de los labios, pelo ondulado, mulato de barrio, resplandeciente y prometedor; el encantador de Bía debe parecérsele–. Así era yo. Conseguí todas las mujeres que quise. Tuve los hijos; pero usted es quien me cuida ahora.
Lo contemplo de la cabeza a los pies. Sigue siendo un hombre impresionante. El accidente no lo ha afectado, realmente; sus achaques los echa por la boca, pero su cuerpo no los demuestra, excepto por esas cejas blancas y esos aros luminosos alrededor del iris. Saco la cartera y le doy dinero por la cantidad que espera.
–Toma; ahora tengo que irme.
Mendoza se levanta de su asiento y acepta las papeletas; luego, sorpresivamente, inclina la cabeza, agarra mi mano y la toca con los labios para besarla.
—¡Déjate de eso!
Retiro la mano rápidamente, y lo confundo. He sido brusco: Mendoza no me agradece el dinero y las atenciones médicas que le doy, sino el afecto y la confianza que le demuestro.
Se va, erguido.



Me encuentro con los muchachos. Tavito y yo somos médicos de la misma promoción; Jaime es más joven. Una vez trabajamos todos juntos en el hospital del Seguro Social. Estamos canosos, aunque con distintos grados de intensidad. Jaime es de los afortunados cuyas cabezas grises tienen un esplendor de filigrana plateada, con cabellos parados y cortos como hilos metálicos. Tavito, en cambio, hereda a su bisabuela africana, con pelos retorcidos que amansa con ungüentos y tiñe con loción Your hair. En cuanto a mí, trato de evitar los espejos (me distraigo últimamente matando los mosquitos que se posan en la superficie del que está en el baño). Mantenemos la amistad a pesar de las peripecias personales por las que hemos pasado.
En nuestra búsqueda por romper la rutina hemos ido a parar a una taberna donde venden vino de todas partes del mundo, al gusto de los catadores (entre los cuales, no estoy yo). Tras una hora juntos, tenemos vaciadas dos botellas y comenzamos una tercera de un tinto que escogió Jaime, conocedor de vinos. Estamos los tres un poco “tragueados”, con las gargantas martilladas por el líquido áspero y grato a la vez. Hemos hablado de todo y de nada. Tavito inicia un tópico. Acaba de venir de un viaje por Madrid. Fue sin su esposa a un seminario sobre gastroenterología, su especialidad; le dio tiempo a visitar teatros, museos, palacios, parques, “cuevas”, “tablaos”, night clubs. Paseó por las calles, entre la Puerta de Alcalá y la fuente de Cibeles, por donde están las mujeres, dice, y ¡hay que verlas! Se detienen, gesticulan, caminan, se sientan en las mesitas de los cafés, doblan las piernas torneadas, enseñan el arranque de los senos. Hablan español, una ventaja. No pasa como con las demás europeas que no se entienden.
—¡Qué cuerpos, mi madre! ¡Qué tetas! ¡Diablo, qué festín!
—Nada de tirarte una, ¿eh, Tavito? ¡Sólo cerebro! ¿Cuántas pajas diarias te hacías? –Jaime ríe, mete la mano en la fuentecita con maníes y saca un puñado, lo lleva a la boca.
—¿Paja donde hay filete? –Tavito traga de su vino; hace un gesto decidido y comienza a contar una historia sobre una mujer que vio frente al escaparate de una tienda. Le gustó, se le acercó, entabló conversación con ella, fueron a un café y terminaron acostándose.
—Probablemente una puta –Jaime insiste con su malicia.
—Seguramente dominicana. ¡Coño, Tavito, ir tan lejos para tirarte a una hembra criolla!
Tavito ríe.
—¿Ustedes quieren relajar, eh? ¿Ustedes creen que ya no puedo levantarme a una mujer en la calle, eh? ¡Okey, vamos a apostar!
Mira alrededor. Las mesas son pequeñas; la mayoría están rodeadas de hombres. Hay una con dos jóvenes bien vestidas que hablan entre ellas y beben con sosiego de sus copas.
—¿Ustedes ven esas mujeres allí? ¡Apuesto a que esta noche me tiro una! –Tavito hace el gesto de levantarse del asiento–. ¿Quién me acompaña para tirarse a la otra?
—¡Un momento, Tavito!, ¿qué pasa? ¿Y el que se queda, qué hace?
—Vamos los tres, y ellas que decidan. Deben tener otra amiga por ahí.
—Esas mujeres no son putas.
—Pero son sobrevivientes del happy hour.
Jaime hace una mueca, monta el labio superior sobre el otro mientras aprieta los dientes. Calcula si esta noche puede escurrírsele a la esposa con la excusa de la reunión con los amigos. Se decide.
—Okey. Vamos de parranda, muchachos.
Son pasadas las ocho de la noche; es ya un poco tarde para armar una salida como la que pretendemos; pero trataremos.
Jaime es el encargado de lograrlo. Termina de hablar por el celular con una “amiga” que nos conseguirá las mujeres para la noche. Nos ha explicado que no se trata de buscar a tres “cueros”, llevarlas a un motel y echárseles arriba. Las mujeres que conseguiremos son “de clase”, para añoñar, hacer que disfruten el momento. No cobran; pero hay que pagar el precio de acompañarlas. En estas relaciones casuales, para nosotros, los hombres, el coito es la culminación del placer; para ellas, aseguradas la discreción y la afluencia del amigo, es sólo un deber de compañeras después de regocijar su sensualidad, estimulada por una conversación grata, comida gourmet, brindis de champán, la colocación de fichas sobre la mesa del casino y balanceos en una pista de baile pequeña. La ventaja con ellas es que no quedan compromisos posteriores, a menos que se quiera.
Tomo más vino; pido más maníes. Me siento liviano, dispuesto a dejarme llevar como mis llaves en el bolsillo, con retintín metálico. Quizás me ha estimulado a ello Bía con su cuento del encantador o María de la Caridad con su transmisión psíquica.
Jaime termina de hablar por su celular.
—Tenemos suerte –dice.



Estamos con las “damas” citadas. En conjunto son relativamente jóvenes (por los cuarenta, si no me equivoco, aunque hoy día es difícil adivinar los años de una mujer de mediana edad) y están muy bien arregladas para el corto tiempo que les dimos de ataviarse. Mi compañera es graciosa y buena hembra. Se llama Miriam. Cuando me ve, lanza una sonrisa picaresca.
—¡Mmm! ¡Hacía tiempo que buscaba a un hombre como tú!
Río. Me encanta su humor de veterana. Me atrevo a augurarme una noche de “feliz encuentro” con mi cita “a ciegas”. Pasamos de un restaurante de lujo a un casino night club. La aventura desemboca en un pent-house de Naco. Nos sentamos en la terraza. Todavía hay tiempo para un intercambio general, aunque ya se acerca el momento de intimar.
Miriam se levanta del asiento; me hala de la mano y me obliga a seguirla. Estamos de pie ante los espectáculos de la noche y la ciudad. Apoyamos los cuerpos a la balaustrada de la terraza. Le paso la mano libre por la mejilla; sé que disfruta de mi compañía. Ella suspira. Nos besamos muy levemente.
—Eres un hombre gentil. A veces siento que seré afortunada y encontraré finalmente a alguien como tú que me comprenda.
Es un nuevo giro a la conversación que hemos tenido, donde sólo intercambiamos chistes, anécdotas y conocimientos personales que no nos comprometen y sí ayudan a crear el clima de familiaridad que nos permitirá acercar nuestras desnudeces, siempre presentes, por lo menos de parte mía. Tengo por delante a una mujer que simula ser frívola y que ahora quiere revelar su ternura, su fragilidad.
Trato de esquivar con un chiste el acercamiento demasiado personal.
—Nadie comprende a las mujeres, ni siquiera ellas mismas.
Miriam acepta el desvío, ríe.
—¡Mira allá! ¡Hay una lucecita brillante que viaja entre las nubes como si indicara un camino al cielo! –dice, y me besa de nuevo.
Son las luces de un avión, me digo, pero no refuto su romanticismo. Si la mantengo en esa disposición, será más tierna en la cama.
Tavito y su compañera se han ido a una de las habitaciones. Jaime espera a que yo sea el próximo; él es el anfitrión. Ya sabemos que la mujer con quien anda es su última amante, propietaria de una tienda en un centro comercial. Estamos en la casa de ésta, servidos como reyes.



Ha ocurrido. Miriam ha sido sumamente comprensiva. Hemos vuelto a la sala donde están los otros después de fracasar en el intento de copular en un dormitorio a media luz, con una música de fondo y un espejo grande donde vimos reflejados nuestros cuerpos. Me sentí estimulado. Nos desvestimos, iba a montarla, cuando me atacó un dolor inmenso en el pecho y un brazo, me doblé sobre mí mismo y me desplomé pesadamente. No perdí el conocimiento. Mantuve la ecuanimidad todo el tiempo (no más de un minuto). Poco a poco me repuse, consciente de lo que pasaba.
Miriam, consternada, me contemplaba salir del malestar. Le había caído arriba y no podía moverse.
“¡Dios mío! Necesitas ayuda. Llamamemos a tus amigos, para que te atiendan”.
Me empujaba con los brazos. Al fin levanté el cuerpo, y ella se zafó. Se puso la ropa e iba a salir. La agarré por un brazo.
“No”.
No quería ayuda. Ya me había hecho el diagnóstico No soy cardiólogo, pero reconocí los síntomas. Sabía el significado de la opresión que me seguía en el pecho, la sofocación y el sentimiento de ansiedad que me turbaba. Me había fallado la conexión entre el corazón y el cerebro. A Dios gracias, no había sufrido un infarto del miocardio o no sabría de mí mismo; pero era una advertencia.
“Es un primer ataque de angina de pecho, muy leve. Sólo necesito estar en reposo por un rato y me recuperaré”.
“¡Pero sería bueno que tus amigos te vean! Son doctores y pueden…”
“No”.
No deseaba compartir con mis amigos mi pobre actuación de macho.
Miriam entendió. Me miró preocupada. La miré con resabios. Estaba resentido. Mi corazón se vengaba de mí.
En la sala, enfrento a Tavito y a Jaime. Me miran, sonríen. No se han dado cuenta de nada; estoy a salvo. Todavía debo pasar un rato más entre paredes que me asfixian y que demolería de un empujón, entre complacencias amistosas que desearía ahogar en un charco, entre coletazos de desesperación.
Me reprocho. Actúo como un vil gusano. Paso a hacer fila, junto con tantos otros, en la degradación del cuerpo que infecta al espíritu. Me empequeñezco. Soy sólo un bicho kafkiano que se arrastra por el piso. Abjuro de mi humanidad. Finjo, fingimos. ¡Ah, cómo ayuda la conciencia rastrera que, día a día, nutrimos con nuestras pequeñas perversiones, la que ocultamos a toda mirada inquisitiva, la que desatamos en el momento en que nos sentimos depredadores o víctimas!
Miriam me salva de nuevo. Me saca a la terraza y me lleva a la balaustrada. La noche clarea. La luna desvanecida está a punto de ocultarse tras uno de los altos edificios que forman un horizonte angular. Ella me sonríe. Una brisa fresca ataca su falda y aumenta mi premonición, que me alerta sobre una desgracia. Me incomoda el ridículo que presiento en las burlas de las amigas, cuando ella les cuente. Me abruma pensar que, de alguna manera, Jaime y Tavito lo sabrán y, lo discutan conmigo o no, habrá esa tensión entre nosotros… pero me equivoco.
—¿Nos veremos otra vez? –pregunta ella.
Me inquieto. ¿Por qué es tan consecuente? ¿Intenta chantajearme para obligarme a ser el hombre que busca?
—Sí –digo fingiendo seguridad (en realidad, no pienso verla más)–. Te llamaré.
Me acerco a ella. La beso. Lo que deseo es terminar con esta farsa. Miro hacia el vacío más allá de la balaustrada. Por primera vez en la vida, pienso en mi muerte. Entonces, tengo una alucinación.

...

Me invade una sensación de fragilidad, como si yo fuera a ser destrozado por una gota de agua o estuviera amenazado por una piedrecita del riachuelo. En cualquier momento voy a desmenuzarme, a diluirme. Todo parece nimio, sin importancia. Me agobia el esfuerzo de mi mano que escribe sobre un papel o el movimiento de mi brazo que señala al paciente las instrucciones en la pared. No es la artritis, no. Es sencillamente desesperanza, desencanto. Soy el médico que trata las enfermedades de sus pacientes, pero no enfrenta las de él; soy el profesional que maneja la muerte todos los días, pero no soporta reconocer la suya. Mi hijo Juan está preocupado. Me han hecho todos los análisis necesarios y el diagnóstico es siempre el mismo: sufrí un ataque de angina estable. Es un síntoma, una advertencia; tengo que disminuir la carga del corazón y sus demandas de oxígeno. Por ahora no hay necesidad de cirugía (para colocar by-passes o marcapasos); pero debo cuidarme, tomar medicamentos, asegurarme de mantener las arterias libres de grasas o, por lo menos, de controlar las que tengo. Tendré que perder peso (ya esto lo sabía); seguir rigurosamente una dieta sin grasas ni colesterol; caminar una hora diaria, todos los días y sin fallar.
No le he contado a mi hijo la manera en que me dio el ataque. Interiorizo la zozobra que siento por haber hecho el ridículo con Miriam. Todavía más, me exaspera que ella haya sido tan comprensiva. Una y otra vez recreo el momento; vuelve a mi mente la anticipación tan lúcida que tuve de la muerte, de una muerte ya cercana, ya inminente. Pienso en la alucinación, la primera que tengo en toda mi vida (que yo recuerde): era una figura imprecisa que me envolvía en tules y me guiaba por paisajes irreconocibles. Adiviné que era la muerte, aunque después, no sé por qué, lo dudé. Pero, ¿quién más podía ser?
Me deprimo.
Juan lo nota y me asegura (como si yo no lo supiera) que la depresión es una enfermedad que hay que tratar (es bíblica; agobió al pobre Adán en el Paraíso, y Dios tuvo que crear a Eva, posibilitando la recuperación más contundente de la historia). No debo preocuparme, asegura mi hijo; hay más de diez millones de deprimidos en Estados Unidos bajo tratamientos muy efectivos que incluyen píldoras, baños, dietas, viajes exóticos, lo que uno desee (ninguna solución como la de Dios). Juan quiere que, además del cardiólogo, vea a un especialista; no a uno cualquiera, sino a un muchacho joven que acaba de llegar de Europa con una especialización en geriatría bioenergética, el Dr. Enrique Laporta. No me niego; lo pospongo. Me autodiagnostiqué. No tiene que analizarme un imberbe de las nuevas escuelas gerontológicas. Sé lo que me pasa.
Antes no fingía; ahora finjo.
Antes aceptaba mi temperamento activo, deseoso de movimiento. El dinamismo de hacer me confortaba, me daba aliento. Ahora lo siento como una carga.
Me agobia la sensación de estar en tiempo prestado.
Ya no lucho por la vida; me entrego. Prefiero quedarme en mi cama, enrollado en mis sábanas, durmiendo más horas de la cuenta. No prendo el celular ni viajo en Internet. Dejé de intercambiar con las muchachas que contactaba en los canales del Programa Mirc, en tránsito libre o privado, y de interrumpir o, simplemente, espiar las conversaciones de otros. Abandono mis pesquisas por Facebook. No resisto ya las perturbaciones mentales que me provocan el diálogo ciberastuto o cibererótico. Contraté a Mendoza para que conduzca mi auto durante las horas del día y le asigné una habitación en el área de servicio. Lo encargo de que pague el teléfono, la luz, haga los depósitos en el banco y cambie mis cheques; le di una de mis tarjetas plásticas de mis cuentas corrientes y le confié el número secreto para sacar efectivo de las cajas automáticas.
Calculo. No será fácil la recuperación. Nuestra madre Eva tuvo un problema serio para animar a nuestro padre Adán; mas detrás estaba Dios y, por supuesto, el Diablo. Sin embargo, las circunstancias en que me desenvuelvo no son exactamente iguales. No hay lucha entre el bien y el mal en mi paraíso. Transijo, entonces: la mejor solución es la de Dios. Debo buscar a una mujer de temperamento sosegado que se arriesgue a desaviar mis temores y a enfrentar mis reveses. Una mujer que me tome de la mano, me sonría e intente deshacer el estado angustioso en que me encuentro.
¿Es ese el sentido de la alucinación?
Pienso en Miriam, en su comprensión; pero no estoy seguro de que ella sea la solución a mi problema. El incidente en nuestro primer encuentro siempre se interpondrá entre nosotros.

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