Thursday, September 9, 2010

06 Serenata

Primera Edición

SERENATA

NOVELA

Por Manuel Salvador Gautier


Primera edición 1998
Segunda edición 1999
Impresión: Editorial Búho
Santo Domingo, República Dominicana
IBSN: 976 – 8160 – 50 – 0 (pbk)

Tercera edición 2009:

Editorial Santuario

Santo Domingo, República Dominicana

ISBN: 978-9945-068-82-5

A mis abuelas Camé (1861?-1957)
y Teté (1879-1957), que incitaron
la fabulación con sus cuentos
y enseñanzas

y, tan responsables como ellas,

también a mi abuelo
Salvador Bienvenido,
a mi bisabuela Mamá Tulia
y a mis tías y tíos abuelos Ma, Me, Tatá, José, Chucho y Carlos,

sin olvidar a tía Celí, Ninina,
tía América y Altagracia,

y sin que falten
tío Máximo y tía Beba,
y mis padres,
Flon y Maricusa.


Todo puede ser


Primera Fabulación

A veces, cuando menos lo espero, vuelve Salomé. La veo pequeña, resuelta, con ese gesto tan particular de institutriz dedicada que la caracterizaba. Viene a mí, Salomé, mujer, sin atisbos de grandeza, el pelo amarrado en la nuca, el cuello blanco del vestido haciéndole un halo alrededor de la garganta, como si fuera necesario separar la cabeza del cuerpo. Salomé me mira, sonríe. Yo me atraganto un poco. No quiero que la aparición se esfume, pero no sé cómo evitarlo. Salomé, siempre te amé, le digo. Siempre te he amado, enfatizo, actualizando el sentimiento. Pienso entonces que esas palabras apasionadas no bastan, que en cualquier momento Salomé, con su sonrisa, desaparecerá. Le hablo entonces de nosotros, de nuestros recuerdos, de todo lo que compartimos juntos, de nuestros hijos. Salomé se mueve. Camina agitada, sin dirección fija, como nunca la vi en vida. ¡Salomé!, grito, tratando de apaciguarla. Salomé, ¿qué te inquieta?

1878

...sufriendo. El mal estaba hecho y tenías que enfrentar las consecuencias. Te miraste en el espejo. El traje blanco te ajustaba bien. Un poco apretado debajo de los brazos. Lo habías heredado de Federico que era más delgado. El traje era de buena tela con excelente caída. Tenías tu propio traje oscuro para las veladas formales en el club social, el único que te habías hecho a la medida con el sastre de la familia, pero no era adecuado para llevarlo en una visita anunciada para la tarde. Una visita sin precedentes. Tu padre te había dicho cuál era tu deber de acuerdo a la disciplina estricta que había impuesto para orientar a los miembros de su familia en el vestir, el comer, en fin, en todas las instancias del comportamiento personal. Venía de un convencimiento íntimo de que el orden era imprescindible para mantener en alto la moral. Para reafirmar ese criterio, tenías que ir y aclarar la situación con la familia amiga que habías afectado con tu comportamiento irregular. Prevaricaste. La situación, ¿cuál era realmente? ¿Y era obligatorio hacerlo? ¡Hombre! Consultaste con Yaya, la sirvienta que fue tu nodriza y que te mimaba y te atendía como si todavía fueras su niño adorado. Yaya confirmó el requerimiento de tu padre.
Te ajustaste el sombrero. Nunca habías ido a esa casa con un sombrero, pero las circunstancias lo hacían indispensable. El sombrero había sido de Daniel y tuviste que ponerle una banda gruesa de piel contra el forro interior, porque Daniel era cabezón. Tu padre decía que era el más cabezón de todos sus hijos, y el más cabeza hueca, aunque con buenas intenciones. A tu padre no le gustaba que sus hijos fueran militares, y, sin embargo, tres lo eran. "Las circunstancias", admitía. Lo bueno de ser el más pequeño era que se heredaban todas las pertenencias que abandonaban los hermanos grandes. Lo malo también, porque siempre se estaba un poco sobado, a veces deshilachado, en ocasiones se zafaba el botón de la camisa o aparecía el roto por más que se disimulara con un zurcido cuidadoso.
Te diste un último vistazo en el espejo. Tenías buena figura. Lucías adulto, con bigotes abundantes para tu edad. Habías decidido dejártelos. Analisa había dicho que te quedaban bien, y las otras muchachas coincidieron en eso. Masuco se había burlado, pero Masuco era lampiño todavía. Los bigotes te hacían sentir más viejo, y querías sentirte más viejo. Sentirte igual que Daniel o Federico, varones preclaros, reconocidos por sus hechos. Daniel, a los diecinueve años, combatió a los españoles y era estimado y reverenciado. En esos mismos días de enfrentamientos, Federico, con apenas catorce años, no podía hacer igual, pero se rebeló en el seminario, junto con sus compañeros; luego emprendió la carrera de escritor que daba prestigio a la familia. Tú tenías ya dieciocho años y no habías protagonizado nada que te distinguiera. Pero lo harías, después que aclararas esta situación. Suspiraste. Caminaste los pasos necesarios para salir de la habitación y, ya fuera, sentiste menos presión. Decidiste pasar por donde todos te vieran. No te escurrirías de la casa como un ladrón.
Fuiste a la cocina, donde estaba tu vieja nodriza.
—Yaya, me voy.
Ella dejó lo que tenía entre manos y vino a contemplarte.
—¡Juy! ¡Juy! —exclamó, y se echó a reír, contenta con lo que veía.
Saliste satisfecho de la cocina y fuiste en busca de tu madre. Estaba debajo del emparrado, junto al brocal de la cisterna, asegurándose de que Tito, el muchacho criado en la casa, sacara toda el agua que la familia necesitaba para su uso.
—¡Cielos, Pancho! —exclamó ella, dando unos pasos hacia ti—. Déjame verte. Mmm. Ponte ahí —te aferró por el brazo y te empujó hacia un claro, por donde entraba la luz directa del sol—. ¡Mi hijo buen mozo, el más buen mozo!
—El más buen mozo es Ildefonso, ¡usted siempre lo ha dicho, mamá! —dijiste por porfiar, riendo.
Tu madre rió también, con el desparpajo que todos adoraban.
—Hoy, el más buen mozo de mis hijos eres tú. ¡Va a ver esa gente de lo que se pierde! —palideciste—. Ve en coche. A Tito que vaya al parque y traiga uno.
—¡Pero si es a dos cuadras de aquí! Puedo ir caminando, como lo he hecho siempre.
—Ve en coche —insistió tu madre—. A una visita anunciada se va en coche —y extrajo el monedero que escondía en el seno, lo abrió, sacó unas monedas y las puso en tu mano.

El caballo era brioso y tendía a patear y a cabecear. El cochero se alzó varias veces de su asiento para controlarlo, lo tiraba de la rienda, lo fustigaba por el pescuezo. El caballo seguía igual, se desviaba, parecía que coludiría con la gente que caminaba por la calle o con una carreta que pasaba. Un muchacho corrió por delante, gritó algo, reía. El cochero se enfureció, pero dejó de hostigar al animal. Se sentó, murmuró alguna maldición.
—¿De dónde sacó usted este animal, cochero? —preguntaste.

Tu hermano Daniel venía todos los días al amanecer a tomar café en la cocina, se sentaba en una silla de guano que recostaba contra el horcón grueso del centro, el que aguantaba cualquier peso, y esperaba a que tu madre le pasara la taza. Cuando ella finalmente lo hacía, Daniel la tomaba, soplaba, echaba un poco del líquido en el plato, soplaba de nuevo y sorbía un trago. "Mmmm", saboreaba. Tu madre no decía nada, pero se le notaba la satisfacción que le causaba el hijo grande, el hijo que debía estar tomando café en casa de su mujer pero que venía a la de su madre, para contentarla, para que supiera que, de todas las mujeres, ella era la única que hacía café como le gustaba. Igual hacían los otros hijos casados, y la cocina se llenaba de gente. Tú venías también y oías cuando Tito le preguntaba a Daniel sobre los caballos. El muchacho admiraba más a Daniel como jinete que como militar. "Yo no lo je visto nunca batallando, pero sí lo je visto montao, ¡y mucha vece!", decía. Tito iba a menudo al establo que estaba frente a la fortaleza a ver y, de vez en cuando, montar los caballos que sacaban para uso de los soldados. Daniel le ordenó un día que te llevara. En esa época, debías tener unos seis años. El criado, unos años mayor, era fuerte y mucho más alto que tú. En un momento dado, éste, desesperado porque tus pasos eran muy cortos, te cargó a horcajadas alrededor de su cuello. La admiración de Tito por los animales hizo que tú quisieras montarlos también, lo que le pareció estupendo a Daniel, que comenzó a buscarte algunos domingos para llevarte al cuartel, donde te tenía un animal ensillado. Primero fue un caballito tremendamente manso, que sólo se movía si alguien a su lado lo hacía. Eras muy pequeño para que las espuelas tuvieran efecto, pero Daniel te las colocó y te dijo que puyaras.
"El caballo tiene que saber que tú eres quien manda —decía—. ¡Puya!"
Daniel te alzaba del piso de un tirón y te montaba sin contemplaciones, como si pusiera un aparejo.
"¡Puya!", repetía.
"¡Yo puedo, yo puedo! ¡Tú verás que lo hago andar!", decías, y puyabas, pero el penco quedaba quieto como si nada perturbara su mundo.
Un raso se encargaba de darte vueltas por el cuartel. Con el tiempo, el soldado te sacaba a la calle y te paseaba por las baterías, a lo largo de la costa; te metía por la alameda hasta alcanzar, a veces, la puerta de la muralla. Daniel decidió tenerte un potro en su finca, y te llevaba a montar casi todas las semanas. "El mejor jinete es el que monta todos los días", decía tu hermano mayor, y admirabas la destreza con que éste dirigía su caballo moteado, grande, musculoso, brioso. Después, cabalgaste sobre los mejores animales. Atravesabas el poblado caribeño bajo un sol abrasador; te acompañaban Daniel, Manuel, Ildefonso, cualquiera de tus otros hermanos, una combinación de ellos, o todos juntos; llegaban hasta el puerto, montaban el acantilado, alcanzaban la cala bordeada de uvas de playa y seguían más allá, hasta el polvorín y fuerte antiguos. Cuando no, usaban la barca que cruzaba al otro lado de la ría y se metían por los pastizales. Un día acompañaste a Daniel a una de sus excursiones militares, nada del otro mundo, una expedición por una villa vecina, para rastrear a unos salteadores de labriegos. Recorrieron caminos de monteros, vadearon ríos, penetraron una manigua. Encontraron a los bandidos de espaldas a un barranco, donde éstos se apostaron para echar el pleito. Hubo machetes al aire, tiros. "¿Qué te parece?", preguntó Daniel cuando volvían, enlodadas las cejas, cortados los cuerpos con rasguños y ramalazos, sudados hasta los fondillos.

El caballo tomó un trote ligero, el que le gustaba, contrario al paso lento que quería el cochero, y se acercaron rápidamente a la casa de Analisa.

Había algo de perverso y, al mismo tiempo, de grandioso en la manera en que veías y oías y participabas en los empeños de tus hermanos. Con Daniel y los otros militares ocurría visitando el cuartel a menudo, limpiando las carabinas, ejercitándote en su manejo, en fin, haciendo de "soldado", aunque ya tu padre había advertido con su severidad característica que no quería más de éstos en su casa, quería profesionales: "Pro-fe-sio-na-les", recalcaba, mirándote. Tito, aspirante a soldado, te acompañaba, de vez en vez, en estos menesteres y le decías: "Tito, aprende a tirar, que un fusil mata gente y forma hombres", un dicho que Daniel repetía como si nada. Con Federico era asistiendo a las actividades de las sociedades culturales, realizando algunas tareas en el taller del periódico que éste sacó por un tiempo, escribiendo "editoriales" que tu hermano alentaba pero que nunca publicaba porque aparecía otro con un tema de mayor trascendencia. "Puedo ser poeta. Voy a componer un poema para que lo publiques", afirmaste un día a Federico. Lo escribiste y se lo entregaste. Éste te señaló algunas fallas sintácticas, una que otra palabra fuera de contexto o falsamente rimada. "Voy a escribir otro y lo presentaremos en una de las conferencias en la Sociedad", dijiste, y lo hiciste, pero no se lo enseñaste a Federico sino a Manuel. "¡Muy bueno!", dijo éste, que no sabía de eso. Con tu otro hermano preferiste seguir discutiendo sobre temas que tuvieran relación con las expectativas que alentaban todos en el país. Tenías ya dieciséis años cuando vino como exiliado, por primera vez, el gran maestro y filántropo, de corazón isleño y pensamiento antillano. Se formó un grupo para visitarlo en el puerto atlántico donde se alojó. Sería muy fatigoso ir a verlo, aseguraban todos, había que cruzar las sierras, pero valdría la pena. De las conversaciones que surgieron y las discusiones que se tuvieron con motivo de esa visita, captaste lo principal: la filosofía positivista proponía un cambio necesario en el manejo del Estado. No más autoritarismo, no más montoneras, el destino del pueblo debía definirse con elecciones libres y el instrumento para lograrlo debía ser la educación. Desde entonces, estudiaste con ahínco todo lo que te cayera en las manos que tratara sobre el asunto. Era lo que tanto te unía a Federico, quien, por otra parte, no te daba crédito cuando le proponías la necesidad de investigar por qué un ciudadano cualquiera actuaba como lo hacía. "Bueno, ¿y cómo es que hace?", requería. Una pregunta retórica, sin lugar a dudas.
Cuando tuviste que escoger una profesión, decidiste estudiar agrimensura. En matemáticas eras imbatible. Ninguno de tus hermanos te igualaba, y serías un "pro-fe-sio-nal" que la familia tendría que respetar. Trataste a Analisa porque era hermana de Masuco, con quien te juntabas para estudiar. Las familias de ustedes se conocían, vivían cerca, Masuco y tú podían utilizar los mismos libros, apoyarse mutuamente. A Analisa la habías visto antes, por supuesto: en la iglesia, tras las rejas de su casa, en algún agasajo entre familiares, pero no le habías puesto atención. Sin embargo, una mujer no puede mirarse todos los días sin admirarla. Contemplándola, a veces arreglada, otras, descompuesta, siempre hermosa, quedaste prendado.


El caballo se detuvo de repente y el cochero se alzó de su asiento de nuevo, pero no para apostrofar al animal, como hizo antes, sino para lanzar una serie de improperios en dirección a un árbol frondoso en el jardín de la casa que estaba al lado de la de Analisa.
—¡Bandido, sal de ahí y tú verás! ¡Mañoso! —decía.
—¿Qué sucede, cochero? —preguntaste.
—Hay un muchachito encaramado en esa mata tirando piedras, y no me muevo de aquí hasta que se apee.
Era una inconveniencia. Podías salir del coche y caminar el tramo que faltaba a la casa de Analisa, exponiéndote a que se te pegara una piedra, o unirte al cochero reclamando paso libre, o, mejor todavía, enfrentar al agresor buscando la manera de subir al árbol, vencerlo y bajarlo por una oreja. En cualquier otra ocasión habrías optado por lo último, pero no en ésta, emperifollado de blanco y comprometido con una visita avisada. Miraste hacia el punto que señalaba el cochero. El agresor estaba subido en la rama más alta del árbol. Era el hermano menor de Analisa.
—¡Ey, tú, niño, soy yo, Pancho! ¿Qué pasa?
En respuesta, una piedra pasó volando sobre tu cabeza y fue a estrellarse contra la pared de la casa de enfrente.
Había que negociar.
—¿Y Masuco, dónde está? —gritaste entonces.
Detrás del seto del jardín, oíste la voz de una mujer llamando al travieso, ordenándole que bajara. No la reconociste. Otra piedra voló por los aires y chocó cerca de donde lo hizo la anterior. Era la última, la de despedida; el imberbe bajó por el tronco y desapareció tras el seto.
El cochero fustigó al caballo para frenarlo casi enseguida, tan pronto dio los pasos necesarios para alcanzar la puerta principal de la casa de Analisa.
—Aquí está, gracias —dijiste, pagando el importe del servicio.
—Gracias a usted —el cochero se fijó en las monedas que le diste—: ¡Oh, lo esperaré hasta que usted vuelva! ¡Buena suerte en su encomienda! —exclamó con entusiasmo.
Le habías pagado en exceso, pero no te preocupaste por la novatada. Te interesó más lo último que dijo. ¿Sabría este señor a lo que venías? En un pueblo como el tuyo las cosas se conocían antes de que ocurrieran. Suspiraste una vez más. ¡Hombre! Habías decidido enfrentar la adversidad en todo momento, se presentara en la forma que lo hiciera, costara lo que costara, pero esta situación no era, realmente, una adversidad sino, más bien, un acto de inconstancia, quizás, una falla en tu carácter. Ante una adversidad te habrías acercado a tu padre; ante una inconstancia, lo pensaste.

El profesor de piano venía todos los lunes, miércoles y viernes, a las cinco de la tarde, a dar lecciones a las tres hermanas, Analisa y las otras, más pequeñas. La sirvienta le abría la puerta, y éste entraba, dejaba el bombín en la sombrerera, también el bastón en días soleados o el paraguas si amenazaba lluvia, se ajustaba el cuello inmaculado, saludaba con la cabeza a quien tuviera por delante, se aseguraba de hacerlo también a todos los presentes mirando rápidamente por arriba de sus espejuelos; caminaba hacia el piano vertical, arrimado a la pared del fondo de la sala y adornado en el tope con el paño tejido con punto de cruz por una de las abuelas, el florero de cristal de roca y las estatuillas de bronce que trajo la madre de Analisa de su viaje a Europa. Enseguida lo rodeaban las tres niñas, acabadas de asear, peinar y vestir. Traían papeles de música en las manos. Una se sentaba al piano y tocaba bajo la vigilancia y guía del profesor, las otras se sentaban alrededor, oyendo y asimilando las correcciones. Fue la primera vez que sentiste celos por culpa de una mujer. Le observaste a Masuco que el profesor de música lucía demasiado confianzudo, rodeado por las niñas, rozando, aquí y allá, con sus dedos delgados, un hombro o una mano femenina. "¿No crees?"
"No es de mi incumbencia", dijo el amigo. Si a la tía solterona no le parecía, que estaba ahí, sentada en un rincón, viéndolo todo, cada detalle, cada movimiento, no había por qué interferir.
"Si fueran mis hermanas, yo no lo permitiría", observaste, atacando con el aguijón de la sobriedad y la adustez.
"Tú no lo permitirías —repitió Masuco—. ¡Caray! ¿Y qué tú hacías cuando venían los novios de tus hermanas a visitarlas?"
Observabas, para cuando te correspondiera ser novio saber qué hacer. Aprendiste que éstos no se tocaban en ningún momento, ni siquiera para saludarse, y que aprovechaban un descuido de la chaperona para mirarse acaramelados e intercambiar papelitos.
"¡Papelitos!", dijo Masuco, riendo a más no poder.
En ese momento el profesor de música puso su mano sobre la de Analisa, para obligarla a repetir un pasaje.
"¡Mira, ¿ves lo que te digo?", señalaste, y Masuco dejó de reír.
"¡Caray!", exclamó el amigo.
Tu gran satisfacción, el próximo día de lección, fue notar que el profesor de música daba sus instrucciones desde un lado del piano, que las niñas estaban del otro, y que la tía observaba todo muy de cerca, colocada en el medio, como un valladar.
Decidiste actuar a tu favor.
"Señorita —escribiste—. Su cercanía me ha conmovido al punto...". No seguiste la epístola. ¿Al punto de qué? ¿Por qué ser tan formal, después de tratarla cotidianamente como a la hermana de tu amigo?
La mirabas ahora cuando no corrías riesgo de que te sorprendieran en eso. Ibas a misa los domingos a la misma hora en que ella asistía, demostrabas gran devoción, te levantabas de tu asiento para confesar y luego comulgar, y, al salir de la iglesia, dabas limosnas a los pordioseros que esperaban en la puerta, asegurándote de que ella te viera en esos actos piadosos. Finalmente, le dedicaste un poema... "No hay revés en el amor cuando la amada..." Era el mismo que Manuel encontró tan hermoso y que Federico no conocía, un poema con palabras que no dejaban dudas de tus intenciones, pero para nada, porque no hallabas la manera de entregárselo. Lo tuviste más de una semana escondido en el bolsillo. Querías aprovechar un momento de esos en que ustedes dos se cruzaban en la arcada que daba al patio, dirigiéndose de un lado a otro de la casa, tú a la habitación de los varones, a buscar a Masuco, ella, moviéndose libremente. No coincidieron ni una sola vez; tenías que aventurarte y entregarle el poema delante de otros, corriendo el riesgo de que te detectaran. Preferiste otra estrategia. En casa de Analisa había una sirvienta joven y jovial. Le hablaste, le diste una propina y le entregaste el poema, doblado y cerrado con un alfiler.
"Llévaselo, pero no le digas de quién es", advertiste a la muchacha, una mulata de senos pronunciados, boca grande y pelo engreñado.
"¿Y cómo va a saber ella?", preguntó la sirvienta.
"Le dices que es de un admirador que está muy cerca de ella", respondiste, mientras el corazón te latía fuertemente.
¿Adivinaría ella? Quizás era presumir demasiado. Estabas "muy cerca", pero no necesariamente eras el único por los alrededores. ¿Se habría percatado ella de tus suspiros, de tu melancolía, de tus miradas que la seguían por doquiera? Si lo había hecho, ella sabría que ese poema sólo podía venir de ti. Esperaste la respuesta por varios días. No obtuviste ninguna. Los suspiros se multiplicaron de tal manera que un día Masuco los observó y preguntó qué te pasaba.
"Estoy enamorado", le contestaste al compañero de estudios.
"¿Enamorado, de quién?"
La pregunta te pareció extraña. ¿Era posible que nadie reconociera tus sentimientos?
"Le escribí un poema", añadiste sin revelar aun tu secreto.
"¿Un poema? ¿Y desde cuándo escribes poesía?", preguntó Masuco, quien, como futuro agrimensor, sin otra visión enaltecedora, sólo sabía de las asperezas de la tierra (nunca le habías hablado sobre el triunfo de la razón, ¿para qué?).
Recitaste el poema al amigo. Lo conocías de memoria, lo habías declamado varias veces frente al mar, ante las olas desbocadas que se estrellaban en el acantilado. Masuco puso una expresión de concentración que se alteró por momentos, hasta que arqueó las cejas, se tapó la boca y sonrió, con un pudor torpe.
"¡Epa! —exclamó, cuando terminaste—. ¡Epa, compadre!".

La puerta estaba delante y debías tocar con fuerza, para que te atendieran. Levantaste la mano, formaste el puño, pero lo deshiciste enseguida. Pusiste la palma abierta sobre la madera y te quitaste el sombrero con la otra mano. Finalmente, te sublevaste contra tu debilidad y tocaste. Sentiste que el ruido repercutió dentro. La puerta se abrió y apareció, sonreída, la sirvienta que te había ayudado. La saludaste, entraste, pusiste el sombrero en la sombrerera sin atender a otra cosa, como hacía el maestro de música, y giraste la cabeza hacia donde sabías que estaban las sillas de la sala, delante del piano vertical.

Masuco tomó como broma la atracción de su compañero de estudios por su hermana. Te mortificaste. ¿Es que tu amigo no tenía principios? Los tenía, sólo que no los aplicaba a esta situación. Los admiradores de su hermana no eran de su incumbencia, para eso estaban su madre, su padre, la tía solterona y los otros parientes que velaban por ese tipo de asunto.
"Necesito que Analisa sepa que ese poema es mío", dijiste al otro en un estado de ansiedad y agitación.
"¿El poema? ¿Qué poema?"
"El que te recité hace un rato, el poema que le escribí".
Masuco adoptó ahora una expresión de incomprensión. Luego cayó en cuenta.
"¡Caray!", exclamó, y se pusieron de acuerdo.
La próxima vez que viste a Analisa, ya ella debía saber que el poema era tuyo, pero no te lo dio a entender. El asunto no iba a ser tan fácil como pensaste cuando conseguiste el apoyo de Masuco. ¡Ah!, si un poema no había penetrado la resistencia de la amada, ¿qué otra cosa podía hacer? ¡Quizás otro! Otro poema, de palabras apasionadas, angustiosas, lleno de sugerencias, o, mejor aún, una parábola, una historia conmovedora sobre la desesperación en el amor, algo sobre un rey que vio en sus sueños a una mujer increíblemente hermosa, la buscó, la encontró, no la pudo retener, siguió buscándola, la reencontró varias veces, pero, al hacerlo, ella escapaba. Te sentaste a escribirlo, pero no te salió nada. Tu musa se negaba a favorecerte, lo mismo que tu amada de carne y hueso.
Todo cambió de repente un viernes, durante una de las lecciones de piano. Ella te sonrió. Tú, desde tu esquina, sonreíste también, y Masuco, a tu lado, te dio un codazo. La tía solterona, en el medio de todos, dijo algo, y Analisa se vio obligada a bajar su mirada al pentagrama. Cuando alzó los ojos otra vez, no te miraba. El domingo siguiente, en la mañana, durante la misa, ocurrió algo más inusitado. Al levantarte para ir a comulgar, ella quedó a tus espaldas, caminaron juntos hasta llegar al pie del altar, el sacerdote les dio la comunión casi al unísono, y, al regresar a sus asientos, mientras tú, agradecido de Dios por lo que presentías, retenías la hostia en tu boca para que se disolviera gradualmente, ella te murmuró muy rápidamente: "¡Esta tarde, frente a la casa de mi madrina!". Casi te atragantas, te entró una tos convulsiva que no te permitía respirar. Algunos te rodearon preocupados. Ella siguió su camino, sin comprometerse.
Vinieron días felices de entendimiento ilusionado, que no duraron mucho, porque la madrina de Analisa se dio cuenta enseguida que visitabas el vecindario para encontrarte con su ahijada y se lo dijo a su comadre, quien, tan pronto lo supo, le prohibió a la hija las relaciones indebidas y le ordenó a Masuco que no se juntara más contigo, mucho menos, que te trajera otra vez a la casa. La oposición generó encuentros difíciles, furtivos, con ella. Se sintieron apabullados, infelices. Creíste que todo se arreglaría si formalizaban las relaciones, pero Analisa se opuso.
"Todavía —dijo—, aún no es el momento".
Quisiste saber cuándo sería.
"Todavía", repitió ella.
Alguien en la calle te dijo que la oposición venía porque eras de ascendencia judía, y la familia de Analisa no quería tener nada que ver con circuncisos. "¡Pero somos católicos!"
Analisa, por su parte, te señaló que su madre no aceptaría ningún admirador suyo, no importaba su religión.
"Dice que soy muy joven aún, que debo madurar —dijo, tomándote la mano y apretándola—. ¿Tú piensas que soy demasiado joven?".
No desmayaste ante esta dificultad emergente.
"¿Es por eso que debemos esperar? ¡Hombre! Tú verás que tu madre cede tan pronto te pida en matrimonio", dijiste, insistiendo en tu propuesta y aprovechando para besarle los dedos, pero ella no opinó al respecto, como había hecho en ocasiones similares, en vez, te envolvió en un abrazo apretado, haciéndote sentir su cuerpo, duro, tibio, insinuante, sin dudas, el cuerpo de una mujer hecha y derecha.
No había solución. Comenzaste a andar por ahí, desolado y triste, preocupado y nervioso. Asistías a las actividades de la Sociedad, ibas a las recepciones del Club, montabas a caballo, tratabas de entretenerte con lo que apareciera. Le entregaste a Federico el poema inspirado por la amada, para que lo publicara con una dedicatoria; estabas dispuesto a enfrentar las consecuencias. Tu hermano prometió complacerte, pero no lo hizo. Entonces viste a Salomé aquella noche y te acercaste a ella.

Miraste hacia el fondo de la habitación, donde esperabas encontrar a la madre de Analisa y, quizás, a Analisa misma. Dos mujeres estaban sentadas, la tía solterona y una desconocida, seguramente la dueña de la voz que hizo bajar del árbol al niño impertinente, una dama de cierta edad, de aspecto respetable. Vestía de negro, como una viuda antañona que guardaba luto eterno, usaba una mantilla que le cubría los hombros y una peineta que sobresalía sobre su cabeza cana, caída un poco hacia adelante. Una mujer fina, distinguida, aunque arrugada y artrítica. Notaste en especial las manos deformadas que agarraban un bastón con puño de plata y los zapatos diminutos de charol que sobresalían de su falda larga y lisa. ¿Quién era esta anciana? Especulaste un poco, acercándote con paso lento, reconociendo que era a ella a quien debías enfrentar.

Nadie sabía aún que te habías enamorado de Salomé. Lo guardabas en secreto, como un ladrón que no da a conocer sus intenciones. No lo sabía ni Salomé, mucho menos lo hablaste con Analisa que, comoquiera, actuaba extrañamente, influenciada, quizás, por la infelicidad que los atolondraba. Se fueron separando, poniendo como excusa las dificultades que había para encontrarse, hasta que sólo se comunicaban con papelitos, y tú no eras hombre de confesar algo así de esa manera. No era honorable. Eso fue lo que te observó tu padre cuando, eventualmente, decidiste explicarle la situación. "La familia de la señorita Analisa sabe que la has estado cortejando a sus espaldas, hijo, un hecho reprobable de por sí —dijo éste—. Si ya ella no te interesa, tienes que aclararlo con ellos". La acción a tomar era que visitaras formalmente la casa y explicaras la verdad a todos. Lo pensaste. Tan pronto decidiste acatar la orden de tu padre, no te arredraste. Escribiste mil esquelas para solicitar la entrevista a la madre de Analisa. "Muy apreciada señora: El tiempo implacable...". Finalmente enviaste la más simple: "Señora: Deseo hablar con usted para tratarle sobre mis relaciones con su hija Analisa. Estaré en su casa a las cinco de la tarde, el próximo martes". Así evitabas la presencia del profesor de música. No se te ocurrió que debías esperar una respuesta de aceptación, que no tuviste. La esquela fue totalmente ignorada, pero esto no te impidió seguir con tus planes. Informaste a tus familiares que harías la visita para deshacer tus relaciones con Analisa, y oíste los comentarios de todos ellos, la mayoría resaltando tu honradez.

Un calor inusitado afloró a tu rostro cuando finalmente recorriste los pasos que te separaban de las dos mujeres y estuviste delante de ellas. Primó tu entrenamiento social. Alargaste la mano a la tía, que se movió en su asiento de un lado a otro sin extender la suya.
—Buenas tardes —dijiste, recogiendo tu mano.
Giraste hacia la otra.
—Buenas tardes —repetiste, con una inclinación de cabeza.
La tía, tímida y renuente, presentó a la desconocida.
—Esta es nuestra madre —dijo, ruborizándose—. Ha venido al compromiso de Analisa —añadió, mirando furtivamente a la otra, que arrugó la frente y dio vueltas al bastón.
¡El compromiso de Analisa! ¡Estas damas esperaban que tú les hicieras una propuesta formal, después del rechazo que tuviste de la familia!
—Mucho gusto —dijiste, dándote cuenta de que no podías dirigirte a la señora por su nombre, porque la tía no te lo había dicho. Era, sin lugar a dudas, la abuela que vivía en el pobladito a pocas leguas de la ciudad, "una bocona", había dicho de ella Masuco en alguna ocasión. Te la habían puesto de frente para intimidarte.
—Siéntese, joven —ordenó la anciana, con la voz inflexible con que mandó a bajar del árbol al niño impertinente.
Miraste alrededor, localizaste una silla y te sentaste. Cruzaste las piernas, los brazos. Esperaste a que las damas te hicieran otra referencia al compromiso, que te lo exigieran, que se alteraran al notar tu indiferencia, pero nadie habló.
—¿Desea café? —preguntó finalmente la anciana, llamando a la sirvienta con la mano. No esperó tu respuesta—. Traiga un café para el señor —ordenó.
La dama se quedó viéndote, recelando de tus palabras, pero todavía no te decidías a tratar el asunto, considerando que debía estar presente la madre de Analisa, no esta señora totalmente ajena a lo que pasaba. Preguntaste por ella.
—Está bien —respondió la anciana.
No había más nada qué decir. La sirvienta entró con la bandeja portando el café, y las mujeres guardaron silencio mientras te servías. Buscaste el azucarero, no lo encontraste.
—¿Tiene azúcar? —preguntaste a la sirvienta, quien sonrió e hizo un gesto incongruente, doblando las rodillas, como si saludara.
Las damas te miraron fijamente.
Moviste el café con la cucharita, llevaste la tacita a la boca, sorbiste, y diste un resoplido que casi te obliga a arrojar el líquido. Hiciste un esfuerzo enorme para tragarlo, sospechando, de pronto, que las pedradas del niño impertinente no fueron una jugarreta casual. Habían salado el café, para demostrar, una vez más, su hostilidad hacia ti.
—¡Ejem! —dijiste, poniendo la tacita sobre una mesa a tu lado. Apretaste los labios, te alisaste los bigotes, abriste las piernas, colocaste los pies firmemente sobre el suelo y te agarraste los muslos, en posición decidida.
—Diga, joven —conminó la anciana, cortándote la iniciativa.
Respiraste hondo, para recuperarla.
—Hace unos días envié una esquela a la madre de Analisa en la que le informaba que deseaba tratarle sobre mis relaciones con su hija.
—Ella la recibió —confirmó la anciana.
—Me habría gustado que estuviera aquí.
—Ella está ocupada —aseguró la anciana.
Te decidiste, entonces.
—Señora, usted habló de un compromiso mío con su sobrina Analisa, pero eso es ahora imposible —dijiste, dirigiéndote a la tía solterona, la más débil de las mujeres que te enfrentaban.
—Mi hija no se refería a un compromiso con usted —interpuso la anciana, sorprendiéndote.
No esperabas esta aclaración. Todo el tiempo pensabas que el traidor aquí eras tú, pero te equivocabas. Había, entonces, otro pretendiente de Analisa, pero, ¿quién? ¿El profesor de música? Era el único a quien habías visto acercarse a ella, impresionándola con su bombín, su bastón, su cuello inmaculado, atrayéndola con sus papeles de música, tocándola con sus manos blancas de dedos delgados.
—Analisa ha sido requerida en matrimonio por un caballero, amigo de la familia —explicó la tía, quien, sin dudas, había querido prevenirte desde un principio.
—¡Oh! —exclamaste, imposibilitado de decir otra cosa, echando el torso hacia atrás, como si te defendieras de algo. Reaccionaste enseguida—. Entonces, no tengo razón de estar aquí —dijiste, aceptando inmediatamente una situación que ignorabas en sus detalles pero que visualizaste, de repente, en toda su dimensión devastadora.
—Ninguna —dijo la anciana, levantándose de su asiento con la ayuda de su bastón y el apoyo de la tía, que corrió a su lado.
Te pusiste de pie también.
—¿Desde cuándo está comprometida Analisa? —preguntaste, por curiosidad.
—El compromiso se hará esta noche en la intimidad familiar —dijo la tía, bajo la mirada penetrante de la anciana—. Analisa se recupera de una gripe, pero quiso que fuera lo antes posible, para que todo el mundo se enterara.
¿Habían sido amores escondidos, consentidos a última hora por la familia? ¿O se trataba de un matrimonio formal, de conveniencia? ¿Tenías que ver algo en este asunto? ¡Qué ironía! ¡Mientras te enamorabas de Salomé, Analisa se entretenía con este señor! ¡Hombre!
Te despediste de las mujeres. Te dirigiste a la puerta, recogiste el sombrero y lo colocaste sobre la cabeza. Saliste a la calle y tropezaste con una bacinilla que contenía una culebra viva. Debía ser otro invento del niño perverso con el propósito despiadado de ridiculizarte para siempre, con piedras a la entrada, salazón del café y culebra a la salida. Te detuviste. Te tentó darle un puntapié a la bacinilla, a la culebra, a las piedras de la calle polvorienta, al próximo que pasara, hombre o bestia, sin importar el perjuicio a tu traje blanco, pero reprimiste el impulso, tuviste ese tino.
El coche te esperaba. El caballo, con la cabeza gacha protegida por grandes anteojeras, se había dormido; al menos, así parecía por la mansedumbre que proyectaba. El cochero, en cambio, se movió hacia donde estaba el látigo, dispuesto a reactivar su mando.
—¿Para dónde, ahora? —dijo el hombre, sin demostrar la más mínima reacción por la escena ridícula que acababa de ver.
Te subiste al coche, te acomodaste. Sentiste la amplitud del asiento, la solidez del carruaje, la tensión del hule negro estirado sobre el armazón de la capota; notaste el movimiento del cochero alertando al caballo con un tirón de la brida; anticipaste el retortijón que sufriría tu cuerpo cuando el caballo arrancara, tan pronto dijeras las palabras de orden. Recordaste entonces que en la Sociedad había una reunión esa tarde. ¡Hombre! Decidiste ir, aprovechando que estabas emperifollado. Quizás Salomé estuviese allí.
Diste las instrucciones. El látigo voló por el aire y resonó por encima del lomo del animal. El coche crujió, las ruedas giraron y tú te recostaste en el espaldar del asiento, tranquilo, libre de culpa, contento por haber cumplido con tu deber, como te lo requirió tu padre, consciente de que, al fin, ibas a algún sitio. En lo adelante...

1 comment:

Elizabeth Polanco said...

Una gran novela. En algún momento de nuestras vidas, nos hemos sentido como Federico Nadal, en otros quizás, hemos actuado como Bia.